26 de enero de 2011

El estigma de la incomprensión, sus formas y consecuencias en la soledad y la violencia.



Según nos cuenta la Biblia Job fue un hombre justo, virtuoso y respetuoso de su divinidad. Tuvo además una gran familia, era padre de siete hijos y de tres hijas. Llegaría a ser un rico ganadero y poseería miles de reses. También mantendría una gran servidumbre, personas a su servicio a las que él, sin embargo, trataría bien y amablemente. Fue un ser íntegro, bienintencionado, amigable y confiado. Pero, un día, todo eso acabaría para siempre. Sólo terminarían quedando vivos él y su esposa, del resto nada quedaría. El ganado enfermaría y moriría, los siervos fallecerían, y, luego, hasta un fuerte viento arrasarían su casa y sus hijos desapareciendo todo ello para siempre. Aun así Job continuaría confiando en su dios y en su suerte. No se plantearía nunca con todos esos graves sucesos personales cuestionarse nada de su desamparada vida terrenal, ¿por qué, si él además no se lo merecería? Pasó el tiempo y una cruel enfermedad acabaría llagando incluso su piel. Job entonces, agotado, se sentará un momento a descansar, impotente y desolado, para acabar utilizando una pequeña teja con la que poder aliviar las terribles molestias de su cuerpo. En ese mismo momento su esposa lo ve así, de ese modo tan lastimero y, harta ella de tanta desgracia, le recriminará tajante a Job: ¿Todavía perseveras en tu rectitud?, maldice a tu dios y muere...

A principios de los años veinte del pasado siglo surgiría en Alemania un nuevo movimiento artístico en el Arte: La Nueva Objetividad. Esta tendencia artística se caracterizaba por un rechazo al Expresionismo triunfante por entonces -principios del siglo XX-, un estilo pictórico que deformaba la realidad con trazos irregulares y fuertes colores atropellados. Lo curioso es que ambos movimientos artísticos eran, básicamente, iguales en lo estético: tan sólo variaban en el motivo de la expresión. Cuando los expresionistas utilizaban la filosofía como fuente de inspiración, el nuevo y semejante movimiento justificaba su tendencia con criterios más políticos o sociales. Los miembros de esta nueva tendencia artística descubrieron entonces a un desconocido pintor y comenzaron a identificarse con su personal y peculiar estilo artístico barroco. Georges de La Tour (1593-1652) fue un sugerente pintor francés del Barroco más inspirador, uno de los más importantes tenebristas de la historia del Arte. Donde ahora la luz de sus creaciones es casi siempre la protagonista de sus obras, pero no será una luz cegadora que clarifique o evidencie lo que muestre, no, sino tan solo una luz que sólo atisbe, sostenga o mediatice lo que apenas alumbre luego manifiesta o expresamente.

El dios mitológico latino Marte no fue tanto un dios de la guerra cuanto más un dios violento, decidido, brusco o atormentador. También protegería el desarrollo vegetal y con ello la prosperidad terrenal que ofrecerá el vigor exuberante de la naturaleza. Otro de los dioses míticos lo fue el dios Cupido, pero ahora éste es justo lo contrario de aquél: es el niño travieso e imaginativo que no hará más que disparar al azar y distraído sus arrebatadoras e hirientes flechas demoledoras. Una vez Marte lo castigaría desabrido y violento sin comprender siquiera que aquél tan sólo obedecía a su propia e inevitable naturaleza interior. La filósofa francesa Simone Weil (1909-1943) dejaría escrito una vez de la infancia ingenua e inconsciente: La parte del alma que pregunta, ¿por qué se me hace mal?, es esa parte de todo ser humano que ha permanecido intacta desde su infancia. Lucrecia fue una hermosa, honesta y noble mujer de la antigüedad romana. Tal fue su belleza que el propio hijo del rey romano Tarquino -entonces Roma era una monarquía antes de ser República- quiso poseerla como fuese. Forzaría a Lucrecia una noche violentamente. Luego ella, después de aquella vil y desconsiderada afrenta, trataría por todos los medios que su deshonra quedara vengada para siempre. Pero al ver que nadie se atrevía con el regio violador, al sentirse ella ahora así del todo incomprendida no pudo más Lucrecia entonces que tomar la terrible decisión de suicidarse. Las consecuencias de esa cruel afrenta -según la historia latina- llegaron algo más tarde a ocasionar la caída de la monarquía romana, y, tiempo después, el advenimiento de la decisiva e imperial República de Roma.

No hay etapas en la vida del ser humano que no sean susceptibles de desasosiego y maldición. La infancia y la vejez se sitúan en el inicio y final de lo que somos, de nuestra propia existencia. Ahí, en estas etapas extremas de la vida, la inocencia y el desamparo serán los rasgos más característicos de ambos momentos. Pero entre esos dos momentos temporales vitales se sitúa ahora la dura, desesperada, fría, solitaria y perversa madurez. En ésta entonces la conciencia de la incomprensión será devastadora. No podemos ahora más que seguir adelante soportando todo sin rubor, sin pudor, sin denuncia o sin detenernos. Porque en la infancia no tendremos aún conciencia de nada y en la vejez, muy pronto, todo acabará... Pero en la etapa donde las cosas han desarrollado y aún no han culminado del todo, el ser humano deambulará perdido en una inercia desenfocada y agotadora. Y es justo ahora la incomprensión de los demás, de los otros seres humanos la que descollará envilecida, reventando y cansando la existencia hasta hacer padecer al ser adulto maduro las peores de las sensaciones personales: aquella que no se percibe en los demás apenas porque ni se supone, ni se ve, ni se admite. La madurez entonces la sufrirá -como en las obras de George de La Tour- de una forma solo atisbada, anónima, solitaria, oscura y silenciosa al no poder ocultarse ahora ni tras la figura atenuante del comienzo inocente, ni tampoco detrás de la del final más devocional, desarmado, latente o sin explicaciones.

(Cuadro del pintor francés Georges de La Tour, Job increpado por su esposa, 1632; Óleo del pintor Bartolomeo Manfredi, Marte castigando a Cupido, 1620; Cuadro La Limosna, 1905, del pintor español Gonzalo Bilbao; Cuadro Lucrecia y Tarquino, 1630, del pintor Simon Vouet; Cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper, Nighthawks (Noctámbulos), 1942.)

2 comentarios:

sacd@ dijo...

Hola, que cosas dices tan extraordinarias. Hay dos formas de sentarse en el borde de la cima de la montaña y mirar el valle . Una llamada guapura y es fácil de ver; la otra es la tan nombrada belleza... se observa.
Un Saludo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Gracias por tu apunte; por supuesto, la diferencia es lo que, siempre, marcará la excelencia: lo difícil es saber cuál es...