11 de mayo de 2012

La inutilidad de los presagios o la fuerza salvadora de una decisión necesaria.



Desde antiguo los presentimientos fueron invocados para sortear los posibles efectos adversos de la vida. La irracionalidad de esas sensaciones es pareja a veces a una cierta capacidad intuitiva ante la incertidumbre. El gran pintor español Francisco de Zurbarán crearía en el año 1630 su lienzo La casa de Nazareth, una obra barroca que representa una escena donde ahora -asomados en una refulgente aparición desentonada- solo unos querubines señalan el velado carácter sagrado de la obra. En una habitación penumbrosa dos figuras sin comunicación enmarcan el plano principal del cuadro. Una de ellas es mujer y madre; el otro un adolescente e hijo. Pero nada hace reflejar divinidad alguna en la imagen sorprendente: ni exaltación trascendente, ni milagro, ni pasión, ni ninguna sensación resultado de algún extraño convencimiento místico. Pero el creador plasmaría, sin embargo, una sencilla, doméstica y tranquila pesadumbre. Una producida a causa de una inapreciable herida de espina que, en uno de sus dedos, presenta ahora el joven sin inquietud. Un hecho que viene a producir en su madre, sin embargo, un raro presentimiento misterioso, lacónico, profundo y desconsolador.

Todo está perfectamente pintado en la escena artística: los colores, los pliegues barrocos de las túnicas, las señales simbólicas de algunos objetos metafóricos. ¿Por qué ahora una pesadumbre?, ¿qué cosa puede ser expresada además ahora sin saber antes que vaya a suceder? Porque el mensaje trascendente contrasta ahora con los gestos confusos recreados por el pintor barroco, éstos demasiado naturales o terrenales para algo así. ¿No hay nada más que entender que el fin prometedor de una pasión vaticinada? Antes de llegar a saber el mensaje trascendente, ¿podríamos comprender, al ver la escena lastimosa, que la emoción del augurio sería un vaticinio providencial? Porque lo que representa el pintor es que algo está determinado y el designio debe cumplirse. Y el autor barroco español lo indica simbólicamente en muchas figuras expresadas en el cuadro: en el cajón semiabierto, analogía de lo que habrá de suceder, es algo que está abierto al futuro; en los libros sobre la mesa, porque está escrito..., es el conocimiento y la palabra revelada; en la esperanza futura de las palomas blancas, que aparecen ahora posadas en el suelo; en la salvación final de los hombres, representada en las frutas reconfortantes de la mesa.

Ese es el mensaje trascendente. Pero, entonces, nosotros, en casos no sagrados, ¿qué podemos hacer ahora cuando sintamos cosas que aún no sabemos si serán o no un hecho inevitable? Y, desde la más objetiva racionalidad, ¿cómo abordar ahora, sin nada escrito antes ya para saberlo, unas sensaciones parecidas a las representadas aquí, unos presentimientos así de semejantes? Pues tan solo con la firme decisión personal insobornable o con la fiel, erudita y poderosa determinación personal de que nada está escrito. Esa es la única actitud que puede absolvernos de las rémoras traicioneras de lo contingente. Pero también habrá que entender otros posibles mensajes diferentes, trascendentes o no. ¿Son incompatibles? No porque el espíritu de los seres humanos se adapta siempre a su propia decisión íntima o querencia personal, a su propia voluntad elegida, o a su propia fe. Ese espíritu humano -de los que  vivimos, de nosotros mismos- se adaptará así a su propia condición y a su propia vida contingente, aunque ésta sea desconsiderada, sorpresiva, impetuosa, agreste o imposible. Entonces es cuando más necesitaremos comprender -con la ayuda, por ejemplo, de presenciar un lienzo como este- que siempre podremos elegir, que siempre podremos decidir qué hacer con nuestra vida azarosa y deslizante. Porque es, en un caso, elegir sacrificarse por una idea -consagrada a lo que sea, trascendente o no- o vivir tan sólo la vida que tendremos, la real, la finita, la que se nos va cada día a cada paso. Ambas serán decisiones válidas y respetables, ambas serán en cada caso también inevitables, porque ambas serán la propia y contingente vida necesaria.

(Óleo La casa de Nazareth, 1630, del pintor español del Barroco Francisco de Zurbarán, Museo de Cleveland, EEUU.)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En mi opinión cualquier decisión meditada o no siempre será preferible a dejarse llevar por el reflujo de la incertidumbre.
Un abrazo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Eso mismo he querido expresar aquí, lur, aprovechando además la extraordinaria pintura de Zurbarán, que, como casi siempre, sutilmente, viene el Arte ya a mostrarnos. Un abrazo.