24 de mayo de 2012

El sentido de la vida es no tenerlo, las acciones, incluso las más nobles, derivan siempre luego en otra cosa.



Todos los raptos de la mitología trajeron consecuencias funestas, unas más graves que otras. Sin embargo, inspiraron a muchos pintores que crearon imágenes grandiosas para acabar ilustrando las paredes de algunos grandes museos del mundo. Según la mitología griega existió al principio de los tiempos una joven y hermosa princesa oriental llamada Europa, hija del rey Agénor de Fenicia.  Una bella mujer que fuera por entonces objeto de la lujuria insaciable del dios más poderoso del Olimpo. Un día, estando en la serena playa de su reino, se le apareció un atrayente toro blanco con unas astas muy brillantes, casi doradas, y una seductora y maravillosa forma de media luna creciente en su cabeza. Pero este hermoso toro blanco se le mostraba ahora a ella manso, afable y confiado. Así fue como, transformado en un toro, se acercaría el dios Zeus a la joven Europa. Ella sintió ahora que no podía más sino admirarlo, así que, enamorada y paralizada, sin razón para poder evitarlo, quedaría atrapada por su atractiva y salvaje belleza para siempre. Se subió Europa a lomos de la bestia, se sujetó a su cornamenta y avanzaría así hacia lo lejos, hacia algún lugar más allá de aquel reino de Fenicia. El dios Zeus la llevaría entonces a Creta, la isla avanzada de un continente por formarse -de ahí el nombre que se le diese al continente, Europa, en homenaje a esta mujer y a su linaje-. Pero entonces el rey Agénor, alzando su indignación y su venganza, llamaría a su hijo Cadmo y le conminaría a que fuese en busca de Europa allá donde estuviese. Le juró que, de no conseguirlo, mejor que no regresase jamás sin ella al reino. Ante esta tajante admonición Cadmo se armaría de valor, de empuje, guerreros y osadía.

Marchó hacia el lugar adonde le dijeron que el toro habría huido: hacia el este. Recorrieron todo el Asia menor y nada, no la encontraron; fueron después hacia el norte y tampoco; luego hacia el oeste y no hallaron rastro alguno del raro astado blanco ni de Europa. Cadmo había fracasado, no logró encontrar a Europa en ninguno de los lugares en los que había estado buscándola. Nadie la había visto ni habían oído hablar de un toro tan extraño. Ante esa realidad no pudo Cadmo regresar a Fenicia sin Europa, su padre lo había amenazado claramente si no volvía con ella. No supo entonces Cadmo qué hacer ni dónde ir, después de haber recorrido casi medio mundo sin hallarla. Se encontraba ahora en un nuevo continente situado hacia el oeste, justo al lado de la costa plácida de una península mediterránea, muy cercana a la región griega de la Fócida. Así que, ahora, desesperado, vagabundo, confundido y perdido, sin ninguna inspiración ni conocimiento, decidió Cadmo consultar al oráculo de Delfos. Lo hizo para saber qué podía hacer entonces consigo y con su vida ante esta difícil situación tan desesperada. Pero el oráculo le contestó aún más confusamente, los oráculos transforman una duda en otra y revuelven así, como el destino insolente, los iniciales deseos de los hombres para convertirlos luego en otra cosa. El oráculo de Delfos le contestó: ¡cierra tus ojos y elige la puerta que al azar abras!; toma esa dirección, camina y sólo detente cuando veas un buey con una media luna en su cara. Donde lo veas funda tu propio reino y tu casa, labra la tierra que pises y establécete allí...  Cadmo no entendió nada, él sólo quería encontrar a su hermana, era, pensaba, la única forma de poder resolver toda aquella confusión en la que vivía. Pero, sin embargo, como en la vida misteriosa, las cosas imposibles sólo llevarán a otras cosas diferentes, sin nada que ver con lo de antes.

A los oráculos no hay que tratar de entenderlos, sólo dejarse llevar, desdeñosos, por su azar caprichoso e insensible. Cadmo eligió su puerta y encontraría tras de ella a una vaca, no a un buey, con una mancha en forma de media luna en su cara, y a la que siguió decidido junto a sus hombres. Cuando el animal se detuvo comprendió Cadmo que ahí debía aposentarse, no se preguntó entonces otra cosa. No había encontrado a Europa ni podía regresar sin ella. Decidió entonces crear ahí su propio pueblo, su lugar ahora para vivir de nuevo, lo único que podía hacer y que el oráculo además le había predicho. Decidieron hallar antes agua y enviaría Cadmo algunos de sus hombres a buscarla. De ese modo encontraron la providencial fuente de Ares, o Aretíade, que les permitiría poder sobrevivir tranquilos durante un tiempo. Pero entonces, cuando los hombres llenaban sus odres de agua, una terrorífica criatura, el terrible dragón Aonio, les asaltaría feroz, violenta y sanguinariamente.  Cadmo ahora debía matar al dragón necesariamente, no podía evitarlo si deseaba vivir ahí. Había sobrevenido este maldito monstruo en este bendito lugar, había matado a sus hombres y tenía que acabar con él si debía cumplir con el propósito del oráculo. Lucharía entonces con todo su poder, con toda su fuerza y con todo su deseo fatigoso. Decidido, dirigió entonces su lanza hacia la boca flamígera del dragón para matarlo.

El mito continuaba describiendo a un Cadmo solitario junto al dragón abatido, sin nadie más que él en ese lugar sobrevenido. Es entonces cuando la diosa Minerva acude en su auxilio, le aconseja que siembre en esta nueva tierra los dientes del dragón muerto. Surgirán hombres, le dice la diosa, ¡y aún lucharán entre sí!, por tanto, protégete de ellos también. Al final sólo quedarán los mejores, pero con ellos crearás una nación fructífera y poderosa...  Hasta aquí la leyenda enrevesada y sin sentido, pero que acude sabia a reconfortarnos de las cosas incomprensibles del mundo. Porque, ¿cuál es el sentido de la búsqueda de una persona, de Europa en este caso, cuando luego todo fluirá de un modo del todo diferente, para nada relacionado con su búsqueda? ¿Por qué matar a un dragón y narrarlo además como si fuera lo más importante, cuando no era la causa de aquel rapto ni la finalidad ahora de una existencia? ¿Qué cosas tan prolijas, confusas, desligadas y caprichosas decidirán un final que, para nada, tiene ya que ver con el principio? Pero, así es la vida, así también el mito y el Arte. Esta es otra lección que el Arte nos facilitará. Todo es un fluir existencial incomprensible, donde los eslabones fragmentarios solo serán una mera excusa material y sin sentido.

El pintor flamenco Jacob Jordaens (1593-1678) no es tan conocido como otros paisanos suyos más famosos, Rubens o Brueghel. Sin embargo, fue un extraordinario pintor del Barroco holandés, una tendencia artística donde crearía obras con gran maestría y equilibrio estético. Como en su extraordinaria pintura Cadmo y Minerva creada en el año 1637. Aquí vemos derrotado por Cadmo al dragón Aonio, justo ahora detrás del héroe mitológico, cuando todavía mantiene aquél sus ojos abiertos pero inertes. Cadmo está escuchando ahora a la diosa Minerva lo que ésta le dice. Le está convenciendo ella de que le ayuda, de que le está ayudando al valiente buscador en su destino.  Le indica lo que ha pasado, lo que pasa y lo que le obliga luego su decidida elección de continuar así con su destino. Antes que Jordaens, había pintado otro lienzo del mismo mito su compatriota Hendrick Goltzius (1558-1617). En esta otra obra Cadmo está matando al dragón con su lanza, vemos aquí al héroe padecer con su esfuerzo ante la terrible fiera monstruosa. Algo tan horrible, tan imposible de afrontar, de superar o vencer sin esfuerzo, sin decisión, sin ardor o sin coraje, ¿cómo es posible que, después de haber hecho todo por vencerlo, luego de hacerlo, y victorioso incluso, aún haya que comenzar de nuevo así con otro esfuerzo...? Pero, sobre todo, ¿cómo es posible que un mero rapto haya provocado unas consecuencias absolutamente diferentes a lo que propiciara la búsqueda de Europa? Porque esperamos que, ante una épica huida de secuestro, algo tan radical y definitivo, la historia continuase así hasta encontrar lo buscado o morir en el intento. Porque cuando la monstruosidad de lo imprevisto nos sobreviene como un reto poderoso, y lo enfrentamos y abordamos con la fuerza de todo nuestro aliento, pensaremos que sólo con eso todo ya termine para siempre. Pues, bien, ¡nada de eso!, todo en la vida es un confuso azar entrelazado, para nada nunca terminado. Volveremos a empezar de nuevo, sin entenderlo, escuchando ahora los sonidos de los dioses diciéndonos de nuevo, como entonces: ¡continúa creyendo en lo que haces..!, confiando así otra vez en esas palabras misteriosas, unas que, sin embargo, nunca oyes...

(Óleo Cadmo y Minerva, 1637, del pintor Jacob Jordaens, Museo del Prado, Madrid; Obra del pintor holandés, del barroco aunque también de un manierismo tardío, Hendrick Goltzius, Cadmo matando al Dragón, aproximadamente 1600, Museo de Kunst, Alemania; Óleo El Rapto de Europa, 1590, del pintor manierista, también flamenco, Marten de Vos, Museo de Bellas Artes de Bilbao, País Vasco, España.)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Será como bien dices "un azar entrelazado, nunca terminado"; pero hay momentos en los que supone un gran esfuerzo volver a empezar de nuevo, no obstante el azar con sus caprichos sobre nuestra vida la colma de imprevistos.
Un abrazo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Lo difícil, lur, es entenderlo, porque a todo le queremos encontrar un sentido. Pero, no lo tiene. Es como la autoestima: debemos aceptarnos antes de estimarnos. No nos aceptamos porque nos estimamos; nos estimamos porque nos aceptamos. Abrazos.