30 de diciembre de 2013

El camino del espíritu o el círculo platónico con la vuelta y la ida de un erotismo cósmico.



Cuando en febrero del año 1497 seguidores del monje fanático Girolamo Savonarola hicieran una hoguera en Florencia para quemar todos los objetos mundanos y lujosos que depravaban el espíritu, cuentan las leyendas que el pintor Botticelli arrojaría al fuego algunos de sus antiguos y maravillosos lienzos mitológicos. Desde entonces el maestro florentino dejaría de inspirarse en la mitología profana y terrenal para alcanzar ahora, con sus nuevas creaciones piadosas, una mayor y marcada devocionalidad. Porque veinte años antes -afortunadamente salvados- había llegado el pintor a realizar sus más mitológicas, terrenales, humanísticas y famosas obras de Arte. Aunque todas obras inspiradas de sublimes mensajes espirituales y neoplatónicos muy atrevidos. En Florencia surgió una tendencia filosófica que quiso tratar de conciliar el Cristianismo y el Platonismo. Todo comenzaría cuando Cosme de Médicis conociera en el concilio de Florencia del año 1439 a uno de los personajes bizantinos más curiosos, Gemisto Pletón (c.1360- c.1450). Este filósofo platónico bizantino trataría de renacer la mitología y los dioses griegos de sus ancestros. En aquellos años las dos iglesias cristianas, la católica romana y la oriental bizantina, comenzaron un acercamiento en ese concilio de Florencia que, finalmente, no llegaría a ningún resultado positivo. Pero algo se gestaría a cambio con la unión azarosa de esos dos personajes medievales: una revolución del pensamiento que poco tiempo después sería conocido como el movimiento estético más innovador de la historia: el Renacimiento. 

Promovieron crear la Academia Platónica de Florencia donde el escritor y poeta Marcilio Ficino (1433-1499) sería el filósofo que retomaría las ideas de su admirado Platón. Unas ideas tan revolucionarias como lo fueron las teorías estéticas que acabaron influyendo en algunos pintores, entre ellos el genio Sandro Botticelli (1445-1510). Según Ficino -siguiendo las ideas neoplatónicas- el Universo se establece en cuatro niveles cósmicos jerarquizados, desde una mayor o más perfecta esfera hasta otra menor o más imperfecta. El primero de esos niveles, el más importante, es la esfera o mundo supra-celeste denominado Mente Cósmica. Aquí todo es estable, inmaterial e incorruptible. Aquí se situaría a Dios pero, también, todas las ideas o conceptos esenciales de lo que se encontrase más abajo. Luego se hallaba la siguiente esfera o mundo celeste, denominado Alma Cósmica. Este espacio es un lugar espiritual fuera del tiempo, incorruptible pero inestable todavía, lleno de movimiento autónomo, donde se encuentran las estrellas o elementos superiores a la simple materia terrenal. Después está la esfera terrestre, el Mundo Sublunar representado como la esfera de la Naturaleza y las cosas sensibles, un espacio lleno de movimiento no autónomo sino dependiente de su esfera superior. Aquí todo es corruptible y compuesto por materia y forma. Por último se encuentra la esfera de la Materia, de las cosas o elementos sin vida que sólo alcanzan a tenerla cuando se unen a su esfera superior, la esfera de la Naturaleza.

La idea fundamental neoplatónica de Ficino era que el alma habita tranquila la esfera denominada Alma Cósmica. Pero como esta esfera es inestable y se mueve a voluntad puede suceder que el alma caiga a su nivel inferior accidentalmente. Entonces el alma se une a un cuerpo corruptible y vive con él en el nivel inferior. A veces recordando el alma sus experiencias cósmicas anteriores, esas que le llevaran a anhelar -desear, amar, necesitar- volver a regresar a la esfera celeste de antes, aquel lugar desde donde podía contemplar la Mente Cósmica. Cuando a Botticelli le encargan  una obra para la formación de un primo de Lorenzo de Médicis -el adolescente Lorenzo de Pierfrancesco-, este magnate de Florencia se dejaría influenciar por las sugerencias del filósofo Ficino, tutor que fuera del joven Pierfrancesco. Para que el adolescente se aplique virtuoso en su formación de perfecto caballero, ¿qué cosa mejor que una visión estética grandiosa para que asocie belleza con virtud? Para eso debe conseguir el pintor plasmar la filosofía neoplatónica que relaciona amor y deseo terrenal con el siguiente plano cósmico superior, el del verdadero Amor y Deseo celestial.

¿Y cómo hacerlo, cómo representar Botticelli esa odisea del alma, del amor y del sentido cíclico de las cosas y su fluir con las elecciones terrenales de los seres humanos corruptos y su vida sublunar? Inspirado en la mitología griega de Ovidio -poeta romano del siglo I- consigue Botticelli la narración necesaria para componer esa formación de la gesta del alma. Pero, ¿cómo darle sentido a todo ese ir y venir desde un mundo terrenal a uno celestial? La grandeza del pintor estuvo en abrir con belleza los ojos del joven Médicis -y de todos los que ahora vemos la obra- para entender que elegir el camino de la virtud y la grandeza de espíritu (los valores que el humanista Ficino propugnaba) podía ser compatible con la elección de la belleza más terrenal o material. Y esto es así porque el alma hallaría su camino inspirada en la belleza. Botticelli consigue componer un circuito vital del alma como una danza representada en tres tiempos o escenas diferentes. Y ese circuito se describe en la obra desde la derecha hasta el personaje situado más a la izquierda. En ese lugar un joven solitario -el dios Hermes- eleva ahora su brazo derecho hacia el cielo señalando el camino del deseo espiritual más elevado. En esta obra, a diferencia de la obra de El Greco Entierro del Conde de Orgaz -aquí hice una entrada sobre ello-, no aparecen ahora ni las esferas del Alma Cósmica ni de la Mente Cósmica, sino sólo las esferas terrenales de la Materia y de la Naturaleza. Por esto esta obra de Botticelli se titula como la representación del florecimiento de la estación más germinal del año: La Primavera.

Pero, ¿cómo hacer entender al joven Médicis que tiene sentido entregarse al camino de la virtud? Para eso el creador sitúa en una de las escenas del lienzo tres hermosas jóvenes -las tres Gracias- entrelazadas por sus manos en una danza de equilibrio, belleza y sabiduría. Botticelli las pinta como la Belleza, el Amor y la Castidad. Las tres unen sus manos en un círculo de intercambio de dones, de dar para recibir en una expresión de total generosidad. La castidad, gracias al amor sensual, consigue descubrir la belleza, y ésta, a su vez, acabará colmándola de virtudes similares a la pureza. Y así todo fluye en un mutuo beneficio. Por otro lado, el alma caída desde la esfera superior llegará al mundo terrenal de la materia con el afán propio de lo corruptible. Entonces busca abrazarse a su deseo más pasional, representado ahora por la figura oscurecida de un joven -idealizado como Céfiro, dios del viento primaveral- que persigue a la diosa Cloris, una sensual y deseosa ninfa que, fecundada por éste, se transformará luego en la primavera exultante, representada a la izquierda por la diosa Flora.

Pero, ¿cómo conseguir que el joven Lorenzo no se equivoque en su elección matrimonial -la obra buscaba influir en esta sabiduría-? Pues porque ahora la diosa Venus -la figura central de la obra- en su representación más terrenal de Belleza, la hija de los dioses y la tierra no la nacida del mar -ya que esta última Venus no tendría madre, mater, materia, a cambio de la Venus terrenal que sí la tenía-, es la que consigue influir en la decisión matrimonial más correcta del joven Médicis. Porque la Venus terrenal concilia todas las virtudes para que el joven -como un Paris mitológico eligiendo acertado la belleza perfecta- no se deje llevar por las flechas equivocadas de Cupido, el pequeño dios alado alborotador que se muestra ahora encima de la diosa, dirigiendo su flecha a la menos adecuada de las tres gracias... Este es el mensaje subliminal de la obra: que el joven no debe elegir la castidad para poder tener un matrimonio fértil. Sin embargo, en el ámbito cósmico, a cambio, elige ahora el dios Eros -Cupido- a la ninfa Castidad -la gracia central a la que la flecha iba dirigida-, la única de las tres gracias que aspiraría, mirando al dios Hermes, seguir el camino anhelado que su espíritu le muestre hacia el deseo más elevado.  Es decir dirigirse el alma hacia la esfera superior más espiritualmente deseada o más trascendente -aunque más improductiva terrenalmente-, y así encaminarse, por fin, hacia aquella esfera perfecta de su recordado erotismo cósmico superior.

(Temple sobre tabla, Alegoría de la Primavera, 1480, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)

26 de diciembre de 2013

Una obra misteriosa: la alegoría sacra de Bellini o la alegoría más oculta de un amor.



Giovanni Bellini (1433-1516) fue uno de los precursores más originales del Renacimiento italiano. Extraordinariamente sutil, apasionadamente veneciano -los colores de la escuela veneciana le delatan- y un longevo creador que viviría y crearía hasta los 83 años. Sus últimos años -a partir de 1480- fueron de una creatividad sublime y diferente, donde combinaría incluso su devoción piadosa clásica con un alarde más profano, algo que conseguiría alcanzar especialmente en alguna de sus obras, como lo hiciera en una de sus más enigmáticas representaciones, la Alegoría sacra o sagrada, una obra de madera al temple llevada a cabo entre finales del siglo XV y principios del XVI. Pero, si nos fijamos bien, ¿qué hay de genuinamente sagrado ahí? Es decir, ¿qué elementos expresamente sagrados o divinos, verdaderamente religiosos, se exaltan en esta obra renacentista? Algunas figuras representan personajes sagrados evidentes. Por ejemplo, la mujer sentada en el trono de la izquierda debe -sin duda- ser la madre de Jesús; los dos ancianos del fondo apoyados en el barandal son ahora san Pablo -con su espada enarbolada a la lucha- y san Pedro, éste más sereno y meditabundo. A la derecha del lienzo aparecen dibujados dos personajes del santoral, uno más claro de adivinar por su juventud y sus flechas, san Sebastián; pero el otro, por su avanzada edad, podría elegirse entre san Jerónimo o el bíblico Job. Este último quizá sea mejor el elegido por su semejanza en un retablo pintado en 1487 por el mismo pintor donde es retratado el bíblico personaje. Pero, en verdad, ¿qué más cosas sagradas veremos realmente para tratarse la obra de Bellini de una alegoría tan sacra?

Porque también su belleza enigmática es similar a su belleza estética. La perspectiva, por ejemplo, la consigue el creador italiano más con matices de colores que con alardes geométricos, estos últimos propios del Renacimiento. Aunque también la consigue gracias a una gran profundidad paisajística. Las baldosas geométricas del suelo matizan la perspectiva y dibujan además una gran cruz céntrica en escorzo. Justo en ese centro un pequeño árbol terminará siendo ascendido por un niño -el niño Jesús- que dejará caer las manzanas que otros pequeños recogerán luego. Símbolos que van desde la redención -el dios hecho niño devolverá la gloria perdida- hasta la representación misteriosa del mítico lugar -metáfora del purgatorio- donde las almas puedan también conseguirla. Aunque no se sabe con exactitud, el comitente -persona que encarga una obra de Arte- pudo ser la marquesa de Mantua, la bella mecenas renacentista Isabel del Este (1464-1539). Esta extraordinaria mujer se casaría muy joven -apenas dieciséis años- con el marqués de Mantua, Francesco II Gonzaga, un caballero valeroso e inteligente pero, al parecer, muy poco agraciado físicamente. A pesar de eso vivirían felices algún tiempo entregado el uno a sus batallas y la otra a su mecenazgo artístico. Tanto se entregaría ella al Arte que apoyaría a varios de los mejores creadores renacentistas. Uno de ellos lo fue el gran Leonardo, que dibujaría un retrato suyo de perfil al carboncillo en el año 1500, único retrato conocido de Isabel del Este realizado por Leonardo da Vinci. Hasta que ha sido descubierto -en el año 2013- un semejante retrato de Isabel del Este, esta vez al óleo y oculto en una mansión suiza durante quinientos años.

Pero volvamos a la Alegoría sacra de Bellini. Vemos otros personajes femeninos en la terraza misteriosa. Dos figuras de mujer, una arrodillada cerca de la Virgen -¿santa Catalina de Siena?- y otra de pie (aunque no se les ve los pies, parece estar levitando) más alejada. Pero, observemos bien, ¿adónde mira esta última mujer, la más aislada de las dos? Justo su mirada parece terminar en los ojos del muchacho asaeteado por las flechas -san Sebastián, personaje que aquí también la mira-. La bella Isabel del Este fue una aristócrata renacentista muy cultivada, inteligente y discreta, pero, ¿pudo ella tener por entonces una pasión inconfesable y oculta? Su mecenazgo de Leonardo da Vinci fue muy conocido -como el de otros pintores renacentistas-, y hasta llegaría a ofrecerle ella al pintor florentino incluso su protección cuando los franceses invadieron Milán -lugar donde entonces estaba Leonardo-, aunque el pintor se negaría a abandonar la ciudad con lo cual no pudo terminar aquel retrato al carboncillo. Un retrato de ella que, al parecer, sí acabaría después en otra obra distinta -esta vez al óleo- tres años antes de morir. Pero, entonces, ¿es posible que el pintor Bellini, amigo de ambos y conocedor por tanto de ese amor secreto, acabase ahora, enigmáticamente, inmortalizándolo en esta alegoría? ¿Un personaje -Isabel del Este- representado como la santa mujer desconocida y otro un atractivo joven -Leonardo da Vinci- como el admirado mártir cristiano Sebastián? Ante las diversas y posibles causas artísticas de algunas expresiones misteriosas representadas por los autores en sus obras, ¿qué podemos hacer sino elucubrar a veces? Porque, ¿a quién se le ocurriría adivinar en la obra sagrada ese alarde misterioso por entonces? ¿Cómo y quién podría saber entonces nada de eso, ni entender nada romántico viendo incluso la obra con interés? Al parecer, tan sólo el creador y su mecenas. Sólo ambos lo sabrían y por eso esta obra, de tan sagrada y profana alegoría, fue el mejor encuadre para expresar, subliminalmente, una emoción entonces tan oculta y silenciada. Una admiración personal matizada además por el misterio artístico de un extraordinario instrumento expresivo: la iconográfica creación renacentista de una sacra alegoría.  

(Temple sobre madera de Giovanni Bellini, 1490 o 1505, Alegoría Sacra o Sagrada, Galería de los Uffizi, Florencia; Retrato de Isabel del Este, óleo sobre lienzo, 1516, Leonardo da Vinci, y dibujo al carboncillo, boceto de Isabel del Este, Museo del Louvre, 1500, Leonardo da Vinci.)

23 de diciembre de 2013

Un elogio al más genial de los creadores: la originalidad y audacia de El Greco.



Los grandes pintores de la historia trataron a veces de conseguir aunar comunicación estética con belleza original. Porque, si no, ¿qué otra cosa debiera ser el Arte? Pero, no todos llegarían a conseguirlo. Porque si además transgrede el pintor sutilmente -sin rozamientos desabridos- con la estética más inteligente de todas, o si conmemora la fuerza del amor con la tragedia de la vida, aludiendo tanto al gesto conocido como a la escena confundida, no hubo entonces más que un gran creador que así llegara... Y fue el extraordinario pintor español Doménikos Theotokópoulos, conocido como El Greco. ¿Quién si no? Como casi todos los grandes creadores de la historia, El Greco también repetiría sus obras claramente. Para su óleo Sagrada Familia con la Magdalena pintaría al menos dos obras parecidas. Una en el año 1595, actualmente en el Museo de Cleveland, EEUU; y otra en el año 1613, que se encuentra en el Museo Soumaya de México, D.F. Pero, aunque las dos obras son reflejo idéntico de lo que el autor quiso crear, tienen ambas obras algunas sutiles diferencias. En las dos creaciones hay, sin embargo, una grandeza especial de mensaje estético y espiritual. Veremos así, en ambas obras maestras, por ejemplo, la misma mirada perdida y sugerente de la madre de Jesús.

El creador expresaría así el semblante del ser que sabe ahora que el presagio será cumplido, se quiera o no. Tan distraída en ello está la Virgen que las frutas que le ofrece a su pequeño es solo él ahora quien las mira, airoso ya así para cogerlas. Unas frutas que ella ahora, sin embargo, tomará sin mucha atención entre sus manos. Pero, hay en ambos lienzos otro personaje aún mucho más confuso, el de Magdalena, cuya imagen está ahora junto a la Sagrada Familia. ¡Qué audacia innovadora! ¿A quién, de entre todos los pintores de la historia, se le hubiera ocurrido pintarla en esa escena? Porque este personaje, aquí ligeramente entristecido, no es de la Natividad sino de años posteriores, cuando junto a Cristo adulto caminasen por el mundo y sufrieran sin desvelo la Pasión desgarradora. Sin embargo, El Greco la pintaría justo al lado de la sagrada familia y de su hijo. Y el creador cretense la muestra ahora con una mirada subyugada; una mirada, sin embargo, más acorde con su futuro sometido gesto diferente. Porque la mirada de Magdalena no está ahora aquí perdida o extraviada, como la de María; no, está ahora del todo desolada mientras ella mira, desde lejos, el curioso presagio de saber lo que, luego, se cumplirá con el destino inevitable de sus vidas.  

Qué poder de transmisión de cosas nos ofrecerá El Greco, qué audacia contenida para ofrecer a cada ojo receptor lo que cada ojo quiera ver.  Jamás se enfrentaría el pintor claramente con la teología, ni con el dogma ni con la mitra, aunque supiera utilizar su pintura para decir siempre cosas confusas, inconexas, extrañas o diferentes, tanto como lo fuera así su compleja y elaborada técnica pictórica. Porque el Manierismo greconiano le serviría al pintor español para esconder algunas cosas en sus obras misteriosas. Aquí, como en muchos de sus lienzos, muestra ahora los dedos entreabiertos de algunas de las manos de sus personajes. Por ejemplo, aquí el dedo índice y el dedo medio están exageradamente separados en la mano de Magdalena. Son sus curiosas cosas expresivas, es su especial técnica manierista, esa manera artística de hacer Arte que nos utilizará a nosotros para mirar ahora la obra sin saber qué es lo que quiso, verdaderamente, representar el pintor así con esas extrañas formas estéticas. 

Qué Sagrada Familia más desconcertante ésta, qué poco convencional o devocional sagrada familia para ser realizada en el temprano año 1613. Pero, es genial, sin embargo, todo ese desenlace artístico manierista. Porque, ¿qué hace al Arte el mejor modelo universal de expresión de las cosas del mundo? Sólo estos creadores especiales fueron unos pintores que, como El Greco, supieron combinar con elementos serenos -con belleza sosegada- las diversas y variadas semblanzas sugerentes del mundo espiritual más terrenal del ser humano. Porque aquí la pasión del dolor premeditado se adivina...; porque aquí el gesto de la soledad se muestra ahora sutil en la figura de una Magdalena tan desubicada... Porque aquí además la figura marginal de un José entregado se acompaña ahora, sin embargo, de un fascinante cielo nebuloso tan lleno de grises, tan rudo y deslucido, como en todas sus geniales obras manieristas subyugantes. Porque sólo aquí el pequeño niño dios y su inocencia vibrarán -si acaso- más ingenuos y seguros que los otros sagrados personajes evangélicos. Aunque, eso sí, tan ajeno ahora el pequeño dios a sus designios divinos como a los humanos gestos terrenales de la turbación, de la aprensión, o del futuro sobresalto más inevitable.

(Óleos todos de El Greco: La Sagrada Familia y la Magdalena, 1613, Museo de Soumaya, México, D.F.; La Sagrada Familia con la Magdalena, 1595, Museo de Cleveland, USA; Sagrada Familia, 1588, Museo del Hospital de Santa Cruz, Toledo, España; Sagrada Familia, 1585, Hispanic Society, Nueva York.)

17 de diciembre de 2013

La creación dentro de la creación o cuando el autor inmortaliza dos veces el Arte.



¿Qué le llevaría al pintor francés Georges Seurat (1859-1891) a pintar una parte de una de sus obras dentro de otro cuadro suyo, aunque fuese ahora -magistralmente- sólo una parte oblicua de aquélla? Este creador neoimpresionista quiso siempre ser muy original y elaborado en su trabajo, delimitando cada artificio pictórico con una nueva plástica perfección milimétrica. En su época estaba ya triunfando absolutamente el Impresionismo, pero él consideraba esta tendencia demasiado intuitiva o azarosa, nada determinada a como, entendía él, todo Arte debería componerse para poder serlo. Y serlo era disponer de la medida perfecta y, por tanto, de la cantidad correcta de precisos elementos unitarios representados de una determinada forma y color. Y así fue como el Puntillismo llegaría a ser una tendencia artística impresionista, aunque por muy poco tiempo, para llegar a sorprender con su nuevo alarde tan modernista. Cuando compone en el año 1886 una de sus obras más representativas, Tarde de domingo en la grande Jatte, los críticos argumentaron la frialdad de sus paisajes y la falta de vitalismo de sus figuras tan despersonalizadas. Así que Seurat, decidido a demostrar lo contrario, al año siguiente crearía su otra obra puntillista Las modelos. Quiso demostrar ahora la viveza del cuerpo desnudo femenino con la perfección estilística de su recurso tan modernista. Pero, no pudo menos que reivindicar además su otra obra puntillista del año anterior. Así que la pintaría de nuevo, parcialmente y en un segundo plano de la obra, para dejar claro así que la creación no puede ser vista con los ojos del prejuicio artístico, sino comprendida con los ojos racionales de la nueva impresión.

Pero es que la creación dentro de la creación ha sido un recurso muy utilizado en la historia del Arte. A veces exageradamente. Como el que llevara a David Teniers (1610-1690) a pintar no una ni dos, sino decenas de obras dentro de una gran creación pictórica barroca. La reproducción de obras de Arte dentro de una creación final puede tener diferentes interpretaciones. Una es la de Seurat, es decir, aquella en la que el autor desea destacar alguna obra suya particularmente. Pero otra es cuando el pintor desea ahora destacar la de otro autor o autores diferentes. Aquí pueden haber dos posibles resultados: el que la obra reproducida dentro de otra obra sea fiel a la de su original creador o que no lo sea. Porque el creador final, el último, es el que la pinta ahora de nuevo no el que lo hizo entonces. Y es por lo que el pintor atrevido -el último- puede decidir ahora justamente ser o no fiel al original. En este caso fue una generosa muestra de aprecio lo que hizo Teniers en su gran lienzo de la galería de pinturas al ser, ahora, muy fiel a sus colegas. Pero no ser fiel en absoluto también lo es.  En estos casos hay también parte de generosidad, porque no hay que olvidar que, en estos casos, probablemente sea aún mucho mayor la genialidad que en el otro. Y es mayor porque lo que el creador siempre debe hacer es crear y no copiar. La maestría de Teniers consistió en realizar su obra utilizando lienzos de otros pintores como partes elementales de su composición. Hay genialidad en esto, sobre todo por la gran cantidad de lienzos retratados en su obra. Pero Vermeer (1632-1675), sin embargo, hizo otra cosa diferente. Representaría en su óleo Alegoría de la fe una crucifixión del pintor flamenco Jacob Jordaens, pero entonces esta obra traspasada no fue para nada fiel a su original. Y, después de pensarlo, entiendo que debe ser así mejor el resultado, que la no fidelidad a la obra existente no se trata de no generosidad o desprecio sino de todo lo contrario. Porque para ver la obra original no hace falta más que ir a un museo o verla en una imagen reproducida. Además, haberla copiado puede crear una controvertida e inútil comparación. Pero Vermeer sólo la expuso narrativamente en su cuadro, algo desdibujada y muy diferente al original, adelantándose así a su tiempo como un alarde por entonces muy expresionista para representar, gráficamente, la visión tan solo esbozada de otra cosa.

En su Galería de Pinturas el pintor flamenco Teniers reproduce audazmente obras de grandes maestros del Arte. Aparecen en su obra cuadros de Tiziano, de Giorgione, de Tintoretto, del Veronés, de Leonardo, etc... Y todos los reprodujo con enorme responsabilidad, ya que, a diferencia de Vermeer, Teniers no pintaría una creación diferente utilizando una obra ajena para, secundariamente, adornar otra. No. Ahora Teniers crearía una gran obra cuyo único sentido son las propias obras retratadas. Algo muy diferente. Y en eso estuvo su genialidad. Uno de los cuadros retratados en su enorme lienzo es la obra Diana y Calisto del pintor Tiziano, la obra más grande que pinta Teniers en su lienzo y que se ve ahora de frente y centrada. Pero, ¿cuál fue la elegida por Teniers de las dos obras que, de ese mismo título, pintara Tiziano? Porque este pintor veneciano pintaría dos obras parecidas con ese mismo título y temática. Una de ellas fue la creada en el año 1559 para el rey Felipe II de España. Era una obra inspirada en la serie Metamorfosis del escritor romano Ovidio. El lienzo permanecería en la corte española hasta que el rey Felipe V en el año 1704 lo dona al embajador francés. Pasaría luego a los duques de Orleans que la terminan vendiendo en la sangrienta Revolución francesa, antes de ser guillotinado en el año 1791 uno de sus duques. La adquieren entonces unos aristócratas ingleses que la mantuvieron en sus salones egregios hasta que, finalmente, fue vendida a la National Gallery de Londres. Pero, sin embargo, esta obra no fue la pintura que reprodujo Teniers en su Galería de Pinturas.

El pintor flamenco compuso su gran obra en el año 1653 basada en una galería de pinturas existente en Bruselas, la del archiduque Leopoldo Guillermo de Habsburgo, que aparece retratado además. Fue la pintura un regalo para su primo -otro Habsburgo- el rey Felipe IV de España. Es decir, que crea Teniers en su obra todas las pinturas que este archiduque poseía en su colección flamenca. Pero si existía una obra llamada Diana y Calisto de Tiziano en la corte española, ¿fue ésa la que retrata entonces? No, fue otra Diana y Calisto que Tiziano realiza en el año 1566 para el tío-abuelo del archiduque, el emperador Maximiliano II de Habsburgo. Esta es la obra que aparece en la gran creación barroca de Teniers y no la otra. Curiosamente, la otra obra es la mejor creación artística de las dos, la cual llegaría a cotizarse por muchos millones de euros cuando la adquiere la National Gallery. Pero el realizar obras parecidas es otra curiosidad del Arte, ya que nunca los artistas crean, en sus duplicadas obras, lienzos exactamente iguales ni en su composición ni en su calidad artística ni en su magisterio. Siempre habrá alguna diferencia, algún añadido o alguna variación artística. El caso es que la obra de Tiziano inmortalizada por Teniers dentro de su creación del año 1653 es la otra versión que aquel hiciera en el año 1566. Obra de Arte que hoy guarda entre sus muros el Museo de Historia del Arte de la ciudad de Viena, aquella metrópoli austríaca y vetusta desde la que los Habsburgo mantuvieron su anacrónico y debilitado sacro germánico imperio europeo.

(Óleo El archiduque Leopoldo Guillermo en su Galería de Pinturas, 1653, David Teniers el joven, Museo del Prado; Obra Diana y Calisto, 1559, de Tiziano, National Gallery, Londres; Cuadro Diana y Calisto, 1566, de Tiziano, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria; Óleo La Crucifixión, 1622, de Jacob Jordaens; Óleo de Vermeer, Alegoría de la Fe, 1674, Metropolitan de Arte, Nueva York; Obra Tarde de domingo en la grande Jatte, 1886, Georges Seurat, Chicago, EEUU; Cuadro de Seurat, Las Modelos, 1887.)

16 de diciembre de 2013

Dos escenas parecidas pero una expresión muy distinta, o la diferencia entre la victoria y la derrota.



El pintor español actual Augusto Ferrer-Dalmau, fiel reproductor de la historia y exquisito combinador de imagen y narración emotiva, compuso hace dos años su obra Rocroi, el último tercio. Con su acostumbrada forma minuciosa de representar la realidad más fidedigna, en su creación artística nos dedica su hábil arte a reproducir el momento histórico por el que pasaron las fuerzas españolas desplegadas en la frontera de Francia y Flandes durante la primavera del año 1643. Ante una ascendente y poderosa Francia los Tercios españoles, que sólo dieciocho años antes habían brillado en la toma de la ciudad de Breda, acabarían ahora siendo derrotados como nunca antes hubiese alcanzado a sufrir ese histórico cuerpo militar. Porque no habían sido antes derrotados aquel victorioso 5 de junio del año 1625 cerca de la población de Breda, cuando consiguieran recuperar la ciudad flamenca en poder de los rebeldes holandeses de Orange desde hacía treinta y cinco años. Para celebrar aquella heroica y victoriosa gesta de Breda, el gran pintor Velázquez crea en el año 1635 su famosa pintura La rendición de Breda, también conocida como Las Lanzas. Una obra de Arte que, de tan manoseada por la fama, no es quizás lo suficientemente valorada en otros elementos estéticos, o antropológicos, sutilmente artísticos o simplemente muy humanos. Mucho nos ayudará comparar la visión de estas dos obras para conseguir comprender, algo más, lo que es el Arte...

Porque el Arte es esa capacidad tan humana de crear y expresar belleza con recursos y elementos pictográficos de algo emotivo...  Sin embargo, la historia viene a ayudar más al moderno autor que al clásico. ¿Por qué? Pues porque la derrota es más realista, estará más cercana a la fidelidad de las cosas que la victoria, a lo escenográficamente más emotivo o vital del ser humano, también. De ese modo compuso Ferrer-Dalmau además una emotiva obra de Arte ahora tan realista. Su planteamiento de composición es genial en el lienzo, coloca Dalmau a los soldados caídos delante de los que presentan aún batalla sin más recurso que el de su único valor decidido. Porque ahí las picas -las lanzas- vuelven ahora a relucir en la escena retratada, como ya lo hicieran con Velázquez siglos antes, pero, ahora, a diferencia del pintor barroco español, no estarán ordenadas, derechas o más juntas, recibiendo el honor de la victoria. No, ahora las lanzas están todas preparadas para cargar o defenderse. Pero, sin embargo, todas están ahora descompasadas, desperdigadas o desordenadas entre el reflejo histórico -y estético- de aquel sentido tan desesperado de una gesta heroica. Cuando el Barroco, a cambio de la modernidad realista, decidiera entonces plasmar una escena victoriosa, tuvo que hacerlo con los trazos grandiosos del momento más glorioso para todos... Un momento de belleza y de equilibrio pero, también, de creación muy genuina. Es decir, de inventar por entonces gestos, miradas, escorzos, fondos o incluso un cielo emocionante... Motivado todo ello más por lo estético emotivo que por la emoción de la glosa bélica. Siendo esta última, la de Dalmau, una rigurosa fidelidad a lo real o a lo más histórico que por entonces se tuviera.

Y así fue como Velázquez no nos presentaría en su obra ni sangre ni despojos, ni banderas enemigas desgarradas, ni semblantes heridos o dolientes. Porque para llegar a averiguar ahora, al pronto, cuál es aquí -en la obra de Velázquez- el bando ganador, habrá que detenerse a mirar y averiguar, ¿quién es el que entrega la llave de la ciudad a quién?, y comprender cuál es ahora el lado victorioso... Tan pocos elementos de derrota se expresarán en el lado vencido como pocos de júbila victoria se apreciarán en el lado de las lanzas. Es por lo que la victoria no ayudará a retratar con claridad una gesta parecida, a menos que algo se acabe ahora humillando al vencido. Pero esto no sucedería en el periodo del Arte más excelso de belleza. La Belleza como entonces se entendía -en el Barroco más grandioso- no se pudo reflejar más por entonces que así. Y para esto, para conseguir la belleza más excelsa, fue más factible realizar una obra de Arte desde la gloria interpretada que desde la derrota más fidedigna. Porque era por entonces el Arte una mentira maravillosa, algo que hoy, contrariamente, se reflejará en sus iconografías con una realidad mucho más fidedigna, emotiva también pero, desde luego, del todo mucho más fiel a la realidad y, por lo tanto, mucho más verosímil -pero con menos Belleza- en todas sus grandes y pequeñas cosas representadas.

(Óleo La Rendición de Breda, 1635, Velázquez, Museo del Prado; Lienzo de Augusto Ferrer-Dalmau, Rocroi, el último tercio, 2011.)

10 de diciembre de 2013

La más inteligente alternativa a la autodestrucción: la purificación representada o la catarsis.



La desconocida pintora francesa Constance Mayer (1775-1821) aprendería Arte en pleno momento post-revolucionario francés, cuando Napoleón calmara por entonces las emanaciones ideológicas más radicales de Francia pero mantuviera, sin embargo, el mismo espíritu de avance. Se convertiría Constance Mayer en el año 1802 en una de las mejores alumnas de Pierre Paul Prud'hon, uno de los pintores más admirados de aquella nueva corte imperial napoleónica. Porque entonces las originales obras de Prud'hon, con un menor rígido acabado y un mayor alarde sensual que las anteriores neoclásicas, serían muy admiradas por la emperatriz Josefina como por toda su corte imperial. Pero aquella relación profesional con su alumna terminaría convirtiéndose en algo más que amistad. Acabarían enamorados a pesar del matrimonio -desafortunado- del pintor. La esposa de Pierre Paul, mentalmente enferma, sería internada en un sanatorio mental. En el año 1821 fallece la esposa de Prud'hon pero le hace prometer antes a su esposo no volver a casarse jamás. Por compasión, fidelidad incomprensible o piedad excesiva, el caso es que el pintor Prud'hon cumpliría su promesa escrupulosamente. Constance Mayer no lo entendería y terminaría por autodestruirse acabando con su vida pocos días después.

Cuando no comprendemos qué nos pasa realmente para sentirnos mal con nuestra vida, cuando la desesperación nos invade ante un momento de angustia vital exasperante, entonces los seres humanos necesitarán algo...  Alguna cosa que les haga de nuevo volver a sentirse fuertes, volver a sentirse grandes, o poder volver a amarse. Y entonces buscaremos ese algo sin saber, exactamente, qué cosa es o cómo conseguirlo. Los antiguos griegos inventaron una cosa inespecífica para concretar ese algo abstracto -muy genérico- que les sirviera ahora para toda posible causa desastrosa. Y le pusieron un nombre: catarsis. Pero, ¿qué llevará a un ser humano a necesitar un remedio tan genérico? ¿Será que nuestro ser, en su origen primitivo, aglutinaría así todos los posibles efectos en una causa? Lo cierto es que los antiguos griegos -Aristóteles- idearon que la representación caótica de una vida podía ser un posible remedio calmante. Es decir, que mirar desde afuera de uno mismo lo que uno mismo podría llegar a convertirse era una forma de calma sosegadora. Pero pasándole ahora a otra persona diferente, no a él, la desgracia. La visión de todo eso -la desgracia y el sacrificio- acabaría transformando al ser al verse reflejado pero sin recibir las trágicas consecuencias de lo que, de haberlo vivido, hubiese él mismo podido padecer.

Percibir eso claramente el sujeto -con imágenes, palabras, sangre o emociones trágicas- le llevará a conseguir una purificación extraordinaria. Los sacrificios en la Antigüedad tendrían mucho que ver con eso mismo. Las víctimas en los sacrificios eran los personajes de la tragedia catártica, sólo que entonces ellos perecían verdaderamente. A partir de la época en que los sacrificios en Grecia fueron abolidos, el arte de la tragedia y de la representación escénica vinieron a sustituirlos útilmente. La víctima siempre era necesaria. En ella cargaremos la culpa que nos amarga. Pero, claro, para que tenga efecto debe parecer la víctima y su circunstancia representada ser muy creíble, aunque no sea realmente cierto que haya sucedido. La víctima además debe ser muy valiosa. No se pueden descargar culpas eficaces si no la reciben víctimas grandiosas. Pero también deben ser representaciones armoniosas con elementos de belleza, conceptos elogiosos que sufran o acaben mereciendo, a pesar de su belleza, aquellos espíritus ansiosos tan necesitados de vivir esa catarsis. Y así la tragedia griega acabaría convirtiéndose en una de las formas más bellas de arte catártico. Pero, al mismo tiempo, otras formas de Arte también servirán... Otras representaciones bellas que, como aquellas trágicas catárticas clásicas, pudieran también así expresarlo.

Pero el Arte pictórico es tan complejo y tan expresivo, tan poco dado a la conmiseración a veces, que las formas de manifestar sus mensajes de catarsis han variado lo mismo que sus tendencias. Cuando el artista expresionista mexicano José Clemente Orozco (1883-1949) se plantease crear en el año 1935 un gran mural para reflejar las maldades que la humanidad sufriera y necesitara sublimar, pensaría que la víctima elegida debía ser el mundo entero además. Todas las cosas mundanas que agreden, desgarran, traspasan o envilecen la vida del ser humano y representarán así sus propias miserias cotidianas. De la misma vida turbadora de aquellos duros años treinta del cruel siglo XX. Una vida maquinalmente destructora, prostituída por fuerzas desmembradoras de lo humano, o atacadas por el puñal asesino de lo bárbaro, o demolidas por las armas atronadoras de lo más criminal. Y ¿qué mejor cadalso victimario que la imagen de un fuego aniquilador que acabase -para renacer de nuevo liberado- con todo lo creado por el hombre y su mundo?

En la mitología griega Psyque -el alma vagabunda- debe luchar con las amenazas que le impiden alcanzar las cosas que le fueron exigidas por los dioses. Cosas necesarias para poder ella luego existir glorificada. Pero, ¿qué cosas le fueron exigidas?, ¿pudo ella evitarlas, de no haberlas querido hacer? Porque, sin embargo, habría algo que ella necesitara especialmente, algo que deseaba de un modo ineludible, pero que no eran ninguna de aquellas peregrinas cosas que le habían pedido hacer los dioses. Sólo que, sin esas cosas exigidas por los dioses, lo que ella más quisiera no lo podría obtener. Y eso era la búsqueda de la purificación, de la verdad luminosa, de la sensación lívida, pero potente, de algo que, sin embargo, no podría obtener sino en un momento de gloria. Cuando Psyque -el alma errante y vagabunda- iluminara por fin con su efímera vela desatenta el rostro de lo que ella más anhelara ver -Cupido-, solo pudo por entonces iluminarlo durante un pequeño instante de belleza. Porque Cupido -su deseo materializado de belleza- pronto la habría de abandonar, ofuscado por iluminarlo a él así, y huyendo de ella luego para siempre. Por eso la catarsis sólo será un instante prodigioso de grandeza, un único momento de luz, de placer y de belleza. Un único momento de gloria en la vida de los seres que, alguna vez, tuvieran ellos anhelosos y expectantes. Un único momento inalcanzable de belleza que sólo el Arte, y su designio desinteresado, pudieran, si acaso, alguna vez reconocer con su grandeza.

(Óleo de la pintora francesa Constance Mayer, El sueño de la felicidad, 1819, Museo del Louvre; Óleo Cupido y Psyque, 1789, del pintor inglés Joshua Reynolds, Londres; Obra surrealista, De ninguna manera, del pintor actual Gyuri Lohmuller, Rumanía;  Mural del mexicano José Clemente Orozco, Katharsis, 1935, Museo de Bellas Artes, México D.F.)

5 de diciembre de 2013

La poética figura en el Arte de la mujer inmóvil o el dilatado horizonte de un cielo y su homenaje.



¿Cómo sino utilizar los colores para emocionar desesperadamente con el Arte? Para emocionar y para sentir cosas inspiradoras... a través de los sentidos menos permanentes. Porque no durará mucho ese momento emocional. No durará más de lo que suponga un latido y su contralatido desatento. Porque no se tratará de fijar en un lienzo nada demasiado: ni la mirada, ni la conciencia, ni la pasión...; sino sólo ahora, vagamente, un desgarrado instante sin dolor. Y esto lo comprendieron algunos creadores artísticos muy pronto. Aunque no sería comprendido bien hasta el Romanticismo, una tendencia que no llegaría hasta finales del siglo dieciocho pero que desde comienzos de ese siglo balbucearían ya algunas semblanzas parecidas. Unas sensaciones prerrománticas que anunciarían lo que, luego, terminaría arrasando el espíritu humano y sus creaciones artísticas como cosa alguna antes hubiera podido imaginarse. El pintor italiano Giovanni Pannini (1691-1765) fue, por ejemplo, uno de los primeros en pintar las ruinas de la antigüedad clásica. Sin él saberlo aún, sin ser él para nada romántico, estaría ya empezando a cimentar los elementos primigenios de la fugacidad romántica. Tiempo después el pintor del Rococó español Luis Paret y Alcázar (1746-1799) mostraría, en sus aún obras empalagosas de esa tendencia dieciochesca, un apasionado tono de fervor lastimero o un suave pero acusado cierto acontecer emocional...

Ayudaría, tal vez, su destierro en el caribe producido por haber favorecido a un infante real -su amigo Luis Antonio de Borbón- de amantes jovencitas. Posiblemente, también ayudaría el mar y su sensación de límite ahora entre dos mundos: de reflejo por un lado de la infinitud abrumadora de lo poderoso como, por otro, de la humana, frágil y vulnerable finitud de lo terrenal. Así, por ejemplo, Jean Pillement (1718-1808) compuso su apasionada obra Náufragos llegando a la costa. Qué belleza de triste naufragio y qué maravilloso panorama tan desolador... Luego, a finales del siglo XIX, hasta el pintor sueco Knut Ekwall (1843-1912) se dejaría seducir por sobrenaturales seres marinos y sus míticos encantos misteriosos. En su obra El pescador y la Sirena manejaría el pintor esa ambigua certeza tan inspiradora: ¿quién, realmente, estaría buscando a quién, el pescador o la sirena? Pero será el poeta Bécquer, el magistral escritor romántico español, al que le debamos todo lo que con ese universo de emociones quedaría entonces definida la tendencia romántica como un especial y concreto estilo narrativo. Porque es a él al que le debemos la magia de combinar sentimientos fugaces, belleza ilusoria, paisajes monumentales, ruinosos o mortecinos así como una especial aura espiritual cargada de metáforas, rimas y leyendas. Porque sólo Bécquer, como nunca nadie lo hiciera antes, supo expresar con palabras aquellas mismas emociones que los pintores habían recreado con pinceles. Y, desde entonces, toda una gran epopeya literaria se fraguaría en la historia para alarde de otros géneros artísticos, otros medios y otras formas de expresarlos. Y qué mejor homenaje -aunque sea algo largo el texto- que un fragmento de su especial escritura romántica. Aquí, en esta prosa poética, escrita para unos artículos de un periódico de Madrid a mediados del siglo XIX, nos deslumbra ahora el poeta español con lo mismo que otros, antes y después de él, trataron de exponer de otras formas diferentes. Sin embargo sólo él, genialmente, conseguiría aunar lo más románticamente descriptivo con lo más emocionalmente inefable.


Un día entré en el antiguo convento de San Juan de los Reyes. Me senté en una de las piedras de su ruinoso claustro y me puse a dibujar. El cuadro que se ofrecía a mis ojos era magnífico. Largas hileras de pilares que sustentan una bóveda cruzada de mil y mil crestones caprichosos; anchas ojivas caladas como los encajes de un rostrillo; ricos doseletes de granito con caireles de hiedra que suben por entre las labores, como afrentando a las naturales, ligeras creaciones del cincel, que parece han de agitarse al soplo del viento; estatuas vestidas de luengos paños que flotan como al andar; caprichos fantásticos, gnomos, hipógrifos, dragones y reptiles sin número que ya asoman por encima de un capitel, ya corren por las cornisas, se enroscan en las columnas o trepan babeando por el tronco de las guirnaldas de trébol; galerías que se prolongan y que se pierden, árboles que inclinan sus ramas sobre una fuente, flores risueñas, pájaros bulliciosos formando contraste con las tristes ruinas y las calladas naves, y, por último, el cielo, un pedazo de cielo azul que se ve más allá de las crestas de pizarra, de los miradores, a través de los calados de un rosetón. 


En tu álbum tienes mi dibujo; una reproducción pálida, imperfecta, ligerísima de aquel lugar, pero que no obstante puede darte una idea de su melancólica hermosura. No ensayaré, pues, describírtela con palabras, inútiles tantas veces. Sentado, como te dije, en una de las rotas piedras, trabajé en él toda la mañana, torné a emprender mi tarea a la tarde y permanecí absorto en mi ocupación hasta que comenzó a faltar la luz. Entonces, dejando a mi lado el lápiz y la cartera, tendí una mirada por el fondo de las solitarias galerías y me abandoné a mis pensamientos. El sol había desaparecido. Sólo turbaban el alto silencio de aquellas ruinas el monótono rumor del agua de aquella fuente, el trémulo murmullo del viento que suspiraba en los claustros y el temeroso y confuso rumor de las hojas de los árboles que parecían hablar entre sí en voz baja.


Mis deseos comenzaron a hervir y a levantarse en vapor de fantasías. Busqué a mi lado una mujer, una persona a quien comunicar mis sensaciones. Estaba solo. Entonces me acordé de esta verdad, que había leído en no se qué autor: La soledad es muy hermosa... cuando se tiene junto alguien a quien decírselo. No había aún concluido de repetir esta frase célebre, cuando me pareció ver levantarse a mi lado y de entre las sombras una figura ideal, cubierta con una túnica flotante y ceñida la frente de una aureola. Era una de las estatuas del claustro derruido, una escultura que arrancada de un pedestal y arrimada al muro en que me había recostado, yacía allí cubierta de polvo y medio escondida entre el follaje, junto a la rota losa de un sepulcro y el capitel de una columna. 


Más allá, a lo lejos, y veladas por las penumbras y la oscuridad de las extensas bóvedas, se distinguían confusamente algunas otras imágenes: vírgenes con sus palmas y sus nimbos, monjes con sus báculos y sus capuchas, eremitas con sus libros y sus cruces, mártires con sus emblemas y sus aureolas, toda una generación de granito, silenciosa e inmóvil, pero en cuyos rostros había grabado el cincel la huella del ascetismo y una expresión de beatitud y serenidad inefables. He aquí, exclamé, un mundo de piedra; fantasmas inanimados de otros seres que han existido y cuya memoria legó a las épocas venideras un siglo de entusiasmo y de fe. Vírgenes solitarias, austeros cenobitas, mártires esforzados que, como yo, vivieron sin amores ni placeres; que, como yo, arrastraron una existencia oscura y miserable, solos con sus pensamientos y el ardiente corazón inerte bajo el sayal, como un cadáver en su sepulcro.


Volví a fijarme en aquellas facciones angulosas y expresivas; volví a examinar aquellas figuras secas, altas, espirituales y serenas, y proseguí diciendo: ¿Es posible que hayáis vivido sin pasiones, ni temor, ni esperanzas, ni deseos? ¿Quién ha recogido las emanaciones de amor, que como un aroma, se desprenderían de vuestras almas? ¿Quién ha saciado la sed de ternura que abrasaría vuestros pechos en la juventud? ¿Qué espacios ni límites se abrieron a los ojos de vuestros espíritus, ávidos de inmensidad, al despertarse al sentimiento? La noche había cerrado poco a poco. A la dudosa claridad del crepúsculo había sustituido una luz tibia y azul; la luz de la luna que, velada un instante por los oscuros chapiteles de la torre, bañó en aquel momento con un rayo plateado los pilares de la desierta galería. Entonces reparé que todas aquellas figuras, cuyas largas sombras se proyectaban en los muros y en el pavimento, cuyas flotantes ropas parecían moverse, en cuyas demacradas facciones brillaba una expresión indescriptible, santo y sereno gozo, tenían sus pupilas sin luz, vueltas al cielo, como si el escultor quisiera semejar que sus miradas se perdían en el infinito buscando a Dios. A Dios, foco eterno y ardiente de hermosura, al que se vuelve con los ojos, como a un polo de amor, el sentimiento del alma.

(Fragmento último de la Carta IV, Cartas literarias a una mujer, del poeta español Gustavo Adolfo Bécquer, publicadas en el diario El Contemporáneo, Madrid, años 1860-1861.)

(Óleo Ruinas con la pirámide de Cayo Cestio, 1730, Giovanni Paolo Pannini, Museo del Prado;  Obra del pintor Jean-Baptiste Pillement, Náufragos llegando a la costa, 1800, Museo del Prado; Cuadro El pescador y la Sirena, finales del siglo XIX, del pintor sueco Knut Ekwall; Óleo Muchacha durmiendo, 1777 -aprox.-, de Luis Paret y Álcazar, Museo del Prado; Cuadro Ruinas de San Juan de los Reyes de Toledo, 1846, del pintor español Cecilio Pizarro, Museo del Romanticismo, Madrid; Óleo del pintor español Vicente Palmaroli González, A la vista, 1880, Museo del Prado, Arte del Siglo XIX, Madrid.)

1 de diciembre de 2013

La imposibilidad real del deseo, o la desvelación siniestra y maravillosa de lo imposible.



En el año 1925 publicó el escritor estadounidense Theodore Dreiser su novela Una tragedia americana. Considerada como una de las mejores novelas escritas en inglés del siglo XX, se basaba en un hecho real sucedido en el estado de Nueva York en el verano de 1906. Entonces la policía hallaría el cadáver de la joven Grace Brown ahogada en el lago Big Moose. El cadáver hallado había sido golpeado y la muerte de la joven podría ser un homicidio premeditado. Sin embargo, apareció en el lago sola, ahogada y, por tanto, con la suspicacia de haber podido ser sólo un vulgar accidente. Así que pronto la investigación se centraría en el joven con el cual ella había sido vista antes de embarcar. Chester Gillette era sobrino del dueño de la fábrica donde trabajaba la víctima. Hijo del  hermano pobre del rico industrial, acabaría trabajando para su tío tratando de labrarse un porvenir diferente al que la vida de sus arruinados padres le había provocado. Pero el destino deseoso que soñara para su vida se acabaría enfrentando con la pasión momentánea, sórdida y fugaz que sentía por Grace. Esta joven acabaría pronto quedando embarazada y ello les obliga a unir sus vidas en un, para Chester, fracasado porvenir. Ante la insistencia de ella en casarse, él se abandona en otras dulces seducciones enamoradas. Hasta que un día, agobiado y quejumbroso, decide viajar con Grace para cumplir su destino inevitable.

Se detuvieron en un paradisíaco lago donde él, desesperado, acaba embarcándose en un destino fatal y homicida. Fue detenido y acusado a ser condenado a morir en la silla eléctrica en la prisión de Auburn en el otoño de 1908. La historia, tan cinematográfica como parecía, fue llevada al cine en varias ocasiones pero solo la filmada por el director George Stevens en el año 1951 sería la que pasaría a ser una maravillosa obra de arte. La película crea su argumento inspirado en la novela pero, a cambio, el director sustituye un deseo de otra vida o el de acceder a un mundo maravilloso y sofisticado -al cual él debía pertenecer por nexos familiares- por otro inevitable deseo muy humano, este más cinematográfico y operístico: el deseo auspiciado por un amor pasional más enamorado. Porque es el desarrollo del deseo lo que hace genial la historia filmada finalmente. Cuando el personaje de Chester llega a la fábrica de su tío éste le ofrece un empleo de obrero, algo con lo que nunca soñó con ser. En una de las reuniones familiares en casa de su tío conoce a la bella Ángela, una hermosa y sofisticada joven amiga de sus primos. Algo -esa belleza- absolutamente inalcanzable para él. Pero antes de eso había conocido a Grace, una operaria de su misma sección que se enamora irremediablemente de él. Este amor, donde se refugia Chester, terminaría justificando todos sus frustrados anhelos, sin embargo. A pesar de que ella le dice que no se preocupe, que algún día será ascendido, él no lo cree. Se resigna entonces a su destino. Tiempo después, justo cuando Grace sabe lo que guarda ahora el fruto de su pasión -su embarazo-, el irónico destino terminará uniendo apasionadamente las vidas de Chester y Ángela. Pero para entonces, para ese iluso momento deseado, se acabaría desatando la terrible tragedia...

El creador romántico alemán Caspar David Friedrich pinta en el año 1810 su enigmática y espiritual obra Arco iris en un paisaje de montaña. Fue uno de los creadores más inspirados del Romanticismo alemán. Embellecería sus obras con un aura sobrenatural con la que trató de encontrar el resorte creativo donde poder acercar una imagen iconográfica al deseo del alma. En esta obra trata de describir la escena instantánea de la imagen representada por un arco iris geométricamente perfecto. Y debe ser sólo un momento, un instante, lo que dura la visión de un arco iris poderoso. Un personaje caminante -el mismo pintor autorretratado- se detiene ante el maravilloso prodigio para escudriñar, el tiempo que precise, el misterioso sentido que encierra el extraordinario fenómeno. Pero lo más importante de todo es que es una imagen imposible: no puede existir un arco iris en un cielo sin sol. Entonces, ¿por qué ese alarde? Por el deseo poderoso del hombre de querer encontrar respuestas a sus perennes preguntas. Por acercarse ahora, aunque sólo un instante, a la suprema bendición -o maldición- de un incognoscible destino. 

Dos mundos se dispersan en la obra romántica de Friedrich, por un lado el terrenal, el mundo iluminado y visible de un hombre ahora empequeñecido -coloreado por lo mundano de la vida-, deseoso de querer saber o encontrar un sentido a todo lo existente. Y por otro el poderoso, lejano, grandioso y oscurecido horizonte ilimitado, del todo incognoscible -no vemos nada ahí-, totalmente misterioso e indescifrable. Entre ambos mundos un arco iris imposible, lo único que posibilita, con su simbolismo artístico, el trance del sinsentido poderoso de dos mundos enfrentados. Pero sólo es un deseo imposible, un anhelo inútil por la fútil esperanza inane de su autor. En la iconografía medieval se representaba al arco iris como un símbolo revelador que, tras el arrasador diluvio bíblico, ofrecía una alianza entre la divinidad y los hombres. Sin embargo, siglos después, cuando el racionalismo llegó a cuestionar lo único cognoscible o alcanzable por el hombre, éste sólo pudo detenerse y descubrir, claramente, su completa y ridícula incapacidad de conocimiento. 

Porque el ser humano no puede llegar a conocer verdaderamente nada, no puede saber nada, y no podrá, por tanto, conseguir llegar a satisfacer ese deseo imposible. Porque ese deseo sólo es un vago reflejo imposible de lo que anhelamos. En su lienzo Friedrich consigue representar equilibrio y sorpresa. Equilibrio por la perfecta ejecución de la imagen, por el delineado y correcto arco que separa las dos visiones diferentes del mundo. Una de ellas inaccesible, sólo imaginable, porque debe ser maravilloso ese paisaje montañoso que no vemos, ya que ahora es todo negro, brumoso, tétrico y desolador. Y luego el otro escenario, la otra visión posible, ésta más cercana, verde, esperanzada y empequeñecida, la nuestra propia, llena ahora de luz y de colores, la única visión que, verdaderamente, podemos llegar a comprender. Pero también percibimos ahora la sorpresa, la admiración ante lo imposible que no vemos. Porque esto mismo, tanto la sorpresa como la admiración, son lo único que, con nuestros sentidos limitados, alcanzaremos a sentir ante un paisaje así de poderoso. Todo esto es lo que parece que nos dice ese arco iris imposible. Lo que se adivina aquí en un cielo sin sol: que sólo lo que se desea desde un pensamiento elevado podrá, si acaso, llegar a descubrirse. Aunque, eso sí, solo dentro de los limitados o efímeros sentidos de nuestro profundo y misterioso mundo interior.

(Óleo del pintor romántico Caspar David FriedrichArco iris en un paisaje de montaña, 1810, Museo Folkwang, Essen, Alemania; Imagen de un fotograma de la película Un lugar en el sol, 1951; Cartel de la misma película, 1951.)

26 de noviembre de 2013

Las diversas simetrías en el Arte, sus desigualdades, sus semejanzas y sus matices.



El dieciocho de marzo del año 1990 dos hombres vestidos de policía consiguieron robar, en un museo de Boston, trece valiosas pinturas de grandes artistas de la historia. El Isabella Stewart Gardner Museum sería creado por esta aficionada coleccionista del siglo XIX norteamericano. Dedicaría Isabella Stewart gran parte de su fortuna a adquirir en Europa obras de Rembrandt, Vermeer, Degas... En su propia mansión acabaría creando uno de los más significativos museos del continente. Ese robo fue el más importante robo de obras maestras de Arte llevado a cabo en los Estados Unidos en toda su historia. A día de hoy siguen todas las obras desaparecidas. Una de esas obras maestras robadas, Tormenta en el mar de Galilea, es una elaborada y original creación del gran pintor barroco Rembrandt. Su composición centrada e inclinada, formando así una de las diagonales más espléndidas del Arte, consigue hacernos elevar la vista ahora desde las figuras que luchan contra las olas, dirigirla luego por el mástil divisor de los triángulos artisticos de la obra hasta alcanzar, finalmente, la bandera oscurecida de la punta del mástil. ¡Qué grandeza de composición artística! ¡Qué belleza sugerida por el Arte! Qué maravilloso artificio -el mástil divisor- para separar dos semblantes iconográficos distintos: la mitad izquierda amenazada donde las aguas bravas y el feroz viento se manifiestan peligrosamente; y la otra mitad donde la figura serena de Jesús corona la calma del lado más sosegado de la obra. Siglos después de Rembrandt otro pintor crearía una obra con un parecido alarde artístico. El creador sueco -impresionista- Anders Zorn (1860-1920) realizaría en el año 1904 su obra El violinista. Aquí la composición muestra también dos triángulos rectángulos, pero ahora la hipotenusa es la vara de arco del escorzado violín retratado por el Arte. Porque el violín ahora, como la barca atormentada de Rembrandt antes, se verá también en un escorzo maravilloso y sugerente. Hay varias semejanzas creativas, compositivas y artísticas entre estas dos obras de Arte. ¿Son estéticas las únicas semejanzas que existirán entre las dos? No, hay otra semejanza, algo para nada artístico. La obra impresionista de Zorn sería también robada. Fue sustraída de la Galería Thielska de Estocolmo un veinte de junio del año 2000.

Cuando el pintor postimpresionista Cézanne quiso encontrar su destino artístico, del cual dependería luego todo el Arte moderno, se obsesionaría con las figuras de bañistas...  Nacido en la mediterránea Aix-en-Provence, esta cálida costa azul francesa acabaría siendo el lugar idóneo que ofrecería el decorado perfecto para crear el pintor su fantasía estética transgresora. Había pintado años antes obras con esa misma temática bañista, y volvería a crear otras años más tarde, pero estableciendo ahora, sin embargo, una genial diferencia con el Impresionismo triunfante, esa tendencia con la que él había aprendido a pintar, un movimiento artístico para Cezanne demasiado convencional y superado ya en la historia. ¿Cómo conseguir ahora ese impacto artístico que buscase Cézannetan diferente al Impresionismo? ¿Cómo conseguir esa nueva solidez creativa que deseara plasmar ahora en sus obras? Para esto compuso un lienzo nunca antes visto en la historia del Arte. Pintó figuras deslavazadas y amorfas, sin rostros apenas, desproporcionadas y feas, situadas sin orden y sin un perfil siquiera que les diera un contraste de figuras retratadas claramente. Están entremezcladas con una naturaleza del mismo modo transmutada. Muchos siglos antes, durante el Renacimiento, un pintor rompería la serena y equilibrada forma de componer Arte que se había hecho hasta entonces. Sebastiano del Piombo sería el paradigma, con su creación La muerte de Adonis, de una cierta semejanza artística a la modernista obra de Cézanne siglos después. En esta creación unas figuras clásicas se aglutinan en una parte del lienzo dejando el equilibrio renacentista totalmente alterado. Para comienzos del siglo XVI fue todo un alarde innovador, como lo fuera siglos después la obra de su colega postimpresionista. 

Cézanne no dejaría nunca de buscar la mejor forma de exponer sus principios creativos geométricos. Principios artísticos que buscaría el pintor postimpresionista en su esencia compositiva modernista. Principios que, luego, aprovecharían otros creadores para avanzar en sus tendencias, como el Cubismo de Picasso, por ejemplo. Pero Cézanne lo llegaría a conseguir antes con su revolucionaria obra Las grandes bañistas del año 1906. La misma forma de crear figuración de antes, sus mismas desproporcionadas formas anatómicas, pero, ahora, a cambio, todo ese maravilloso equilibrio y composición llevarían esta creación a una innovación geométrica extraordinaria. La triangulación de la imagen en esta obra está genialmente conseguida. Los troncos de los árboles diseñan un gran triángulo isósceles con el apagado suelo marrón de las figuras. Luego los grupos de figuras humanas de cada lado configuran otros dos pequeños triángulos... Y todo eso logra un perfecto conjunto armonioso, más conseguido que en sus anteriores obras innovadoras. La forma en que los volúmenes geométricos son utilizados por los pintores, hacen o no de éstos unos extraordinarios maestros de la composición: originales, sutiles o perfectos creadores. Un contemporáneo pintor y compatriota de Cézanne, Adolphe Bouguereau, alcanzaría renombre en vida gracias a sus obras de clásico y extraordinario valor entonces. A diferencia de Cézanne -pero todo lo contrario hoy-, que entre los compradores de pintura clásica de finales del siglo XIX no estarían las obras modernas de un iluminado postimpresionista. En una de sus obras clásicas perfectas, El primer duelo, narraba Bouguereau la muerte del bíblico Abel.  Muestra en su obra el cadáver de éste en el regazo de Adán que consuela ahora a la abatida Eva. Magnífica obra academicista propia del gran pintor clásico que fue Bouguereau. A semejanza de la composición geométrica del Postimpresionismo, el pintor clásico también establecería su propio triángulo artístico, uno formado por los cuerpos desolados de sus conocidos personajes. Sin embargo, esa sería la única semejanza entre estos dos creadores. A pesar de su contemporaneidad (Bouguereau nace en el año 1825 y muere en 1905,  y Cézanne nace en 1839 y fallece en el año 1906), ambos pintores son paradigmas muy diferentes de entender, componer y expresar Arte. Uno de ellos con la grandiosidad de su Clasicismo y su corrección estética; el otro con la originalidad y la grandeza de su vanguardia innovadora. Pero con algo en común los dos, algo que los dos desarrollarían con esa manera especial de componer conjuntos artísticos: con la geometría volumétrica que llevaría a ser, en toda la historia del Arte, una de las más importantes razones compositivas para crear una genial obra maestra.

(Óleo de Paul Cézanne, Las grandes bañistas, 1906, Museo de Artes de Filadelfia, EEUU; Obra de William Adolphe Bouguereau, El primer duelo, 1888, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires; Óleo de Sebastiano del Piombo, La muerte de Adonis, 1512, Galería de los Uffizi, Florencia; Obra de Paul Cézanne, Las bañistas, 1906, Fundación Barnes, Pensylvania, EEUU; Óleo Tormenta en el mar de Galilea, 1633, Rembrandt, robada en 1990 y desaparecida desde entonces; Cuadro del pintor impresionista sueco Anders Zorn, El violinista, 1904, robada en el año 2000.)

22 de noviembre de 2013

Muchas voces veremos renovadas, pero ninguna habrá que no se altere.



El rompedor pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) habría dicho una vez algo así: Hubiese preferido pintar iconos bizantinos que cuadros tradicionales.   Su decadentismo fue anterior al de todos, incluso al de los Simbolistas, del que hizo escuela y sería un precursor. Pero, la Historia volvería a condicionarlo todo siempre con el tiempo. Estamos condicionados en nuestra vida personal mucho más de lo que creemos por la Historia, por lo medioambiental de sus grandes acontecimientos, por lo más visceral o sangrante de una sociedad tan cambiante como contradictoria. El pintor Gustave Moreau vivió una terrible experiencia personal en la Guerra Franco-Prusiana del año 1870. También vivió la terrible experiencia de las pesadillas históricas posteriores a la contienda, así como la postración política que acusó Francia luego y los estigmas sociales tan injustos y desgarradores para sus compatriotas. Pero, además, el pintor francés acusaría en su Arte las propias tragedias personales de su familia y hasta de su propia amante. Pero, sobre todo, el gran y peculiarísimo creador decadentista francés acabaría obsesionado por lo diferente, por lo hierático, por lo onírico, o por lo en exceso ornamental y metafísico. La sociedad occidental del último cuarto del siglo XIX (entre los años 1875 y 1895 aproximadamente) vino a reaccionar culturalmente con una mezcolanza de sentimientos de retorno, de postración, de rechazo, de huida y de sensualismo que acabaría por denominarse Decadentismo. ¿Cómo no tendría sentido todo eso después de haber vivido un clasicismo, un realismo y un rigorismo imperial tan poderoso? Porque Francia había vuelto a ser otra vez un imperio desde que Napoleón III -sobrino del gran Napoleón- consiguiese erigirse de nuevo en poder imperial en el año 1850. Entonces el país alcanzaría una preeminencia política, económica y cultural extraordinaria.

Porque después del Romanticismo -al advenimiento de este segundo imperio- los franceses volvieron de nuevo a la perfecta medida de los sentidos culturales más clásicos, pero ahora con un bagaje intelectual, cultural y artístico más desarrollado. Pero cuando todo eso se perdiese, trágicamente, en el conflicto bélico del año 1870 a manos de un nuevo poder emergente -el unificado imperio de Alemania-, el inconsciente colectivo francés trataría de encontrarse a sí mismo y recuperar así su espíritu perdido y aquel sentido nacional tan grandioso de antaño. El gran poeta latino Horacio (siglo I a.C.) dejaría escrito en uno de sus grandes versos: ¿Quién hará que la gracia y la hermosura de los idiomas viva y permanezca? Muchas voces veremos renovadas que el tiempo destructor borrado había; y, al contrario, ya olvidadas otras muchas que privan en el día; pues nada puede haber que no se altere cuando el uso así lo quiere, ya que es éste de las lenguas dueño, juez y guía.   Eso mismo sucederá también en el Arte. En el siglo del positivismo y el cientifismo más progresista (el industrial siglo XIX), cuando entonces la sociedad culminara una Revolución Industrial no conocida antes en la historia, algunos creadores miraron de nuevo hacia atrás para impulsar ahora, sin embargo, un avanzado, contrario y simbólico modo de ver y entender el mundo. Y ya no pararía. Seguiría después con los simbolistas y con los modernistas, y enlazaría más tarde a los expresionistas, a los cubistas y a los surrealistas. El mundo habría cambiado entonces para siempre. Pero, cuando Gustave Moreau pinta sus obras decadentistas-simbolistas, justo antes y durante del final de aquel ocaso imperial francés, no podría siquiera imaginar lo que la historia mantendría, sin embargo, todavía oculto en su regazo.

Entre los años 1865 y 1870 pinta Moreau tres obras de una misma temática artística: Diomedes devorado por sus caballos. La mitología griega contaba esta cruda leyenda trágica: El rey de los tracios Diomedes había criado unos salvajes caballos -yegüas en este caso- dándoles de comer carne de otros animales. De ese modo se habían hecho más fuertes y poderosos que los caballos normales. El envidioso Euristeo -otro rey competidor- le encargaría entonces al gran héroe griego Hércules que acabase con esos peligrosos caballos fulminantemente. Uno de los trabajos famosos que al gran héroe mítico le encargan hacer fue la captura de esos feroces animales devoradores de carne. Lo conseguiría Hércules al final de su intento heroico y terminaría llevándose luego todos esos equinos asesinos del reino de Diomedes para siempre. Pero, antes, un ejército tracio al mando de ese rey infame asaltaría los caballos por el camino, luchando ahora con Hércules. Vencerá el héroe griego y acabaría encerrando a Diomedes junto a sus caballos salvajes, donde éstos terminarían por devorarlo. De esa forma tan terrible, con la feroz y cruel imagen de la devoración de Diomedes, pintaría Moreau sus tres semejantes obras de Arte, todo un símbolo filosófico de la destrucción del ser por los mismos medios que el propio ser crease antes. Esas representaciones proféticas de Moreau se adelantaron a la decadencia social de los años posteriores a la batalla de Sedán -la batalla de 1870 donde Francia perdió frente a Alemania-, a la postración cultural llevada a cabo luego por los creadores decadentistas -poetas y escritores sobre todo-, y al final de un siglo XIX con muy pocos claros por entonces rasgos apocalípticos finiseculares. Toda una extraordinaria premonición la del pintor decadentista. Una premonición que alcanzaría, sin él llegar a sospecharlo, hasta las terribles trincheras sanguinarias de la Primera Guerra Mundial para, veinte años después, y sin remedio alguno, llegar a su más abominable y desastrosa secuela bélica posterior.

(Óleo Cierro la puerta tras de mí, 1891, del pintor simbolista y de la estética decadente Fernand Khnopff, Munich; Óleo Diomedes devorado por sus caballos, 1870, Gustave Moreau, Colección particular, Nueva York; Diomedes devorado por sus caballos, 1865, Gustave Moreau, Museo de Bellas Artes de Rouen, Francia; Diomedes devorado por sus caballos, 1866, Gustave Moreau, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU; Óleo Hércules y la Hydra, 1876, Gustave Moreau; Cuadro La Aparición, 1875, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Retrato de Gustave Moreau, 1860, del pintor Edgar Degas.)

19 de noviembre de 2013

El sentido más universal del mundo entre un erotismo y una elegía.



El poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939) publicó en el año 1924 su famoso soneto Leda y el Cisne. En su poema modernista describe la seducción de Zeus a la hermosa ninfa Leda. Cuando esta ninfa griega caminaba una vez junto al río Eurotas se le presenta de repente un grandioso, armonioso y bello cisne blanco. Éste, sagaz, se le acerca temeroso aduciendo que una terrible águila le persigue sin piedad. Entonces la confiada Leda le acaba ofreciendo su tierna compasión tan ingenua. De ese modo, le deja sentir ella la maravillosa calidez de su cuerpo. Hábilmente Zeus termina por seducirla con su dulce apariencia inofensiva, absolutamente insidiosa, carnal e interesada. Trataría el poeta Yeats con sus versos encontrar una respuesta mitológica a los grandes problemas del mundo. En este poema compendia una visión global del mundo que tuviera el poeta irlandés, pero una visión más histórica y social que íntima o personal. Lo resumiría una vez Yeats con esta frase alegórica: Todo acabará irremediablemente perdiéndose ante el engaño, la insidia y la violencia... (se refería a la pérdida de Irlanda por Gran Bretaña ocasionada por los años difíciles y duros de mala convivencia.)

De pronto un golpe: las
alas se agitan aún más
sobre la mujer temblando,
acarician sus muslos
las palmas oscuras, su nuca,
que el pico sujeta
firme, estrecha ahora el pecho
contra el pecho.
¿Cómo podrían los dedos
aterrados, débiles,
alejar a esta gloria
emplumada de sus muslos
entreabiertos?
¿Y cómo puede el cuerpo,
enfrentado a ese blanco torrente,
no sentir contra su pecho
los latidos de su extraño corazón?
Un estremecimiento en las
entrañas y se engendran
el muro echado abajo, el
techo y torre ardiendo
y Agamenón muerto.
Atrapada
y dominada por la sangre
salvaje del aire,
¿habrá ella recibido, además
de su fuerza,
cierto saber antes de que el dios,
ahora satisfecho, la dejara caer?

Leda y el Cisne, del poeta William Butler Yeats, 1924.

Desde el Renacimiento los pintores -Leonardo y Miguel Ángel- habían tratado de combinar la imagen de la inocente Leda con la del seductor cisne-dios. Su representación iconográfica no dejaba por entonces de connotar una erótica manifiesta en la sinuosa forma del ave, ahora falsamente candorosa. Su blancura, su cuello alargado, su plumaje sedoso y abultado, serían unos rasgos que acercarían su imagen a una evidente simbología sexual. Los creadores lo sabían y llegaron a eternizar de alguna forma esa estética en sus lienzos. Pero, claro, siempre y cuando la sutileza y la habilidad lo permitieran artísticamente. Sin embargo, la figura tan seductora del cisne, su alarde zoofílico, no permitieron que esas representaciones fueran aceptadas,  salvo que éstas no dejaran traslucir demasiado ese evidente sentido sexual. Miguel Ángel crea en el año 1530 un boceto que otros creadores después vieron como la más sutil, bella, armoniosa o grandiosa forma de representar el mito. Así fue como Miguel Ángel compuso la más extraordinaria forma de plasmar en un lienzo una escena tan insinuante. El gran pintor Rubens (su taller propiamente) compuso en el año 1599 su obra Leda y el Cisne en homenaje al insigne maestro florentino. Otros también lo harían, o lo intentarían. Pero la historia del Arte no conseguiría que prosperara esa visión insinuante más allá de la belleza conseguida de Miguel Ángel, una visión que éste hiciera con esa representación sexual tan eróticamente sublime. Es decir, con esa forma de crear que sólo tienen los grandes para obtener al mismo tiempo belleza y claridad, mensaje erótico y aceptación artística. ¿Se pudo conseguir hacer después lo mismo? Nunca. En otras obras de este mito se observa o a la bella mujer alejada del cisne -un símbolo sagrado entre lo humano y lo divino-, o apenas tocando ella tiernamente parte de él -un alarde insinuado-, o se ve la burda forma de combinar lo explícito con lo mítico, es decir, de realizar una obra sexualmente impactante -a veces artística- para llegar a decir con dentelladas lo que pudo ser dicho con calma.

Sin embargo, el mito legendario sí que pudo expresar en su relato lo que era aquello sin problemas. La mitología lo relataba muy claro y lo pudo exhibir así, de esa forma tan explícita con que lo contaba. Porque fue entonces el deseo más desaforado lo que llevaría al dios griego a transformarse en un sensual cisne blanco. Porque fue un engaño lo que le llevaría hasta Leda para obtener una satisfacción sexual. Así, como la vida misma, como la misma historia de siempre. Luego aquella unión inapropiada llevaría a producir las consecuencias más funestas entre su descendencia... Según el mito, Leda concebiría dos huevos, uno de su esposo y otro de su amante-ave. De uno nacería Clitemnestra -esposa adúltera y asesina-, del otro Helena -amante propicia para una guerra-. Ambas provocarían el mayor desastre legendario y causarían el más desafortunado trance bélico -carente de sabiduría- que acabaría con Troya y con el rey griego que promoviera esta guerra, Agamenón. Y ese fue el sentido que el poeta irlandés quiso expresar en su verso modernista: que las intenciones engañosas, aunque apasionadas y justificables a veces, terminarán siempre luego en contra de quienes las crearon o promovieron -el poeta hacía referencia a la independencia de Irlanda frente a las cariñosas insinuaciones históricas de Gran Bretaña-. Tan sólo el Arte -la poesía y la pintura- conseguirá con sus obras poder trasladar un sentido pasional, visceral y escatológico a otro sublime, universal, bello o emocionalmente reconocible...

(Obra Leda y el Cisne, después de Miguel Ángel, autor desconocido, siglo XVI, National Gallery, Londres; Óleo de Rubens, Leda y el Cisne, 1599, Galería de Pinturas de Dresde, Alemania; Cuadro del pintor simbolista Gustave Moreau, Leda y el Cisne, 1865; Escultura griega Leda y el Cisne, siglo I a.C., escuela ática, Museo Arqueológico de Venecia; Lienzo Leda y el Cisne, 1660, del pintor barroco Pier Francesco Mola, National Gallery; Obra Leda y el Cisne, 1886, del pintor Johann Hofman, Melbourne; Óleo Leda y el Cisne, 1560, Paolo Veronese, Museo Fesch, Ajaccio, Córcega; Obra Leda con el cisne y los niños, 1544, del pintor manierista Vincent Sellaer; Boceto de una obra desaparecida de Miguel Ángel, Leda y el Cisne, 1530; Grabado con una obra del pintor renacentista italiano Jacopo Ripanda, Leda y el Cisne, siglo XVI.)