19 de mayo de 2013

La inexpresión más expresiva que existe, la que nos sorprende ahora porque no nos ve.



De todas las causas para sorprendernos ante un rostro que miramos, la más de todas ellas es comprobar cómo nada nos hace más efecto que una extraña manera de mirar.  Porque entonces lo único que se enfrenta a nosotros -ya que miramos también- es lo mismo que ahora nos mira, lo mismo que estamos usando nosotros también ahora para hacerlo, los ojos. Y, aunque nos resistamos, volveremos siempre a ellos igual que una luz vuelve, impenitente, sobre lo que carece de luz. ¿Por qué lo hacemos? Tal vez porque carecemos de eso que pensamos necesitar entender con urgencia: ¡que existe lo que vemos! Que tiene vida, que nos ve y que nos corresponde con lo mismo que nos planteamos también de nosotros: ¡que existimos! Los autores y creadores de Arte trataron de fijarlos con su propio estilo en las diferentes obras que nos dejaron para verlos. Para esto crearon reflejos, contrastes, puntos encerrados, agotados o descentrados, elementos que buscarían expresar lo que solo con esos recursos estéticos, solo con ellos, serán capaces de expresarlos sin nada más. Y así lo hicieron desde el Renacimiento... Desde cualquier otro sentido también. Con la promesa de hacernos creer que lo que ahora vemos es, en verdad, lo que nos mira. Pero, no, nada de eso. Nadie nos está mirando ahora aunque lo parezca. Son ciegos los reflejos de lo que, a nuestro cerebro, parece que nos llega de una obra de Arte, porque tan sólo lo parece...

¿Cuánto de esa misma verdad encierra en la vida real eso mismo, algo que sólo lo parece en el Arte?  Porque, aunque sea obvio que una imagen inerte y sin sentido real produzca esa apariencia, no es menos cierto que en la vida real que vivimos a veces también lo sea. ¿En cuántas ocasiones, mirándonos, no nos miran?, ¿en cuántas en otras, ni mirando a veces? Entonces, ¿dónde se encuentra verdaderamente la realidad de lo expresado?, ¿dónde, entonces, estará la verdad de lo expresivo? Porque, al parecer, no se equivocaron los autores ni siquiera entonces creando lo imposible: hacer como que miran sus personajes retratados. Ellos descubrieron ya que nada de lo que tenga vida en verdad supone que mire realmente; es decir, que tal vez todo sea como en su propio reflejo artístico...  Porque aun así, con vida, sólo será eso mismo, una forma inexpresiva de definir un gesto incomprensible, un gesto ahora sin sentido, sin recuerdo, sin efecto, sin pasión o sin mirada...

El escritor Paul Bowles, en su maravillosa obra El cielo protector, nos dejaría una reseña literaria muy apropiada para sentir o entender algo mejor todo eso:  Frente a los músicos sentados en mitad de una tarima bailaba una muchacha, si es que sus movimientos podían calificarse de danza. Sostenía con las manos, detrás de la cabeza, una caña y se limitaba a mover el grácil cuello y los hombros. Los movimientos, graciosos y de una impudicia rayana en la comicidad, eran una traducción perfecta en términos visuales de la estridencia y el salvajismo de la música. Pero lo que conmovía no era tanto la danza misma como la expresión extrañamente desapegada, sonámbula, de la muchacha. Su sonrisa era fija, y se podía añadir que su mente también, como atenta a algún objeto remoto que sólo ella conocía su existencia. Había un desdén supremamente impersonal en los ojos que no miraban y en la curva plácida de los labios. Cuanto más la miraba, más fascinante le resultaba la cara; era una máscara de proporciones perfectas cuya belleza provenía no tanto de la configuración de los rasgos como del significado implícito en su expresión, un significado o la ausencia de significado. Porque era imposible decir qué emoción había detrás de la cara. Era como si estuviese diciendo: "Se está ejecutando una danza. Yo no danzo porque no estoy aquí. Pero es mi danza." Cuando concluyó y la música se detuvo, la muchacha permaneció inmóvil un momento, después bajó lentamente la caña que sostenía detrás de la cabeza y, dando unos vagos golpes en el suelo, se volvió para hablar con uno de los músicos. Su notable expresión no había cambiado en ningún sentido. El músico se puso de pie y le hizo un lugar a su lado en la tarima. A Port le pareció curiosa la forma en que la ayudó a sentarse y, de pronto, comprendió que la muchacha era ciega. La idea lo sacudió como una descarga eléctrica; el corazón le dio un salto y, de pronto, sintió que le ardia la cara.

(Lienzo del pintor del Renacimiento Palma Vecchio, La Bella, 1525, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Impresionista de Renoir, Gabrielle, 1913, Francia; Cuadro Postimpresionista  Ancestros de Tehmana, 1893, Paul Gauguin; Óleo Fauvista Retrato de la mujer del artista, 1913, Matisse, San Petersburgo, Rusia;  Lienzo Expresionista de Picasso, Muchacha con sombrero, 1901, San Antonio, Texas; Obra Surrealista, Galarina, 1945, Dalí, Figueras, Cataluña.)

2 comentarios:

Unknown dijo...

¿Quién en alguna ocasión, no se ha sentido turbado por una de esas miradas o gestos al observar un retrato?.

Esa es una de las muchas cualidades que posee el arte y que nunca dejará, por lo que a mi respecta, de sorprenderme.

Un abrazo.

sacd@ dijo...

Amanece….. despiertas en medio de la ausencia.
Con el vello de la savia crispado por la música
El océano de Hamelín escoltaba en la utopía
El bostezo de su oda florecía en el oasis de la aurora
Acicalándote el rostro ante el espejo del apego
El Arte como cota, debajo, la tierra prometida
El Cielo te abandona en el celaje de nuestra vida.
Un saludo.