17 de abril de 2012

Asombrados por la traición de la belleza, de la nunca imaginada ahora crueldad de la belleza.



En un día brillante y luminoso del año 79 d.C. se asolaría por completo la antigua ciudad romana de Pompeya. Todos sus habitantes fueron entonces atrapados en aquella mañana esplendorosa entre las cálidas lavas de su refugio o entre las letales nubes gaseosas de su desecho fatal. Habían soportado los pompeyanos años antes otras erupciones, otros momentos de fulgor telúrico, pero nunca habían sido como en esta maldecida y terrible ocasión. Incluso, pocos días antes de la tragedia, recibirían los efectos de algunos temblores recurrentes en su fértil suelo napolitano. Pero, nada, sus habitantes andarían aún seducidos con sus vidas y belleza bajo aquel maravilloso cielo azul que, inocente, todavía les cubriera desdeñoso, fugaz y manifiesto. Porque entonces ese lugar y su montaña serían aun todo lo que ellos anhelaran en la Tierra, un espacio tan paradisíaco, tan bello, tan inocente, tan maravilloso como ese. 

¿Cómo, se debían preguntar algunos de ellos por entonces, cómo un espacio así, tan bendecido por una belleza natural tan excelente, podría acaso dañar en algo a sus felices y admirados pobladores? Pero es que la Belleza no ejecuta su sentido en cuestiones tan banales, no se ocupa de debilidades, de necesidades, de remilgos o de sinestesias tan humanas. No, la Belleza se padece siempre así, con todos sus efectos, los propios y los colaterales. Con sus caprichos además, que deslumbrarán inadvertidos en el ánimo admirado de unos seres que no lo sufran aún, sin embargo, de un modo tan directo y necesario; con sus placenteras emociones, que regalará en ocasiones, desidiosa, la Belleza desde lejos; con su generosa dedicación en exclusiva, gracias sobre todo a su sentido estético tan grato, ese que nos ofrecerá, displicente, sin fijar ahora límites, ni fechas ni detalles, pero que lo hará ya con toda la vanagloriosa feracidad natural de sus sutiles alardes imprecisos. Y la perdonaremos siempre a la Belleza, sin rencores ni aspavientos.  Porque es inútil no hacerlo, porque ella, la Belleza, es eterna e imposible, y, nosotros, sin embargo, efímeros.

Pero cuando ahora, ajena ya del todo de nosotros, aunque nosotros la reconozcamos siempre como propia, nos atropelle ya insolente la Belleza, nos sobrepase así, tan injusta y desolada, quedaremos ya asombrados, sin creerlo, totalmente desfallecidos para siempre. Incluso ahora, incrédulos, pasaremos de sentir a no entenderlo. Y de ese modo tan horrendo, como aquellos romanos desolados, quedaremos ahora así, petrificados, permanentes ya en el barro para siempre, con nuestra ahora propia y ridícula sensación vanamente enamorada. Porque todo habrá terminado para siempre, así, como entonces, ahuecado ya el mismo suelo también bajo nosotros, con esas mismas esencias desperdigadas de lo que, una vez, fuera por entonces toda una inmensa y bella sensación indescriptible. Porque esa misma sensación tan sorprendente contemplará luego la misma escena malherida, esa misma cuando la visión desamparada del paisaje nos allane luego la misma mirada sin sentido... ¿Quién, diría también entonces alguien, quién pudiera ya imaginar siquiera entonces que, aquella maravillosa Belleza subyugante, pudiera ser una vez así tan vil, tan cruel o tan infame?

(Óleo del pintor ruso Karl Briullov, Los últimos días de Pompeya, 1833, Rusia; Lienzo Paisaje con el Palacio de Caserta y el Vesubio, 1793, del pintor Jacob Phillip Hackert, Museo Thyssen-Bornemisza; Fotografía del volcán Vesubio en la actualidad, con las ruinas de la antigua y desaparecida ciudad romana de Pompeya, Italia.)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Suele ser bastante habitual que la belleza vaya de la mano del riesgo, quizás por ello nos seduzca tanto.
Un saludo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Pero es algo que se ignora, que no se puede ni sospechar. La belleza es una virtud, una verdad como pocas. Pero, como la vida, indiferente a todo. Saludos.