30 de agosto de 2013

Entre la satisfacción y el desatino de la vida los autores buscarán confundir con su Belleza.



El gran Tiziano pintaría a lo largo de su extensa vida diferentes versiones de la leyenda mitológica de Dánae. La versión que compuso para la corte española del rey Felipe II -actualmente en el Museo del Prado- consigue reflejar más que ninguna otra el sentido melancólico de la leyenda. Dánae está ahora encerrada en una torre por su propio padre, el rey Acrisio, un lugar desde donde ella no puede ver ni ser vista, ni escapar, ni esperar nada. Un oráculo le había hecho pensar al rey que el futuro hijo que ella tuviese -su propio nieto- acabaría por matarlo para obtener su reino. ¿Qué podría hacer Dánae? ¿Qué destino desatento, desde fuera de ella,  la trataría tan cruelmente ahora en su delirio? En su obra maestra  Tiziano nos muestra su belleza pero también su confusión, su sumisión o desazón por lo que vive cada día, atrapada ahora en un destino tan absurdo. El mito describe a un apasionado Zeus -su poderoso amante-  seducido de ella y convertido en una lluvia dorada -lo único que puede llegar ahora hasta ella- sorprendente, misteriosa, divina y distante. Engendrará Dánae del poderoso dios -con esa simiente de oro- a un gran héroe: Perseo. Pero, ella aún nada sabría de todo esto...

Cuando los pintores del Modernismo hispano (tendencia española correspondiente al Postimpresionismo europeo de principios del siglo XX) pusieron en liza un realismo feroz junto a un preciosismo romántico, consiguieron entonces aunar belleza con mensaje. De ese modo el creador español Zuloaga pinta, también tumbada -como Dánae-, a una hermosa modelo espectacular de aquellos bellos años desenfadados. Anna de Noailles era una aristócrata rumana hermosa, mundana y poeta que vivió en el fascinante y bohemio París de la Belle Epoque. El maestro español la pinta en el año 1913 como una modelo más del Romanticismo, aquella tendencia romántica de años antes, pero ahora justo con los trazos propios del Modernismo, tendencia artística que alumbraría, a cambio del gesto romántico, ahora una realidad mucho más cercana, más indolora, más oscurecida o más vibrante. La modelo muestra aquí un semblante diferente a Dánae, la heroína de la belleza del Renacimiento más clásico de Tiziano. Y eso es así porque, además del propio estilo tan moderno de su rostro, nos indica una satisfacción de ella misma con su nueva vida controlada. Es decir, que reflejaría el pintor modernista la figura de una mujer mucho más segura y satisfecha con su vida, convencida ahora del todo -como la sociedad autocomplaciente y vanidosa en la que vivía- de lo que su confiado destino mundano, a diferencia del opresor ambiente femenino del pasado, pudiera a ella ahora acontecerle.

El pintor expresionista Edvard Munch, creador sutil de reflejos de emociones no translucidos del todo en sus lienzos modernistas, viene a sorprendernos  con su decidida forma de componer momentos transcendentes sin demasiados alardes. En su obra La Tormenta vuelve a hacernos buscar algún referente en su imagen desconcertante que nos diga qué es, realmente, lo que estamos viendo en la escena abrumadora. Ante un paisaje oscurecido y abrupto, con colores semejantes a algo que parece un cielo pre-tormentoso, pensaremos ahora, tal vez, que no es más que un adviento metafórico, un cierto aviso emocional de algo que acontecerá luego...  Pero la realidad es que ahí no hay ninguna tormenta climatológica, ni la habrá. Tan sólo vemos ahora unos personajes -casi fantasmales en su iconografía- que se acercan hacia nosotros alarmados. Y lo hacen así, fuera de donde antes estaban refugiados, lejos, por tanto, del hogar que antes los acogía seguros. Porque ahora muestran aquí, muy expresionistamente, el gesto más espantoso de una emoción incierta ante lo porvenir. Pero, ¿dónde está ahí la tormenta entonces? ¿Por qué, de haberla, se alejan ellos de la protección de la vivienda acogedora, mucho más segura y deseable que el desolado ambiente exterior? Pues porque el terror ahora, sin embargo, no está aquí en nada del entorno ni de la vida, no; lo está en ellos mismos, en la terrible, espantosa y personal sensación interior que ahora los abruma.

En otra de sus expresionistas obras enigmáticas, Amor y Dolor, nos obliga ahora el pintor noruego a pensar de nuevo con una imaginación desbordante al ver su obra. Ha sido esta obra vulgarmente rebautizada como El vampiro, aunque es más exacto el título que su autor le puso. Aquí se muestra el reflejo contradictorio de lo que la vida nos ofrece casi siempre: satisfacción y desatino, crueldad y alivio, dolor y amor. El autor noruego utiliza a la modelo femenina para personificar ahora la forma más desagradable -desatino, crueldad, dolor- del enfrentado binomio sentimental de la existencia. Es esta una manipulación que se permite hacer el creador -parcial y tendenciosa-, pero que no tiene por qué suponer -como se ha dicho- una cierta forma de misoginia artística -porque se ve ahora aquí al personaje femenino agrediendo al masculino, mordiendo su cuello ella a él-. Había que impresionar una imagen que consiguiera englobar las dos caras sublimes de ese sentimiento humano tan personal -el amor y el dolor-, y Munch lo conseguiría con la perfecta composición -aunque algo ambigua- de la sintonía estética más sentida de esas dos emociones tan universales.

El pintor Pierre Auguste Cot, representante clásico del Academicismo francés del siglo XIX -trazos perfectos sobre un dibujo perfecto-, compuso en el año 1880 su obra titulada La Tormenta, como aquella otra obra de Munch que también así la titulara. Pero aquí ahora el creador francés no huye de ninguna forma clásica -antes tan compleja o absurda con Munch- de representar una tormenta atmosférica. No la pintaría con las formas naturales de nubes o de agua en movimiento, con los colores propios de una representación tormentosa o con las incómodas formas más salvajes de su efecto climático. No, aquí lo único que reflejará movimiento -cambio en definitiva- es la carrera de una pareja enamorada, pero ahora  sin saber nada del destino final de esa carrera. Buscarán la complicidad de la eventualidad climatológica -que solo aquí suponemos, ya que ahora no vemos agua ni tormenta- para recorrer la distancia que medie hasta su anhelado deseo fervoroso: ¡amarse! No huyen ellos de nada espantoso, sólo buscan la oportunidad, única y sobrevenida, para poder amarse. ¡Qué diferente ahora con la otra tormenta! Lo manifiesto provocado por la satisfacción clásica, frente a lo absurdo provocado por el desatino expresionista. Sólo algunos creadores consiguen verdaderamente  sorprendernos con su belleza en un lienzo. Con la seductora y diferente manera de comunicarnos, bellamente, lo que tan solo ellos desearon antes que nosotros...

(Óleo La Tormenta, 1893, Edvard Munch; Cuadro Amor y Dolor, 1894, del mismo autor; Óleo La Tormenta, 1880, de Pierre Cot, Metropolitan, Nueva York; Lienzo de Zuloaga, Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, 1913; Óleo Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1553, Tiziano, Museo del Prado.)

2 comentarios:

Unknown dijo...

En el cuadro amor y dolor, me llama poderosamente la atención, como el autor consigue expresar en dicha obra, múltiples emociones.

Un abrazo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Y de modo tan simple, además. Qué gran pintor Munch, mejor aún: qué gran autor, creador, sintetizador de mensajes usando la pintura...

Gracias como siempre. Un abrazo.