29 de julio de 2011

La Belleza más inesperada y subyugante o el anónimo, atrayente e inevitable Arte.



Cuando una  tarde del otoño despejado sevillano me dirigía a pie, caminando lentamente, hacia la Galería el Fotómata para perfeccionar mis conocimientos fotográficos, pasé entonces por una de esas pequeñas calles desconocidas del centro más antiguo de la ciudad. Tan estrecha, irregular y desconocida calle -por poco transitada- que pudiera entonces encontrar antes de llegar a mi destino. La calle San Blas de Sevilla comenzaría llamándose calle de los Ribera por haber vivido allí la familia de uno de los primeros caballeros que acompañaron al rey Fernando III, don Per Afan de Ribera, en su conquista de la ciudad a los moros en el año 1248. Luego, en la época de esplendor de la ciudad como puerto de América, se llegaría a denominar calle de la Cruz, para terminar a finales del siglo XVII llamándose así, con el nombre del milagroso eremita armenio. Caminaba por la tarde bajo un magnífico cielo otoñal, estremecedor por límpido y azul gracias a su atenuada luminosidad a pesar de la hora, lo que hacía a ese instante -el atardecer- aliado entonces de una imagen maravillosa para poder recordarla. El inicio de aquel largo crepúsculo otoñal hacía del cielo el mejor encuadre, el mejor lienzo, también, que de obra de Arte alguna se pudiera así obtener.

De ese modo, paseando con sosiego y tiempo, llegué de repente a una ampliación de la vía, a una anchura sobrevenida de uno de los lados de la calle. Era una especie de pequeña placita emergida lo que, al pronto, continuaba ahora sin acera, quizá por el derribo de algún solar ganado a la ciudad. De repente, al fondo de unos edificios demasiado modernos para tanta antigüedad apareció majestuosa y distante, detrás de unas paredes blancas desubicadas, una cúpula del todo perfecta, del todo maravillosa a lo lejos y revestida con cerámicas azules, amarillas, blancas y rojas. El límpido cielo en ese momento del atardecer colocaba una incipiente y tenue luna además, una luna lejana y difusa pero visible dentro de aquel encuadre perfecto para eternizarlo. Y sobre el fondo de todo ese encuadre azul contrastaba la enhiesta y orgullosa cúpula perfecta, imposible no fijarla en una fotografía para siempre. Pero entonces no llegaría a saber aún qué edificio histórico-religioso albergaba tamaña belleza. Tampoco me preocupé entonces. Es como cuando sólo la belleza importa, no su identidad ni su pasado ni su origen, nada más que la belleza ahora como única justificación o único Arte. Mes y medio después, al advenimiento de este blog, elegiría la imagen improvisada y fortuita de aquella cúpula -y de su cielo azul- para la cabecera del mismo (ya no utilizada). Porque solo me interesó entonces el efecto -su belleza- no su causa ni su razón de ser.

Sin embargo, seis meses después de aquella toma otoñal, en un itinerario esta vez opuesto al de entonces, caminando ahora por una de aquellas calles paralelas -también estrechas- de más allá de entonces, de la parte opuesta desde donde tomé la foto meses antes, descubrí ahora la fachada de lo que parecía al pronto un grandioso edificio antiguo pero desolado, como tantos otros que en orfandad se encuentran así. Decidido elegí eternizarlo entonces con las sorprendentes imágenes de su interior y su fachada. Así que hasta ese momento (algo se imagina pero no se termina aún por confirmar), nunca llegaría a sospechar que aquella cúpula otoñal de entonces fuera la misma cúpula primaveral de ahora. Una cúpula que plasmaría seducido y admirado tanto de su interior como de su exterior en una mañana luminosa y azul con las imágenes de mi cámara. Los jesuitas se fundaron como orden católica en el año 1534 por el español Íñigo López de Loyola (1491-1556). Su fundamento principal era propagar por todo el mundo la fe católica. Así fundaron iglesias y casas por toda Europa, luego por Asia y, más tarde, por toda la América española. Veinte años después de su fundación los jesuitas llegaron a Sevilla y construyeron templos, noviciados e iglesias. Pero no fue hasta finales del siglo XVII cuando se decidieron a construir un grandioso edificio religioso en la ciudad. Sería una iglesia, no tan grande como hermosa, propia además de la decoración Barroca de la época. El templo se terminaría en el año 1731 y se acabaría llamando Iglesia de San Luis de los Franceses.

La orden jesuita, como mucho antes los templarios, acabaron manejando un gran poder y una inmensa riqueza. Muestra de esa riqueza, conocimiento y capacidad fueron, entre otras cosas, sus obras arquitectónicas barrocas. Se distinguían por la exquisita, elaborada, innovadora y bella forma de construir y crear Arte. Pero todo ese inmenso poder se enfrentaría una vez a mayores poderes, los terrenales de los Estados y sus reyes absolutos. A causa de ese enfrentamiento la orden sería expulsada de España e incautadas todas sus propiedades -como en otros países europeos- durante el año 1767. En consecuencia los jesuitas debieron abandonar entonces todos sus templos y edificios en España. Luego, cuando el liberalismo español de comienzos del siglo XIX decidiera expropiar los bienes eclesiásticos por motivos económicos y políticos, los jesuitas de nuevo tuvieron, definitivamente, que dejar en el año 1835 sus templos en España, esta vez desamortizados por el Estado español liberal de entonces. Por ello, desde entonces, la iglesia sevillana de San Luis de los Franceses nunca más volvió a hacer sonar sus campanas ni a consagrar cosa alguna en su interior. Así se mantuvo el edificio, silencioso, y así sigue. Su creación fue tan artística como lo fue el deseo de impresionar a todos por entonces, de adoctrinar más con la belleza que con la palabra. Sus retablos, sus arcos elevados cerca de las ventanas superiores -por donde la luz aún sigue entrando, como entonces-, sus obras de Arte, sus pinturas, sus artesanales elementos -detenidos en el tiempo-, y sus maravillosos frescos en sus altos -casi vírgenes- techos concavados, harán de todo ese lugar un contradictorio y sorprendente monumento artístico barroco. Como lo fue aquel encuentro inusitado que tuviera entonces. Porque, ahora como antes, sólo la belleza fue y es lo único importante. La belleza inesperada, sin apellido, sin nombre, sin sentido práctico, sin fin. Pero maravillosa, apasionada, eterna, sorprendente, y absolutamente subyugante.

(Imágenes fotográficas, catorce, del interior y exterior de la antigua iglesia -hoy desconsagrada- de San Luis de los Franceses, mayo, 2009, Sevilla, España; Dos fotografías de la Cúpula monumental,  antigua iglesia de San Luis de los Franceses, noviembre, 2008, Sevilla, España.)

25 de julio de 2011

El aburrimiento o el tedio como un motor de creación o de maldición.



En los inicios de la civilización europea -en la antigua Grecia- se comenzaría a utilizar una palabra griega, areté, para tratar de explicar el conjunto de cualidades morales, cívicas e intelectuales para desarrollar una vida ejemplar, honrosa, justa, deseable, valerosa y virtuosa. Aunque el término llegaría a tener una amplia aplicación -valor ante el enemigo, por ejemplo-, acabaría, gracias a los filósofos Platón y Aristóteles, convirtiéndose en sinónimo y representación de lo que se terminaría por llamar ética. Con este término se materializaría entonces un concepto más concreto: la conducta o los juicios de la razón que nos llevan a distinguir (por tanto a aplicar o no) el bien del mal. Finalmente, como consecuencia de eso, a disponer y disfrutar de una buena y excelente vida. Luego, cuando los siglos abandonaron a los dioses del Olimpo y los pueblos bárbaros arrasaron la civilización, el cristianismo vino a sostener, traducir y justificar aquellas antiguas ideas y conceptos. En el medievo los pensadores y teólogos de ese cristianismo, preceptores de una sociedad desorientada y perdida, crearon por entonces el pecado. Y lo crearon como resultado de una fuerza exterior al hombre, algo que acabaron por denominar demonio. Se definieron varios tipos de pecados -siete en concreto- que eran los más importantes, los más fundamentales, los capitales.

De ese modo la civilización de la Edad Media explicaría entonces la conducta humana imputable, es decir, aquella conducta responsable que sería resultado de la libertad genuina de los seres. Se trataba de justificar que la pérdida de la gracia de Dios llevaría al ser humano a cometer esas maldades tipificadas en la moral cristiana, la única moral que guiaba y auxiliaba entonces a la sociedad. No se distinguían entonces trastornos mentales como la locura o la enfermedad mental, unos males que eran sólo producto del demonio. La brujería ayudaría bastante a justificar toda manifestación psicopatológica, lo que hoy viene a llamarse Trastornos de la Personalidad. Más tarde, a la llegada del Renacimiento, con una economía más dinámica -gracias a la Reforma protestante y su exagerado puritanismo-, se llegaría a identificar trabajo con moral y virtud, y, a cambio, ocio con pecado y maldad. Luego, en el ilustrado siglo XVIII, comenzaría el advenimiento y desarrollo de una balbuciente ciencia para tratar de entender los problemas del mundo. Y después, en el siglo XIX, se conseguiría por fin la consolidación de la ciencia y, con ella, se establecerían los primeros mecanismos mentales patológicos para comprender las conductas desviadas y malvadas. El Romanticismo incluso se atrevería a ensalzar a algunos de sus héroes como verdaderos personajes psicopáticos, lo que actualmente viene a entenderse como individuos -no todos patológicos- que padecerían el denominado Trastorno de Personalidad.

Cuando los grandes creadores se sienten próximos a morir alcanzarán -gracias a algún resorte íntimo para permanecer vivos- a componer sus más elevadas e inmortales obras. Cuando el poeta inglés John Keats (1795-1821) presintiera durante el año 1820 que su enfermedad tísica acabaría con él, escribiría sus más excelsos versos, conocidos como Odas, una obra clásica de la Literatura Universal. Cuando el escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003) supiera que tan sólo le quedaban pocos años de vida, dedicaría todos sus esfuerzos a realizar unas novelas geniales. Fueron publicadas póstumamente editadas en un único y grueso volumen. La editorial decidiría titularlo con el simple y enigmático título de 2666. Se justificaría ese título por otra novela de Roberto Bolaño, Amuleto, una obra donde uno de sus personajes dice: los vi cruzar la avenida Reforma sin esperar la luz verde, ambos con el pelo largo y arremolinado, porque a esa hora por Reforma corre el viento nocturno que le sobra a la noche. La avenida Reforma se transforma en un tubo transparente, en un pulmón de forma cuneiforme por donde pasan las exhalaciones imaginarias de la ciudad. Y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprimida que antes. La Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que, por querer olvidar algo, ha terminado por olvidarlo todo.

En uno de los capítulos que componen la gran obra, La parte de los crímenes, el autor chileno relata los criminales, desalmados e infames asesinatos de mujeres llevados a cabo en la población fronteriza mejicana de Ciudad Juárez. El escritor chileno trataría de explicarlos crípticamente con ese relato apasionante. El capítulo guardaba y describía un centro oculto que se situaría justo debajo de un centro geográfico. Este centro físico era la frontera mejicana de Ciudad Juárez. Uno de los personajes llegaría a decir de ese centro: En él se esconde el secreto del mundo. Bolaño encabezaría su creación con una frase dura y significativa basada en el verso de un poeta francés, simbolista y maldito, llamado Charles Baudelaire (1821-1867): Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. Roberto Bolaño pensaba eso mismo de la sociedad moderna y de la cruel enfermedad que padecía: el aburrimiento. Y que para escapar de él lo único que tenemos más a mano es el mal. Esa palabra, aburrimiento, procede del latín ab-horrere, sin horror. Se entiende así el concepto que describe una existencia humana que no tiene ningún sentido porque no tiene nada que perder o temer. Según dicen, el aburrimiento puede llevar a acciones impulsivas, excesivas o sin sentido, acciones que perjudican incluso los propios intereses del que lo padece. Algunos estudios psicológicos demuestran que lo que lleva a algunas personas a tomar estupefacientes o beber alcohol es el aburrimiento. La combinación de todo eso con la personalidad trastornada de antes consigue obtener la más espantosa de las maldiciones. Antes de que el poeta romántico John Keats cerrase sus ojos para siempre escribiría un verso inspirador y esperanzado, uno incluido en su obra poética Oda a una urna griega. Con él consiguió plasmar el poeta inglés lo que el Arte a veces nos ayudará a comprender: que siempre podemos elegir y que la elección la tendremos dentro de nosotros mismos:

¡Oh, pieza ática! ¡Qué bellamente
dispones sobre el mármol excelentes varones
y labradas doncellas junto a hierbas y ramas!
Tú excedes, callada forma, el pensamiento
como la eternidad. ¡Oh, fría Égloga!
Cuando la edad consuma esta generación
continuarás en medio de otro dolor que el nuestro,
como amiga del Hombre al que dices:
"La belleza es verdad, la verdad es belleza;
esto es cuanto sabes y saber necesitas".

Oda a una urna griega, 1820, del poeta inglés John Keats.

(Imagen de una ilustración de los crímenes de Ciudad Juárez, México; Fotografía de Quinn Dombrowski, Hombre aburrido, 2004, USA; Imagen fotográfica de la fiesta española de San Fermín, Pamplona; Temple sobre tabla La matanza de los inocentes, detalle, 1450, del pintor Fra Angélico, Museo de San Marcos, Florencia; Óleo del pintor francés Gustave Courbet, Charles Baudelaire, 1849; Ilustración con la imagen del escritor chileno Roberto Bolaño.)

20 de julio de 2011

La civilización, la cultura, siempre fluyó desde Oriente hacia Occidente, del orto hacia el ocaso.



A finales del mes de septiembre del año 1958, durante unas obras en los terrenos de una sociedad deportiva, se descubriría a las afueras de la ciudad de Sevilla (España) lo que parecía ser, a simple vista, un antiguo y refulgente brazalete dorado bajo la tierra. Aquello no resultaría ser un hallazgo cualquiera, lo que aquel hombre y su trabajo habían encontrado entonces resucitaría así, cuarenta años después, lo que un arqueólogo alemán, Adolf Schulten (1870-1960), hubiera vaticinado en los anteriores años veinte en sus andanzas por la región andaluza y el curso del bajo Guadalquivir: la posible existencia de la mítica Tartessos, la primera civilización de Occidente. Desde el siglo XV antes de Cristo, es decir, a partir del año 1400 a.C., se sitúa en la India el comienzo del periodo védico temprano, un periodo que vendría a durar hasta el año 1100 a.C. En esa época antigua se comenzaría a escribir, en sánscrito, los textos sagrados más antiguos de la India, los Vedas. Este idioma asiático pertenecía a la gran hornada de lenguas indoeuropeas, rama lingüística de donde proceden casi todas las lenguas que se hablaron -y se hablan- en Europa y el sur de Asia. Como en casi todas las culturas elaboradas, la hinduista también crearía su mitología. En ella, como en la de la antigua Grecia, existió también una diosa venus, Laksmí, la esposa del dios hinduista Vishnú. Representaba la belleza, el buen camino y la buena suerte. Como la Venus Anadiómena griega posterior, Laksmí también surgiría de la inspirada mítica espuma del mar.

Pero antes de llegar algo parecido al Egeo -a la Grecia antigua- llegaría a Fenicia, y, antes aún, al Oriente próximo mesopotámico. Sobre el año 1200 a.C., los fenicios asimilaron de pueblos situados más a su oriente a su diosa Astarté, igualmente equiparada a la diosa Afrodita griega o a la Venus romana posterior. Luego, a partir del año 800 a.C., los fenicios lograrían cruzar todo el mar terreno conocido, el Mediterráneo, hasta alcanzar sus costas más occidentales. Cerca de lo que hoy es Túnez fundaron una próspera colonia, Cartago. Desde ahí consiguieron colonizar todo el extremo occidental del mundo conocido entonces. Así llegaron hasta Cádiz -Gadir-, y, subiendo por el curso del río Baits -Guadalquivir-, llegarían a un paraje maravilloso, idílico y tranquilo, donde ahora el río vadeaba lagunas y marismas y unas colinas cercanas dominarían todo el fértil y sosegado valle iluminado. Ahí se fue asentando una de las poblaciones fenicias más importantes de occidente. Al pasar los años terminaría creándose un pueblo más evolucionado, un lugar al que se acabaría denominando Tartessos.

Ese reducto interior -gracias al río navegable- centralizaría uno de los comercios más sugerentes del mundo mediterráneo conocido: los metales preciosos. La tierra del sur de la península ibérica, geológicamente surgida de la conjunción de dos placas continentales, la europea y la africana, resultaría ser muy rica en plata, oro, cobre, estaño, etc. Fue por entonces El Dorado de la antigüedad europea. Así que, desde que llegaron los fenicios, fue desarrollándose poco a poco una cultura particular y propia... Porque Tartessos, según investigaciones científicas de los últimos años, no fue -si es que fue algo- un asentamiento autóctono, ibérico o local. Fue una región de origen fenicio, y, poco después, griego; y, luego, mezcla de las dos también. Pero, con los años, acabaría adquiriendo, sin embargo, gracias a la importancia de sus preciados recursos, un carácter propio y especial, acabando por ser una sociedad más sofisticada que la de sus orígenes mediterráneos.

La sociedad tartésica era una organización social muy jerarquizada. La clase aristocrática se aprovecharía de los tesoros y de la mano de obra de una clase inferior para prosperar. Sus avances culturales no fueron, sin embargo, más allá de una exquisita elaboración artística de metales preciosos. Consiguieron configurar una población satisfecha de sí misma gracias al comercio y a la tranquilidad, por la falta de conflictos, más que por un desarrollo cultural estable y evolucionado. Las Artes arquitectónicas, las únicas -a parte de las literarias- que testimoniarán la historia de un pueblo o de una cultura antigua, no dejaron ninguna huella pétrea conocida de Tartessos... A diferencia de los pueblos Mayas, por ejemplo, Tartessos no dejaría ningún resto pétreo que pueda, realmente, acercarnos a su verdadera historia. Por eso fue un mito, siguió siendo un mito, y, probablemente, continuará siendo un mito. A pesar de todo, ha llegado hasta nosotros la figura de Argantonio (660 a.C - 550 a.C.), el último rey tartésico del que se tiene conocimiento. Fueron los griegos los que nos hicieron llegar su historia. Al parecer, este rey tartésico, que nunca construyó palacios ni obras en piedra -o fueron totalmente arrasados-, se sintió más atraído en aquellos años, siglo VI a.C., por los griegos que por los fenicios. Pudo influir la decadencia de este último pueblo y el auge del griego. El caso es que eso mismo fue su perdición y su desastre.

Cuando los cartagineses -los fenicios de ultramar- vieron peligrar sus dominios sobre el sur peninsular de Iberia, se aliaron con los etruscos -un pueblo itálico belicoso- enfrentándose a los griegos en la batalla naval de Alalia (535 a.C.). Posiblemente, antes de este sangriento encuentro naval con los griegos, los fenicios de Cartago -los cartagineses- destruyeron y arrasaron a sus antiguos -y ahora traicioneros- socios ibéricos de Tartessos. Poco después los griegos, que acabaron venciendo pero agotaron todas sus fuerzas en esa batalla, decidieron abandonar el sur peninsular asentándose en el noreste español y el sur de Francia. De ese modo los cartagineses, a pesar de su derrota, continuaron en el sur de España pero esta vez sólo en la costa, más centrados en su Nueva Cartago -actual ciudad de Cartagena-. Para entonces los griegos del Egeo habrían conocido por Homero, y después por Platón, qué fue de esa espléndida, exótica y pacífica población tartésica de Iberia. Así sería como el filósofo griego Platón crearía el idílico y mítico lugar donde los hombres son felices y los recursos permanentes, lugar al que terminaría por llamar Atlántida...  En la mitología griega Atlas -o Atlante- fue un titán al que Zeus condenaría cargar con las columnas que permitían mantener separados los cielos de la tierra. En su narración mítica, Platón cuenta que ese idílico lugar se situaba hacia el fin del Occidente, entre las columnas de Hércules -estrecho de Gibraltar-. También relataba el filósofo griego cómo los dioses decidieron castigar a ese pueblo por su soberbia enviando un terremoto, o un maremoto, que causaría una gran inundación y la completa desaparición de la Atlántida.

Fue en el Hinduismo -en la antigua India- donde se representaría por primera vez un símbolo geométrico, la Estrella de Laksmí, un polígono formado por dos cuadrados superpuestos, inclinados 45 grados, que acabaría configurando así una estrella de ocho puntas. Tiempo después los tartésicos llegarían a utilizar esa misma estrella de ocho puntas, una figura que entonces se denominaría gadeiro por el nombre que Platón dio a los habitantes de Gades, la antigua Cádiz fenicia. Y en esa misma región, muchos siglos después, el árabe, semita de origen, Abderramán I, primer emir de la independiente Al-Andalus, terminaría por usar esa misma estrella de ocho puntas y difundirla por todo el Mediterráneo. La población de Tartessos fue, de ese modo, la primera en utilizar en Occidente la simbólica estrella de ocho puntas. Fue todo un símbolo místico para ese pueblo mítico, el cual adoraba al sol mostrándolo así, como una estrella de ocho puntas con ocho rayos solares.

Años más tarde, en el siglo V a.C., los turdetanos, éste sí un pueblo autóctono -celtíbero- de la península ibérica, fueron los que habitaron aquellos mismos lugares abandonados antes por los tartésicos y sus colonizadores. De hecho, según cuentan las historias, los turdetanos fueron un pueblo de elevada cultura y gran sofisticación, si lo comparamos, por ejemplo, con otros pueblos celtíberos de la península ibérica. Pasaron luego los años sin más brillo, sin más emociones históricas, años muy tranquilos y sosegados culturalmente. Así, hasta que llegaron los romanos... Y muchos siglos después sus herederos, los castellanos, embarcados en tres frágiles carabelas frente al temible Atlántico, seguirían también avanzando hacia el oeste, confiados, ilusionados, desesperados, como antes los fenicios, hacia otro Occidente... Este otro occidente todavía aún mucho más allá de sus fronteras conocidas, aún mucho más de sí mismos, hacia otro mundo..., hacia un nuevo mundo.

Presiento el rondar de la romántica muerte,
del dolor de mis huesos que maldicen,
de la falta de memoria que transita,
el lance del puerto,
harapos de unas sandalias que me conducen a la sima.
Herencia del rayo que cesa en la luz y en su ausencia.
Me espera el Hades y la negra Estigia laguna...,
y el recuerdo eterno de Tarsis.

(Obra El Hades, Homero en Tarsis. Poema épico del autor español Ramón Fernández Palmeral).

(Imagen de la diosa fenicia Astarté, siglo IX a. C.; Imagen de una escultura de la diosa hindú Laksmí, siglo XV a.C.; Cuadro Astarté syriaca, 1877, del pintor prerrafaelita Dante Rossetti; Imagen publicitaria donde se representa una ideación de la mítica Atlántida; Fotografía de una reproducción de un adorno del Tesoro tartésico encontrado en 1958 en el Carambolo, Sevilla; Imagen de la escultura Atlas, período helenístico, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles; Fotografía en el antiguo asentamiento minero Minas de Tharsis, Alosno, Huelva (España); Imagen de una figura de una representación tartésica en bronce, Tartessos; Imagen del Relieve de Osuna, de la antigua Turdetania, Museo Arqueológico Nacional, Madrid; Fotografía de una estrella de ocho puntas -símbolo religioso antiguo- en la antigua iglesia de Santo Tomé, Zamora (España); Imagen del busto de Argantonio, Tartessos, Museo Arqueológico de Sevilla; Imagen con la representación de una figura tartésica, ¿Argantonio?)

14 de julio de 2011

Un histórico y antiguo magnate español desconocido, mecenas, comprometido y liberal.



Después de la vergonzosa derrota del ejército español en el Rif (Marruecos) en el año 1921, donde cerca de unos diez mil militares españoles perdieron la vida y otros mil fueron hechos prisioneros, España se conmocionaría durante los cuatro años siguientes. Así hasta que, junto con Francia, se decidiera, firmemente, a desembarcar un gran y preparado ejército conjunto en la costa norteafricana. Pero dos años antes de eso, en el año 1923 -un año y medio después del desastre-, el gobierno español aceptaría -por fin- pagar el rescate solicitado por los enemigos rifeños para entregar a los prisioneros retenidos, entre los que se encontraban un general, varios oficiales, suboficiales y soldados. Pero, entonces, para ese canje, ¿quién negociaría ahora con un enemigo tan imprevisible y odioso? Sólo había un hombre en toda España capaz de hacerlo, el bilbaíno don Horacio Echevarrieta Maruri (1870-1963). Nieto de un carpintero venido a próspero comerciante e hijo del industrial vasco Cosme Echevarrieta. Este empresario vasco continuaría ampliando el negocio familiar, asociándose ahora con otro bilbaíno, Bernabé Larrínaga. Ambos fundaron Echevarrieta y Larrínaga, una compañía dedicada tanto a la minería como a los transportes marítimos.

Cuando su padre Cosme fallece, decide Horacio Echevarrieta ampliar el negocio familiar haciendo muestra del gran talante innovador de los emprendedores de finales del siglo XIX. Diversificaría aún más sus empresas hasta llegar a promocionar, por ejemplo, los transbordadores aéreos (inventado por el español, Torres Quevedo) para las famosas Cataratas del Niágara (EE.UU). También aprovecharía el magnate bilbaíno la Primera Guerra Mundial para comerciar provechosamente gracias a la neutralidad española en el conflicto mundial. Al acabar la gran guerra, Alemania había quedado totalmente arruinada y castigada por los vencedores. No podrían construir ningún tipo de armamento militar. Y fue por lo que Echevarrieta, a través de su amistad con un oficial alemán -Canaris-, conseguiría que Alemania pudiese fabricar, clandestinamente, un submarino moderno y muy eficaz, un prototipo fabricado con toda la tecnología alemana de entonces, pero montado y realizado ahora en los Astilleros de Echevarrieta en Cádiz (España). El submarino E1 era por entonces, año 1930, uno de los mejores construidos nunca, superando con mucho a cualquier otro submarino del mundo.

Gracias a la extraordinaria fama que supuso en España su noble gesto al intermediar en el rescate de los prisioneros de África, acabaría manteniendo una estrecha amistad con el rey Alfonso XIII. Él, además, todo un republicano, anticlerical, liberal y modernista vasco... Sin embargo, jamás su ideología le etiquetaría, ni le esclavizaría ni le sectarizaría. De ese modo, obtuvo Echevarrieta la promesa, tanto del rey como del gobierno de Primo de Rivera, de adquirir los submarinos alemanes fabricados en Cádiz para la Armada española. A finales de los años veinte consigue llevar a cabo dos épicas empresas nacionales además, dos gestas emprendedoras que, aún, continúan activas en España. Construyó en el año 1927, en sus astilleros gaditanos, el buque escuela español Juan Sebastián Elcano y, en junio de ese mismo año, constituiría la Compañía Aérea de Transportes -futura compañía aérea Iberia-, en la cual participaba la alemana Lufthansa -fabricante de los primeros aviones de Iberia- con una cuarta parte de las acciones de la compañía española.

Sus ideas republicanas, propias de una época donde la razón y el sentido común se aliaban contra las injusticias de entonces, le llevaron a celebrar el triunfo, en el año 1931, de la Segunda República española. Sin embargo, su alegría inicial se tornaría luego en una total desolación personal y económica. Es curioso cómo los mismos que Echevarrieta ayudara a salir adelante por entonces -los socialistas republicanos-, les defraudarían luego cuando don Horacio más los necesitara. La República se volvió anglófila y dejaría de interesarse por los submarinos alemanes de Echevarrieta. Además, años después, en el año 1947, una explosión en Cádiz destruyó por completo su Astillero naval. Esto, junto a las expropiaciones de sus compañías mineras y de aviación por parte del gobierno de Franco, terminó por arruinar definitivamente al magnate español, que no volvería a ser el que fue, acabando sus días olvidado, pero satisfecho, en su solariega y querida mansión bilbaína.

Contra el rurismo y la teocracia, decía don Horacio. Siempre lucharía él por modernizar España. Desde su privilegiada posición, no sintió ningún pudor en defender propuestas claramente antiburguesas por entonces. El antiguo palacio donde acabara sus días ha llegado a padecer incluso un litigio judicial, y a punto estará de ser derribado. Al mismo tiempo, sus descendientes se vieron obligados a vender su preciada colección artística, sus extraordinarios cuadros de pintura francesa. El panteón familiar en el cementerio de Getxo, en Vizcaya, es casi lo único que recordará ya el antiguo esplendor de Echevarrieta. No, no sólo lo único, también -y surcando ahora todos los mares-, lucirá, orgulloso, en uno de los mástiles del buque Juan Sebastián Elcano, inscrito ahora en una placa conmemorativa y dorada, una leyenda mítica e imperecedera: Astilleros Echevarrieta y Larrínaga.

(Óleo del pintor francés, postimpresionista, Gauguin, Buenos días señor Gauguin, 1889, Galería Nacional de Praga, República Checa, obra de la colección de Horacio Echevarrieta, vendida por sus herederos; Fotografía del magnate español Horacio Echevarrieta, años veinte; Postal con la imagen del transbordador aéreo Torres Quevedo, principios de siglo XX; Imagen fotográfica en una playa norteafricana de Horacio Echevarrieta con el líder rifeño Abd el-Krim, 1923; Imagen fotográfica del Astillero de Cádiz en los años veinte, Echevarrieta y Larrínaga; Fotografía del avión Rohrbach Ro VIII Roland, primer avión utilizado por la Compañía Iberia, 1928; Fotografía de Horacio Echevarrieta con el rey Alfonso XIII, 1929; Imagen de Horacio Echevarrieta, años veinte; Imagen fotográfica de la botadura del buque-escuela español Juan Sebastián Elcano, Cádiz, 1927; Fotografía actual del buque-escuela Juan Sebastián Elcano.)

11 de julio de 2011

Parte III. La regresión como un fenómeno salvífico o cuando volver es lo importante.



Veintiún años después de la conquista y colonización de la Nueva España, actual México, los españoles se plantearon la posibilidad de alcanzar aquellas islas de las especias del Oriente que ya Colón pensara, equivocadamente, que fueran las mismas que sus pies pisaron un 12 de octubre del año 1492. Así que el primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, ordenaría embarcar en el año 1542 varios navíos para conseguir descubrir nuevas rutas hacia occidente que posibilitasen obtener acceso a las famosas y valiosas especias del lejano sureste asiático. A Ruy López de Villalobos (1500-1544) le resultó fácil llegar y descubrir un archipiélago al que bautizaría Filipinas en homenaje al entonces príncipe Felipe. Pero volver, regresar a Méjico a través del impresionante Mar del Sur -o Pacífico- fue algo muy difícil, muy peligroso -Villalobos moriría en la isla de Ambón-, muy largo y complicado. Del mismo modo, las siguientes expediciones organizadas para encontrar las islas de las especias fueron todas un total fracaso.

Pero cuando el rey español Felipe II comenzara su reinado, se empeñaría en que se descubrieran unas rutas marinas eficaces entre la costa mejicana y las islas bautizadas con su nombre. Así se ordenaría una expedición que, en noviembre del año 1564, surcase el océano Pacífico hacia el oeste. En ella debía ir como asesor científico y piloto de derrota el gran marino vasco Fray Andrés de Urdaneta (1508-1568). Este extraordinario explorador español consiguió, gracias a sus conocimientos cosmográficos, descubrir una ruta para regresar, el tornaviaje, un itinerario por latitudes muy al norte que aprovecharía la, hasta entonces desconocida, corriente marina de Kuro Siwo. Con un sólo navío, Urdaneta pudo llegar a Acapulco (México) de regreso tan sólo cuatro meses después de salir de Filipinas. Eso supuso, por fin, poder disponer de la mayor y más rentable ruta marítima comercial conocida en toda la historia de la Humanidad, llegando a durar -el conocido por entonces como Galeón de Manila- por más de doscientos cincuenta años su derrota en el Pacífico.

Relato Breve. El Regreso, parte III y última:

Me eché en la litera, apagué la luz y no cerré, entonces, ni los ojos. Únicamente, como en un flash, aparecía de vez en cuando, iluminado, el espejo del compartimento. El resto, sencillamente, no aparecía. Como si no hubiese existido nunca, como si no existiera. Edmundo, hijo, venga, date prisa. Aquella noche apenas dormí, recuerdo, esperando que la luz del pasillo me permitiese, por fin, empezar el día más maravilloso de mi niñez. Mi madre se dirigía al andén donde, desde hacía horas, descansaba, dormido aún, el mayor sueño de mi infancia. Siempre había tratado de colocar la silla delante del inmenso ropero del abuelo, donde mi padre, arriba, lejos de la curiosidad, guardaba, apenas sin polvo, la locomotora que compartiera gran parte de mis evasiones y que, creo yo, me imprimió este ánimo por salir, por ir lejos, más lejos todavía. El proyecto de viajar me invadió todo. Con ojos vírgenes descubrí un mundo de fantasía lejos de mis juegos y las vías de hojalata. Nunca olvidaré lo que sentí entonces. Mi corazón ahora latía a la misma velocidad que el sueño. Aquella imagen recordada me llenó de nostalgia y algo hizo que mirara la ventanilla, fue entonces cuando ésta lloró. Mis lágrimas y las suyas coincidieron en el tiempo. Parecía que, por sus ojos cristalinos, hubiese experimentado la lluvia el mismo sentimiento que yo. ¿Cómo era posible -pensaba- que este mismo escenario, que esta misma ventana, fuesen lo que, entonces, me permitiesen descubrir todo lo que mis deseos anhelaban llenos de felicidad? Este mismo vagón, esta velocidad, eran la misma, aun el mismo sonido. Entonces me llevaban, ahora me traían. ¿Qué ha cambiado, pues? La lluvia caía con más fuerza y el viento la hacía dibujar en el cristal caminos incoherentes.

Siempre entraba alrededor de las nueve y cinco, el bedel me saludaba desde su refugio y, con aire dinámico, subía las escaleras redondas y frías hacia la planta más escandalosa del centro. Esa mañana el bedel no sólo me saludó sino que además me entregó una notificación importante. Poco después me encontraba en el despacho del señor Iranzo, director del instituto.
-Por favor, siéntese.
-Gracias.
-Seré breve y conciso. Bien, hay pruebas de que existe un canal de entrada de droga en el centro. Tenemos datos fiables de que ese canal es usted.
-Pero, ¿qué está diciéndome?
-Lo que oye, hay testigos además.

La explicación de todo no tiene ahora el mayor sentido. Empezaba a encajar el puzle desordenado que comenzara una noche en las entrañas de la ciudad. Efectivamente, se demostró que existía un tráfico importante de estupefacientes en el instituto. Comprendí la fiesta, el señor maduro, la esencia… Pero, faltaba lo más inevitable: la víctima.

El ritmo acompasaba mis recuerdos, éstos se sucedían con la misma cadencia. Hubo un momento en que el ritmo se expandió, se esparció por todo el espacio que comprendía el recinto estrecho y confortable del compartimento. Pero ya no se percibía, formaba parte de todo, hasta de mí. Mis párpados me traicionaron y acabé por cerrarlos. Sólo en ese instante dejé de soñar. La luz se hizo de pronto entonces, inundó rápidamente el espacio que, como una prolongación mía, notaba ya la falta del ritmo, del movimiento, del reflejo dinámico de la vida. Era una estación pequeña pero iluminada, sin salas de espera porque toda ella era una. Me incorporé, abrí la ventanilla mojada y fría y miré, miré con ojos conspiradores al empleado, al banco solitario, al letrero, al reloj y hasta una campana vieja, negra, mohosa, casi sin vida, cansada de esperar su momento de nuevo, cansada de esperar ese tren que la permitiese, como entonces, volver a recorrer el espacio que su sonido marcase a base de golpes. Antes de que me percatase del frío húmedo que penetraba en el interior, las manecillas del reloj de la estación ya habían cambiado de posición con respecto a mis pupilas. Lo cerré todo automáticamente, incluso la pesada y opaca cortina anaranjada. No quería volver a despertarme, pero, para ese momento, ya no podía recordar cómo se cerraban los párpados siquiera. El sueño no sólo me había vuelto sino que me impedía ahora evitar recordar aquellos instantes vividos, hace años, donde un tren, un paisaje, un ritmo, un sonido y un aroma compartieron tiernamente las sensaciones más hondas que mi cerebro pudiera recomponer en imágenes, ya pasadas, y grabadas profundamente en mi alma.

Tardé menos de lo que suponía se podría tardar en esas ocasiones. Deseaba marcharme cuanto antes. El equipaje me permitiría olvidarme de las personas y de las emociones, frustradas ya, que me producían aún estupor y desasosiego. Tan sólo necesité tiempo para realizar una llamada. Con esta llamada telefónica mi voz recobró parte de sentido, merecía la pena articular palabras, es más, deseaba hacerlo.

-Juan, ¿qué hay?, me alegro tanto de oírte.
-¿Qué pasa Edmundo, hacía tiempo que no llamabas, cómo estás?
-Regreso, Juan, vuelvo mañana.
-Pero, ¿cómo es posible?, la sustitución era para, al menos, seis meses, ¿no?
-Ya te contaré; sólo decirte que deseo volver desesperadamente. Espérame en la estación del Norte sobre las ocho cincuenta de la mañana.
-De acuerdo, espero que te encuentres bien.
-Sí, hasta mañana, Juan.
-Hasta mañana, Edmundo.

Era curioso que, sin embargo, sintiera ahora casi la misma inquietud que hace muchos años una noche, aun a pesar de no tener ni los mismos motivos, ni el mismo destino, ni la misma causa. No necesitaba más que una copa, una silla, una mesa y un papel, ya que el bolígrafo lo manejaban mis dedos desde que colgué el teléfono de mi conversación con Juan minutos antes. Era una necesidad que no manifestaba desde hacía bastante tiempo. Ni siquiera cuando las alas del amor se posaron en mis hombros aquella vez que, aquella chica, Alicia creo, sí, Alicia se llamaba, irrumpió en mi vida sin aviso y sin justificación se fue, desenterrando de mí más razones, posiblemente, que las que ahora me animaban a escribir un sentimiento parecido. Pero es que el desencanto no pregunta en qué grado ha de sentirse la melancolía, esa tristeza profunda pero inspiradora, quizá más inspiradora que otra cosa.

Faltaban aún dos horas para tomar el tren que me devolvería a mi pasado. Es sorprendente cómo un pasado puede estar lleno de más vida que un presente. El día se estaba acabando y no deseaba hacer más que esperar, empujando los minutos con el deseo más que con los segundos. Cerré la puerta de mi vivienda, que me sirvió en la ciudad de compartimento estático y sin ritmo, pero esta vez no me quedé dentro, lo dejé a espaldas de mi anhelo. Recorrí por última vez el trayecto urbano con mis pasos y me dirigí, a lomos de otra máquina -el taxi oportuno- al santuario donde se veneran los sueños del espacio, del destino, del adiós y del regreso.

Descubrí que me hube dormido, después del último pensamiento nostálgico, cuando desperté por el aviso certero y claro del revisor que, recorriendo el pasillo, acompasaba con golpes el ritmo del traqueteo recordado horas antes esa noche. Instintivamente me dirigí a la ventanilla ascendente. Es asombroso como ésta determina muchos de los movimientos que se pueden hacer en un compartimento. La abrí y ya casi el sol levemente, muy levemente, coloreaba algo el paisaje natural, dándole una vida no sólo a lo que veían mis ojos sino a mí mismo.

Todavía quedaban algunos kilómetros para llegar, para volver a llegar, que es lo que es un regreso. Quise salir ahora de esta celda elegida, querida y sin barrotes. Caminé por un pasillo menos iluminado, descubrí más ventanas y paisajes, pero ¿y el sol, dónde estaba? Otro aspecto tenía todo aquí; era ese momento, ese instante, en el que el astro aún apenas se eleva por el oriente y, por tanto, el oeste sólo volvía a ser noche casi. Pero duraba poco, como los árboles, como los animales que pastaban empezando el día con el alba rajada por el surco del tren en su paisaje. Luego las vías se entrecruzaban, como queriendo distraer al viajero del camino que realmente va a transitar... -¡Edmundo, Edmundo! –alzó Juan la voz al verme. -Juan, me alegro tanto –cortó un abrazo oportuno. -Dime, ¿qué ha pasado? -Que, simplemente, he regresado. -¿Regresado? -Sí, regresado, algo que he aprendido en una noche: regresar, a veces, es descubrir tu mejor triunfo.

Juan me miró confuso y convencido de que ya se enteraría más tarde de todo. Yo sólo estaba cansado de tanto regresar y lo único que hice, cuando el andén dejó de serlo, fue detenerme, girar mi cuerpo y mis recuerdos y mirar atrás, como sintiendo que dejaba algo a mis espaldas.

-Edmundo, vamos, ¿qué haces?
-Sentir, Juan, sentir que estoy ya en casa.

FIN

(Óleo del pintor cuatrocentista italiano Pinturicchio, 1454-1513, Regreso de Ulises, 1509, National Gallery, Londres.)

10 de julio de 2011

Parte II. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



Relato Breve El Regreso, parte II:

El vagón era alto, nadie desde fuera podría, por mucho que se alzase, alcanzar medio metro menos desde la ventanilla del compartimento. Entre otras cosas, esto me seducía ya que, a la vez, me encontraba en un lugar concurrido, público, ocupando un espacio provisional –el tren pronto se pondría en marcha y abandonaría aquel mismo espacio- y también íntimo, personal, inviolable. Me desnudé en medio de todo aquello sin pudor. Ahora miraba, por el único vínculo que me conectaba con el mundo exterior -la ventanilla ascendente del compartimento-, las luces por encima de los edificios oscuros que delimitaban la estación. Parecían desde allí que quisieran saludarme; en ese momento un expreso irrumpió, imprevisto, por una de las vías paralelas.

Estuvimos todos bebiendo bastante tiempo, yo dejaba que el licor fuera lo único que supusiera algún deseo de satisfacción. Enrique contaba anécdotas vividas con sus alumnos. Todos reían, y yo, ajeno a todo, sólo elevaba el vaso a mis labios para poder mirar, clandestinamente, el único rostro que veía. Embriagado sutilmente a causa de la actitud observadora que llevaba, no percibí que casi todos se habían marchado hasta que me encontré solo, sólo con mi copa, y ésta ya se encontraba vacía.

- Vamos, Edmundo, tomemos la última…
- Enrique, ¿se han ido todos?
- Sí.
-¿Y Verónica?
- Te ha gustado, ¿eh?
- Es que no he tenido ocasión de…
- ¿De qué? –cortó.
- De despedirme.
- Así es aquí, hombre, todo fugaz y pasajero.

Las palabras de Enrique justificaban todo, incluso lo abandonado del local, que ahora se asemejaba más a aquel lugar inusitado y misterioso que acabábamos antes de visitar. Nos sentamos incluso y no faltó ni el joven sirviente, ni la mesa, ni la copa, ni el ambiente.

- Dime, Enrique –aproveché cuando el filo de su vaso rozó tiernamente su nariz-, ¿qué es eso de la esencia? Tardó en contestar menos de lo que se necesita en desocupar el líquido del vaso que manejaba, pero más de lo que hubiese supuesto.
- ¿No quieres triunfar, conseguirlo todo, alcanzar eso por lo que te ha merecido la pena venir?
- Bien, y si fuera así, ¿qué tiene que ver con eso?
- Todo –interrumpió violentamente. Esa esencia –continuaba- te permitirá ser admirado, conquistar a las mujeres que desees, conseguir la capacidad y la decisión suficientes para emprender y obtener el éxito. Te ofrecerá la aguda y mágica aptitud para la convicción, arma poderosa y mortal en manos y palabras de un hombre.
- Pretendes que crea que un frasco, un simple frasco de eso, sea la causa de todo lo que dices.
- Sí.

Sentí como todo tembló suavemente y, con ello, hasta los edificios negros del fondo. La estación se movía. Me acerqué a la ventanilla ascendente y al ver en el andén algunas personas quietas, inmóviles, saludando, comprendí que el tren empezaba, por fin, y yo con él, el camino de regreso. Al principio los edificios negros dejaron paso al muro iluminado débilmente, y éste a los postes eléctricos igualmente negros e igualmente débiles. Un pitido intenso y prolongado, casi musical por el efecto del viento que lo guiaba, me hizo asomarme fuera. La ciudad desde aquí tenía otra imagen, pasábamos ahora, como un ajeno impulso nervioso, por el itinerario más vergonzante del coloso. Sus miserias se dejaron ver, sórdidamente, hasta que traspasamos la frontera de sus garras. Para ese momento yo ya habría dejado de mirar, de sentir, de pensar. Cerré la ventanilla y tranquilamente me senté, olvidándome incluso qué hacía yo allí.

Un fuerte dolor de cabeza me impedía estar concentrado. Mis alumnos, posiblemente, no se daban cuenta de ello, pero esto no era sorprendente ya que apenas se percataban de nada. Al salir del aula fui al bar a tomar algo. Enrique se encontraba allí.

- Edmundo, ¿vienes conmigo por la esencia? –lo pronunció bastante serio para mi gusto.
- ¡Por favor!, Enrique... –dejé oír convincentemente.
- ¿Qué, no quieres..?
- No.
- De acuerdo, iré solo. Por cierto, esta noche nos reuniremos en casa de unos amigos. Estará Verónica, ¿vendrás?
- Bueno. –contesté como para terminar de una vez.

Cuando llegamos a la casa Enrique se perdió entre las columnas humanas que formaban su entorno. No conocía a nadie. Ningún rostro de los que pude ver el otro día recordaba. O, tal vez, entonces no me fijé. Otra vez sólo me acompañó un vaso y su contenido. Lo recorría de un lugar a otro como si hiciese estación en cada sitio para justificar su transporte.

- Edmundo, ¡ven!, por favor –la voz de Enrique reconocí.
- Ya voy -dije solícito.
- Este es Edmundo, Jaime.

Un hombre maduro, al menos en apariencia, me saludó fríamente. “Encantado”, contesté muy educado. Luego me explicaría mi cicerone que se trataba de un poderoso hombre de negocios que intentaba introducirse en la ciudad. Verónica no apareció hasta tarde, y cuando lo hizo no dejaba de explicarme un pesado las ventajas de beber mezclado frente a no beber. Al llegar un camarero la distracción me liberó y, sin darme apenas cuenta, me tropecé con ella.

- Hola Edmundo.
- ¿Qué tal estás, Verónica?
- ¿Te diviertes?
- Sí, claro.
- Me alegro -contestó. Entonces, cuando ella hizo ademán de girar para irse, la sorprendí:
- ¿Verónica? –la llamé.
- Dime.
- ¿Quieres tomar una copa?
- No, gracias.
- Bueno, pues, al menos, déjame hablar un momento contigo.
- Vale, vamos a sentarnos.

Me pareció, sin embargo, el momento interminable, pero duró poco el sentido de esto ya que no había acabado de sentarme, ni de construir una idea de lo que hasta ahora me había parecido todo, la ciudad, el trabajo, ella, mis inquietudes y hasta la atmósfera que respirábamos cuando alguien, un hombre, se le acercó, se le acercó más, mucho más, y, levantándose, decidida, me miró y me dijo:

- Discúlpame, Edmundo, un momento.

Se dirigió entonces hacia el extremo opuesto a todo y, con aquel hombre, abandonó el lugar, la habitación, la casa, mi conversación no iniciada y hasta mis ganas de estar fueron abandonadas, en este caso por mí. No lo pensé demasiado, al día siguiente sólo cogí el teléfono y hablé rápido y convencido:

- Enrique, vamos, deseo la esencia.

(Continuará.)

(Óleo de Vincent van Gogh, Paisaje con carro y tren al fondo, 1890, Museo Pushkin, Moscú. Cuando Vincent llega a Auvers en 1890 se produce un cambio en su pintura, los amarillos de los campos de Arlés dejan paso a los verdes campos de trigo que vemos en esta obra. Van Gogh nos muestra la cosecha de la zona recurriendo a una perspectiva panorámica. Las bandas horizontales empleadas tienen dos puntos de referencia especiales para llamar nuestra atención: el camino con la carreta y el tren del fondo. Esas bandas horizontales que organizan el conjunto se ven a su vez relacionadas con las líneas verticales y diagonales de los campos sembrados, obteniendo un entramado de líneas con el que consigue un espectacular efecto de profundidad. Las pinceladas son rápidas, el toque de pincel en espiral, que caracteriza buena parte de su producción de Auvers, también está aquí presente. Respecto al color, los tonos son fríos, verdes y malvas, aunque se animan con el rojo de las casas y la carreta. -Reseña mostrada en la entrada al lienzo de Vincent van Gogh en Ciudad de la Pintura-.)

9 de julio de 2011

Parte I. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



En el otoño del año 1988 se publicó un anuncio en un periódico con el que la Fundación de los Ferrocarriles Españoles pretendía dar a conocer el XIII premio que organizaba de Narraciones Breves Antonio Machado. Las bases del mismo dejaban claro que el tema de la redacción debía tratar, en primer o segundo plano, sobre el ferrocarril. Así que, inspirado por haber utilizado por primera vez hacía tres años un antiguo expreso coche-cama, hoy desaparecido, me atreví a presentar a ese consurso literario el relato breve El Regreso. Relato del cual lo único que recibí fue un acuse de recibo, eso sí, con el número de salida de la comunicación así como el de referencia para cualquier consulta, aclaración o reclamación que pudiese interpelar.

La terapia regresiva es una de las psicoterapias que todavía se pueden realizar para ayudar a aquellos pacientes que, encerrados en sí mismos, no consiguen mejorar con cualquier otra. Concretamente, la llamada Regresión de Edad permitirá acceder a la memoria oculta de la vida del individuo. La hipnosis suele ser uno de los procedimientos para conseguirlo, aunque no el único. Hay otras terapias para acceder a los estados alterados de la conciencia, como la relajación profunda. En este tipo de psicoterapias se pretenderá llegar a la conciencia profunda del sujeto, contemplando ahora su oculto pasado para traerlo así, poco a poco, hacia su presente, comprendiéndolo.

Con la maravillosa experiencia del viaje y de la introspección que se consigue en los compartimentos ferroviarios, pretendí manejar por entonces conceptos como la inocencia, la falsedad, la utilización ajena, la traición, la frustración, la vulnerabilidad ante el deseo y el regreso, entendido este último como aquella forma balsámica de encontrar la salida del laberinto, ese hilo de Ariadna que, a veces, nos ayudará a comprender, después de un maravilloso o azaroso viaje, que regresar a gusto, regresar con sentido, o simplemente regresar, es el mejor de los éxitos conseguidos en esa huida.

Relato breve. El Regreso, parte I:

Sólo una línea horizontal hacia el oeste de la esfera, desde su centro, apreciaba de lejos: las nueve menos cuarto de la noche. Había salido un momento a acariciar la brisa fría que recorría el andén, sentí su presencia y me entregué a su compañía. Era la única cosa que acudía a despedirme; parecía que había atravesado toda la ciudad para estar allí conmigo. Aún, por tanto, quedaban quince minutos para que el empleado cerrara las puertas del vagón. Siempre queda algún tiempo para cerrar las puertas de algo. A mí, aquella noche, se me cerraron todas las puertas.
- Edmundo, dime, ¿vendrás esta noche?
- No sé, es que…
- Nada, nada –cortó Enrique-, te recogeré a las ocho.
A los pocos días de llegar conocí a Enrique. Él había contribuido, más de lo que yo entonces hubiese sido capaz de entender, a hacer mucho menos solitaria y menos definitiva mi estancia en la ciudad. Cuando llegué lo hice ilusionado, suelto –como la ropa nueva recién estrenada-, alegre, confiado, seguro. Todo fue sobrevenido como siempre lo imaginé. Necesitaba venir, necesitaba hacerlo. Siempre, en la vida de todo hombre, hay un momento el cual sabes que es el tuyo. Así lo entendí yo entonces. Sentía un hondo deseo de triunfar. Antes de que lo hiciera Enrique, me había telefoneado mi hermano Juan; esta llamada fue, sin embargo, mi único contacto palpable con mi pasado. Mi pasado, una estación ya visitada, vieja y pequeña, pero entrañable.

Al colgar el auricular pensé, bah, por qué no, salgamos hoy. Enrique sabía mi falta de decisión en ciertos casos, y, sobre todo, mi falta de amigos. Había llegado yo para sustituir a un anciano profesor, hospitalizado además, de un instituto de enseñanza media de la gran ciudad. Gracias a esa anónima y contingente baja pude obtener la oportunidad deseada desde siempre, salir del pueblo, salir de una sala de espera asfixiante, incómoda y sin ventanas. Me preparé enseguida y a poco más de las ocho sonó insistente el timbre. Enrique era el encargado de la cátedra de idiomas, hombre resuelto, rápido, vivaz, algo incómodo para los intransigentes de la tranquilidad. Conectamos desde el principio. La evasión en él era fundamental. Recorrimos casi todo el soportal animado de la avenida principal. Hola Enrique, dejaron caer unos labios seductores. Él se acercó rápidamente, dejándome mirando el panorama. Observé cómo se besaron y, muy poco después, reanudábamos el paso.

Llegamos entonces a una estancia curiosa, diferente; la entrada era pequeña y baja, lo recuerdo bien porque me di en la cabeza ligeramente. Al pasar el umbral sólo percibí unas lámparas de luz roja difuminada por el interior del local. Y un aroma, un olor difícil de recordar pero fácil de distinguir, profundo, húmedo, viejo. También era pequeño todo, no sólo la puerta, en ese extraño lugar al que me había llevado Enrique. Un hombre pequeño, en una pequeña mesa, esperaba; esperaba sentado, como si hubiese perdido un tren en una noche de invierno. Yo seguía a Enrique mecánicamente. Esa mañana en un descanso habíamos hablado un poco, yo le insinuaba mis deseos de aprovechar mi estancia en la ciudad, sabía que él la conocía bien, que podía ser para mí un perfecto cicerone personal. No tardó en reaccionar y me propuso ir esa misma noche a un lugar interesante. No llegamos a intercambiar palabra alguna en el recorrido que separaba desde donde nos encontramos a la chica de los labios seductores, hasta esta pequeña mesa en la que, ahora, nos encontrábamos delante.

La manecilla subía imperceptiblemente, el caso es que se separaba más y más del cuarto hasta alcanzar el norte. Un tren ahora iniciaba la llegada, lentamente, por la vía más distante al andén en donde mis huellas se perderían para siempre. El frío, al avanzar mi cuerpo hacia la última puerta que se me cerraría, chocaba bruscamente contra mi rostro y parecía, en un gesto de violencia, despedirse así, triunfalmente, de mis mejillas. Un mozo de equipajes en dirección contraria a la mía guiaba un pequeño y vacío transporte de maletas; éstas, probablemente, ya se encontrarían a cubierto. Era el único que entonces no iba, andaba o corría, en mi sentido. Parecía raro que no se marchara también de allí, que sólo quedara el frío. Me alegré de no ser mozo ni carrillo, ni familia que separa sus manos y sus labios del viajero que, como yo, subía difícilmente la escalerilla.

Enrique no lo dudó un instante, acercó la silla y se sentó. Aquel hombre pequeño no movió ni siquiera el dedo índice, único extremo visible de su cuerpo y, posiblemente, móvil que tenía.
- Siéntate –me susurró Enrique.
El dedo índice ahora se quebró -mis pupilas se habían centrado sólo en esa insólita figura-, giró la mano hacia un vaso vacío y, elevándolo suficientemente, lo dirigió a los ojos de un joven situado en la parte opuesta a la entrada.
- ¿Qué desean? –dijo con voz tajante y sorprendentemente clara, después que ésta se produjera en una garganta inundada de alcohol y de humo.
- Venimos por la esencia –respondió Enrique.
¿La esencia -pensé yo-, qué significaba eso? No había terminado de abstraerme en la idea cuando mi tobillo recibió un roce suave pero decidido.
- ¿Poseen el valor para pagarla?
- ¿Cuánto quiere?
- La vida no tiene precio –sentenció el viejo y embriagado hombrecillo.
- Bien, póngale usted uno –respondió retador Enrique.
Esta vez no pudo contestar aún, las palabras se le ahogaban de nuevo. Dejó el viejo hombrecillo pasar un tiempo, el cual bastó para que mi acompañante me mirase con ojos confiados y seguros. Al poco, continuó sentenciando:
- Muchos hombres han querido conseguirlo todo, llegar a una meta, a un final, cada vez más alto, más lejos, más grande. Y para ello no han –de nuevo volvía a mojar las palabras, o las ideas, más lentamente si cabe- vacilado en anteponer su trayecto a todo lo demás.
Enrique parecía dejarle hablar; pretendía algo y no quería estropear el resultado. Continuó diciendo el misterioso hombrecillo:
- Créanme, sólo se vive una vez; y el lugar que hemos transitado no aparece más a nuestros ojos.
Con esta sentencia trágica finalizó el contenido del vaso y ya no volvió siquiera a levantarlo en dirección al joven sirviente.
- Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo –espetó Enrique.
- El mejor acuerdo es aquel que uno se hace a sí mismo. De todas formas siempre se es libre para elegir, para vivir, para morir...
- Dígame, ¿qué desea por un frasco de esencia?, insistió Enrique, esta vez más sosegado y como dejando caer lenta, pero ceremoniosamente, las palabras.
- Cien mil –contestó, volviendo en esta ocasión, solamente, a cubrirlo todo de espeso e irritante humo.
- Está bien –tardó en decir mi compañero. Mañana vendré a recogerlo, le traeré el dinero.
No había transcurrido ni medio minuto cuando nos empapábamos con el agua que, regularmente y con fuerza, resbalaba por nuestros vestidos arrugados. La avenida se encontraba desierta ahora. Qué contraste con algunos minutos antes. Estaba deseando llegar a alguna parte para poder escuchar a Enrique y saber, de una vez, qué era eso de la esencia y a qué maldito lugar me había llevado.

Pude llegar hasta mi compartimento después de que evitara a una señora gruesa que, con su hijo y una maleta tan gorda como ella, se dirigía hacia la puerta de salida, no sin maldecir el momento por el hecho de haberse equivocado de vagón. Abrí la estrecha puerta, encendí la luz, que a modo de lámpara se situaba en la pared, y cerré el seguro como queriendo separarme del resto con la seguridad que ofrece un cerrojo en una estancia pequeña y acogedora. Ya no tenía que soportar el frío de la noche, probablemente éste se habría cansado de esperar.

Sólo cesó de llovernos cuando traspasamos, empujándola, la puerta del Diamante, único establecimiento, al parecer, que carecía de derecho de admisión; se encontraba como una estación terminal a la hora más importante. Afuera seguía lloviendo. Enrique avanzaba decidido, sin hablar, rápido, expedito. Daba la impresión de ser una de esas locomotoras que en el antiguo Oeste descosían, literalmente, las manadas de Búfalos para poder continuar. Yo seguía detrás, como vagón encarrilado, imposible de detener. Al momento observé cómo una mano sobresalía de la superficie humana. Entonces los ojos de Enrique se dirigieron, y con ellos todo lo demás, hacia donde la señal se encontraba.
- ¿Dónde estabas? –preguntó la mujer más hermosa del grupo.
- Por ahí, le he enseñado a Edmundo un poco la ciudad.
Yo ya había llegado a la pequeña reunión que formaba el grupo, y supe que era pequeña y que era un grupo algo después. No dejé de mirar aquel rostro hermoso, entre otras cosas porque el hueco que yo ocupaba no me permitía girar, ni tan siquiera, los ojos.
- Os presento a Edmundo, el nuevo profesor. Dispuesto a triunfar.
Todos me saludaron; pero, al llegar a ella, que se situaba justo enfrente, mi gesto me delató.
- Edmundo, ésta es Verónica.
- Encantado, dije; fue lo primero que dije desde hacía tiempo y me salió sin tono casi.
Ella sonrió brevemente, sin dejar de inhalar el humo de su cigarrillo.
-Hola Edmundo, bienvenido.
Iba a decir gracias pero Enrique se interpuso para pedir una copa, ya que no había otra forma de hacerlo en ese desaireado y cargado lugar.
Continuará.)

(Poster Carga Nocturna, del artista inglés Terence Cuneo, 1907-1996; Cuadro del pintor impresionista francés Claude Monet, Tren en la nieve, 1875; Óleo Tiempo paralizado, del pintor surrealista belga Renè Magritte; Cuadro del artista español actual José Manuel Gómez, Tren para unos cuantos; Cuadro del pintor español actual Ricardo Sánchez, Estación de Aranda de Duero; Óleo del pintor inglés Terence Cuneo, Nostalgia, 1983, con la curiosidad de que el niño que aparece en el cuadro viendo pasar el tren fue el adulto que lo encargó.)