26 de enero de 2013

La diversidad humana o las enormes diferencias de una misma naturaleza, igual y diferente.



Nada hay más diferente que un ser humano a otro, aun de la misma familia, del mismo cigoto biológico casi, de la misma naturaleza o de los mismos genes duplicados incluso. Las tendencias artísticas han mostrado esa peculiaridad -la individualidad retratada- mejor que ninguna otra cosa en el mundo. Como vemos aquí ahora, los rostros humanos son todos distintos en estas representaciones artísticas. Porque los ojos, las arrugas, las sienes, las cejas, la mirada, el semblante y hasta el mismo color que de la piel humedecida se refleje así lo son también. Sin embargo, el Arte -en su maravillosa forma de expresar lo inexpresable- añadirá ahora algo más a todo eso: el sesgo inmaterial del modo de ser de cada rostro. Es decir, la manera ahora tan particular de interpretar el carácter o la singularidad de la esencia interior que un semblante humano refleje en su imagen. Los seres humanos no nos parecemos en nada los unos a los otros. Un médico y un biólogo se alarmarían ante esa afirmación; un psicólogo menos, un creador nada. La individualidad peculiar -única- de los seres humanos es tal que asustaría pensar cómo es posible que podamos vivir todos juntos en sociedad.

Es como en el Arte, ¿podríamos en un museo visualizar sereno la obra de Velázquez -pintor clásico de maneras excelentes- al lado justo de la de Seurat -pintor neoimpresionista de rasgos peculiares-? Ambas obras son Arte, magnífico Arte, pero se catalogarán en áreas diferentes y nuestros ojos irán adaptándose cada vez, poco a poco, a sus claras diferencias o a sus sentidos estéticos particulares, es decir, a lo que cada tendencia artística o cada estilo personal el creador hubiese querido reflejar en su lienzo artístico. Así también sucederá con los seres humanos, particularmente con los tan sofisticados intelectual o interiormente... Y, entonces, ¿cómo podremos vivir juntos y, a la vez, parecernos aparentemente tanto? Por la imitación, algo heredado de la evolución de los antiguos primates. Es esta una característica evolutiva de nuestro género homo que nos ha permitido, y nos permite, sobrevivir aliados. Es decir, que acabaremos pareciéndonos un poco más, cada vez, al congénere que tenemos al lado.

Terminaremos imitándonos, aprendiendo -inconscientemente- de aquel otro individuo que, algo antes que nosotros, hubo comprendido o aprendido alguna cosa valiosa para sobrevivir. Esto es lo que -sin quererlo exactamente así- nos sucederá a los humanos para parecernos unos a otros. Pero, sin embargo, no somos nada iguales. Somos todos tan diferentes, con una magnitud tal de diversidad genuina, que asombraría la reacción si nos dejáramos -como en el Arte- representar con la libertad que los pintores crearon en sus obras. Y esta es una de las grandezas -entre otras muchas- que el Arte nos ofrecerá también con sus obras. Comprender que un rostro humano, por ejemplo, puede ser mucho más diferente -trascendente incluso- que los propios surcos físicos, las sinuosidades, los ángulos o las formas que de su perfil iconográfico se hubiese ofrecido con los siglos y su evolución. Mucho más. Tanto como la interpretación -manierista, barroca, realista, impresionista, simbolista, fauvista o surrealista- que de las cosas intangibles o misteriosas de la vida haya podido el Arte -y puede aún- del todo imaginar entre sus obras.

(Óleo renacentista El hombre de la rosa, 1495, del pintor Andrea Solari; Cuadro del pintor veneciano Giorgio Barbarelli -Giorgione-, Hombre joven, 1506; Óleo manierista Retrato de un anciano, 1570, del pintor Giovanni Battista Moroni; Obra barroca de Velázquez, Retrato de un hombre, 1628, Nueva Jersey, EEUU; Cuadro Retrato de joven, 1597, del gran Rubens, Nueva York, EEUU; Óleo del Romanticismo inicial español, Retrato de caballero, 1795, del pintor Vicente López, Pamplona, Navarra; Obra realista del pintor simbolista Arnold Böcklin, Retrato de un joven romano, 1863; Obra adolescente realista del genial Picasso, El viejo pescador, 1895, Museo de Monserrat, Barcelona; Cuadro impresionista de Vincent van Gogh, Retrato de Pére Tanguy, 1887; Óleo postimpresionista de Paul Cezanne, El fumador, 1895, San Petersburgo, Rusia; Cuadro simbolista del pintor Louis Welden Hawkins, Retrato de hombre joven, 1881, Museo de Orsay, París; Cuadro del neoimpresionista George Seurat, Pequeño pensador en azul, 1882, Museo de Orsay, París; Obra del Modernismo, del pintor francés Christian Bérard, Hombre en azul, 1927, Texas, EEUU; Cuadro fauvista del pintor Matisse, Retrato de Derain, 1905, Tate Gallery, Londres; Obra expresionista, Retrato de Ludwind Ritter von Janikowsky, 1909, del pintor Oskar Kokoschka, EEUU; Cuadro Naif, Retrato de Picasso, 1999, de pintor colombiano Botero; Obra surrealista del genial René Magritte, El hijo del hombre, 1964.)

20 de enero de 2013

El medio más indeleble, hermoso, contemporizador y genial del Arte: la Obsidiana.



Cuando en la antigua Nueva España -actual México- se descubriera el mineral de plata fue en el año 1552. Fueron andaluces los españoles que hicieron posible una de las mayores actividades económicas durante la edad moderna hispanoamericana. Con ella España conseguiría las fuentes de donde emanaría el más grande poder político que en el siglo XVI hubiese soñado reino alguno. Todo comenzaría con el onubense Alonso Rodríguez de Salgado, que llegaría en el año 1534 a la Nueva España. Dos años después alcanzaría las estribaciones de la Sierra de las Navajas en la extraordinaria cordillera de la Sierra Madre Oriental, la gran cadena montañosa que zanja casi todo el territorio mejicano de norte a sur por la parte más central del continente. Porque ahí fue donde años después -en 1552- Rodríguez de Salgado amanecería con su ganado en una mañana fría y desolada. Decidió entonces encender un fuego para calentarse. Al acabarse la fogata los restos calcinados habían despejado el suelo de maleza y descubierto unas curiosas piedras oscurecidas. La plata refulgía entonces brillante entre las costras minerales que la cubrían poderosa. El mineral argentífero fue a partir de entonces la única razón de ser de la pequeña población mejicana de Pachuca de Soto. La excelente prestancia de la plata estaba, sin embargo, rodeada de escoria, es decir, de restos petrificados que ningún valor poseía y la hacían de imposible uso.

Así que no fue hasta que el sevillano Bartolomé de Medina llegase a Méjico en el año 1554 y descubriese en las minas de Pachuca la forma de separar la plata de los restos ahora de mercurio, material que servía para limpiar de escoria el preciado y deseado mineral argentífero. La Sierra de las Navajas -situada en el estado de Hidalgo- las visitaría en el año 1803 el naturalista Alexander von Humboldt. El geógrafo alemán las empezaría llamando Sierra de los Cuchillos por sus abundantes yacimientos de obsidiana. La obsidiana era una curiosa roca vítrea que se había formado por la solidificación rápida del magma expulsado por los volcanes durante su erupción. Todas las culturas mesoamericanas utilizaron esta piedra negra para sus útiles domésticos y militares, resultando especialmente eficaz por los afilados bordes causados en sus fragmentaciones. Una antigua leyenda azteca contaba cómo la hermosa amante -llamada  Xochitzol, flor de sol-  enamorada de un guerrero azteca, ahora alejado de ella, subiría una vez a lo alto de una montaña y comenzaría entonces a llorar desconsolada. Uno de los dioses aztecas le preguntaría por qué ella lloraba así. Entonces le contesta la joven que trataba de esa forma que sus lágrimas fuesen un faro de luz que pudiese guiar a su amado hasta ella. Así fue cómo los dioses convirtieron sus lágrimas en la maravillosa piedra obsidiana.

La obsidiana se convertiría en un material imprescindible para los pueblos mexicas. Su utilización sangrienta -cuchillos afilados para sacrificios humanos- se complementaba con la elaboración de los magníficos objetos labrados de artesanía y ornamentación decorativa que permitían sus vetas maravillosas.  Cuenta otra leyenda prehispánica que la vida de los primeros hombres sería muy dura y difícil en la Tierra, que debían luchar contra las bestias o los animales más salvajes para poder alimentarse y sobrevivir. En cierta ocasión debieron salir todos los hombres a cazar, dejando a las mujeres y a los niños solos en la cueva protectora. Las mujeres y sus hijos estarían a cubierto en su refugio pero sin ningún tipo de armas. Sucedió entonces que un grupo de hienas feroces y hambrientas atacaron la cueva sin piedad. De pronto el pequeño hijo de uno de aquellos guerreros, llamado Obsid, tomaría del suelo una filosa negra piedra que acabaría atando a un palo a modo de lanza, enfrentándose decidido a los terribles depredadores. Acabaría recibiendo luego los honores de la tribu y en su memoria aquella útil piedra negra recibiría su nombre.

Los españoles comercializaron las riquezas de la Nueva España entre los siglos XVI y XVII. Los privilegiados canónigos de la metrópoli, como lo fuera el sevillano Justino de Neve, dispondían de intereses comerciales y rentas de aquellas minas mejicanas de Pachuca. Este sacerdote español iniciaría a mediados del siglo XVII una relación profesional y artística de lo más fructífera con el mejor maestro pintor barroco de la ciudad hispalense: Murillo. En una ocasión el pintor sevillano retrataría agradecido a Justino de Neve por contratar sus pinturas para la catedral y para otras iglesias. Hasta que un día le trajeron al canónigo de Neve de aquella Sierra Madre mejicana unos trozos de la piedra oscurecida de la obsidiana. Le pediría el canonigo entonces a Murillo que las utilizara para crear sobre ellas su prodigioso y maravilloso Arte barroco. El pintor español no lo dudaría y crearía así, de ese modo tan curioso, pintadas sobre ellas, las únicas obras maestras barrocas sobre obsidiana de toda la Historia del Arte.

(Fotografía del volcán Popocatepelt, Estado de México, México; Imagen del Parque Nacional de El Chico, Sierra Madre Oriental, Estado de Hidalgo, México; Obra Sacrificio en noche de Obsidiana, 2007, del pintor mexicano Joaquín Martín Rojas Hernández, México; Imagen de una Obsidiana verde; Óleo sobre obsidiana -el creador utilizaría las propias vetas naturales de la piedra para simbolizar así los rayos celestes y divinos- La oración en el huerto, 1685, Murillo, Museo del Louvre, París; Óleo sobre obsidiana Natividad, 1670, Murillo, Houston, EEUU; Óleo Retrato de Justino de Neve, 1665, del pintor barroco Murillo, National Gallery, Londres.)
 

13 de enero de 2013

El amor representado por un Arte interesado, aliado, expansivo y liberador...



Habría sido el Romanticismo decimonónico el que viniera a transformar la representación más desinhibida, reivindicada y elevada del sentimiento amoroso más inevitable... Aunque la literatura medieval tuvo su anticipación en las historias o leyendas del apasionamiento amoroso más desaforado, el mundo no se permitiría evidenciarlo claramente hasta llegado el siglo XIX. Porque sería Dante, el gran poeta italiano del siglo XIII, quien contase la historia adúltera de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta de Verruchio. Y pudo hacerlo sin problemas porque por entonces muy pocos leían aún, y, además, lo contaría el poeta desde el propio infierno... Desde ese desconocido lugar del inframundo que le permitiera a Dante desnudar las estúpidas rigideces de una sociedad mezquina e intolerante. En Rimini, una pequeña población de la Emilia-Romaña italiana, vivieron los protagonistas de esta famosa y triste historia de amor medieval. Y allí, entre los enfrentamientos sociales de güelfos (partidarios del poder territorial del papado) y gibelinos (partidarios del poder imperial contrario), regiría como magistrado supremo de la ciudad el condottiero Malatesta. 

Su hijo mayor Giovanni, un hombre físicamente poco afortunado, le seguiría pronto en sus hazañas bélicas y poderosas. Así que sería Giovanni el designado para celebrar un matrimonio acordado y necesario entre aquellas dos facciones familiares. Francesca era la hija hermosa, joven y obediente de Guido de Polenta. Ambas familias establecieron una unión obligada e inevitable durante el año 1275. Sin embargo, cuando Francesca de Polenta conoce poco después al hermano menor de Giovanni, Paolo Malatesta, quedaría absolutamente imbuida del arrebato más desolador y poderoso que la especie humana pueda desarrollar entre sus miembros. Paolo era todo lo contrario a su hermano: un ser atractivo, cultivado y entregado a la literatura y sus narraciones poéticas. Unas narraciones que la clase adinerada se permitía orgullosa y satisfecha de poder promocionar. Y entonces fue Paolo el maestro elegido para atesorar, con su lírico saber, las necesitadas frustraciones o las fervientes pasiones tan desvaídas de su insatisfecha cuñada. En una famosa ópera de comienzos del siglo XX, su autor italiano, Gabriele d'Annunzio, describiría -en su segundo acto- la escena tan paradigmática que el Arte enmarcaría luego, de modo tan sublime, entre las eternas sensaciones de aquel sinsentido vital y poderoso. Cuando Paolo está leyéndole a Francesca un poema suyo, como en tantas otras ocasiones lo hiciera, sucedería entonces que toda aquella inhibición de antes se deformaría por completo convirtiéndose ahora, irremediablemente, en un deseo amoroso del todo irrefrenable.

A cambio de esas otras veces inocuas de antes, ahora el verso acabaría transformándose en un beso..., y la pasión desanudada desbocaría así en la mayor tragedia amorosa medieval conocida por entonces. En ese mismo momento, cuando ambos amantes se entregaban a su deseo pasional, Giovanni los sorprendería a los dos... sin quererlo. Y, sin quererlo, los asesinaría a los dos también. En aquellos años los amantes adúlteros eran condenados para siempre a la eternidad más pavorosa y desalmada. Tan sólo sería el gran poeta Dante quien los cubriría de gloria gracias a su divino canto poético. En su gran obra literaria La Divina Comedia Dante los retrata elogioso a ambos, compasivo e inspirado gracias a sus hermosos, indelebles e incisivos versos medievales. Algo que después, mucho más tarde, pasaría de la palabra a la imagen, de la rima a los óleos seductores de aquellos románticos pintores decimonónicos, unos creadores artísticos ahora cómplices, inspirados e inspiradores, de toda aquella inevitable, dulce, exultante y apasionada emoción romántica. Toda una emoción por entonces, sin embargo, del todo ya transformada por el crimen en una muy estéril e inútil pasión...

(Óleo Francesca de Rimini y Paolo de Verruchio observados por Dante y Virgilio, 1855, del pintor francés de origen holandés Ary Scheffer, 1795-1858; Cuadro Muerte de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, 1870, del pintor Alexandre Cabanel, Museo de Orsay, París; Obra prerrafaelita Paolo y Francesca, 1867, del pintor Dante Gabriel Rossetti; Obra del pintor austriaco Ernst Klimt -hermano menor de Gustav Klimt-, Paolo y Francesca, 1890, Museo Belvedere, Viena; Cuadro Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, 1837, del pintor escocés William Dyce; Obra Francesca de Rimini y Paolo, 1870, del pintor italiano Amos Cassioli; Dos obras del pintor neoclásico Ingres, Giovanni descubre a Paolo y Francesca, 1819, y detalle de otra obra del mismo autor, Paolo y Francesca, 1819.)

9 de enero de 2013

Cuenten que viví en los tiempos de Héctor..., cuenten que viví... en los tiempos de Aquiles.



En una de sus películas el director de cine Woody Allen nos sorprende -como siempre- con uno de sus discursos ingeniosos en boca de uno de sus personajes, diciendo algo así: Posee complejo de nostalgia de otro tiempo, piensa que los años veinte en París fueron el mejor momento para haber vivido y para sentir la musa de la inspiración creativa. Cuando el protagonista logra -gracias al milagro del cine- regresar ahora a esa época parisina de entonces, consigue relacionarse con los seres más fascinantes de aquel momento culturalmente excelso. Sin embargo, una de las muchas amantes de Picasso con las que consigue hablar, de pronto le dirá:  Ah, que maravilla la Belle Epoque -años finiseculares del XIX-, esa sí que fue una época única. Aun así, cuando alcanza el protagonista -volvemos a la maravillosa magia cinematográfica- a ir a una época anterior a los años veinte, ahora los pintores Monet y Degas alabarán el Renacimiento como la más sublime, extraordinaria e inspiradora época del mundo para vivir y crear.

¿Cualquier tiempo pasado fue mejor...? Por ejemplo, cultural y artísticamente, ¿quién se atreve a afirmar lo contrario? Porque en este momento histórico que vivimos hoy se está desarrollando el mayor cambio cultural y social producido nunca, la mayor transformación vivida por el hombre como nunca antes. Ya comenzaría hace treinta años aproximadamente y su evolución es cada vez más rápida, progresiva, duradera y determinante. Tecnológicamente estamos aún en la infancia de nuestro acontecer. Y la tecnología ha transformado absolutamente los medios, las formas, las recreaciones, los estímulos, el ocio, el trabajo y las fantasías de los humanos como nunca antes se había producido en la historia. Seguiremos expresando nuestras contradicciones, nuestros miedos, nuestras aflicciones o nuestras emociones con cualquier tipo de arte..., pero, sin embargo, todo será muy diferente a como antes -desde las paredes pétreas de las cuevas primitivas hasta los lienzos sublimes de los artistas de principios del siglo XX- se hubiese llegado a expresar en un soporte visible a nuestros ojos ávidos.

Por eso el Arte será arqueología cultural dentro de poco. Nos seguirá fascinando ver las creaciones artísticas de antes como nos fascina ver ahora los esqueletos paleontológicos. No es esto desmerecedor de nada, todo lo contrario, el Arte conseguirá aumentar su valor y admiración con el paso del tiempo aún más todavía. Pero ya está, se acabó. Como se acabaron los dinosaurios, a pesar de que deseen reactivar el ADN imposible de sus restos petrificados en la tierra. Posiblemente, lo que sí se ha conseguido en estos últimos años sea un mayor conocimiento e interés por el Arte como nunca se había alcanzado antes. Y eso es sintomático de que su valor ha pasado, tal vez, de ser solamente algo estético a ser casi, casi, algo muy espiritual... Lo necesitamos más de lo que creemos, como los dioses fueron necesitados cuando el hombre comenzara a emanciparse de sus dominios olímpicos y tuvieron que aprender entonces a luchar, solos, en el campo despiadado de la evolución implacable.

Pero el ser humano no puede dejar de crear o de expresar de nuevo todas sus angustias y deseos con sus inspiradas y atrabiliarias nuevas formas de creatividad. Y es cuando ahora surgirán, de la mano de la última tecnología, las nuevas maneras de seguir fascinando a los demás -y el propio creador a sí mismo- para poder obtener así lo mismo que entonces, sólo que ahora de otra forma distinta. ¿Cuál será la mejor forma? ¿Cuál es la que auténticamente consiga emocionar aún más al hombre? No se sabe. El futuro es tan imprevisible que pocos autores se atreven a recrearlo con alguna forma desafortunada de ciencia-ficción. No quieren hacer el ridículo que otros hicieron antes. Estamos en el camino de un mundo diferente. Y esta es la angustia y, a la vez, la mayor y más fascinante de las tesituras que nunca humanidad alguna hubiese conseguido, siquiera vagamente, llegar a comprender con sus anhelos.

(Óleos del Renacimiento: La edad de oro, 1587, Jacopo Zucchi, Galería de los Uffizi, Florencia; La edad de plata, 1587, Jacopo Zucchi, Uffizi, Florencia; Óleos Impresionistas: Dos bailarinas en reposo, 1898, Degas, Museo de Orsay, París; Cuadro de Monet, Sauce llorón, 1919; Obra de Picasso, Los techos azules, 1901, Oxford, Inglaterra.)
   

6 de enero de 2013

La creación anónima y las libertades artísticas de sus autores.



Todos los reinos europeos tuvieron sus paladines políticos, unos personajes históricos que lideraron y determinaron el destino prodigioso y grandioso de sus pueblos. En España, por ejemplo, la reina Isabel I -la católica- y sus descendientes Carlos I y Felipe II han pasado a la historia como artífices de lo que alcanzaría a ser una de las más grandes naciones de todos los tiempos. Pero Francia también comenzaría su hegemonía histórica gracias a alguno de sus personajes coronados, reyes que llevaron a cabo los cimientos que la convertirían en otra de las más grandes naciones europeas. Francisco I de Francia sería el promotor -malogrado en sus objetivos iniciales- de lo que acabarían consolidando Enrique II y algo más tarde Enrique IV con su nueva, decisiva e histórica dinastía borbónica. Francisco I de Valois (1494-1547) no se limitaría a luchar en los campos de batalla europeos sino que trataría de ganar la carrera artística para su país con el grandioso Renacimiento, una tendencia cultural que ya había conseguido dominar en Italia desde mediados del siglo XV.

Príncipe verdaderamente renacentista, se ocuparía Francisco I de transformar su corte en un reducto de artistas de toda condición, origen y naturaleza. Ha pasado a la historia por haber acogido al gran Leonardo da Vinci en uno de los momentos más dramáticos para el artista. El gran creador florentino le bendeciría luego con grandes obras maestras hoy depositadas en el museo del Louvre. Enrique II continuaría la devoción de patronazgo nacional que su padre emprendiera para hacer de Francia una gran nación. Aunque ha pasado más a la historia por haber sido uno de los reyes franceses que adorase más a su amante que a su real esposa. Tres años después de celebrar su matrimonio con Catalina de Médicis -siendo él Delfín de Francia-, se uniría para siempre con la hermosa Diana de Poitiers, una concubina de extraordinaria belleza y piel tan blanca como solo las modelos renacentistas pudieran tener. Fue Francisco I quien en un viejo castillo al norte de Francia, el castillo  de Fonteinebleau, introdujese el Manierismo en su país. Redecoraría, rediseñaría y albergaría en ese vetusto castillo toda la creatividad que unos artistas italianos -entonces los mejores del mundo- pudieran realizar en suelo francés.

Se crearía así una escuela artística, la Escuela de Fontainebleau, una tendencia manierista que formaría a artistas franceses como François Clouet (1510-1572), el cual retrata en el año 1571 a la hermosa amante del rey Enrique II, Diana de Poitiers. Retrato que determinaría un peculiar estilo en la forma de plasmar la característica sensualidad del renacimiento manierista francés. Clouet había realizado en el año 1559 su mitológica creación El baño de Diana, donde el pintor representa al rey Enrique a caballo al fondo de la obra -distante del plano principal- en una escena en la que una diosa -Diana cazadora, ahora como una amante enamorada- está solazándose satisfecha rodeada de ninfas y sátiros manieristas. Estas obras de Clouet marcarían la tendencia que Fonteinebleau determinaría con su virtuosismo tan sensual, mágico o misterioso. Pero, a diferencia de obras de autores conocidos, muchas de las creaciones de ese período francés pasaron a la historia anónimas, sin posibilidad de saber quiénes fueron sus auténticos creadores. Es el caso del famoso cuadro más paradigmático de esa efímera escuela, Retrato de Gabrielle d'Estrées y una de sus hermanas. Siguiendo la influencia de Clouet, el autor anónimo realizaría una maravillosa obra de Arte, sin él saberlo incluso. ¿Qué mayor grandeza en un creador que la de no firmar su obra para jamás desvelar su autoría? Sin embargo, esta eventualidad -nunca sabida muy bien por qué- conllevaría a que el pintor se permitiese incluir algunas señales creativas y misteriosas. Unas libertades o mensajes semiocultos que hicieron de esta obra una de las creaciones más inquietantes y enigmáticas -además de bellas- habidas en la Historia del Arte.

Después del fallecimiento del rey Enrique II, Francia entraría en uno de los momentos históricos más difíciles en su edad moderna. Sus hijos hirían reinando frágilmente, sucediéndose en instantes cortos influidos por los terribles conflictos causados por las guerras de religión francesas. Los hugonotes -protestantes franceses- lucharían por el poder en Francia frente a los católicos fanáticos e intransigentes. Es entonces cuando Catalina de Médicis -la reina madre- piensa que un matrimonio resolvería todos los problemas de Francia. A su hija menor Margarita de Valois la compromete con el líder de los hugonotes franceses, un familiar lejano de los Valois, Enrique de Navarra (en aquellos años la Baja Navarra era un pequeño reino bajo influencia francesa). Pero, ambos contrayentes se detestaban y el matrimonio sólo mantuvo a salvo sus vidas frente a las traiciones de los otros candidatos al reino. Hasta que el trono francés acabase en manos de Enrique de Navarra  -el futuro rey Enrique IV- en el año 1589. Enrique IV fue uno de los más importantes reyes franceses ya que determinó las bases de la grandeza del país. Un año después, aún en luchas religiosas el país, un amigo del rey, el duque francés de Bellegarde -Roger de Saint-Larry-, le presenta a Enrique IV a su propia amante, la bella y joven Gabrielle d'Estrées, y entonces el rey francés quedaría fascinado de la hermosa amante del duque.

Enrique IV trataría de anular su matrimonio con Margarita de Valois, una mujer promiscua y lasciva en exceso, sin escrúpulo alguno en compartir su lecho con todo aquel que algún beneficio pudiera reportarle. Gabrielle, como la mayoría de las cortesanas de Francia, era una joven heredera de la alta sociedad que su padre acabaría uniendo en matrimonio con Nicolás d'Amerval. Sin embargo, Gabrielle d'Estrées abandonaría meses después a su noble marido para convertirse en la amante del rey de Francia. Tuvo Gabrielle con el rey tres hijos: César, Catalina y Alejandro, bastardos todos. Sin embargo, Gabrielle no dejaría de visitar a su antiguo amante Roger de Saint-Larry -el duque de Bellegarde- cuando el rey estuviese lejos, ocupado o enfermo. Cuenta una leyenda -que como todas no es verdad ni mentira- que Gabrielle d'Estréss quedaría embarazada de un cuarto hijo en octubre del año 1598, cuando el rey se encontraba recién operado de un absceso que le impedía orinar. Es entonces cuando retrataron a Gabrielle de ese sensual modo en Fontainebleau. ¿Quién la retrata así? No se sabe. ¿Por qué la pintaron de esa forma tan curiosa, sensual, provocativa y misteriosa? Tampoco se sabe.

Alguien -se supone un pintor- sabría todo lo relacionado sobre ella y su vida licenciosa, sus amoríos y leyendas. Entonces, con el virtuosismo que solo el Arte tiene, la pintarían atrapada entre el anhelo de ser reina, su futura maternidad y un padre enigmático, al parecer Roger de Saint-Larry. Este personaje -el duque de Bellegarde- está retratado dentro del cuadro -encima de la chimenea-, aunque sólo sus piernas se verán en la pintura. El sentido erótico del lienzo no fue sexual sino maternal. Lo fue así porque una de las características de su comprometido estado -el pezón desarrollado- se señala ahora entre los dedos de su compañera retratada. ¿Quién fue esta otra mujer? El título dice que su hermana, pero, ¿lo era realmente? Otros afirman que no, que se trata de la siguiente amante que tuvo el rey francés, Henriette d'Entragues. En abril del año 1599, cinco meses después de su misterioso embarazo, fallecería Gabrielle d'Estrées de una infección mortal. ¿El destino de Francia había estado en manos de un amor tan inadecuado para el rey? Enrique IV le prometería a su amante que, a su anulación matrimonial de Margarita, se esposaría con ella. Pero, sin embargo, esto nunca lo cumpliría el monarca.

Moriría Gabrielle d'Estrées antes y la familia Médicis acabaría reinando de nuevo en la corte de Francia. Enrique IV se casaría finalmente con María de Médicis en el año 1600. Y el reino comenzaría entonces un esplendor nunca visto antes en el país galo, ahora pacificado, próspero e ilusionado con su futuro. Para ese momento, el Manierismo triunfante en el Arte había acabado decayendo, poco a poco, frente al poderoso, balbuceante pero definitivo Barroco. Sin embargo, este nuevo estilo artístico barroco el rey francés no lo vería jamás.  El 14 de mayo del año 1610, cuando Enrique IV de Francia -el primer rey Borbón coronado en Europa- paseaba en su elegante carruaje por París camino de palacio, un iluminado católico fanático -François Ravaillac- se avalanzaría furioso hacia el monarca decidido y, con toda la fuerza de su ira vengativa y odiosa -por acabar tolerando el rey la Reforma protestante en Francia-, terminaría por herir mortalmente la vida de aquel rey francés tan enamorado, atribulado y ambicioso.

(Óleo Gabrielle d'Estrées -a la derecha- y una de sus hermanas, 1594, Escuela de Fontainebleau, Museo del Louvre, París; Obra manierista El baño de Diana, 1559, del pintor francés François Clouet, Museo de Rouen, Francia; Óleo Diana de Poitiers o Dama en el baño, 1571, de François Clouet, Galería Nacional de Washington, EEUU; Detalles -tres- de Gabrielle d'Estrées y una de sus hermanas, 1594, Escuela de Fontainebleau; Retrato de Margarita de Valois, Margarita de Navarra, 1572, François Clouet; Retrato de Enrique IV de Francia con armadura, 1610, del pintor flamenco Frans Pourbus el joven, Museo del Louvre, París.)

3 de enero de 2013

La verdadera naturaleza de lo que somos: la transformación o el cambio inevitable.



¿Cuánto valen nuestros principios? ¿Cuánto tiempo estaremos dispuestos a mantener lo que pensamos, lo que -supuestamente- creeremos de verdad? ¿Hasta cuándo seguiremos manteniendo el discurso y la actitud que un día nos iluminara como el ser entonces más íntegro, decidido, seguro y resistente ante los vaivenes de la vida o del mundo? Según un antiguo adagio de sabiduría la única forma de conocer verdaderamente a los demás -y de paso a uno mismo- es calzar los zapatos de otros y caminar por el mismo camino abrupto de ellos para, luego de recorrerlo, regresar solo y confundido como antes, pero ahora, sin embargo, absolutamente transformado por la lucidez.

Relato breve: La Transformación.

Existió una vez un hombre que se enorgullecía tanto de lo que era y pensaba, que defendía sus ideas frente a todos para acabar sintiéndose así el mejor y el más fuerte de los hombres. Y de ese modo acabaría actuando siempre, convencido de su alarde personal insobornable. Cuando niño saltaba el primero hacia el campo de los juegos, ideando entonces cualquier cosa convencido de que aquello que ideara acabaría siendo ya seguido por los otros. Defendía así su manera de entender la forma -la única forma- de querer empezarlo siempre todo. También de idear cómo debían ser las cosas para conseguir de la vida la única manera de plasmar, ante él y ante los otros, las reglas inmortales -las suyas- para hacer posible lo que fuese la vida de los otros. Porque así era como él pensaba, sentía y creía que debían ser las cosas de este mundo, cosas que además sólo iluminaban su figura, su mente, sus decisiones, sus ideas y su propia vida vanidosa.

Creció sumido en esa sensación y conseguiría que todo aquello que le rodeara fuese como quisiera él que fuese. De ese modo su medio ambiente influiría sin esfuerzos por cimentar las formas y maneras en que su personalidad terminara por ser encumbrada y considerada siempre. Tuvo, eso sí, la suerte de no poseer más que aquello que precisara para iniciar la vida sin demasiadas cosas; cosas que, de haberlas tenido, le hubiesen impedido ver la vida con su propia claridad ególatra. Desposeído de mucho, comprendería pronto que sólo -sin tener apenas nada- la probidad de una idea le bastaría para satisfacer sus deseos poderosos. Y de ese modo, acabaría por convertirse en un envidiable defensor de los derechos y de la justicia de los otros, de los desarrapados seres que, como él, deambulaban por el torticero mundo desastroso.

Acabaría liderando consignas y agrupamientos sociales, movimientos que pudieran terminar, de una vez y para siempre, las malditas injusticias de la sociedad y del mundo. Pronto su fama alcanzaría aquel prurito de su infancia, aquella singular tendencia a ser embargado por la sensación de representar él lo único representable en la vida de los otros. Le aclamaban, le envidiaban, le consideraban el ser más justo, el más honesto, el más capaz, el más inconmovible y decidido de todos. Sus miserias y sus escasas posesiones alimentaban las ideas -plausibles para todos- que acabaría utilizando además siempre ante los otros, ante él mismo y ante el mundo.

Y así satisfizo su anhelo, su frustración personal y su sentido de ser todo en el mundo. ¡Cómo disfrutaba al comprender que la verdad de su vida era pareja con la verdad que él creía y predicaba como la única verdad que pudiera existir en el mundo! Ya no dudaría más que su destino pudiera calmarse con otra cosa que no fuera su firme, inamovible y fanática manera de pensar. Y todo tendría sentido ya. Su filosofía utilitaria le llevaría así a pelear con fuerza para desposeer a unos -los poderosos según él- de aquello que -injustamente- los otros -los desposeídos- no tendrían. ¿Quién osaría entonces siquiera alzar la voz para argumentar lo contrario? Él sabría que esas ideas elevadas y sagradas compensarían, con fuerza, la desalmada circunstancia de su pobre destino.

Los años pasaron y la vida continuaría con sus azares inmaduros, sus motivos misteriosos y sus alardes sin sentido. Pero, un día, recibiría la noticia más inesperada de su vida. Acababa él de ser tocado por la diosa fortuna. Millones de euros, cientos de millones, osaron terminar en sus manos para siempre. Ahora podría disponer de todo lo que quisiera -sin justificarlo con palabras- para cambiar y mejorar la vida de los otros, porque la suya era inconmovible, definida, ajustada a sus deseos altruistas. Inicialmente, así pensó sobre lo que la vida le ofrecía ahora inesperadamente. Todo podía ahora además ser justificado por fin, llevar a la realidad -ayudar realmente a los demás- aquellos motivos sagrados que le hicieron pensar lo que era, un ser especial, elegido, para los otros.

Pero, todo había cambiado ya, todo era ya del todo ahora diferente. Porque no es lo mismo clamar en el desierto que sentir que éste, ahora, queda ya muy lejos de tu vida. Al principio quiso mantener sus compromisos, quiso diseñar el sentido de su vida y de los otros con los planteamientos que había defendido siempre. Pero pronto las contradicciones suplantaron a los principios. ¿Cómo argumentar con hechos las ideas altruistas cuando aquéllos -los hechos- son contrarios a los intereses mantenidos en un sentido por éstas -las ideas-, ahora ya de por sí totalmente diferentes?  

Cuando una mañana se dirigieron a él para que llevase a cabo con los otros lo que esperaban, sin dudar, que él haría sonriente y satisfecho, descubrieron, con sorpresa, que no estaba para nadie, que había desaparecido para siempre. Lo buscaron, lo llamaron. Esperaron anhelosos que su mesías sobrevenido acabara ya por cumplir, por fin, con sus principios permanentes. Pero, nada, nunca apareció. Se había desvanecido, como la esperanza de los otros, en aquella mañana gris y displicente. (Fin)


A finales del siglo XVI el emperador del Sacro imperio Romano Germánico, Rodolfo II, encargaría al pintor veneciano Veronese (1528-1588) un gran cuadro sobre el amor y sus desdichas. Se inspiraría entonces el pintor manierista en un relato del mítico Hércules, de aquel héroe griego -Heracles- siempre enfrentado por sus deseos opuestos y contradictorios. En una ocasión el personaje mitológico debía elegir entre el vicio y la virtud. Pero como el personaje era un gran héroe griego, el creador veneciano lo pinta entonces eligiendo, decidido, la virtud, no el vicio. Aunque en el cuadro renacentista el vicio -representado por la atractiva mujer de falda roja- acabaría rasgándole ahora una de las medias al céntrico personaje mitológico, obligándole así a volverse, inseguro, sin embargo, de todo aquello que debiera, obstinada y justamente, realizar ya muy convencido el virtuoso héroe.

(Óleo Alegoría de la Virtud y el Vicio, 1580, Paolo Veronese, Colección Frick, Nueva York, EEUU; Obra Transformación, 1981, del pintor Francisco Peinado; Cuadro Las tres edades de la mujer, 1908, del pintor Gustav Klimt, Roma, Italia; Óleo Las tres edades del hombre, la vejez, la adolescencia y la infancia, 1940, Salvador Dalí.)

1 de enero de 2013

El privilegio arbitrario de los creadores o la genialidad anticipada de Luca Signorelli.



En la región italiana de Umbría se encuentra la antigua población de Orvieto. Situada entre Florencia y Roma, fue una ciudad muy ligada a la historia del Vaticano, pues sería el papa Urbano IV quien mandase iniciar construir en Orvieto su fabulosa catedral en el año 1263. Casi dos siglos se emplearon en completar la obra de Arte que es la catedral de Orvieto. Siglos después se compuso en una de sus capillas, de anchas bóvedas y altas paredes, uno de los más impresionantes frescos producidos por el Renacimiento. En ella pintaron dos genios precursores de lo que sería la principal revolución artística llevada a cabo en el Arte europeo. Fra Angélico iniciaría primero, en el año 1447, la decoración de las bóvedas de la capilla de San Brizio, la cual se completaría, años después, por el desconocido pintor cuatrocentista Luca Signorelli (1445-1523). Este creador italiano se anticiparía con su estilo novedoso más de treinta años al gran Miguel Ángel. Sus frescos en Orvieto muestran la grandeza, la ambientación, el movimiento, la anatomía y la soltura estética que el genio de Miguel Ángel desarrollaría tiempo después -en el año 1535-  en el ábside de la famosa Capilla Sixtina.

La libertad de tratamiento de las imágenes de Signorelli en Orvieto, su personal visión sensual, su especial narrativa teológica, fueron alardes estéticos no aceptados después de Signorelli (los desnudos de Miguel Ángel en su fresco del Juicio Final se ocultaron luego de su muerte, pero los desnudos de Signorelli no), ni tampoco vistos antes.  Fue un procedimiento artístico no repetido pero, sobre todo, iniciado ya por él. Se anticipó a Miguel Ángel, fue el genio primordial de aquel Renacimiento. Inspirado en el poeta Dante, plasmaría Luca Signorelli su visión del Apocalipsis y el Juicio Final. Dos paredes enfrentadas en la catedral expresaban ya unas misteriosas y atrevidas escenas para entonces: de un lado la Predicación del Anticristo, de otro la Resurrección de la carne. La enorme obra mural la desarrolló Signorelli entre los años 1499 y 1502. ¡Qué gran fuerza dramática impregnaría en ella! Dejó reflejado su dominio de la perspectiva, del escorzo, del color tan humano de los cuerpos, cuerpos humanos y demoníacos... Retrató a los espíritus diabólicos con la misma representación corpórea que a los humanos. ¿Por qué lo hizo así? Qué audacia tuvo Signorelli al mostrar la maldad y sus representantes con la misma figuración anatómica que los sufridos hombres terrenales. Así fue el Renacimiento en todo su esplendor, así el triunfo del hombre,  así poder reflejar tanto sus cualidades como sus miserias.

En la escena del Anticristo muestra el pintor la figura representada de un ser semejante a Jesús, pero que no es Jesús realmente, sino aquél. Detrás justo del impostor se encuentra ahora Satanás, mimetizado en su misma figura: sus brazos y piernas -los del ser de apariencia de Jesús- son los mismos del Anticristo. Satanás le menciona algo al oído al personaje con apariencia de Jesús, le está diciendo lo que debe decir a los que le escuchan. En la misma escena, hacia la izquierda, se encuentran dos figuras vestidas de negro y que representan a los creadores de la gran obra artística: Fra Angélico a la derecha y Luca Signorelli a la izquierda. Está observando uno la escena horripilante y el otro a algún espectador fuera del cuadro: a nosotros, que le observamos ahora. Aparenta decirnos el pintor: ¿qué te parece la obra, no es genial?  Luca Signorelli expresaría con su Arte, como antes lo hiciera Dante con el suyo, la vida de algunos de los que la libertad de un autor quisiera inmortalizar en su obra, es decir, sin misericordia ni permiso alguno...  Al parecer, una de las amantes infieles del pintor está ahí representada, es la mujer llevada por uno de esos diablos alados y condenada -¿cómo no?- por el creador a los infiernos. En otra escena, la misma donde se sitúan los pintores, aparece la figura de otra mujer -una prostituta- que acerca su mano ahora para cobrar las monedas de algún servicio sexual. También, según algunos críticos, puede representar este personaje femenino a Laura Brunelleschi, una joven amante no muy solícita con el creador renacentista.

Tanta era la obsesión del pintor por mantener eterno el recuerdo -odioso o cariñoso- de algunos de sus conocidos que, en el año 1502, al finalizar los frescos de la catedral de Orvieto, realizaría Signorelli su tabla Lamentación de Cristo muerto. Ese mismo año un hijo suyo, muy querido por él, de joven y bello cuerpo, sería asesinado en el pueblo natal del pintor, Cortona. Cuando estaban velando al cadáver mandaría el pintor desnudarlo y, sin emocionarse, lo retrataría como al modelo perfecto para su Cristo lamentado. Así son las peculiaridades del Arte y de sus creadores, así también la mayor libertad y audacia que se precise para poder crear sin menoscabo. Porque no pueden caber limitaciones en el Arte, no pueden quebrarse los estímulos ni las motivaciones estéticas, ni las semblanzas especiales por muy extrañas que sean. Este es el sentido universal del Arte: todo lo que, con Belleza, se quiera expresar en un lienzo artístico. Con la maestría, genialidad y grandiosidad que sólo la Belleza condicione en el Arte. Porque sólo ésta -la Belleza-, sólo su musa sobrecogedora y su singular forma de ser representada, podrán ejercer, si acaso, de único tribunal de Arte que pueda, de existir alguno, ser soportado sin remilgos por cualquier espíritu atribulado, desesperanzado o necesitado, de alguna belleza...

(Detalle del Fresco Condenados al Infierno, Juicio Final, del pintor Luca Signorelli, 1502, Catedral de Orvieto, Orvieto, Italia; Detalle del mismo fresco, Llamada de los elegidos al Paraíso; Otro detalle del Fresco de Orvieto; Fresco Resurrección de la carne, Luca Signorelli, Catedral de Orvieto; Fresco Predicación y hechos del Anticristo, Catedral de Orvieto, Luca Signorelli; Fotografía de la Catedral de Orvieto, Italia; Detalle del fresco anterior, figuras con el autorretrato del pintor Signorelli -mirando al espectador- y de Fra Angélico, detrás; Tabla Lamentación de Cristo muerto, 1502, del pintor Luca Signorelli, el modelo de Cristo es el cadáver de su propio hijo asesinado, Cortona, Italia; Detalle del fresco Anticristo, con la figura de éste, y Satanás detrás, aparece también una mujer a la izquierda, modelo de la figura de una amante del pintor; Fresco Condenados al Infierno, Juicio Final, Catedral de Orvieto, Luca Signorelli; Detalle ampliado de este fresco; Detalle del fresco Resurrección de la carne, Juicio Final, Luca Signorelli, 1502, Orvieto, Italia.)