30 de mayo de 2011

La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.



Desde el principio de los tiempos se habrían escrito relatos de ficción para sorprender, para entretener o para atraer inevitablemente. Las narraciones inventadas resuelven algo que, casi siempre, falta en el relato verídico, en la vida real tan poco definida para eso. Porque no podría la historia verdadera satisfacer dos cosas a la vez: una el interés permanente del que lo escucha y otra la recompensa, el orgullo o vanidad, del que lo cuenta. Así que, poco a poco, fue surgiendo la ficción literaria, algo que desde la baja edad media (siglo XV) acabaría convirtiéndose en el género que más ha sobrevivido -¿y sobrevivirá?- en la literatura: la novela. Pero la actitud o el concepto que lo provocase inicialmente, la característica humana en que se basaría el autor primigenio para llevar a cabo tal arte de ficción literaria, no fue otra cosa, sin embargo, que la maliciosa, devastadora, anestésica y cruel mentira... Las sociedades primitivas trataron de controlar la mentira dentro de un orden. Las religiones consiguieron denostarla manteniéndola dentro de sus decálogos éticos como una de las más espantosas acciones humanas. Un cristiano inteligente del siglo IV, Agustín de Hipona, estableció por entonces que existían varios tipos de mentiras: las mentiras que hacen daño a todos y no ayudan a nadie; las mentiras que hacen daño, pero ayudan a alguien; las mentiras por placer de mentir; las mentiras para complacer a los demás; las mentiras que no hacen daño y benefician a alguien. La cuestión, finalmente, es, ¿cómo sabremos realmente cuándo una mentira o una falsedad es o no es beneficiosa? ¿Es una falsedad obvia una mentira si el receptor de la misma sabe que no es más que un artificio -a veces muy artístico- para impresionar engañando? Los artistas a partir del Renacimiento utilizaron, por ejemplo, la perspectiva como un alarde magistralmente engañoso en sus imágenes. ¿Cómo era posible que en una superficie plana pudieran apreciarse ahora distancias, volúmenes, espacios, huecos, profundidades o dimensiones tan contrastadas como en la propia realidad tridimensional de la vida?

Algunos pintores realizaron genialmente eso como el holandés Frans Francken (1581-1642), que compuso en el año 1619 su obra La Galería de pinturas. En esta extraordinaria obra de Arte conseguiría el pintor asombrar entonces con su habilidad del manejo del espacio. Sabemos que pueden existir esas galerías en la vida real, que existen, de hecho, lugares así; pero, el que vemos aquí en este lienzo, lo que ahora estamos observando es una pura ficción, una pura mentira, no existe más que en la habilidad imaginada del pintor y en el ojo del que lo mira. En estos casos a nadie se engaña. No hay falsedad. Sabemos que el autor ha querido ofrecernos algo placentero a nuestros ojos. Todo lo contrario, lo admiramos y elogiamos; ambos, emisor y receptor, obtenemos beneficio. Sin embargo, ¿es toda fantasía elaborada una muestra de beneficio legítimo y compartido por todos? Cuando el antiguo filósofo griego Diógenes de Sínope (412 a.C.-323 a.C.) buscara por las calles atenienses hombres honestos, sostendría una linterna de luz en pleno día para demostrar lo imposible de encontrarlos. Había en el filósofo una muestra transparente de rigor contra una sociedad que amparaba las costumbres, actitudes y acciones que permitían beneficiarse de la impostura o de la falsedad de algunos seres humanos contra los demás. Sólo podremos sobrevivir al engaño ignorando éste; otro modo es imposible. Los seres taimados usarán su capacidad ingeniosa para envolver, en una túnica dorada, sus argumentos encantadores sostenidos además desde la improbabilidad de demostrar su impostura, su total falsedad. A veces, incluso, a sabiendas de que los intereses legítimos y confesables de una parte oculten esa falacia denostadora de la verdad general, la única que, sin embargo, existirá verdaderamente. Es hasta ridículo comprobar cómo se defienden argumentos que, aunque inofensivos en principio, tratarán de fortalecer los intereses espurios y taimados de una parte, aunque no sean siempre claramente deshonestos...  Los intereses puede que no lo sean -que no sean del todo deshonestos-, pero acabarán siendo éticamente reprobables, porque lo deshonesto es mentir, sólo mentir, frente a los intereses generales y contrarios.

Es especialmente bochornoso comprobar también cómo, en ocasiones, ambas partes -los que mienten y los que reciben cínicamente las mentiras- acabarán proyectándose sus falsedades mutuamente en una orgía de mendacidad y cinismo donde cada parte sabe que la otra está mintiendo. La forma en que nos comportemos para con un fin determinado que busque, como en los actores de una comedia, obtener el aplauso de un público -el de los otros- para satisfacer un propio beneficio, es muy deshonesta cuando, además, los que aplauden son incapaces de pensar por sí mismos. Este es el clientelismo de los soberbios, de los que utilizan los deseos insatisfechos e ignorantes de los otros para obtener un considerable beneficio. Posiblemente sea hasta algo legítimo..., y de hecho lo es a veces, pero, sin embargo, no hace más que utilizar una forma de mentira para beneficiar a una parte. Aunque, a veces, la otra parte lo desee también, como si ello -la mentira- fuese un maravilloso e inapreciable arte del todo, al parecer, inevitable. Cuando Ulises -el héroe mítico griego de la Odisea- llegase en una ocasión a las peligrosas aguas donde moraban las sirenas, le pidió a sus hombres que se taponasen los oídos de inmediato. Sólo así, sabría él, podrían sortear la difícil prueba que las candorosas, bellas, sugerentes y dulces voces de las sirenas les supondrían a todos para ser enajenados. Sin embargo, alguien debía ahora dirigir la nave. Tendría que haber un piloto que, consciente de los sonidos para navegar, pudiese manejar el barco sin obstáculos hasta salir de la influencia de las fantásticas y atrayentes sirenas. De ese modo ideó Ulises que tendría él mismo que atarse al mástil de su embarcación para poder evitarlas. Ya que de no hacerlo de ese modo los cantos subyugadores de los ambiguos y maravillosos seres marinos le obligarían a saltar por la borda de su nave hacia el profundo, azul y oscuro mar...

(Óleo del pintor flamenco Frans Francken, La Galería de Pinturas, 1619; Cuadro del pintor José de Ribera, Diógenes con su lámpara, 1637; Óleo del pintor del barroco sevillano Murillo, Mujeres en la ventana, 1665, donde se aprecia la auténtica y sincera actitud nada falsa en los rostros y los gestos de los personajes; Cuadro del pintor español actual José Hernández, 1944, La Impostura, 1991; Fotografía de 2011 de la artista norteamericana Lady Gaga, ejemplo de comportamiento y actuación artificiosa para exclusivo beneficio; Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Ulises y las Sirenas, 1909; Cuadro del pintor americano Edward Hoper, Cine en Nueva York, 1939, obra que representa uno de los lugares donde la fantasía, la ficción y la mentira han tenido -magistralmente- su altar; Óleo del pintor Goya, La Verdad, el Tiempo y la Historia, 1800.)

25 de mayo de 2011

La decadencia de una época, sus apasionadas historias, la belleza sin clase y el Arte.



Al sur de Alemania, en la región de Baviera, se encuentra el antiguo Palacio de Nimphenburg. Fue mandado construir en el año 1664 por el duque de Baviera y príncipe elector del Sacro Imperio, Fernando de Wittelsbach. Cuando estos príncipes alemanes se convirtieron en reyes uno de ellos lo fue el monarca de Baviera Luis I (1786-1868). Disfrutaría este rey por entonces de los decorados salones y de las holgadas bellezas artísticas de su bávaro palacio barroco. Educado en las Bellas Artes, a Luis I de Baviera se le ocurriría a finales de su reinado crear en su palacio bávaro un gran salón exclusivo para poder elogiarlas. Para ello encargaría al pintor alemán Karl Josef Stieler (1800-1882) retratar a las más celebradas bellezas europeas de entonces. El salón acabaría llamándose Galería de Bellezas, y contenía los retratos de  las más hermosas mujeres de Europa, fuesen éstas nobles o no. Es decir, hizo retratar a las mujeres más bellas de todas las clases sociales del momento sin ninguna discriminación estética, algo curioso para la primera mitad del aristocrático siglo XIX. Es cierto que las ideas revolucionarias habían marcado en los nobles ilustrados de la época un avance social, pero colocar al lado de los retratos de altas damas de la aristocracia a cortesanas o plebeyas sin nombre fue una osadía sólo justificada por la exaltación de la belleza en unos años extraordinariamente románticos.

El mejor representante poético de entonces lo fue el alemán Heinrich Heine (1797-1856), que llevaría al más alto encumbramiento romántico la literatura lírica alemana, pero que a su vez acabaría sin querer con ella, ya que trataría de superarla con un lenguaje más sencillo, más cercano, más realista o más conciso. De ese modo, en el año 1823 escribiría Heine su obra lírica Intermezzo, de la cual parte de ella son estos románticos versos:

¿Acaso ya has olvidado
que fue mío en otro tiempo
tu pequeño corazón?
Tan bello y falso, que nada
ni más falso ni más bello
nunca en el mundo existió.
¿Acaso ya has olvidado
cuando a la par mi existencia
minaban pena y amor?
No sé decir si más grande
era el amor o la pena;
sé que eran grandes los dos.

Cuando el pintor Stieler accedió a componer tal galería de retratos decidió retratar a una bella y joven cortesana alemana que se hacía llamar señora Heine, aunque su verdadero nombre era Ana Kaula. Esta joven poseía una belleza de rasgos semíticos con un maravilloso cabello oscuro. Otra hermosa mujer retratada lo fue Amalia de Shintling, hija de un capitán del ejército bávaro. Su rostro adornado de joyas deslumbraba aún más el suave encanto de la belleza germana. Una de las mujeres más plebeyas retratadas por el pintor Stieler lo fue la hija de un zapatero de Munich, Elena Sedlmayer. Al parecer, esta hermosa joven bávara acabaría uniéndose en matrimonio con un sirviente del gran palacio de Luis I. Otra interesante mujer retratada lo fue Jane Digby, una aristócrata inglesa que llegaría a serlo por un matrimonio noble y no por cuna. Realmente hizo de ese marital contrato social uno de sus motivos para obtener una vida elevada y apasionante. La archiduquesa Sofía de Baviera sería otra de las más bellas mujeres retratadas para Luis I y su sugestiva galería.

Hubo una mujer cuyo retrato fue expuesto en aquella galería de bellezas por haber sido la amante de Luis I. Lola Montez (1821-1861) fue una irlandesa que llegaría a tener una vida corta pero intensa, demoledora y apasionada, la vida de una mujer luchadora pero que, finalmente, fue una vida malograda. De rasgos mediterráneos, posiblemente por la lejana herencia hispana de su madre, acabaría casándose -para huir de una vida detestable- con un teniente inglés del que terminaría separándose pronto. Huyendo siempre, llegaría por fin a Múnich donde terminaría presentando un espectáculo lúdico donde bailaba y seducía con sus encantos nada ocultos. Rechazada por una burguesía conservadora e hipócrita, no dudaría en dirigirse al propio rey para salvarse, convirtiéndose en su amante. Tanto le pidió Lola Montez al rey de Baviera que, desde un desafortunado título de condesa a la revolución del año 1848, terminaron para siempre con el trono y aquel hermoso y efímero Salón de Bellezas. El rey Luis I se marcharía a París y Lola Montez no volvería a verle jamás. Tuvo entonces que viajar huyendo otra vez hasta llegar muy lejos, a los Estados Unidos, donde, desconocida y ajada su belleza, poder sobrevivir escribiendo su vida o uniéndose a algún hombre capaz de mantenerla. Acabaría Lola Montez en América sus días en la más absoluta pobreza y orfandad, todo un paradigma de aquel romanticismo decadente o de aquella efímera Galería de Bellezas. Una estancia artística ésta que, o destruida por las guerras o expoliada por los desaprensivos, desaparecería lentamente en una historia ya olvidada para siempre. Como también lo fueran aquellos hermosos versos tan románticos de Heine, esos versos decadentes que, por entonces, minaban sonoros  una pena y un amor...

(Óleo del pintor Karl Joseph Stieler, Lola Montez, 1847, Palacio de Nimphenburg; Cuadro Luis I de Baviera, 1826, de Karl J. Stieler, Munich; Retrato de Ana Kaula, Stieler, 1829; Retrato de Elena Sedlmayer, Stieler, 1831; Retrato de Amalia de Shintling, 1831, Stieler; Retrato de Jane Digby, 1831, Stieler; Cuadro de la Archiduquesa Sofía de Baviera, 1832, Stieler; Óleo del pintor judio-alemán Moritz Oppenheim, Heinrich Heine, 1831; Fotografía de Lola Montez, 1851; Fotografía del pintor Karl Joseph Stiener, 1857; Óleo del pintor italiano Canaletto, Palacio de Nimphenburg, 1761.)

24 de mayo de 2011

La libertad utópica, la necesidad como motor de ella, o la incapacidad real de la misma.



Cuando en el año 1777 el filósofo materialista francés Paul Henri Dietrich publicara su libro El Sistema de la Naturaleza, sería considerado por entonces como una obra excesivamente radical. Tanto lo sería, que el gran liberal ilustrado que fuera Voltaire se lo llegaría a reprochar al atrevido pensador materialista. Afirmaba Dietrich que la libertad era una ilusión, que la libre voluntad no puede ser admitida en el Universo, que sólo se regirá por la necesidad. Consideró la mitología como algo benigno para el mundo, como un intento del ser humano por explicar la naturaleza y sus ocultas fuerzas, así como la posibilidad de establecer con la mitología unas normas que organizaran la propia sociedad humana. Sin embargo, consideraría la religión -la teología propiamente- como una fuerza perniciosa que habría personificado las fuerzas de la naturaleza en un ser fuera de ésta, alzándolo -el Teos- por encima del mundo, lo único que tiene verdadera existencia real.

Prometeo fue un titán mitológico amigo de los hombres. Una vez sería encadenado por el poderoso dios Zeus a una gran roca en la antigua región de Escitia, muy cerca del Cáucaso. Condenado así de brutalmente, se lamentaría ahora Prometeo de su cruel destino fatídico. Se dijo él: Por haber proporcionado el fuego a los humanos me veo unido al yugo de esta necesidad, desdichado por completo. El pensador británico Isaiah Berlin (1909-1997) crearía su teoría filosófica de Los dos conceptos de la libertad: La libertad positiva -la posible o probable- y la libertad negativa -la innegable o consustancial al individuo-, entendida esta última no como algo pesimista sino como una libertad incapaz de serle negada a nadie. La libertad negativa, o innegable, es la más primitiva libertad del hombre, la más intrínseca a los propios individuos. Es la libertad que se entiende como ausencia de coacción exterior a la persona. Es decir, es la libertad que sólo se puede impedir llevar a cabo si alguien te limita o te oprime, te condiciona la vida, la propiedad, el pensamiento, la acción, etc... Luego está la libertad positiva, esta es la libertad probable según puedas o no por tu propia naturaleza, es decir, la que pueda realmente ejecutarse no porque no te lo impidan sino porque puedas o no puedas verdaderamente realizarla. Podremos querer volar como los pájaros, nadie nos lo impedirá, sin embargo, nunca podremos hacerlo -al menos por ahora- como ellos lo hacen.

Es como el determinismo, esa fuerza ineludible e invisible -al parecer- que nos condicionará involuntariamente a ser, a querer, a tener, a hacer, a pensar, a decidir..., a lo largo de nuestra existencia. Así mismo, pueden también existir el determinismo biológico, el genético o el psíquico. El filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677) nos dejaría escrito esto: Los seres humanos se creen libres porque son conscientes de sus voluntades y deseos, pero, sin embargo, son ignorantes de las causas por las cuales ellos son llevados a ese deseo y a esa esperanza...  ¿Cómo sabremos, realmente, qué nos llevará a decidir algo y no lo contrario? ¿Cómo dejaremos de hacer algo..., a pesar de poder hacerlo incluso? ¿Cómo podremos sentirnos libres si, a veces, no podemos cambiar lo que somos o llegar a hacer algo por lo incapaces que, en ese momento, podamos realmente sentirnos o ser? El filósofo alemán Schopenhauer nos dejaría también escrito esto: Todos creemos a priori que somos perfectamente libres, pero, a posteriori, por la experiencia, nos damos cuenta de que no somos libres sino sujetos a la Necesidad...

Prometeo, según nos cuenta la mitología helena, tendría la capacidad de la profecía. Zeus, el gran dios del Olimpo, preocupado ahora por unos planes que tendrían por objeto destronarle, acudiría a través del dios Hermes al titán encadenado para que le ayudara a descifrar la verdad. Prometeo entonces le contestaría al mensajero que Zeus tendrá un hijo más fuerte que el propio dios, pero que no le dirá nada más, que prefiere ser un desgraciado a ser un siervo de los dioses como él. Pero Hermes le amenaza entonces con que, si se niega a hablar, primero Zeus provocará una tempestad que hará que la cumbre de la montaña donde se encuentra encadenado caiga encima de él atropellándole mortalmente. Y después que un águila sanguinaria acudirá todos los días a esa cumbre para devorar su propio hígado sin piedad. Prometeo, a pesar de todo eso, le contesta que no piensa ceder en su decisión, que todo esto que le anuncia Hermes ya lo sabía él, y que su destino acabará cumpliéndose de todos modos, sin embargo. Ese destino, sabría el titán encadenado, consistía en que un descendiente poderoso del dios Zeus -Hércules- acabaría liberándolo finalmente de sus cadenas. Así que, de esa sutil forma premonitoria, la inteligencia humana -representada por Prometeo- podría vencer las veleidades caprichosas de los dioses, pudiendo así mejorar su fatal destino. Un destino, paradójicamente, que tan sólo esos mismos dioses serían capaces, sin embargo, de determinar.

(Cuadro Alegoría de la Libertad, 1937, de la pintora mexicana María Izquierdo; Óleo El barco de los esclavos, 1840, del pintor inglés Turner; Cuadro Cautivo en prisión, 1850, del pintor Michael von Zichy; Cuadro La tortura de Prometeo, 1819, del pintor francés Jean Louis Lair, 1781-1828; Fotografía actual del artista checo Jan Saudek, 1935; Cuadro actual de la pintora española María Martínez Contreras, Jaulas de Cristal; Óleo del pintor francés William Adolphe Bouguereau, Las Erinias, 1862, donde el pintor representa la huída de Orestes por la muerte de su madre, ocultándose de los sonidos de su propia conciencia; Imagen fotográfica de parte del conjunto escultórico La Libertad -homenaje al rey Alfonso XII-, Alegoría de la Libertad, 1922, Madrid, del escultor español Aniceto Marinas.)

19 de mayo de 2011

El Eros sagrado, el arrebatamiento, la sutil impudicia, la fuerza pasional y el Arte.



Tú no sabes, imprudente, de quién huyes, y por eso huyes. A mí me obedecen el país de Delfos, Claros, Ténedos y la regia Patara. Yo tengo por padre a Júpiter, yo soy quien revela el porvenir, el pasado y el presente; por mí los cantos se ajustan al son de las cuerdas. Mi flecha es segura, pero hay una flecha más segura que la mía, la cual ha hecho en mi corazón, antes vacío, esta herida.  Así escribiría el poeta latino Ovidio estos versos -pronunciados por el dios Apolo a la hermosa Dafne- para su relato mitológico de amor divino. Es de los pocos relatos míticos cuyos protagonistas sufren involuntarios el deseo pasional al que son dirigidos. Porque es ahora el dolor el motor que los motiva a ambos, el que desarrolla o mitiga esa pasión desaforada en los dos personajes. El dios griego Eros había llegado a sentir un profundo desprecio por el extraordinario dios Apolo. Este último dios, a diferencia de aquél, era un ser hábil en casi todo: virtuoso de la caza, de la música, de la poesía, de las artes y hasta de la curación. Dios de la Luz y del Sol. A cambio, Eros sólo era el dios de la atracción, el de la unión desaforada a veces fértil y a veces misteriosa. Una vez, Eros idearía vengarse de Apolo. Así que utilizando dos de sus flechas, una de oro y otra de plomo, enfrentaría despiadadamente a la hermosa Dafne con el orgulloso Apolo.

La herida dorada (amorosa) penetraría en Apolo y causaría en él la irresistible y necesitada -algo nuevo para el dios- sensación más enamorada. La otra flecha, la incisiva con punta de plomo, conseguiría en Dafne -probablemente propicia a sentir lo mismo que él-, sin embargo, ahora justo lo contrario (rechazo). Cuando el escultor italiano del Barroco Lorenzo Bernini (1598-1680) se plantea su obra Apolo y Dafne en el año 1622, imagina a la ninfa sobrecogida a su pesar, llevada ahora por un extraño dolor inevitable y desdeñoso. Pero a Apolo, el dios sereno y virtuoso, lo muestra el escultor italiano ahora sorprendido y asombrado por su ardoroso y nuevo deseo rutilante tan pasional. Desde el Renacimiento los creadores del Arte habrían tenido especial pulsión por mostrar, aunque fuese veladamente, los símbolos eróticos más humanos. Al parecer fue lo sagrado, curiosamente, lo que les permitiría llevar a ese olimpo erótico aquello más deseado. El cristianismo medieval no sólo cercenaría su natural sentido erótico, sino que contribuyó a hacer de las partes sexuales del cuerpo humano un objeto de voluptuoso e inconfesable delito. Los antiguos griegos y romanos no veneraban tanto -quizá por su natural consentimiento- los elementos más erotizados del cuerpo humano. Tal vez por eso los artistas comenzaron a transgredir con su incontestable Arte el poderoso influjo pudoroso que abominaba de los senos femeninos, de los torsos masculinos y de los desgarrados momentos de pasión o éxtasis, fuesen éstos sagrados, mitológicos o profanos.

Cuando Bernini fue llamado en el año 1647 a crear una escultura sobre Teresa de Jesús (Éxtasis de Santa Teresa) para una capilla de la iglesia carmelita de Santa María de la Victoria en Roma, su mecenas le sugirió, ya que existía un éxtasis de San Pablo, crear una misma sensación arrebatadora pero, en este caso, de una santa. El escultor llevaría su prodigioso Arte a tal punto que algunos críticos no dudaron en afirmar que el arrobamiento místico conseguido en la santa, tendría más de sugerente sensación física y sexual que de compungida querencia sobrenatural. Pero no se equivocaban, ni aquellos ni los otros. El Arte consigue precisamente eso: alcanzar aquella línea liminar o frontera mágica donde ambos y opuestos conceptos se hacen intercambiables. Aunque, sin percibirlo apenas, sin llegar a menospreciar, en ningún sentido, ninguno de los dos conceptos contrapuestos. Uno de los aristócratas napolitanos más extravagantes y curiosos lo fue Raimundo de Sangro, más conocido como Príncipe de San Severo (1710-1771). A parte de ser un ilustrado y masón -de conocer los avances científicos de su época- fue un gran mecenas del Arte. Para la capilla de su palacio napolitano decidió en el año 1744 encargar unas esculturas diferentes, unas obras de una creación exageradamente compleja, pero de resultados brillantes, sobrecogedores y bellísimos. Llegaría a patrocinar la composición escultórica titulada La Castidad Velada. Su autor fue el italiano Antonio Corradini (1668-1752), que llegaría a confeccionar genialmente una arrebatadora estatua femenina desnuda sólo cubierta por un fino y transparente velo... cincelado en la misma y maravillosa piedra. 

Hacia el temprano año 1450 el pintor francés Jean Fouquet (1420-1481) lograría mostrar, por primera vez y de modo explícito -sin justificación alguna para entonces-, el pecho descubierto de una Virgen sagrada para su Díptico de Melum. Fue con toda probabilidad el comienzo de un cambio cultural y artístico entonces -siglo XV- para representar sólo porque sí, aunque bellamente, un símbolo erótico en una figura tan sagrada como la Virgen. Símbolo erótico que había sido desde siglos antes anatemizado y ocultado por la rígida y antinatural doctrina eclesial. Tiziano y Miguel Ángel, Rubens algo más tarde, consiguieron excusar sus desnudas imágenes humanas con la por entonces sutil y genial justificación artística. La Belleza se impuso así y la genialidad artística mantuvo en las paredes de los palacios o de las grandes casas la más insinuante erótica sagrada representada en un lienzo. Esa misma erótica representada que, en ocasiones velada y otras menos pudorosamente, aquel dios griego Eros impusiera una vez, con su dardo aniquilador y fascinante, al presuntuoso Apolo y a la pudorosa Dafne.

(Escultura La Castidad Velada, de Antonio Corradini, 1744, Capilla de San Severo, Nápoles; Cuadro de Guido Reni, Martirio de San Sebastián, siglo XVII, Pinacoteca de Génova; Detalle de la obra Apolo y Dafne, de Lorenzo Bernini, 1622, Galería Borghese, Roma; Detalle rostro de la escultura de Bernini, Éxtasis de Santa Teresa, 1647, Capilla Cornaro, Roma; Fotografía de escultura, El beso de la muerte, Cementerio de Poble Nou, Barcelona; Detalle del fresco de Miguel Ángel, Creación de Adán, Capilla Sixtina; Detalle de la obra escultórica de Bernini, Beata Ludovica Albertoni, 1671, Iglesia San Francesco a Ripa, Roma; Imagen de la escultura Eros y Psique, 1793, del artista italiano Antonio Canova, 1757-1822; Óleo del pintor italiano del renacimiento Correggio, 1489-1534, No me toques, 1525, Museo del Prado, Madrid; Cuadro de Rubens, La Virgen con el niño, Santa Isabel y San Juan, siglo XVII; Detalle del díptico de Melum, 1450, del pintor Jean Fouquet; Óleo Magdalena, del pintor Tiziano; Cuadro La Madonna del cuello blanco, 1535, del pintor italiano Parmigianino; Cuadro del pintor colombiano Carlos Correa, La anunciación, 1940.)

18 de mayo de 2011

La falta de contexto o la pérdida de significado: las circunstancias, el amor, la vida y el Arte.



A comienzos del siglo XX se descubrieron los restos de un naufragio griego en las orillas de la pequeña, idílica y mediterránea isla de Anticitera. Isla situada entre los límites de Creta y la península griega del Peloponeso. Fue en el año 1900 cuando unos pescadores de esponjas encontraron los despojos milenarios de lo que parecían ser fragmentos de una escultura metálica. El rescate fue muy trabajoso y minucioso, de lo salvado no pudo recomponerse todo el objeto descubierto aunque asombraría luego al verlo erigido. De ese modo surgió la representación escultórica griega en bronce más realista, antropométrica y hermosa de un ser humano jamás vista antes. No sería hasta los años cincuenta de ese siglo XX cuando, histórica y artísticamente, se conseguiría mejorar la composición escultórica definitiva. Pocos años más tarde fue rescatada de esas mismas aguas de Anticitera el conocido como Mecanismo de Anticitera. Este era un extraordinario y misterioso objeto antiguo de ingeniería astronómica demasiado increíble para existir en el siglo I a.C. -fecha en que se dataría la muestra encontrada-, y que maravillaría a los arqueólogos y científicos que lo vieron entonces. Calculaba con exactitud, según unos indicadores mecánicos sofisticados, la última luna llena más próxima al solsticio de verano de cada cuatro años, fecha en la que se celebraban los juegos griegos de la antigüedad en Olimpia.

Pero esa escultura hallada entonces y llamada el Efebo de Anticitera debía ser interpretada ahora, es decir, tenía que entenderse su significado histórico y conocer cuál fue el motivo de su representación. Saber quién fue ese efebo, qué personaje histórico estaría detrás de su composición. Pero, sin embargo, algo faltaría entonces para saberlo. Su mano derecha alejada del cuerpo, arqueada y tensionada como habiendo tenido sujeta alguna cosa, aparecía ahora vacía y como faltándole algo. Cosa que nunca apareció ni se pudo deducir por ningún resto de los encontrados en el naufragio. Si algún otro indicio se hubiese descubierto, si se hubiera dado alguna situación añadida o alguna otra circunstancia, tal vez se hubiese averiguado más sobre aquello que habría sostenido su mano. Era entonces el contexto lo que faltaba. Lo que hace que las cosas o las personas -sus vidas o sus historias- sean o no realmente una u otra cosa distinta.  La ausencia o pérdida del contexto de la escultura hallada fue lo que la despojaba ahora de su significación cultural original. De su sentido. Y es así mismo como seremos todos, además: algo que sin su contexto real no puede entenderse, ni comprenderse ni perdonarse. Por tanto, sólo podremos ahora imaginar, contextualizar artificialmente cuál pudo ser el personaje histórico o legendario que más se asemejara al Efebo de Anticitera. Tres posibles héroes mitológicos pudieron haberlo sido: Hércules, Paris o Perseo. El primero, Hércules, representado en uno de los trabajos -atrapar una manzana sagrada- que fuera obligado a hacer: El robo de la manzana de las Hespérides. El segundo, El juicio de Paris, cuando el héroe troyano ofrece su manzana a la diosa Afrodita. Y por último Perseo, el gran héroe griego, cuando utiliza su mano para tomar la maléfica cabeza de Medusa. Los tres utilizaron su brazo alejándolo de sus cuerpos o los tres utilizaron su mano derecha para motivar algo. Sin embargo, es imposible identificar sin conocer su contexto quién fue, realmente, aquel efebo griego naufragado.

En el siglo de las luces y de la razón -el siglo XVIII- los creadores del Arte se inclinaron por conciliar tres cosas muy humanas: arte, eros y raciocinio. Algunos obtuvieron con sus obras mejores resultados que otros. Fue el siglo de un cierto simbolismo representado desde los trazos de una realidad clasicista. De ese modo, el pintor francés Jean-Antoine Watteau (1684-1721) ejecutaría su obra de Arte Peregrinación a la Isla de Citera en el año 1717,  y, un año después, casi la misma representación en otra obra suya: Embarque a la Isla de Citera. Esta otra isla griega, Citera, se encuentra a unos treinta kilómetros al norte de la pequeña isla de Anticitera, de ahí el nombre de ella: antes de Citera. En esa otra hermosa isla griega de Citera situaban los poetas la leyenda de la aparición en sus aguas azules de la diosa griega de la Belleza y el Amor, la sensual Afrodita. Y el pintor Watteau dibujaría a la derecha del cuadro lo que parece ser un paraíso amoroso con parejas felices. Porque luego otras parejas -esos mismos amantes de antes- se ven ahora alejadas un poco más cada vez, separadas hacia la izquierda del lienzo cercanas a una orilla hacia el final de la isla, hacia el fin de ese paraíso amoroso. Este es ahora aquí el contexto de la obra. Su lectura visual -su contexto- es justo aquí ahora de derecha a izquierda. Las parejas emprenden en ese sentido un cambio de actitud a medida que se acercan a la orilla. Y el pintor representa así la escena: primero la atracción inicial más amorosa de las parejas a la derecha del todo; luego, más hacia la izquierda, deriva esa atracción enamorada en una pasión desaforada. Y ésta -la pasión desaforada- muere inevitablemente luego, cuando a esa misma orilla se acerque ahora un barco que los alejará para siempre de ese idílico, maravilloso pero efímero, paraíso conyugal.

(Imagen de la escultura Efebo de Anticitera, Museo de Atenas, Grecia, siglo IV a.C.; El Juicio de Paris, 1635, Rubens; Mosaico romano de Hércules en las Hespérides, Museo Arqueológico Nacional, Madrid; Óleo del pintor Luca Giordano, Perseo petrifica a Fieno y sus secuaces, 1670; Fotografía del Efebo de Anticitera, siglo IV a.C., escultura en bronce, Museo de Atenas, Grecia; Fotografía de la escultura de Perseo con la cabeza de la Medusa, de Benvenuto Cellini, siglo XVI, Florencia; Escultura de Bandinelli, Hércules y Caco, Florencia; Cuadro, Peregrinación a la Isla de Citera, 1717, Jean-Antoine Watteau, Louvre; Cuadro Venus Citerea, 1561, de Jan Massys, Estocolmo; Fotografía actual de la isla de Citera, Pireo, Grecia; Imagen del Mecanismo de Anticitera, siglo I a.C., Grecia.