30 de marzo de 2012

Las musas inspiradoras de un encanto, de algo oculto tras una belleza diferente.



Cuando la Revolución mejicana comenzara su andadura durante el año 1911, las huestes de Emiliano Zapata tomarían entonces la ciudad de Cuernavaca. Allí un oficial simpatizante de las tendencias revolucionarias, Manuel Dolores Asúnsolo, entregaría satisfecho la ciudad al mítico guerrillero mejicano. Este militar y heredero terrateniente, oriundo del norte de México, se había educado en Estados Unidos, donde terminaría uniéndose en matrimonio con la canadiense Marie Morand. Un año después, en 1904, nacía la hija de ambos, María Asúnsolo Morand. Esta bella, sorprendente, misteriosa, aguda, libre y talentosa mujer acabaría siendo, años después, una de las musas y modelos del Arte más retratadas por los pintores mejicanos de entreguerras. Pertenecía a la enriquecida familia Asúnsolo, cuya prima Dolores llegaría a ser la famosa actriz Dolores del Río. A diferencia de los directores de cine, los pintores escudriñarán en sus musas algo menos visible e impactante que un hermoso bello rostro, o una capacidad artística expresiva o un especial talento interpretativo. Lo que los artistas del Arte plasmarán en sus lienzos, provocados por una especial inspiración estética, será el encantamiento que unos seres femeninos destilan como consecuencia de una personalidad desdeñosa y auténtica, también por su desinterés interesado o por una peculiar fuerza desgarradora de emociones misteriosas.

Pero, además por una belleza permanente, una rara belleza que no tiene nada que ver con la que vemos en un cuerpo físico. Esa rara belleza traspasará las satisfechas o insatisfechas apetencias físicas para alumbrar ahora las eternas, oscuras o veleidosas rémoras de una vida diferente. En los años treinta del pasado siglo XX casi todos los pintores mejicanos retrataron a María Asúnsolo. Posiblemente en toda la historia del Arte del siglo XX ninguna otra mujer lo fuera más. Pero es que, además de poseer una gran personalidad, fue una bellísima mujer. Nada libertina al pronto de sus deseos. Más que pudor, lo que ella poseía sería una maliciosa forma limitada de enseñar su cuerpo. El destello de su pasión duraba el tiempo justo, el preciso justo momento para que, luego, ese mismo momento no sustituyese nunca su misterio. Fue descrita una vez como la dama inmarcesible, un afortunado adjetivo -poco usado- que indica lo inmarchitable, lo que en ella, finalmente, expresaría el gesto perdurable de su modelaje, de esa inspiración artística que, como musa destacada, oficiaría sin consideración en los buscadores estéticos de lo indefinible, lo que son, al fin y al cabo, los pintores.

Cuando Eugenia Huici (Chile, 1860-1951) decidiera residir en Europa al año de casarse con el potentado Tomás Errázuriz, conocería en el año 1880 al pintor John Singer Sargent en un alquilado palacio veneciano. Este creador impresionista la retrata entonces encantado gracias a su ungida y serena belleza inmarcesible. A pesar de haber podido poseer las más ostentosas cosas de la vida, siempre habría preferido la simplicidad al exceso. Impactaría con su personalidad sorprendente a su entorno y a su propia imagen, transformando su persona y a los que la conocieron. Esto la hacía muy atractiva y los moradores estetas de su vida y su belleza sintieron una especial inspiración para poder crear, con su aura demoledora, el único Arte con el que verdaderamente acabarían poseyéndola. Aunque de origen polaco, María Olga Godebsca (1872-1950) -también conocida como Misia Sert- había nacido en San Petersburgo en una familia artística. La música fue su talento manifiesto, sin embargo su pasión por el Arte y los artistas la llevaría a París a dedicar el resto de su vida a enaltecerlos. Fue una gran musa en el París de principios del siglo XX. Los pintores Renoir, Bonnard o Picasso padecieron su influencia encantadora y desgarradora. Pero también escritores y músicos terminaron fascinados por su personalidad. Hasta el desconocido pintor español José María Sert, del que ella acabaría tomando su apellido en matrimonio. ¿Qué tendrían todas esas mujeres para que creadores del Arte requiriesen su presencia para plasmarlas en sus creaciones inspiradoras? Pero, sin embargo, no acabaron ellas siendo tan famosas ni conocidas, ni  tampoco envanecidas por la historia. Sólo provocaron algo imprescindible en los deseos creativos más inevitables: la inspiración estimulada más motivadora. Y con ello la representación más indeleble y sincera de una belleza trascendente, de una rara belleza inapreciable del todo, a un mismo tiempo fértil, inaccesible y misteriosa.

(Lienzo del pintor mexicano Federico Cantú, Retrato de María Asúnsolo, 1946; Óleo Misia Sert, 1908, del pintor Pierre Bonnard; Cuadro Retrato de María Asúnsolo, del pintor mexicano Carlos Orozco Romero; Retrato de Misia Sert, 1944, del pintor catalán Pere Pruna; Óleo de John Singer Sargent, Retrato de Eugenia de Errázuriz, 1880; Fotografía de Eugenia Huici de Errázuriz; Imagen de Misia Sert, años veinte; Óleo del pintor francés Renoir, Retrato de Misia Sert, 1904; Fotografía de la actriz mexicana Dolores del Río, prima de María Asúnsolo; Fotografía de María Asúnsolo.)

27 de marzo de 2012

La objetividad o la belleza descifrable y la subjetividad o la belleza indescifrable...



Cuando el pintor Pieter Brueghel el viejo (1526-1569) admirase la obra de su compatriota El Bosco, muerto diez años antes de él nacer, no se decidiría a imitar sus simbólicos monstruos marinos, terrestres, desaforados o reptantes hasta casi el final de su vida. Porque El Bosco (1450-1516) se había anticipado, sin embargo, antes que nadie y había representado la más siniestra muestra de seres transfronterizos, surrealistas y oníricos, mitad animales mitad otra cosa, adaptándolo además a la teología más sanguinaria del castigo divino más inapelable. El Bosco no dudaría así en establecer una oposición clara, sórdida y definitiva entre el Mal y el Bien. Pero el pintor Brueghel, al contrario que El Bosco, dejaría al ser humano siempre con la posibilidad de salvarse por su propia lucha, de acercarse al mundo y a la vida con confianza para poder elegir y disfrutar de una naturaleza cercana, prodigiosa y magnánima.

Pero, del mismo modo que el autor del Jardín de las Delicias lo hiciera antes, el pintor Brueghel nos introduce también en el abismo de una representación demasiado indescifrable con su extraña obra La caída de los ángeles rebeldes. Representa el pintor  la defenestración de unos ángeles rebeldes a Dios, unos seres celestes que fueron obligados a descender y a caer desde la gloria luminosa donde habitaban junto a la divinidad. No existe ninguna referencia escrita a este hecho o leyenda en la Biblia cristiana occidental. Tan sólo en la Iglesia cristiana Etíope, en su Libro de Enoc, se describe una escena o gesta celestial de la caída de los ángeles rebeldes. Pero ese manuscrito de la iglesia etíope no fue descubierto sino hasta el año 1773 por un explorador inglés, es decir, doscientos años después de la fecha de creación de la obra del pintor flamenco. Brueghel recrearía solo con su imaginación intuitiva lo que el Apocalipsis de San Juan mencionaba del Arcángel san Miguel y su combate con el dragón vil o la serpiente maligna. Una descripción mítica donde se relacionaba a dicha criatura fantástica con la figura de Satanás. Era así, por lo tanto, el único referente bíblico existente de ese tipo de lucha celeste o angelical librada en el cielo.

En su impactante obra Brueghel representa dos mundos enfrentados. Uno el superior o celeste, un mundo luminoso donde los seres alados angelicales surcan libres y poderosos. Pero, también en esa parte celestial hay ahora seres siniestros o engendros inconcebibles, muy pocos pero los hay. Luego, justo en la mitad fronteriza de esos dos mundos celestiales, destaca ahora la figura de un ángel poderoso con armadura dorada. Es San Miguel arcángel, el enviado de Dios que, con una relajada apostura, se opone decidido para impedir la subida de los seres alados -y no alados- y que serán desterrados del cielo para siempre. Unos seres celestes que, hermanados antes con los otros, acabarán ahora convertidos en unos marginados y alienantes monstruos descorazonadores. Pero nada más, no hay crueldad ni demasiados aspavientos demoledores o sanguinarios, sólo transformación... Porque los seres caídos deambulan ahora hacia lo inferior, hacia el submundo de lo oscuro, de lo terroso, de lo confuso, de lo excesivo o de lo inexplicable. Es por eso que el autor flamenco dejaría absolutamente aquí -extrañamente para entonces- al imperio de lo subjetivo lo que, para él, no es posible traducir con figuraciones objetivas realistas, algo más propio, sin embargo, del momento pictórico renacentista contemporáneo al pintor.

Otros creadores en la historia desarrollaron su Arte también desde lo indescifrable, es decir, desde una buscada abstracción demasiado excesiva o alejada de lo real. Dalí fue un claro ejemplo. En su obra Impresiones de África nos representa el surrealista pintor una composición demasiado incomprensible. ¿Qué nos quiere transmitir Dalí con todo eso que expresa en su lienzo surrealista? ¿Qué más cosas, aparte de un paisaje típicamente desértico, acuden para ayudarnos a relacionar su obra con el motivo con el que titularía su impresión, es decir, con África? Muy pocas. Hasta el pintor rechazaría ser descubierto del todo pintando su obra, no quiere ser visto claramente realizando tan indescifrable cuadro. Otros pintores, como el impresionista Manet, nos ofrecen, a cambio, la mayor objetividad o realidad posible en sus creaciones artísticas. Una objetividad entendida ahora como se define el propio término objetivo: observar la realidad del objeto representado en lo que se refiere al objeto en sí mismo, y no -como abundan en las otras obras- a nuestra percepción tan subjetiva, personal o particular del objeto representado en nosotros.

(Óleo de Pieter Brueghel el viejo, La Caída de los Ángeles rebeldes, 1562, Real museo de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas; Cuadro Impresiones de África, de Dalí, 1938; Óleo de Manet, Pareja en un Balandro, 1874.)

21 de marzo de 2012

El gozo o la desdicha, dos reflejos muy humanos de una única y misma realidad.



En la antigua Roma se erigió un templo en el año 260 a. C. entre el monte Capitolino y las antiguas murallas Servianas. Estas eran unas murallas que protegían la ciudad y fueron llamadas así en homenaje a uno de sus antiguos reyes latinos, Servio Tulio. A ese sagrado templo romano le llegaron a colocar unas puertas muy grandes, unas jambas enormes en las que se instalaron cien cerrojos de hierro. Las hicieron tan grandes y pesadas para que fuese siempre difícil poder abrirlas. El sagrado edificio fue dedicado al dios Jano, una de las divinidades del extenso olimpo latino. Según cuenta una leyenda romana, cuando Jano reinaba en el antiguo Lacio acogería al desterrado dios Saturno, uno de los más importantes primigenios dioses de Roma. Este dios había sido expulsado de los cielos por su propio y ambicioso hijo Júpiter. Agradecido a Jano por acogerlo, Saturno le ofrece un don extraordinario: la capacidad del doble conocimiento, el dominio así sobre el pasado y el futuro. Es decir, le permitía poder dirigir ahora su mirada tanto en una dirección futura como en su opuesta. Fue por esto que los romanos representaron de ese modo la efigie de Jano: con dos caras en oposición. Un bifrontismo que le permitía disponer de un perfil duplicado representando dos caminos enfrentados, pero también hacía referencia a un portal que separase el comienzo del final de lo que fuese.

En este caso -las puertas cerradas o abiertas del templo- representaba algo muy importante para Roma: la guerra o la paz.  Porque al comenzar una guerra Roma invocaba al dios Jano abriendo las puertas de su templo de par en par. Y permanecían así, abiertas del todo, hasta que la paz no entrase al fin por ellas.  Cuando el primer emperador romano Octavio Augusto finalizara su largo reinado de años, dejaría escrito para la historia lo siguiente: El templo de Jano, que nuestros ancestros deseaban que sus puertas fuesen cerradas sólo cuando en todos los dominios de Roma se hubiera establecido la paz, no había sido cerrado sino en dos ocasiones desde la fundación de la ciudad hasta mi nacimiento. Durante mi principado el Senado determinó en tres ocasiones que debía cerrarse.   Las dos caras más opuestas de la emoción humana -la alegría y el dolor- son un reflejo simbólico de ese bifrontismo mitológico. Porque nacen de lo mismo, del mismo ser dividido ante sí, ante su realidad o ante la vida que lo sustenta. ¿Cómo pueden el gozo y la desdicha surgir del mismo elemento emotivo que forma parte intrínseca de su naturaleza? Pero, sobre todo, en esa mitología, ¿qué hacía que se cerraran o abrieran las puertas al albur de los destinos indescifrables?

En este cuadro de Rubens se observa cómo la diosa Venus -la esposa del dios Marte- trata ahora de detener el ímpetu belicoso del dios más guerrero de los dioses, Marte. Un dios romano que sin consideración alguna pisotea los símbolos de la cultura, atropella a las madres indefensas y despliega su espada ensangrentada contra todos. Inspirado, seducido y atraído además por una de las fieras Erinias, llamadas también Furias -divinidades maléficas-, que enarbola ahora una antorcha encendida representando la humana venganza y el horror. A la izquierda de la imagen vemos una de las puertas del Templo de Jano desplegada por completo, abierta ahora así para la desdicha y el tormento del pueblo. Y que no se volverían a cerrar mientras esos mismos males, impenitentes en su delirio, perdurasen, indecentes y obcecados, con un maldito terror despiadado.

(Óleo de Rubens, Los horrores de la Guerra, 1638, Palacio Pitti, Florencia; Cuadro La Duplicidad, 1640?, del pintor italiano Salvator Rosa, Palacio Pitti, Florencia; Lienzo El Racimo de Uvas, 1868, del pintor clasicista francés William Bouguereau, en donde se muestra la gozosa felicidad en los rostros y gestos de una madre y su hijo; Óleo del pintor español Joaquín Sorolla y Bastida, ¡Otra Margarita!, 1892, donde el magistral artista realista plasmará la angustia contenida de una joven detenida y esposada, llevada ahora custodiada así en un vagon por haber matado a su recién nacido. La escena es de las más tristes y desdichadas que autor alguno haya podido reflejar jamás; Busto romano de Jano, Museo Bellas Artes, Montreal.)

15 de marzo de 2012

Las teorías de la luz, del color, del conocimiento y de la vida.



El pintor británico Joseph Mallord William Turner (1775-1851) fue un avezado seguidor de la  Teoría sobre los  Colores que ideara el pensador, poeta y novelista alemán Goethe en el año 1810. Este poeta romántico, el extraordinario creador de Fausto, había sido tan audaz de enfrentarse, nada menos, que al gran Newton, que cien años antes había traído, por fin, la luz a los colores, a su esencia física o a su realidad material. Pero Goethe, imbuido quizás de una complejidad que iba más allá de lo científico, de lo físico o de la propia Naturaleza, desarrollaría su propia Teoría de los Colores, algo que no tendría nada que ver con la teoría que el científico inglés dejara escrita en su obra Óptica del año 1704. Porque para Goethe no era el blanco la conjunción de todos los colores -como Newton decía- sino el rojo, un color que, según escribió el poeta alemán, disponía de una gran seriedad y dignidad expresivas. Los colores principales -los llamados colores primarios- para el pensador alemán provenían no de la luz, como Newton argüía, sino de los pigmentos naturales de los elementos que se ven en la Naturaleza: el amarillo, el azul y el rojo. Justo los colores secundarios obtenidos de éstos, el naranja, el violeta y el verde, eran, sin embargo, las tonalidades  más fundamentales para el científico Newton. El problema fue que Goethe no llegaría a comprender que la explicación física de la luz y su generación del color de Newton era complementaria -existen las dos a la vez- de la de los propios pigmentos naturales que él preconizase en su Teoría.

Para los románticos como Turner la luz y, en la misma medida, el color eran por entonces -año 1843- lo mejor para poder destacar y expresar la nueva tendencia romántica frente al clasicismo racional anterior. Los reflejos de los colores y su luz se encontraban más cercanos a lo espiritual, a lo metafísico que a lo físico. En su obra Luz y Color, la mañana después del Diluvio, el pintor británico nos presenta la fuerza atronadora de los colores amarillo, rojo y azul, unas tonalidades que dominan en su obra la composición y que apenas dejan vislumbrar la pequeña figura esbozada de un hombre sentado escribiendo la revelación -representa a Moisés y su Génesis, ya que el título del lienzo incluía esta reseña bíblica-. Años después un físico y pensador alemán vendría a conciliar a los dos genios del color y sus enfrentadas teorías. El filósofo Eberhard Buchwald (1886-1975) admiraba a ambos y entendía que aportaban diferentes y a la vez unas mismas singladuras para llegar al conocimiento. Buchwald opinaba que para conocer la Naturaleza existen tres planos o dimensiones distintas. El primero sería el plano Material, el segundo el plano Subjetivo y el tercero el plano Reflexivo. Así, en la dimensión material los colores, por ejemplo, existen sólo como un hecho físico. Aquí Newton y su teoría óptica explicaban muy bien ese fenómeno y sostenían esa verdad material. En la segunda dimensión unos receptores -nuestros limitados y subjetivos ojos- pueden distinguir los colores, pero sólo como aparecen ante nosotros, como se nos muestran ahora a nuestro propio ánimo. En el tercer plano pensaremos y comprenderemos reflexionando ahora, por ejemplo, que si al azul le sumáramos el amarillo podremos obtener el verde...

También esos tres diferentes planos pueden aplicarse ahora, ¿por qué no?, a nuestras propias vidas azarosas, a lo que seremos cuando la naturaleza profusa de las cosas venga a desnudarnos o desenmascararnos,  consecuencia entonces de alguna de esas tres posibles situaciones o dimensiones con las que podamos acercarnos a la realidad incierta de nuestra existencia. A una realidad a veces incomprensible o infame, otras desolada, pero, casi siempre, sorprendente y mágica. De ese modo, pueden representarse también ahora los distintos planos humanos, esas diversas dimensiones vitales anudadas a nosotros y a nuestro destino vital. La primera dimensión, la Material, sería entendida ahora como la exclusivamente real o física, es decir la dimensión tangible, la que más es en verdad, la más dura y sufrida. En este caso se podría representar estéticamente con el pintor español Ignacio Zuloaga y su obra Celestina del año 1906. En ella nos refleja el creador una crudeza material de la vida humana: la insensible transacción a la que algunos seres se abocan, dirigidos o no, manejados o no, hacia una vida desolada donde la realidad más descarnada es la única presente en sus existencias, una realidad desnuda, hiriente y resignada. Luego estará la dimensión Subjetiva, la que nos lleva a ver sólo lo que nos parece que vemos, no lo que es.  Es decir, lo que no proviene de ninguna realidad material objetiva sino de los gestos, de los pareceres personales, de las debilidades o de las pasiones zaheridas, algo que nos llega ahora tal y como nos aparecen a nuestros ojos, sin modificarlas y sin pensarlas racionalmente.

Aquí la obra elegida para simbolizar la dimensión Subjetiva es la del pintor expresionista Edvard Munch y su óleo Cenizas del año 1894, una obra que nos ayuda a comprender ese plano vital subjetivo que nos persigue a veces y nos atenaza, de pronto, acechador y carroñero. En este caso la obra representa a dos seres, dos amantes que sólo ven ahora -sin hacer ningún esfuerzo para evitarlo- lo que más les domine o maltrate egoístamente. Opuestos y enfrentados entre sí están ahora del todo, desesperados aquí avivando, sin remedio alguno, la llama que los consumirá y alejará para siempre. Por último un lienzo del modernista pintor norteamericano Edward Hopper, su obra Habitación de hotel del año 1931. Esta obra representa la escena Reflexiva, la condicionada además por el medio donde se encuentre el sujeto pensante. Aquí el pensamiento reflexivo deberá alcanzar cotas de gran elevación para poder salir de algún atolladero vital o de alguna necesidad que nos sacuda de modo inevitable. Decidir ahora, por ejemplo, huir o regresar... También poder encontrar elementos ahora poderosos tanto fuera como dentro de uno mismo para proseguir. Elementos que nos iluminen ahora de alguna forma para poder vencernos, para poder llegar a comprender -metafísicamente casi siempre- que la vida es algo más de lo que esperábamos de ella, mucho más que esa luz cegadora que nos tuerce o nos desliza, a veces, en los momentos más duros o difíciles de nuestra existencia.

(Óleo de Joseph William Turner, Luz y Color, mañana después del Diluvio, 1843, Tate Gallery, Londres; Cuadro del pintor americano Edward Hopper, Habitación de hotel, 1931, Museo Thyssen; Lienzo del pintor español Ignacio Zuloaga, Celestina o las pupilas de Matilde, 1906; Cuadro de Edvard Munch, Cenizas, 1894, Oslo, Noruega.)

13 de marzo de 2012

Enmendar la Naturaleza con el maravilloso paisaje, su trascendencia y el Arte.



A mediados del siglo XIX surgiría en los Estados Unidos una escuela que privilegiaría más el paisaje como recurso romántico, trascendental o metafísico en el Arte: La Escuela del Río Hudson. Para los creadores de esa escuela no habría mejor prueba metafísica que sus obras para expresar la mano inevitable de una divinidad natural. Sin embargo, frente a esa preeminencia de la Naturaleza el escritor Edgar Allan Poe reflejaría en su enigmática narración El Dominio de Arnheim la prodigiosa y necesaria mano del hombre. Para este escritor norteamericano la Naturaleza no es del todo perfecta, no consigue toda la sublimación que el ser humano necesitará. Algo que éste, sin embargo, sí es capaz de hacer, corregir y enmendar artísticamente para alcanzar la elogiosa, recreada o perfecta obra de Arte. Nos dice el escritor Poe en su obra literaria:  Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún hombre viviera más profundamente enamorado de ambas cosas. En circunstancias distintas de las que lo rodearon, no hubiera sido imposible que llegara a ser pintor. Pero Ellison sostenía que el campo más rico, el más verdadero y el más natural, si no el más extenso, había sido inexplicablemente descuidado. Ninguna definición hablaba del jardinero-paisajista como del poeta; sin embargo, él opinaba que la creación del jardín-paisaje ofrecía a la musa correspondiente la más espléndida de las oportunidades.

Más adelante continúa el narrador americano: Repito que sólo en la disposición del paisaje es susceptible de exaltación la Naturaleza, que además su posibilidad de mejoramiento en este punto era un misterio que yo había sido incapaz de resolver. Mis pensamientos sobre el tema descansaban en la idea de que la primitiva intención de la Naturaleza había sido disponer la superficie de la tierra de un modo tal para satisfacer,  en todo punto,  el sentido humano de perfección en lo bello, en lo sublime o en lo pintoresco. Pero que esa primitiva intención habría sido frustrada por los conocidos trastornos geológicos, trastornos de forma o de color, y en cuya corrección o suavizamiento reside el alma del Arte.  El final del cuento de Poe lleva a un paisaje idílico, un lugar maravilloso que recrea en su imaginación el protagonista y que nos sumerge en una trascendente ruta hacia lo desconocido, hacia el final de la vida terrena justo a través de desfiladeros encantados, refulgentes, plateados, dulces o sosegadores. Muchos años después, en su obra de Arte surrealista -llamada igual que el cuento de Poe en homenaje al escritor-, el pintor belga René Magritte compone una ventana donde un cristal hecho añicos muestra sus pedazos manteniendo la misma imagen que antes de romperse transparentaba. La imagen del fondo representa una cordillera alada, delineando así, en un pico montañoso, la silueta majestuosa y poderosa de un águila americana. ¿Qué es lo preeminente, sublime o intemporal en esta obra surrealista, la belleza natural aunque deformada o la humana recreación partida y artificial pero permanente e inspirada?

Cuando el personaje sagrado de Tobías -piadoso, sufrido, fiel y virtuoso del Antiguo Testamento- se dirigiese desorientado y perdido por los tortuosos caminos de Mesopotamia, encontraría cerca del río Tigris a su necesitado salvador angelical. Y éste lo hace así para ayudar ahora en su vida a Tobías. Pero, sin embargo, Tobías no lo reconoce aún como un ángel dadivoso. Porque ahora su salvador divino -el arcángel Rafael enviado por Dios para salvarle- se oculta bajo una apariencia demasiado humana. Entonces le indica a Tobías el camino que deberá tomar y le aconseja incluso los usos medicinales de un pez del río para sanarse. El pintor francés Claudio de Lorena pintaría en el año 1640 su obra El Arcángel Rafael y Tobías. ¿Cómo fue capaz en tan temprana época de plasmar más la grandiosidad del paisaje que la de sus sagrados protagonistas? Aquí demostraría el gran paisajista Lorena la fuerza estética del entorno natural para con el Arte, algo especialmente aquí mucho más sensible o bello que cualquier otra cosa representada en su obra. Con eso quiso expresar el pintor la serenidad, la bondad, la infinitud o la verdad universal más sublime. Conceptos todos virtuosos que, junto al color o al horizonte del paisaje, reflejarán ahora así, más que otra cosa en la obra, toda la mística más ejemplar de ese relato.

(Obra del pintor surrealista René Magritte, El Dominio de Arnheim, 1949, particular, USA; Óleo El Arcángel Rafael y Tobías, 1640, del pintor paisajista Claudio de Lorena, Museo del Prado, Madrid; Cuadro La cascada de Kaaterskill, 1826, del pintor fundador de la Escuela del Río Hudson, Thomas Cole; Óleo del pintor de la misma escuela, Asher Brown Durand, Espíritus afines, 1849.)

11 de marzo de 2012

La realidad y la ficción en el Arte y en la vida, o el perfil ladeado de las cosas...



¿Qué cosa subyace en la ficción, una imaginada realidad aunque insoportable o grosera, o una belleza maravillosa y sublime inventada también pero deformada de cualquier realidad? Porque los bardos -poetas- de la Antigüedad griega supieron ya entender que la única forma de completar una narración embellecida era añadiéndole giros, tramas, dramas, matices o pasiones para tratar de subyugar a un lector ávido de emociones increíbles.  Háblame, Musa, háblame de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo...    Así comienza La Odisea, la obra clásica griega del inmortal Homero. Lo dejaría claro desde el principio el poeta: Háblame, Musa..., es decir, dime diosa inspiradora qué cuento, qué narro de aquello que pasó no sé dónde ni cuándo exactamente, sólo dímelo y lo escribiré después para que sea una obra inmortal, grandiosa, aleccionadora y casi creíble a pesar de los desvelos absolutamente inhumanos o imposibles de sus héroes. A pesar de que esos héroes se rodeen de monstruos imposibles, de esfuerzos increíbles, de recorridos anacrónicos o de vivencias desesperadamente insoportables.

Pero es que así es como construimos lo que recreamos en un relato escrito: primeramente con los personajes y actores necesarios ante la historia elaborada; luego con los que pasivamente la recibirán -los lectores-, con su propia interpretación subjetiva además de ese relato. Porque en todo relato inventado o imaginado hay un pacto tácito entre el ser que lo produce y el ser que acaba aceptando esa invención. El poeta británico Coleridge escribiría una vez sobre el pacto ficcional...   Por ejemplo, en una narración escrita el lector debe saber que lo que se le cuenta es una invención, algo imaginado por otro sin que por ello el autor le esté contado una mentira. El creador finge así que lo que ahora nos relata es una historia verdadera y los lectores aceptamos ese pacto. Fingimos así que lo que nos cuentan sucedió en realidad, que existió alguna vez o que pasó en verdad ese suceso relatado.

Pero, del mismo modo, los seres humanos en sus múltiples debilidades emocionales -los terribles celos, por ejemplo- deberían entender que la realidad, lo que no es ficción, lo que verdaderamente existe, no es lo que ahora están pensando, recreando o imaginando en su interior en el mismo momento en que ellos lo creen vivir. Porque no es así, es sólo una fantasía ficcional más. Fantasías que a veces pueden acabar fastidiando sus propias vidas y, de paso, lo que es mucho peor, la vida de los otros, de los demás. El pintor clasicista francés Pierre-Narcise Guerin (1744-1833) compuso a comienzos del siglo XIX dos grabados-bocetos muy curiosos sobre un mismo tema: los celos. En uno de ellos aparece la sombra de los amantes infieles proyectada en la pared ante la figura atormentada de una mujer engañada, algo que solo apenas ahora ella presentirá...  En el otro cuadro se observa la desesperación ante la imposibilidad de dejar de pensar o de creer en esa imagen fantástica y atormentadora..., aunque tan solo sea ahora una recreación ensombrecida de su mente, algo que ella, sin embargo, no podrá eludir ni evitar sentir desesperada.

(Óleo del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Boreas, 1903; Fotografía de la estrella de Cine mudo Gloria Swanson, 1919; Cuadros del pintor e ilustrador francés Pierre-Narcise Guerin, 1774-1833, Los Celos, dos ejemplos pictóricos y paradigmáticos de la fantasía imaginada, de hechos que parecen ser la verdad -la sombra de los dos amantes besándose-, pero que en realidad no lo es.)

6 de marzo de 2012

Como dos gotas de agua, como dos creadores alineados, unidos, separados...



En el otoño del año 1974 la poetisa norteamericana Anne Sexton abriría la puerta del garage de su residencia -en Weston, Massachusetts-, se subiría a su automóvil aparcado, se acomodaría por última vez en él, encendería la radio y, luego, por fin, giraría la llave del indiferente, paciente, asesino y cómplice motor...  Ocho años antes habría ganado incluso el prestigioso premio Putlizer por su obra lírica Live or Die... Pero su vida había sido muy dura desde antes, habíase convetido en una antesala desdeñosa, alienante, incompleta, desdibujada, desatinada o imposible de su existencia. Con veintiséis años sería diagnosticada de una terrible depresión. La Literatura fue entonces lo único que pudo mantener revestida ahora su alma, tenerla a cubierto, absorbida, lúcida o requerida para poder sobrevivir... Así hasta que la tozuda desnudez de su alma la traicionara, desleal e insostenible, una vez para siempre. En uno de sus más graves ataques psicóticos producidos en el año 1890, cuando Vincent Van Gogh se encontrara en el asilo de Saint-Paul-de-Mausole de la población de Saint-Rémy-de-Provence, su hermano Theo le aconsejaría ahora que viajara a París, con él, para que allí le pudiera atender el doctor Gachet.

Pero no le haría caso Van Gogh, y, aun así, por entonces, durante algunas semanas, sentiría ahora él revivir su alma y se entregaría a su pintura frenéticamente. Entonces, volvería a seguir... Pero, una noche del verano de ese año tomaría sus pinceles y su atril y se encaminaría hacia un campo solitario, indiferente ahora con él y estrellado por completo. Sin embargo, no sólo por entonces sus útiles de pintar se llevaría con él, también otra cosa acabaría llevando aquella fatídica y serena noche estrellada. Le acompañaría ahora un revólver, un arma mortífera que llevaría asida a su deseo. Según parece, se apuntaría a sí mismo y, a sí mismo, se dispararía... bajo un cielo inspirador en otras veces. Moriría al día siguiente, junto a Theo, que solo pudo oírle decir, serenamente: La tristeza durará por siempre..., y hacia el final del todo mencionaría débilmente: deseaba morir así. Dos seres desesperados de la vida, dos creadores unidos en el infinito por la inspirada emoción de lo incomprensible, de lo desgarradoramente incomprensible. Dos creadores que con su vociferante y apaciguadora fuerza interior depusieron ambos su aliento de la enrevesada, vasta, sin sentido y desolada superficie de lo humano. Y lo hicieron además con lo único, tal vez, que podría justificar siempre todo entre sus insufribles vidas desoladas: con su salvadora, aguijoneante y sublime creación inspiradora.

Poesía La noche estrellada, de la poetisa norteamericana Anne Sexton (1928-1974):

La ciudad no existe
salvo allí donde un árbol de pelo negro
se remonta como una mujer ahogada hasta el cielo encendido.
La ciudad está en silencio. La noche bulle con once estrellas.
Oh, noche estrellada... Así quisiera
yo morir.

Se mueve. Todas están vivas.
Hasta la luna se hincha
en sus grilletes anaranjados
para apartar a los niños, como un dios, de su ojo.

La vieja serpiente invisible engulle las estrellas.
Oh noche estrellada...
Así quisiera yo morir:

bajo la impetuosa bestia del nocturno manto,
succionada por ese dragón inmenso, para separarme
de mi vida sin bandera,
sin vientre,
sin llanto.


(Extraído y traducido gracias al blog Up Pictura Poesis)


(Óleo del pintor Vincent Van Gogh, Noche estrellada, 1889, Museo de Arte Moderno de Nueva York.; Retratos de la poetisa norteamericana Anne Sexton y del pintor holandés Van Gogh.)

3 de marzo de 2012

La mixtificación del destino y los caminos azarosos, algo voluntario, encontrado y decidido.



Elegir es, verdaderamente, el único destino real del ser humano. Lo hacemos siempre, aun cuando no creamos estar haciéndolo.  Es como cuando vamos por un camino elegido por conocido de antes, pero que éste ahora nos dirige, ajeno y caótico, hacia un lugar inesperado y distinto. Porque generalmente caminamos por senderos existentes, conocidos de antes, pero desconocidos ahora por ser nuevo para nosotros. Un sendero entonces aturdidor por momentos, ansioso en otros, pero ignorado ahora del todo por desconocer hacia dónde nos dirija su camino. Pero, sin embargo, es este ahora  el camino elegido, sólo éste el que, ahora, hemos elegido sin saberlo. Porque a veces no elegimos sino la dirección, es decir, la orientación hacia dónde la brújula indique su demora, pero nada más. Nunca sabremos el destino real y definitivo, ese concreto o ese querido -por elegido acaso de antes- pero que, luego, posiblemente será muy distinto al final. Otras veces sí sabemos adónde nos llevan las pisadas o huellas utilizadas de antes. Aunque éstas ahora no nos prometan nada, ni sirvan siquiera para regresar o para volver a retomarlas. Pero es que lo único importante es el camino en sí. Lo importante es andar, caminar e ir hacia adelante, hacia un final que aún no existe pero que es el que, definitivamente, acabará siendo luego.

En todos los senderos vitales elegidos hay siempre, existe de hecho, una justificación absoluta para admirar, para recordar, para desear, para enmendar, para..., ¿qué más da? Lo seguro es que todos los caminos nos dejarán surcar sus rémoras y disquisiciones: nos maltratarán a veces y otras hasta nos maravillarán. Cualquier elección será valiosa en sí misma porque cualquier elección elegida será la perfecta. Porque elegir es lo mismo que vivir, y, si vivir es algo perfecto, elegir también lo es. Elegir es lo que hacemos siempre, aunque a veces creamos no hacerlo al no elegir. Pero, ¡no nos engañemos!, nada de lo que elijamos finalmente será aquello que entonces, antes, queríamos ilusionados. Quizá porque nada de lo elegible fuese algo que nos mereciéramos. Recorrer el camino, llegar al cruce, mirar a ambos lados, ¡y elegir!, esto es todo lo que nos pide la encrucijada de la existencia. Porque luego, cuando hayamos elegido, sólo habrá que caminar y caminar. Es tan simple, bendecido, extraordinario, alentador o natural como eso. Porque cualquier sendero ocultará siempre sus singladuras y traviesas, sus curvas y sus afanes, tras la sombra de algún recodo incómodo, traicionero o deslumbrante. Todos los caminos ocultan sinrazones, todos también esperpénticas bajadas y sinuosas subidas. Todos nos cansarán o nos acomodarán, nos amarán o nos decepcionarán. ¡Qué más da! Lo único importante es que nos sirvan para vivir o que nos ayuden de algún modo -muchas veces oculto- a vivir lo inesperado. Porque todos ellos nos sirven para descubrir, para acudir o para sentir... Para sentir, finalmente, que hemos, alguna vez, elegido.

(Cuadro Camino y colinas con castaños, 1978, del pintor español Godofredo Ortega Muñoz; Óleo Orillas del Marne, 1864, del pintor impresionista Camille Pisarro, Escocia; Pintura de Paul Cezanne, Camino Forestal, 1906, USA; Óleo de Vincent Van Gogh, Camino de Montmartre, 1886, Amsterdam; Cuadro de Dalí, El camino a Port Lligat, 1923; Óleo Camino a Louveciennes, 1870, del pintor impresionista Monet, Particular; Pintura del pintor estadounidense Edward Hopper, Carretera en Maine, 1914; Cuadro del pintor español Godofredo Ortega Muñoz, 1905-1982, Cruce de Caminos, 1980)

1 de marzo de 2012

Los cuatro estados físicos de la materia o los cuatro estados especiales de la vida.



Cuando la joven Agnes -santa Inés- descubriera la fe de Cristo en la antigua Roma, la persecución de los cristianos era por entonces -siglo IV- especialmente dura y trágica. Pero, para esta bella adolescente impresionable y decidida no hubo otra cosa más que aquel deseo ferviente y poderoso. Su acción rebelde sería contestada hasta por uno de sus pretendientes, el hijo orgulloso del prefecto de Roma. Denunciada y apresada, no pudo evitar el martirio y la muerte. Su providencial castidad sorprendió cuando fue llevada como castigo a uno de los peores prostíbulos de Roma. Allí permanecería virgen milagrosamente. Siglos después el día de su festividad -21 de enero- se establecería como tradición núbil para las jóvenes que abrigaban el deseo de encontrar pareja. Así que en su víspera debían encerrarse en su dormitorio, desnudarse y acostarse boca arriba. Luego, con las manos ocultas tras de la almohada, dejar que el sueño anheloso vagara por su mente hasta completar el deseo. Un deseo que se vería cumplido al amanecer.

El poeta inglés John Keats compuso en el año 1819 su obra lírica La víspera de Santa Inés. Relataba la leyenda de Magdalena y Porfirio, amantes clandestinos que aprovecharon la famosa víspera de Santa Inés para huir juntos. Cuando todos estaban borrachos o dormidos ellos escaparon para siempre. Los pintores prerrafaelitas comenzaron su singladura artística a partir de una obra que pintó uno de sus primeros miembros, William Holman Hunt. En ese lienzo se observaba la famosa escena medieval de la huida de los amantes relatada por el poeta Keats. Por aquellos años, mediados el siglo XIX, uno de los críticos más singulares de Inglaterra, John Ruskin, alabaría el ideario prerrafaelita y sostendría además la teoría cultural con la que esos pintores se apoyaron para prevalecer. Uno de sus primeros miembros lo fue John Everett Millais, muy admirado por su amigo Ruskin. Ambos viajaron juntos por Italia para adentrarse en las clásicas e inspiradoras fuentes de su medieval tendencia.

John Ruskin se acabaría casando con la joven y bella Effie Gray (1828-1897). Sin embargo nunca llegaron a consumar su vano e inútil matrimonio. Al parecer, él no pudo contener su negado íntimo desprecio hacia ella, aunque, a cambio, la respetaría y adoraría especialmente. Ella sufriría mucho en aquellos años de matrimonio hasta que conoció a Millais, el amigo de su esposo y admirado pintor prerrafaelita. Seducida por un amor incipiente conseguiría Effie Gray por fin anular su enlace y unirse con su deseado amante pintor. Años después Everett Millais se acordaría del lienzo que su colega Holman pintase de la tradicional leyenda. Así que ahora, inspirado íntimamente, compuso Everett Millais su obra La Víspera de Santa Inés.  En el relato poético de Keats la protagonista -Magdalena- lleva a cabo la tradición festiva de lo que el sortilegio milagroso prometía acontecer. Y el pintor prerrafaelita recrea en su obra simbólicamente a su propia amada de entonces -la esposa de Ruskin- en un dormitorio victoriano.

Se inspiraba el pintor en el recuerdo cuando deseaba lo mismo que ella pero sin atreverse ambos a hacer nada. Como describía el poema romántico, la joven fue espiada por su amante antes de que pudiesen reconocerse como tales. Y así es como Millais la pinta a ella, observada desde el mismo lugar relatado por Keats en su poema. Se sitúa ahora ella sola ante el espejo del dormitorio y comienza a desvestirse. Pero sólo sus hombros relucen sombríos ante la penumbra de la grandiosa habitación dividida. Porque parte de la estancia se vislumbra ahora desde el deseo de una mirada furtiva y oculta en la penumbra -el pintor que la observa escondido-, y parte desde el luminoso y esperanzador anhelo de ella reflejado ahora en su regazo.    En Física se describen cuatro estados de la materia, los llamados estados de agregación física donde la materia conocida cambia a otro estado según incorpore, o no, elementos de esa misma materia transformada. Son los estados líquido, sólido, gaseoso y plasmático. La transformación es absoluta y pasará la materia de ser una cosa a ser otra cosa distinta.

Algo interviene entonces en la materia, algo que está en la propia naturaleza de las cosas y en la naturaleza del ambiente. Y así, de ese mismo modo, sucederá tal vez en la vida de los seres... Porque hay también en los seres humanos un estado germinal, inicial, individual, absoluto y único, el cual no precisa nada más que ser para existir. Pero ese mismo individuo, situado en un medio ambiente imprevisible o caótico, pasará a estar vulnerable al cambio, solícita y perturbadoramente además. Y lo está de un modo igual a la materia física en el Universo: aleatoria, transformable y agregable. Podemos entonces los seres humanos pasar de la individualidad, que es un estado absoluto, suficiente, propio y merecedor -del cual menos ya no podemos existir-, a lo dual, a lo doble, al estado de pareja. Cambia ahora el estado y así cambia también el deseo y la vida del individuo. Y seguirá... Porque también hay un posible cambio a tres, al estado trío. Aquí se produce ahora una agregación inestable, pero que, a veces, es también algo latente en el ser. Es la necesidad ahora de demostrarse, inconscientemente, que lo de antes -el estado dual- debe existir en cualquier caso esté o no esté ahí -visible- el tercero verdaderamente. Más adelante se llegará incluso al cuarteto..., y de ahí aún es posible ir a más. Así deambulan los seres por el mundo y así se desarrolla la historia vital de sus estados personales.

Podemos entonces pasar de un estado a otro, podemos saltar o combinarlos; lo seguro es que cambiaremos nuestra íntima estructura vital con ello, como sucede, por ejemplo, en el ámbito de lo físico. ¿Es esto algo inevitable?, ¿es algo siempre necesario? ¿Se puede decir ahora que el agua, el agua que recorre transparente y fértil el cauce de los vívidos ríos, no puede ser agua líquida, solo líquida -en este estado físico-, por siempre? No y sí, ya que, sin ese cambio de estado, sin cambiar el agua a vapor o a sólido, no podría existir la vida siquiera. Esto es así, inevitablemente. Aquélla -el agua- debe evaporarse alguna vez en su transcurrir vital y, luego, solidificarse otra, sin esto no habría atmósfera ni clima ni vida. Sin embargo, nunca jamás concebiríamos ésta -la vida- sin la maravillosa, ágil, acomodaticia, incolora y única bella forma líquida del agua...

(Óleo La Víspera de Santa Inés -estado individual-, 1863, del pintor prerrafaelita John Everett Millais, Colección particular; Cuadro del pintor adscrito a la hermandad Nazarena -pintores románticos alemanes rebeldes que volvían al ideal medieval-, Franz Pforr, Regreso a casa por la noche -estado dual o de pareja-, 1808; Lienzo del pintor Eugéne Delacroix, El duque de Orleans mostrando a su amante -estado trío-, 1826, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Poco después de la boda -estado a cuatro, cuarteto o multitud-, 1843, del pintor William Hogarth, National Gallery, Londres.)