31 de enero de 2012

Versiones diferentes de lo mismo, o la forma más inquietante de que surja el Arte.



¿Cómo se consigue que algo sea lo único, lo definitivo, lo mejor elegido ahora de todo lo que hagamos o pensemos de una inspiración? Muchos de los que han creado algo descubrieron que, al volver a hacer luego lo mismo, les salió ahora otra cosa diferente. Querían hacer lo mismo -¿o no?-, pero, sin embargo, acabaría haciendo otra cosa... Y es que la diversidad es lo único que nos ofrecerá la posibilidad de sobrevivir al infame y obtuso mundo vulgar en que vivimos. Gracias a ella -a la diversidad- florecieron Leonardo, Van Gogh, Murillo, Cezanne... Por ella, por la variedad de la naturaleza, de su genio universal, del carácter veleidoso de sus criaturas, de la inagotable suspicacia del dejarse fluir ante el abismo de lo increado, es por lo que han sido posible todas las cosas existentes en el mundo. Cuando el grandioso pintor romántico Eugene Delacroix se dejara seducir por la leyenda del rapto de Rebeca, la dulce judía elegida por Abraham para su hijo Isaac, imaginaría la misma escena en, al menos, dos versiones distintas. ¿Con cuál de ellas acertaría el pintor romántico francés? ¿Cuál de ellas consiguió la única, elogiosa, virtuosa o más exquisita imagen de esa inspiración? A pesar de haber utilizado una cronología distinta a la real de entonces -las cruzadas medievales-, recurso utilizado por los creadores a veces, Delacroix llegará a obtener una más genial pintura en la primera de las dos obras expuestas de él aquí.

En ella se reflejará lo importante de la escena, la toma de Rebeca, en la cabalgadura sarracena poco antes de que el caballero, lejano aún, pueda ahora tratar de salvarla. Tres planos en el lienzo consiguen la grandiosidad de todo el conjunto. Primero -el plano más lejano-, el fondo de la guerra, el conflicto, ajeno ahora al sentido de lo narrado; el segundo plano, el caballero salvador, la esperanza; y el tercer plano -el primer plano propiamente- los secuestradores y el magnífico caballo escorzado, la tragedia. Alcanzaría aquí el creador a combinar genialmente los colores fríos -el azul- así como los cálidos -el ocre- en los tres planos a la vez. Cuando el pintor italiano Francesco Hayez decidiera pintar su Magdalena penitente no dudaría nada por entonces. Luego, al volver a representarla, al tratar de pintar otra Magdalena igual, el pintor del Romanticismo crearía ahora una obra diferente. Porque ya no sería exactamente igual ni el horizonte, ni los pliegues de la sábana ni la propia calavera. Pero, lo que el pintor no se decidió del todo fue a cómo pintar la cabeza de la modelo... ¿Quiso cambiarle ahora el gesto?, ¿la mirada?, ¿la posición?, ¿o todo esto a la vez? Pero, seguro, de lo que no se preocupó el artista fue de elegir el final de todo eso... Dejaría plasmada en la obra su indecisión en la superposición de ambas posibles decisiones. ¿Qué mejor forma, sin embargo, de transmitir la propia ambigüedad de la misteriosa modelo sagrada? En su nueva versión -donde dos rostros se sobreponen- no se conformaría con ser otra obra distinta, también dejaría manifiesta la esquizofrénica aleatoriedad de la creación...

Este mismo pintor italiano, prolífico en versiones distintas, desarrollaría una virtuosidad por los desnudos románticos, algo propio de su generación pictórica. En una de sus obras retrataría a la legendaria Susana bíblica. Esta mujer representaba el deseo más ineludible, ya que, a la vez, poseía ella la fuerza arrebatadora de su belleza y su fiel y decidida castidad. Muchos creadores la pintarían, pero Hayez volverá a conseguir, con el mismo encuadre, con los mismos gestos y con la misma representación, dos cosas diferentes, como las dos obras anteriores de Delacroix. Tan diferentes cosas obtendría -pero no solo por la modelo, aunque también- que llega el pintor a disponer algunas diferencias en su cuerpo, es cierto, pero no es esto ahora lo más señalado ahí. Ahora es otra cosa lo especialmente particular en la obra: la maravillosa y contrastada división vertical en los lienzos. Consigue el pintor Hayez, en la obra de 1850, lo que no alcanzaría a conseguir después. La oscura mitad del fondo de la derecha, que deja ahora parte del cuerpo más contrastado, tiene una significación señalada en esta creación. Con esto se deviene, por ejemplo, a pensar ahora que todo, hasta lo más virtuoso -la honesta Susana-, tiene así su alma profunda y desconocida, oculta e inquietante. De hecho, la modelo retratada en ese cuadro mantiene ahí una mirada diferente a la de la otra obra, a la menos destacada por su escaso contraste obra de Susana. Incluso, parece ahora que la misma modelo no pueda dejar de reconocerlo, de transmitirnos ahora, con su cómplice mirada, cuál es la mejor o más acertada inspiración de esas dos obras...

(Óleo del pintor romántico francés Eugene Delacroix, El rapto de Rebeca, 1846, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Cuadro del mismo pintor, El Rapto de Rebeca, 1858, particular; Óleo de Eugene Delacroix, El  Buen Samaritano, 1850; Cuadro El Buen Samaritano después de Delacroix, 1890, de Vincent Van Gogh; Obra Magdalena penitente, 1825, del pintor romántico italiano Francesco Hayez, Milán; Cuadro La magdalena penitente, 1833, Francesco Hayez, Pinacoteca de Brera, Milán; Lienzo Susana en el baño, 1859, Francesco Hayez, Pinacoteca de Brera, Milán; Óleo El baño de Susana, 1850, Francesco Hayez.)

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