1 de diciembre de 2013

La imposibilidad real del deseo, o la desvelación siniestra y maravillosa de lo imposible.



En el año 1925 publicó el escritor estadounidense Theodore Dreiser su novela Una tragedia americana. Considerada como una de las mejores novelas escritas en inglés del siglo XX, se basaba en un hecho real sucedido en el estado de Nueva York en el verano de 1906. Entonces la policía hallaría el cadáver de la joven Grace Brown ahogada en el lago Big Moose. El cadáver hallado había sido golpeado y la muerte de la joven podría ser un homicidio premeditado. Sin embargo, apareció en el lago sola, ahogada y, por tanto, con la suspicacia de haber podido ser sólo un vulgar accidente. Así que pronto la investigación se centraría en el joven con el cual ella había sido vista antes de embarcar. Chester Gillette era sobrino del dueño de la fábrica donde trabajaba la víctima. Hijo del  hermano pobre del rico industrial, acabaría trabajando para su tío tratando de labrarse un porvenir diferente al que la vida de sus arruinados padres le había provocado. Pero el destino deseoso que soñara para su vida se acabaría enfrentando con la pasión momentánea, sórdida y fugaz que sentía por Grace. Esta joven acabaría pronto quedando embarazada y ello les obliga a unir sus vidas en un, para Chester, fracasado porvenir. Ante la insistencia de ella en casarse, él se abandona en otras dulces seducciones enamoradas. Hasta que un día, agobiado y quejumbroso, decide viajar con Grace para cumplir su destino inevitable.

Se detuvieron en un paradisíaco lago donde él, desesperado, acaba embarcándose en un destino fatal y homicida. Fue detenido y acusado a ser condenado a morir en la silla eléctrica en la prisión de Auburn en el otoño de 1908. La historia, tan cinematográfica como parecía, fue llevada al cine en varias ocasiones pero solo la filmada por el director George Stevens en el año 1951 sería la que pasaría a ser una maravillosa obra de arte. La película crea su argumento inspirado en la novela pero, a cambio, el director sustituye un deseo de otra vida o el de acceder a un mundo maravilloso y sofisticado -al cual él debía pertenecer por nexos familiares- por otro inevitable deseo muy humano, este más cinematográfico y operístico: el deseo auspiciado por un amor pasional más enamorado. Porque es el desarrollo del deseo lo que hace genial la historia filmada finalmente. Cuando el personaje de Chester llega a la fábrica de su tío éste le ofrece un empleo de obrero, algo con lo que nunca soñó con ser. En una de las reuniones familiares en casa de su tío conoce a la bella Ángela, una hermosa y sofisticada joven amiga de sus primos. Algo -esa belleza- absolutamente inalcanzable para él. Pero antes de eso había conocido a Grace, una operaria de su misma sección que se enamora irremediablemente de él. Este amor, donde se refugia Chester, terminaría justificando todos sus frustrados anhelos, sin embargo. A pesar de que ella le dice que no se preocupe, que algún día será ascendido, él no lo cree. Se resigna entonces a su destino. Tiempo después, justo cuando Grace sabe lo que guarda ahora el fruto de su pasión -su embarazo-, el irónico destino terminará uniendo apasionadamente las vidas de Chester y Ángela. Pero para entonces, para ese iluso momento deseado, se acabaría desatando la terrible tragedia...

El creador romántico alemán Caspar David Friedrich pinta en el año 1810 su enigmática y espiritual obra Arco iris en un paisaje de montaña. Fue uno de los creadores más inspirados del Romanticismo alemán. Embellecería sus obras con un aura sobrenatural con la que trató de encontrar el resorte creativo donde poder acercar una imagen iconográfica al deseo del alma. En esta obra trata de describir la escena instantánea de la imagen representada por un arco iris geométricamente perfecto. Y debe ser sólo un momento, un instante, lo que dura la visión de un arco iris poderoso. Un personaje caminante -el mismo pintor autorretratado- se detiene ante el maravilloso prodigio para escudriñar, el tiempo que precise, el misterioso sentido que encierra el extraordinario fenómeno. Pero lo más importante de todo es que es una imagen imposible: no puede existir un arco iris en un cielo sin sol. Entonces, ¿por qué ese alarde? Por el deseo poderoso del hombre de querer encontrar respuestas a sus perennes preguntas. Por acercarse ahora, aunque sólo un instante, a la suprema bendición -o maldición- de un incognoscible destino. 

Dos mundos se dispersan en la obra romántica de Friedrich, por un lado el terrenal, el mundo iluminado y visible de un hombre ahora empequeñecido -coloreado por lo mundano de la vida-, deseoso de querer saber o encontrar un sentido a todo lo existente. Y por otro el poderoso, lejano, grandioso y oscurecido horizonte ilimitado, del todo incognoscible -no vemos nada ahí-, totalmente misterioso e indescifrable. Entre ambos mundos un arco iris imposible, lo único que posibilita, con su simbolismo artístico, el trance del sinsentido poderoso de dos mundos enfrentados. Pero sólo es un deseo imposible, un anhelo inútil por la fútil esperanza inane de su autor. En la iconografía medieval se representaba al arco iris como un símbolo revelador que, tras el arrasador diluvio bíblico, ofrecía una alianza entre la divinidad y los hombres. Sin embargo, siglos después, cuando el racionalismo llegó a cuestionar lo único cognoscible o alcanzable por el hombre, éste sólo pudo detenerse y descubrir, claramente, su completa y ridícula incapacidad de conocimiento. 

Porque el ser humano no puede llegar a conocer verdaderamente nada, no puede saber nada, y no podrá, por tanto, conseguir llegar a satisfacer ese deseo imposible. Porque ese deseo sólo es un vago reflejo imposible de lo que anhelamos. En su lienzo Friedrich consigue representar equilibrio y sorpresa. Equilibrio por la perfecta ejecución de la imagen, por el delineado y correcto arco que separa las dos visiones diferentes del mundo. Una de ellas inaccesible, sólo imaginable, porque debe ser maravilloso ese paisaje montañoso que no vemos, ya que ahora es todo negro, brumoso, tétrico y desolador. Y luego el otro escenario, la otra visión posible, ésta más cercana, verde, esperanzada y empequeñecida, la nuestra propia, llena ahora de luz y de colores, la única visión que, verdaderamente, podemos llegar a comprender. Pero también percibimos ahora la sorpresa, la admiración ante lo imposible que no vemos. Porque esto mismo, tanto la sorpresa como la admiración, son lo único que, con nuestros sentidos limitados, alcanzaremos a sentir ante un paisaje así de poderoso. Todo esto es lo que parece que nos dice ese arco iris imposible. Lo que se adivina aquí en un cielo sin sol: que sólo lo que se desea desde un pensamiento elevado podrá, si acaso, llegar a descubrirse. Aunque, eso sí, solo dentro de los limitados o efímeros sentidos de nuestro profundo y misterioso mundo interior.

(Óleo del pintor romántico Caspar David FriedrichArco iris en un paisaje de montaña, 1810, Museo Folkwang, Essen, Alemania; Imagen de un fotograma de la película Un lugar en el sol, 1951; Cartel de la misma película, 1951.)

2 comentarios:

Unknown dijo...

Con la reflexión de nuestros pensamientos, conseguiremos conocer algo mejor nuestro interior.

Tarea compleja en un mundo donde predominan la impaciencia y el estrés.

Meditaremos sobre todo ello como lo hace el autor en dicha obra.

Un abrazo.



Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

El creador consigue algo fascinante: ¡sorprendernos! Y con ello llegará mejor a lo que quiere transmitir.

Un abrazo.