5 de noviembre de 2012

La servidumbre humana, sus historias, sus protagonistas y el Arte.



El pintor español Murillo (1617-1682) sería el encargado de componer un inmenso lienzo para una capilla dedicada a San Antonio de Padua en la catedral de Sevilla. La enorme obra artística, cinco metros y medio de alto por tres metros y medio de ancho -el mayor lienzo pintado por Murillo y uno de los más grandes de toda la pintura española-, fue colocada además en un suntuoso marco de madera tallado por Bernardo Simón. Ubicado finalmente en el baptisterio de la capilla de San Antonio en noviembre del año 1656, era tan impresionante su visión que, siglos después, el mariscal napoleónico Soult decidiría llevarse la obra de Murillo en el año 1810, cuando las tropas francesas a su mando controlaban la ciudad de Sevilla y lo que tuviese entonces de valor artístico. Sin embargo, el cabildo de la catedral sevillana le ofrecería mejor, a cambio, otra obra del mismo pintor, el lienzo Nacimiento de la Virgen. El general francés no puso inconveniente y así fue como el San Antonio de Murillo pudo conservarse en Sevilla. La pintura ofrecida a cambio acabaría terminando entre las piezas exhibidas en el museo del Louvre.

Pero, la servidumbre de las cosas valiosas no acabarán nunca su riesgo azaroso, ni siquiera a salvo de una virtual sustitución proverbial de una obra por otra...  A las ocho de la mañana del cinco de noviembre del año 1874 un empleado de la catedral sevillana descubriría una agresión al cuadro de Murillo. Esta obra era una creación extraordinaria del Barroco español y la habían seccionado vilmente, llevándose una parte importante del lienzo. El ladrón comprendería todo su valor, pero no podía hacerse con toda la pesada obra de Arte ni transportarla.  No se le ocurrió otra cosa que cercenar el lienzo y elegir la más elogiosa parte del mismo: la figura arrodillada del santo portugués. Aun así, el trozo extraído todavía medía bastante para un cuadro: un metro y ochenta y cinco centímetros de alto por un metro y noventa centímetros de ancho. Inmediatamente las autoridades españolas pusieron un anuncio con dos imágenes del cuadro, antes y después del robo, en una publicación internacional, La Ilustración española y americana. Pero no sería hasta enero del año siguiente cuando un anticuario de Nueva York, Williams Schaus, recibiera de un español -al parecer llamado Fernando García Vinuesa- la obra fragmentada para venderla. Este honesto comerciante neoyorquino, informado del robo de la obra, lo puso en conocimiento de la embajada española días después. 

Lo sucedido rozaba el misterio decimonónico más surrealista por entonces: el fragmento del lienzo cercenado, recompuesto entre cuatro bastidores, fue embarcado con rumbo a Cuba para, finalmente, ser enviado tiempo después a España. El sospechoso -autor o cómplice- sería puesto en libertad y el lienzo seccionado llegaría a Sevilla con la alegría devaluada por el deplorable estado de la obra. Tuvo que ser restaurada -cosida, encastrada y unida añadiendo partes eliminadas- en una de las más importantes reconstrucciones artísticas llevadas a cabo por la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Años después, cuando el novelista inglés William Somerset Maugham (1874-1965) viajase a España en 1897 acabaría visitando Sevilla a principios del mes de diciembre y tuvo ocasión de ver la obra. Maugham terminaría fascinado por la cultura y la sociedad andaluza que viese. Escribiría hasta un libro de ese juvenil viaje, Andalusia, Sketches and Impressions.

En uno de los capítulos del libro dedicado a la ciudad andaluza escribe Somerset Maugham: En el baptisterio, llenándolo todo con una cálida luz, está el San Antonio de Murillo, tela que produce más que ninguna otra una intensa emoción religiosa. El santo, alto y enjuto, de rostro hermoso, contempla al Divino Infante suspenso en una niebla dorada con un éxtasis que raya los límites de lo sobrenatural. Es interesante considerar si un artista necesita experimentar el sentimiento que desea transportar a la tela. Cierto es que muchos cuadros han sido pintados bajo la influencia de un profundo sentimiento que no produce, sin embargo, efecto alguno sobre el espectador, y es bastante probable que los italianos primitivos sintieran muy pocas de las emociones que sus telas expresaban. Sabemos muy bien, por ejemplo, que las obras maestras del Perugino, tan conmovedoras, tan animadas de religiosa ternura, fueron en gran parte cuestión de dinero contante y sonante. Pero Luis de Vargas -pintor sevillano del renacimiento-, en cambio, se humillaba a diario flagelándose y usando el cilicio, y Vicente Joanes -pintor valenciano del Barroco- se preparaba por medio de la confesión y la comunión para trabajar en una tela. La impresión que puede inferirse de Murillo por medio de sus obras es confirmada por el estudio de su vida simple y mesurada. No poseía él la turbulenta piedad de los otros dos, sino una dulce y serena devoción que lo llevaba a pasar largas horas en la iglesia, sumido en hondas meditaciones. El, sea como fuere, sentía todo lo que expresaba.

En el año 1915 publicaría Somerset Maugham su novela Servidumbre humana. De rasgos semi-autobiográficos, la obra literaria relata la historia de un joven huérfano que sufriría toda clase de humillaciones y vilezas durante su adolescencia. La crítica fue muy despiadada por entonces y descalificaría la novela con esta invectiva frase demoledora: parece la servidumbre sentimental de un pobre tonto.  El autor reconocería que la escritura del relato le había servido para exorcizar sus demonios de juventud, y le aliviaría así la angustia que, durante mucho tiempo, le hubo causado su propio tartamudeo. William Somerset retrataría en la novela con crueldad y desgarro la servidumbre a que nos someterán nuestros propios deseos y anhelos, así como también la imposibilidad de zafarse del encadenamiento emocional a que nos acabarían llevando, inevitablemente, esas mismas pasiones.

(Detalle de la obra San Antonio de Padua, 1665, del pintor español Murillo, Museo de Bellas Artes, Sevilla, obra procedente de un convento Capuchino; Imagen del cuadro La Santa Cena, 1650, Bartolomé Esteban Murillo, Iglesia de Santa María la Blanca, Sevilla, cuadro rechazado entonces por el mariscal Soult por su tenebrismo; Óleo Visión de San Antonio de Padua, 1656, Murillo, Catedral de Sevilla; Fotografía del mismo cuadro, capilla de San Antonio, Catedral de Sevilla, fuente: leyendasdesevilla.blogspot.com.es; Pintura Nacimiento de la Virgen, 1660, Murillo, Museo del Louvre, París; Retrato de William Somerset Maugham, 1931, del pintor inglés Philip Steegman.)
  

4 comentarios:

Joaquinitopez dijo...

Murillo encontraba esa devoción serena sin duda en la contemplación de la Sevilla humilde, de los niños, de las jovencitas yendo por agua de ahi que sus Inmaculadas sólo puedan ser sevillanas y, por extensión, españolas, incluso con la pelusilla de la pubertad en las mejillas. Son lo que eran las chiquillas de entonces. Esta obra, como tantas en las que la masculinidad del santo queda eclipsada por la inmensa ternura que no puede contener hacia el Niño, pensemos en La Sagrada Familia del Pajarito, es una de sus cumbres. Dentro de que él mismo era una cumbre. Su grandeza y su servidumbre seguramente le venían de su profunda serenidad.

Pepe Becerra dijo...

Hola Alejandro.
Según los estudiosos, la verdadera razón por la que Soult no se llevó el cuadro de San Antonio fue que, tras medirlo, comprobó que no le cabía en los salones de su mansión parisina. Por lo tanto, podemos decir que fue su tamaño el que salvó a esta obra maestra de Murillo, pintada en su momento de mejor madurez como artista, la que la salvó del expolio.
Un saludo.

Manuel dijo...

Hola amigo, no le voy a hablar de ningún artículo en concreto, en esta mi primera visita, le voy a felicitar por tan interesante blog en todo su conjunto, muy bien documentado y adornado con preciosas fotografías.
Seguiré visitándole.
Un saludo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Muchas gracias Manuel, tu visita es un lujo.

Saludos.