15 de marzo de 2012

Las teorías de la luz, del color, del conocimiento y de la vida.



El pintor británico Joseph Mallord William Turner (1775-1851) fue un avezado seguidor de la  Teoría sobre los  Colores que ideara el pensador, poeta y novelista alemán Goethe en el año 1810. Este poeta romántico, el extraordinario creador de Fausto, había sido tan audaz de enfrentarse, nada menos, que al gran Newton, que cien años antes había traído, por fin, la luz a los colores, a su esencia física o a su realidad material. Pero Goethe, imbuido quizás de una complejidad que iba más allá de lo científico, de lo físico o de la propia Naturaleza, desarrollaría su propia Teoría de los Colores, algo que no tendría nada que ver con la teoría que el científico inglés dejara escrita en su obra Óptica del año 1704. Porque para Goethe no era el blanco la conjunción de todos los colores -como Newton decía- sino el rojo, un color que, según escribió el poeta alemán, disponía de una gran seriedad y dignidad expresivas. Los colores principales -los llamados colores primarios- para el pensador alemán provenían no de la luz, como Newton argüía, sino de los pigmentos naturales de los elementos que se ven en la Naturaleza: el amarillo, el azul y el rojo. Justo los colores secundarios obtenidos de éstos, el naranja, el violeta y el verde, eran, sin embargo, las tonalidades  más fundamentales para el científico Newton. El problema fue que Goethe no llegaría a comprender que la explicación física de la luz y su generación del color de Newton era complementaria -existen las dos a la vez- de la de los propios pigmentos naturales que él preconizase en su Teoría.

Para los románticos como Turner la luz y, en la misma medida, el color eran por entonces -año 1843- lo mejor para poder destacar y expresar la nueva tendencia romántica frente al clasicismo racional anterior. Los reflejos de los colores y su luz se encontraban más cercanos a lo espiritual, a lo metafísico que a lo físico. En su obra Luz y Color, la mañana después del Diluvio, el pintor británico nos presenta la fuerza atronadora de los colores amarillo, rojo y azul, unas tonalidades que dominan en su obra la composición y que apenas dejan vislumbrar la pequeña figura esbozada de un hombre sentado escribiendo la revelación -representa a Moisés y su Génesis, ya que el título del lienzo incluía esta reseña bíblica-. Años después un físico y pensador alemán vendría a conciliar a los dos genios del color y sus enfrentadas teorías. El filósofo Eberhard Buchwald (1886-1975) admiraba a ambos y entendía que aportaban diferentes y a la vez unas mismas singladuras para llegar al conocimiento. Buchwald opinaba que para conocer la Naturaleza existen tres planos o dimensiones distintas. El primero sería el plano Material, el segundo el plano Subjetivo y el tercero el plano Reflexivo. Así, en la dimensión material los colores, por ejemplo, existen sólo como un hecho físico. Aquí Newton y su teoría óptica explicaban muy bien ese fenómeno y sostenían esa verdad material. En la segunda dimensión unos receptores -nuestros limitados y subjetivos ojos- pueden distinguir los colores, pero sólo como aparecen ante nosotros, como se nos muestran ahora a nuestro propio ánimo. En el tercer plano pensaremos y comprenderemos reflexionando ahora, por ejemplo, que si al azul le sumáramos el amarillo podremos obtener el verde...

También esos tres diferentes planos pueden aplicarse ahora, ¿por qué no?, a nuestras propias vidas azarosas, a lo que seremos cuando la naturaleza profusa de las cosas venga a desnudarnos o desenmascararnos,  consecuencia entonces de alguna de esas tres posibles situaciones o dimensiones con las que podamos acercarnos a la realidad incierta de nuestra existencia. A una realidad a veces incomprensible o infame, otras desolada, pero, casi siempre, sorprendente y mágica. De ese modo, pueden representarse también ahora los distintos planos humanos, esas diversas dimensiones vitales anudadas a nosotros y a nuestro destino vital. La primera dimensión, la Material, sería entendida ahora como la exclusivamente real o física, es decir la dimensión tangible, la que más es en verdad, la más dura y sufrida. En este caso se podría representar estéticamente con el pintor español Ignacio Zuloaga y su obra Celestina del año 1906. En ella nos refleja el creador una crudeza material de la vida humana: la insensible transacción a la que algunos seres se abocan, dirigidos o no, manejados o no, hacia una vida desolada donde la realidad más descarnada es la única presente en sus existencias, una realidad desnuda, hiriente y resignada. Luego estará la dimensión Subjetiva, la que nos lleva a ver sólo lo que nos parece que vemos, no lo que es.  Es decir, lo que no proviene de ninguna realidad material objetiva sino de los gestos, de los pareceres personales, de las debilidades o de las pasiones zaheridas, algo que nos llega ahora tal y como nos aparecen a nuestros ojos, sin modificarlas y sin pensarlas racionalmente.

Aquí la obra elegida para simbolizar la dimensión Subjetiva es la del pintor expresionista Edvard Munch y su óleo Cenizas del año 1894, una obra que nos ayuda a comprender ese plano vital subjetivo que nos persigue a veces y nos atenaza, de pronto, acechador y carroñero. En este caso la obra representa a dos seres, dos amantes que sólo ven ahora -sin hacer ningún esfuerzo para evitarlo- lo que más les domine o maltrate egoístamente. Opuestos y enfrentados entre sí están ahora del todo, desesperados aquí avivando, sin remedio alguno, la llama que los consumirá y alejará para siempre. Por último un lienzo del modernista pintor norteamericano Edward Hopper, su obra Habitación de hotel del año 1931. Esta obra representa la escena Reflexiva, la condicionada además por el medio donde se encuentre el sujeto pensante. Aquí el pensamiento reflexivo deberá alcanzar cotas de gran elevación para poder salir de algún atolladero vital o de alguna necesidad que nos sacuda de modo inevitable. Decidir ahora, por ejemplo, huir o regresar... También poder encontrar elementos ahora poderosos tanto fuera como dentro de uno mismo para proseguir. Elementos que nos iluminen ahora de alguna forma para poder vencernos, para poder llegar a comprender -metafísicamente casi siempre- que la vida es algo más de lo que esperábamos de ella, mucho más que esa luz cegadora que nos tuerce o nos desliza, a veces, en los momentos más duros o difíciles de nuestra existencia.

(Óleo de Joseph William Turner, Luz y Color, mañana después del Diluvio, 1843, Tate Gallery, Londres; Cuadro del pintor americano Edward Hopper, Habitación de hotel, 1931, Museo Thyssen; Lienzo del pintor español Ignacio Zuloaga, Celestina o las pupilas de Matilde, 1906; Cuadro de Edvard Munch, Cenizas, 1894, Oslo, Noruega.)

2 comentarios:

Javier Muñiz dijo...

Hola, concisas y precisas letras van desnudando a golpe de talento la belleza inmortal de este blog, si te va la palabra encadenada, la poesía, te espero en el mio,será un placer,es,
http://ligerodeequipaje1875.blogspot.com.es/
gracias, buen día, besos numantinos..

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Así es como hay que ir, ligero de equipaje. Muchas gracias por tus letras, lo único que al final quedan... Saludos.