4 de enero de 2012

La duda, como la ocultación o el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los humanos.



Después de que Napoleón fuese completamente derrotado y desterrado a la isla de Santa Elena en el Atlántico, los aliados vencedores de la batalla de Waterloo apoyaron la vuelta de la monarquía a Francia. Así que entonces Inglaterra y Francia comenzaron, inevitablemente, un idílico y necesario acercamiento. Es por lo que, con el tratado de París del año 1815, los ingleses devolvieron la antigua colonia francesa africana del Senegal a los vencidos. Para el año 1816 Francia decidió que una flota mercante marchase por fin a sus antiguos dominios africanos. Tres barcos salieron entonces del puerto francés de Rochefort rumbo hacia la costa occidental del Senegal. Uno de aquellos barcos, la Medusa, era una enorme fragata que llevaba más de cuatrocientas personas a bordo. El capitán del barco, Hugues Duroy de Chaumereys, era un inexperto navegante muy poco conocedor del traicionero litoral arenoso del océano por aquella costa. Queriendo avanzar más rápido, acabaría alejándose fatídicamente del resto de la flota. Sin poder evitarlo, la Medusa terminaría embarrancada frente, pero lejos, de las desoladas orillas de la costa mauritana. No hubo salida porque los predadores bancos de arena en el mar son una terrible trampa mortal. Y embarrancaron inevitablemente. Sólo podían utilizar las pocas barcas que, para salvar vidas, llevaba a bordo la fragata. Pero, no todos podían embarcar en ellas. Unos 150 hombres se tuvieron que quedar a bordo de la Medusa embarrancada.

Decidieron entonces construir una enorme balsa con los maderos de la fragata, una balsa tan grande que les cobijara a todos hasta la costa. Cuando fue depositada en el mar la frágil embarcación se desbordaría más de lo previsto. Sin embargo, pronto se llenaría de seres humanos anhelosos por sobrevivir. Fue el mayor desastre vivido por unos hombres y mujeres enfrentados a su debilidad, a sus demonios, a sus egoístas deseos o a sus desesperados impulsos por vivir. Fueron asesinando a los que no garantizaran la estabilidad, a los amotinados y a los débiles. Acabaron, en un alarde de cruel supervivencia, devorando los cadáveres depositados entre los travesaños roídos de la triste balsa. Quedaban sólo quince personas a bordo cuando, casualmente, fueron rescatados por el buque Argus veintisiete días después. Para entonces ya habrían dejado incluso hasta de buscarlos. Cuando aparecieron en Francia, cuando todo se supo ya por fin, cuando se descubrieron las extraordinarias bajezas que, desde el capitán -que los abandonaría- hasta el último de los inescrupulosos supervivientes, habían llevado a cabo, todo se silenciaría. Ahora fue la vergüenza y el oprobio, la deshonra y el temor, lo que hicieron que las autoridades francesas trataran de ocultar los terribles hechos para siempre.

El romántico pintor francés Théodore Géricault (1791-1824), que había tenido que huir de Francia por una inapropiada relación familiar -un amor prohibido con su tía-, siempre se mostraría muy rebelde y crítico frente a las rigideces de la injusta sociedad que le tocó vivir. Así que no dudaría un momento en pintar la dramática escena vivida por sus compatriotas en el Atlántico. El mismo año del suceso comenzaría a preparar el pintor la inmensa obra (cerca de 5 x 7 metros). Pero, para entonces, justo al tiempo de empezar a pintarla, le sobrevino al artista la duda... ¿Qué debería ahora destacar realmente en su lienzo? Pensó en tres posibles escenarios. Uno el rescate de los náufragos, algo grandioso, reconfortante, esperanzador. Después pensó en pintar la revuelta de algunos supervivientes, la lucha entre ellos. Por último se le ocurrió pintar mejor el canibalismo que se produjo y que hubiese mostrado la desesperación humana. También quiso otorgar a la escena un espíritu de salvación pintando el buque Argus a lo lejos, pero, ahora, muy visible en el horizonte de la obra. Sin embargo, nada de todo eso llevaría a cabo el artista en su obra.

En un alarde impactante, decidió componer el pintor una estructura nunca antes vista en el Arte. Ni siquiera el punto de fuga, algo que los pintores establecen como recurso necesario, utilizaría entonces el pintor para realizar su obra. Todo lo sitúa en un primer plano donde se ve claramente lo terrible de aquel espantoso horror. La perspectiva de la imagen de la embarcación está muy sesgada, no se puede ver sino tan sólo un extremo de la misma. Y en ese extremo concentra el pintor a los náufragos apretados, tanto los vivos como los muertos, en un desgarrador instante muy trágico. Los vivos queriendo no desfallecer en solitario, creando así la imagen de un único cuerpo compacto que lucha ahora por sobrevivir. Aparecen hundidos o aferrados a alguna esperanza. Agitan algunos sus brazos, o lo que sea, hacia un horizonte en el que apenas se vislumbra la silueta salvadora del Argus, un carguero que sí se observa en el primer boceto que realizaría el pintor dos años antes. ¿Por qué lo quitaría luego de su obra final? Porque quiso mostrar sin él mucho más la fuerza dramática del desolador instante. Un año después de la tragedia se llevaría a cabo un juicio en Rochefort, el puerto desde donde saliera la flota. Un tribunal militar enjuiciaría entonces al capitán de Chaumereys. Uno de los testigos que sufriera el suceso fue el tripulante de la fragata Phillip D´Anrevs, que declararía compungido, abnegado y sincero, estas duras palabras ante los jueces: Los últimos tres días son borrosos y monótonos. Transcurrieron entre nuestro canibalismo imperdonable y la lucha por encontrar una razón para seguir existiendo. Creo que fui el primero en ver algo diferente a la masa uniforme de mar y cielo. Me incorporé y agité mi camisa, desesperado. No me vieron, no giraron. Entonces, frenéticamente, Corréad me alzó sobre sus hombros con la ayuda de Sivigny. Estábamos todos muy débiles, pero logramos que mi camisa, hecha jirones, flameara ahora más alto todavía. Y entonces lo vimos... Unos pocos hombres se revolvían en la balsa luchando contra la muerte. Llorábamos. Gritábamos. Algunos estiraban el cuello para ver qué sucedía. Otros cerraron los ojos para no ver la incierta realidad. Pero, entonces fue, entonces, cuando todos me escucharon decir: ¡El carguero ha virado, viene, viene hacia nosotros...!

(Obra actual del pintor chileno Benito Ricardi, La duda; Óleo del pintor Théodore Géricault, La Balsa de la Medusa, 1818, Louvre; Cuadro-ilustración del artista Winston Chmielinski, Hombre-Mujer pájaro, actual; Cuadro El regreso moderno del hijo pródigo, 1882, del pintor francés James Tissot, Museo de Nantes, Francia; Óleo del pintor Horace Vernet, Retrato de Théodore Gericault, 1823; Boceto realizado por Théodore Géricault sobre La Balsa de la Medusa, 1816, donde el autor refleja un primer intento de su obra, y en el que ahora se aprecia la silueta del barco rescatador al fondo, barco que finalmente el pintor descartó en la obra definitiva, donde apenas lo situó como un punto en el horizonte, Museo del Louvre, París.)

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