26 de noviembre de 2013

Las diversas simetrías en el Arte, sus desigualdades, sus semejanzas y sus matices.



El dieciocho de marzo del año 1990 dos hombres vestidos de policía consiguieron robar, en un museo de Boston, trece valiosas pinturas de grandes artistas de la historia. El Isabella Stewart Gardner Museum sería creado por esta aficionada coleccionista del siglo XIX norteamericano. Dedicaría Isabella Stewart gran parte de su fortuna a adquirir en Europa obras de Rembrandt, Vermeer, Degas... En su propia mansión acabaría creando uno de los más significativos museos del continente. Ese robo fue el más importante robo de obras maestras de Arte llevado a cabo en los Estados Unidos en toda su historia. A día de hoy siguen todas las obras desaparecidas. Una de esas obras maestras robadas, Tormenta en el mar de Galilea, es una elaborada y original creación del gran pintor barroco Rembrandt. Su composición centrada e inclinada, formando así una de las diagonales más espléndidas del Arte, consigue hacernos elevar la vista ahora desde las figuras que luchan contra las olas, dirigirla luego por el mástil divisor de los triángulos artisticos de la obra hasta alcanzar, finalmente, la bandera oscurecida de la punta del mástil. ¡Qué grandeza de composición artística! ¡Qué belleza sugerida por el Arte! Qué maravilloso artificio -el mástil divisor- para separar dos semblantes iconográficos distintos: la mitad izquierda amenazada donde las aguas bravas y el feroz viento se manifiestan peligrosamente; y la otra mitad donde la figura serena de Jesús corona la calma del lado más sosegado de la obra. Siglos después de Rembrandt otro pintor crearía una obra con un parecido alarde artístico. El creador sueco -impresionista- Anders Zorn (1860-1920) realizaría en el año 1904 su obra El violinista. Aquí la composición muestra también dos triángulos rectángulos, pero ahora la hipotenusa es la vara de arco del escorzado violín retratado por el Arte. Porque el violín ahora, como la barca atormentada de Rembrandt antes, se verá también en un escorzo maravilloso y sugerente. Hay varias semejanzas creativas, compositivas y artísticas entre estas dos obras de Arte. ¿Son estéticas las únicas semejanzas que existirán entre las dos? No, hay otra semejanza, algo para nada artístico. La obra impresionista de Zorn sería también robada. Fue sustraída de la Galería Thielska de Estocolmo un veinte de junio del año 2000.

Cuando el pintor postimpresionista Cézanne quiso encontrar su destino artístico, del cual dependería luego todo el Arte moderno, se obsesionaría con las figuras de bañistas...  Nacido en la mediterránea Aix-en-Provence, esta cálida costa azul francesa acabaría siendo el lugar idóneo que ofrecería el decorado perfecto para crear el pintor su fantasía estética transgresora. Había pintado años antes obras con esa misma temática bañista, y volvería a crear otras años más tarde, pero estableciendo ahora, sin embargo, una genial diferencia con el Impresionismo triunfante, esa tendencia con la que él había aprendido a pintar, un movimiento artístico para Cezanne demasiado convencional y superado ya en la historia. ¿Cómo conseguir ahora ese impacto artístico que buscase Cézannetan diferente al Impresionismo? ¿Cómo conseguir esa nueva solidez creativa que deseara plasmar ahora en sus obras? Para esto compuso un lienzo nunca antes visto en la historia del Arte. Pintó figuras deslavazadas y amorfas, sin rostros apenas, desproporcionadas y feas, situadas sin orden y sin un perfil siquiera que les diera un contraste de figuras retratadas claramente. Están entremezcladas con una naturaleza del mismo modo transmutada. Muchos siglos antes, durante el Renacimiento, un pintor rompería la serena y equilibrada forma de componer Arte que se había hecho hasta entonces. Sebastiano del Piombo sería el paradigma, con su creación La muerte de Adonis, de una cierta semejanza artística a la modernista obra de Cézanne siglos después. En esta creación unas figuras clásicas se aglutinan en una parte del lienzo dejando el equilibrio renacentista totalmente alterado. Para comienzos del siglo XVI fue todo un alarde innovador, como lo fuera siglos después la obra de su colega postimpresionista. 

Cézanne no dejaría nunca de buscar la mejor forma de exponer sus principios creativos geométricos. Principios artísticos que buscaría el pintor postimpresionista en su esencia compositiva modernista. Principios que, luego, aprovecharían otros creadores para avanzar en sus tendencias, como el Cubismo de Picasso, por ejemplo. Pero Cézanne lo llegaría a conseguir antes con su revolucionaria obra Las grandes bañistas del año 1906. La misma forma de crear figuración de antes, sus mismas desproporcionadas formas anatómicas, pero, ahora, a cambio, todo ese maravilloso equilibrio y composición llevarían esta creación a una innovación geométrica extraordinaria. La triangulación de la imagen en esta obra está genialmente conseguida. Los troncos de los árboles diseñan un gran triángulo isósceles con el apagado suelo marrón de las figuras. Luego los grupos de figuras humanas de cada lado configuran otros dos pequeños triángulos... Y todo eso logra un perfecto conjunto armonioso, más conseguido que en sus anteriores obras innovadoras. La forma en que los volúmenes geométricos son utilizados por los pintores, hacen o no de éstos unos extraordinarios maestros de la composición: originales, sutiles o perfectos creadores. Un contemporáneo pintor y compatriota de Cézanne, Adolphe Bouguereau, alcanzaría renombre en vida gracias a sus obras de clásico y extraordinario valor entonces. A diferencia de Cézanne -pero todo lo contrario hoy-, que entre los compradores de pintura clásica de finales del siglo XIX no estarían las obras modernas de un iluminado postimpresionista. En una de sus obras clásicas perfectas, El primer duelo, narraba Bouguereau la muerte del bíblico Abel.  Muestra en su obra el cadáver de éste en el regazo de Adán que consuela ahora a la abatida Eva. Magnífica obra academicista propia del gran pintor clásico que fue Bouguereau. A semejanza de la composición geométrica del Postimpresionismo, el pintor clásico también establecería su propio triángulo artístico, uno formado por los cuerpos desolados de sus conocidos personajes. Sin embargo, esa sería la única semejanza entre estos dos creadores. A pesar de su contemporaneidad (Bouguereau nace en el año 1825 y muere en 1905,  y Cézanne nace en 1839 y fallece en el año 1906), ambos pintores son paradigmas muy diferentes de entender, componer y expresar Arte. Uno de ellos con la grandiosidad de su Clasicismo y su corrección estética; el otro con la originalidad y la grandeza de su vanguardia innovadora. Pero con algo en común los dos, algo que los dos desarrollarían con esa manera especial de componer conjuntos artísticos: con la geometría volumétrica que llevaría a ser, en toda la historia del Arte, una de las más importantes razones compositivas para crear una genial obra maestra.

(Óleo de Paul Cézanne, Las grandes bañistas, 1906, Museo de Artes de Filadelfia, EEUU; Obra de William Adolphe Bouguereau, El primer duelo, 1888, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires; Óleo de Sebastiano del Piombo, La muerte de Adonis, 1512, Galería de los Uffizi, Florencia; Obra de Paul Cézanne, Las bañistas, 1906, Fundación Barnes, Pensylvania, EEUU; Óleo Tormenta en el mar de Galilea, 1633, Rembrandt, robada en 1990 y desaparecida desde entonces; Cuadro del pintor impresionista sueco Anders Zorn, El violinista, 1904, robada en el año 2000.)

22 de noviembre de 2013

Muchas voces veremos renovadas, pero ninguna habrá que no se altere.



El rompedor pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) habría dicho una vez algo así: Hubiese preferido pintar iconos bizantinos que cuadros tradicionales.   Su decadentismo fue anterior al de todos, incluso al de los Simbolistas, del que hizo escuela y sería un precursor. Pero, la Historia volvería a condicionarlo todo siempre con el tiempo. Estamos condicionados en nuestra vida personal mucho más de lo que creemos por la Historia, por lo medioambiental de sus grandes acontecimientos, por lo más visceral o sangrante de una sociedad tan cambiante como contradictoria. El pintor Gustave Moreau vivió una terrible experiencia personal en la Guerra Franco-Prusiana del año 1870. También vivió la terrible experiencia de las pesadillas históricas posteriores a la contienda, así como la postración política que acusó Francia luego y los estigmas sociales tan injustos y desgarradores para sus compatriotas. Pero, además, el pintor francés acusaría en su Arte las propias tragedias personales de su familia y hasta de su propia amante. Pero, sobre todo, el gran y peculiarísimo creador decadentista francés acabaría obsesionado por lo diferente, por lo hierático, por lo onírico, o por lo en exceso ornamental y metafísico. La sociedad occidental del último cuarto del siglo XIX (entre los años 1875 y 1895 aproximadamente) vino a reaccionar culturalmente con una mezcolanza de sentimientos de retorno, de postración, de rechazo, de huida y de sensualismo que acabaría por denominarse Decadentismo. ¿Cómo no tendría sentido todo eso después de haber vivido un clasicismo, un realismo y un rigorismo imperial tan poderoso? Porque Francia había vuelto a ser otra vez un imperio desde que Napoleón III -sobrino del gran Napoleón- consiguiese erigirse de nuevo en poder imperial en el año 1850. Entonces el país alcanzaría una preeminencia política, económica y cultural extraordinaria.

Porque después del Romanticismo -al advenimiento de este segundo imperio- los franceses volvieron de nuevo a la perfecta medida de los sentidos culturales más clásicos, pero ahora con un bagaje intelectual, cultural y artístico más desarrollado. Pero cuando todo eso se perdiese, trágicamente, en el conflicto bélico del año 1870 a manos de un nuevo poder emergente -el unificado imperio de Alemania-, el inconsciente colectivo francés trataría de encontrarse a sí mismo y recuperar así su espíritu perdido y aquel sentido nacional tan grandioso de antaño. El gran poeta latino Horacio (siglo I a.C.) dejaría escrito en uno de sus grandes versos: ¿Quién hará que la gracia y la hermosura de los idiomas viva y permanezca? Muchas voces veremos renovadas que el tiempo destructor borrado había; y, al contrario, ya olvidadas otras muchas que privan en el día; pues nada puede haber que no se altere cuando el uso así lo quiere, ya que es éste de las lenguas dueño, juez y guía.   Eso mismo sucederá también en el Arte. En el siglo del positivismo y el cientifismo más progresista (el industrial siglo XIX), cuando entonces la sociedad culminara una Revolución Industrial no conocida antes en la historia, algunos creadores miraron de nuevo hacia atrás para impulsar ahora, sin embargo, un avanzado, contrario y simbólico modo de ver y entender el mundo. Y ya no pararía. Seguiría después con los simbolistas y con los modernistas, y enlazaría más tarde a los expresionistas, a los cubistas y a los surrealistas. El mundo habría cambiado entonces para siempre. Pero, cuando Gustave Moreau pinta sus obras decadentistas-simbolistas, justo antes y durante del final de aquel ocaso imperial francés, no podría siquiera imaginar lo que la historia mantendría, sin embargo, todavía oculto en su regazo.

Entre los años 1865 y 1870 pinta Moreau tres obras de una misma temática artística: Diomedes devorado por sus caballos. La mitología griega contaba esta cruda leyenda trágica: El rey de los tracios Diomedes había criado unos salvajes caballos -yegüas en este caso- dándoles de comer carne de otros animales. De ese modo se habían hecho más fuertes y poderosos que los caballos normales. El envidioso Euristeo -otro rey competidor- le encargaría entonces al gran héroe griego Hércules que acabase con esos peligrosos caballos fulminantemente. Uno de los trabajos famosos que al gran héroe mítico le encargan hacer fue la captura de esos feroces animales devoradores de carne. Lo conseguiría Hércules al final de su intento heroico y terminaría llevándose luego todos esos equinos asesinos del reino de Diomedes para siempre. Pero, antes, un ejército tracio al mando de ese rey infame asaltaría los caballos por el camino, luchando ahora con Hércules. Vencerá el héroe griego y acabaría encerrando a Diomedes junto a sus caballos salvajes, donde éstos terminarían por devorarlo. De esa forma tan terrible, con la feroz y cruel imagen de la devoración de Diomedes, pintaría Moreau sus tres semejantes obras de Arte, todo un símbolo filosófico de la destrucción del ser por los mismos medios que el propio ser crease antes. Esas representaciones proféticas de Moreau se adelantaron a la decadencia social de los años posteriores a la batalla de Sedán -la batalla de 1870 donde Francia perdió frente a Alemania-, a la postración cultural llevada a cabo luego por los creadores decadentistas -poetas y escritores sobre todo-, y al final de un siglo XIX con muy pocos claros por entonces rasgos apocalípticos finiseculares. Toda una extraordinaria premonición la del pintor decadentista. Una premonición que alcanzaría, sin él llegar a sospecharlo, hasta las terribles trincheras sanguinarias de la Primera Guerra Mundial para, veinte años después, y sin remedio alguno, llegar a su más abominable y desastrosa secuela bélica posterior.

(Óleo Cierro la puerta tras de mí, 1891, del pintor simbolista y de la estética decadente Fernand Khnopff, Munich; Óleo Diomedes devorado por sus caballos, 1870, Gustave Moreau, Colección particular, Nueva York; Diomedes devorado por sus caballos, 1865, Gustave Moreau, Museo de Bellas Artes de Rouen, Francia; Diomedes devorado por sus caballos, 1866, Gustave Moreau, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU; Óleo Hércules y la Hydra, 1876, Gustave Moreau; Cuadro La Aparición, 1875, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Retrato de Gustave Moreau, 1860, del pintor Edgar Degas.)

19 de noviembre de 2013

El sentido más universal del mundo entre un erotismo y una elegía.



El poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939) publicó en el año 1924 su famoso soneto Leda y el Cisne. En su poema modernista describe la seducción de Zeus a la hermosa ninfa Leda. Cuando esta ninfa griega caminaba una vez junto al río Eurotas se le presenta de repente un grandioso, armonioso y bello cisne blanco. Éste, sagaz, se le acerca temeroso aduciendo que una terrible águila le persigue sin piedad. Entonces la confiada Leda le acaba ofreciendo su tierna compasión tan ingenua. De ese modo, le deja sentir ella la maravillosa calidez de su cuerpo. Hábilmente Zeus termina por seducirla con su dulce apariencia inofensiva, absolutamente insidiosa, carnal e interesada. Trataría el poeta Yeats con sus versos encontrar una respuesta mitológica a los grandes problemas del mundo. En este poema compendia una visión global del mundo que tuviera el poeta irlandés, pero una visión más histórica y social que íntima o personal. Lo resumiría una vez Yeats con esta frase alegórica: Todo acabará irremediablemente perdiéndose ante el engaño, la insidia y la violencia... (se refería a la pérdida de Irlanda por Gran Bretaña ocasionada por los años difíciles y duros de mala convivencia.)

De pronto un golpe: las
alas se agitan aún más
sobre la mujer temblando,
acarician sus muslos
las palmas oscuras, su nuca,
que el pico sujeta
firme, estrecha ahora el pecho
contra el pecho.
¿Cómo podrían los dedos
aterrados, débiles,
alejar a esta gloria
emplumada de sus muslos
entreabiertos?
¿Y cómo puede el cuerpo,
enfrentado a ese blanco torrente,
no sentir contra su pecho
los latidos de su extraño corazón?
Un estremecimiento en las
entrañas y se engendran
el muro echado abajo, el
techo y torre ardiendo
y Agamenón muerto.
Atrapada
y dominada por la sangre
salvaje del aire,
¿habrá ella recibido, además
de su fuerza,
cierto saber antes de que el dios,
ahora satisfecho, la dejara caer?

Leda y el Cisne, del poeta William Butler Yeats, 1924.

Desde el Renacimiento los pintores -Leonardo y Miguel Ángel- habían tratado de combinar la imagen de la inocente Leda con la del seductor cisne-dios. Su representación iconográfica no dejaba por entonces de connotar una erótica manifiesta en la sinuosa forma del ave, ahora falsamente candorosa. Su blancura, su cuello alargado, su plumaje sedoso y abultado, serían unos rasgos que acercarían su imagen a una evidente simbología sexual. Los creadores lo sabían y llegaron a eternizar de alguna forma esa estética en sus lienzos. Pero, claro, siempre y cuando la sutileza y la habilidad lo permitieran artísticamente. Sin embargo, la figura tan seductora del cisne, su alarde zoofílico, no permitieron que esas representaciones fueran aceptadas,  salvo que éstas no dejaran traslucir demasiado ese evidente sentido sexual. Miguel Ángel crea en el año 1530 un boceto que otros creadores después vieron como la más sutil, bella, armoniosa o grandiosa forma de representar el mito. Así fue como Miguel Ángel compuso la más extraordinaria forma de plasmar en un lienzo una escena tan insinuante. El gran pintor Rubens (su taller propiamente) compuso en el año 1599 su obra Leda y el Cisne en homenaje al insigne maestro florentino. Otros también lo harían, o lo intentarían. Pero la historia del Arte no conseguiría que prosperara esa visión insinuante más allá de la belleza conseguida de Miguel Ángel, una visión que éste hiciera con esa representación sexual tan eróticamente sublime. Es decir, con esa forma de crear que sólo tienen los grandes para obtener al mismo tiempo belleza y claridad, mensaje erótico y aceptación artística. ¿Se pudo conseguir hacer después lo mismo? Nunca. En otras obras de este mito se observa o a la bella mujer alejada del cisne -un símbolo sagrado entre lo humano y lo divino-, o apenas tocando ella tiernamente parte de él -un alarde insinuado-, o se ve la burda forma de combinar lo explícito con lo mítico, es decir, de realizar una obra sexualmente impactante -a veces artística- para llegar a decir con dentelladas lo que pudo ser dicho con calma.

Sin embargo, el mito legendario sí que pudo expresar en su relato lo que era aquello sin problemas. La mitología lo relataba muy claro y lo pudo exhibir así, de esa forma tan explícita con que lo contaba. Porque fue entonces el deseo más desaforado lo que llevaría al dios griego a transformarse en un sensual cisne blanco. Porque fue un engaño lo que le llevaría hasta Leda para obtener una satisfacción sexual. Así, como la vida misma, como la misma historia de siempre. Luego aquella unión inapropiada llevaría a producir las consecuencias más funestas entre su descendencia... Según el mito, Leda concebiría dos huevos, uno de su esposo y otro de su amante-ave. De uno nacería Clitemnestra -esposa adúltera y asesina-, del otro Helena -amante propicia para una guerra-. Ambas provocarían el mayor desastre legendario y causarían el más desafortunado trance bélico -carente de sabiduría- que acabaría con Troya y con el rey griego que promoviera esta guerra, Agamenón. Y ese fue el sentido que el poeta irlandés quiso expresar en su verso modernista: que las intenciones engañosas, aunque apasionadas y justificables a veces, terminarán siempre luego en contra de quienes las crearon o promovieron -el poeta hacía referencia a la independencia de Irlanda frente a las cariñosas insinuaciones históricas de Gran Bretaña-. Tan sólo el Arte -la poesía y la pintura- conseguirá con sus obras poder trasladar un sentido pasional, visceral y escatológico a otro sublime, universal, bello o emocionalmente reconocible...

(Obra Leda y el Cisne, después de Miguel Ángel, autor desconocido, siglo XVI, National Gallery, Londres; Óleo de Rubens, Leda y el Cisne, 1599, Galería de Pinturas de Dresde, Alemania; Cuadro del pintor simbolista Gustave Moreau, Leda y el Cisne, 1865; Escultura griega Leda y el Cisne, siglo I a.C., escuela ática, Museo Arqueológico de Venecia; Lienzo Leda y el Cisne, 1660, del pintor barroco Pier Francesco Mola, National Gallery; Obra Leda y el Cisne, 1886, del pintor Johann Hofman, Melbourne; Óleo Leda y el Cisne, 1560, Paolo Veronese, Museo Fesch, Ajaccio, Córcega; Obra Leda con el cisne y los niños, 1544, del pintor manierista Vincent Sellaer; Boceto de una obra desaparecida de Miguel Ángel, Leda y el Cisne, 1530; Grabado con una obra del pintor renacentista italiano Jacopo Ripanda, Leda y el Cisne, siglo XVI.)

11 de noviembre de 2013

La creación obviará su público, como la propia vida, y evitará así los lamentos o alegrías de sus criaturas.



¿Qué nos apasionará más de ver, aun a riesgo de intimidar o de indisponer lo visto? Todo. Es por esto que el Arte, lo artístico compuesto desde la nada y que se reflejará en una obra, llevará siempre su creación al mayor y más desapegado desdén. Esta es una condición esencial de toda creación artística o de todo creador o de todo poder creador. Si tuviese reparos en dejarse ver o dejase que su representación le fuese un motivo para el pudor o el auto-cuestionamiento, no sería entonces una creación, sería otra cosa. Luego, la creación podrá señorearse por la demanda fervorosa y aclamada de su público, o vagar por los desatentos y desairados páramos de la marginación o el rechazo. El pintor barroco Jacques Blanchard (1600-1638) compuso en el año 1633 su obra Venus y las tres gracias sorprendidas por un mortal. Aquí el pintor, originalmente, situaba un observador contemporáneo dentro de una escena mitológica de la Antigüedad. Pero las diosas o ninfas representadas en la obra no se percatan ahora de su presencia: ni se asombran, ni lo miran, ni se ocultan de él, ni siquiera cambiarán sus sensuales gestos por otros más candorosos o receptivos ante el extraño personaje que las mira deseoso. Es más, lo ignorarán claramente. Como si no existiera, como si no estuviese ahí. Dos mundos están ahora aquí enfrentados: el de la espectacularidad sagrada de lo creado y el del espectador profano y anhelante que lo mira. Porque así es como es toda mirada apasionada, una forma de poseer parte de lo que no se tiene o de lo que se necesita o de lo que se admira.

Y el Arte nos proporciona aquí además otra sutil metáfora: esa actitud artística desdeñosa es la misma que la vida desatenta se permitirá tener con sus criaturas terrenales. A veces los seres humanos pueden estar ensimismados, vanagloriados u ofuscados con la vida; también, en otros momentos, pueden estar exaltados o alegres, y en otros hasta desmotivados... Pero da igual, ya que a la vida y su desinterés natural le preocupa todo eso muy poco o nada. Es decir, a la vida no le importa nada lo que los seres -las criaturas, nosotros mismos- deseen, sufran, alardeen o padezcan desolados en el mundo. Y los creadores realizarán imágenes artísticas donde se vislumbre esa eventualidad existencial inevitable. Algunos lo harán con la sutileza que su oficio artístico hábilmente les depare y otros con la belleza inspirada que su audacia estética produzca. Pero, todos ellos con la determinante fijación de un sentido trascendente: no dejar que el sujeto receptor -las criaturas- interactúe modificando nunca lo creado -la obra de Arte o la vida-. No hacer entonces sino obviar siempre la manera en que se vean, sientan o se estimen las semblanzas o los gestos de sus creaciones. En definitiva, expresar los creadores los sutiles alardes artísticos que crean en sus obras sin ningún apego a quienes lo admiren deseosos. Sin interés, sin miramientos. Ajenos completamente a la sentida visión particular del que mire, anheloso, su obra luego. Sin dolor, sin culpa, sin entusiasmo. Como también hará, finalmente, la propia vida desatenta...

(Óleo Belleza velada, 1880, del pintor norteamericano Frederick Bridgman, 1847-1928; Obra del pintor francés Gabriel Ferrier, 1847-1914, Belleza en harén con abanico, 1914; Óleo del pintor barroco Jacques Blanchard, Venus y las tres gracias sorprendidas por un mortal, 1633, Museo del Louvre; Dos obras de la pintora española, de origen georgiano, Olga Sacharoff, 1889-1967: Mujer acodada en mesa, 1915; Un casamiento, 1928.)

7 de noviembre de 2013

La consolación del Arte, de la filosofía o de las creencias, al final, solo consolarán a éstas.



Uno de los poetas líricos de la antigüedad griega que comenzara componiendo cantos en homenaje a grandes gestas heroicas lo fue Simónides de Ceos (556 a.C-468 a.C). Sería él quien dijese: la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda...   De la leyenda griega de Dánae y Perseo crearía una famosa oda clásica. Esta leyenda y su mito contaban cómo el padre de Dánae -monarca de un mítico reino griego-, asustado entonces por una profecía que anunciaba que un hijo de ella -Perseo- acabaría destronándole, terminaría introduciendo a los dos -madre e hijo- en un arca y los lanzaría al mar para deshacerse de ellos para siempre. Acabarían, sin embargo, salvados por los dioses; por ese mismo dios -Zeus- que, meses antes, con su dorada simiente furtiva, lograse vencer el cerco poderoso -una torre cerrada- en el que estaba guardada y prisionera la hermosa Dánae. Y el poeta jonio escribiría el siguiente mítico verso elegíaco:
 
Cuando a la tallada arca alcanzaba el viento
con su soplo y la agitación del mar
la inclinaba a temer,
con las mejillas húmedas de llanto,
echaba su brazo en torno a Perseo y decía:
"Hijo, ¡por que fatigas pasas y no lloras!
Como un lactante duermes, tumbado
en esta desagradable caja de clavos de
bronce,
vencido por la sombría oscuridad de la noche.
De la espesa sal marina de las olas que
pasan de largo
por encima de tus cabellos no te preocupas,
ni del bramido del viento, envuelto en mantas
de púrpura, con tu hermosa cara pegada
a mí."


Pero, ¡claro!, Perseo nada temería por entonces, ya que era un semidiós, un gran héroe, ¡el hijo de Zeus! Para todos los demás, para nosotros los humanos normales, que nacemos y morimos y vivimos apurados entremedias, algunas cosas lacerantes de la vida nos superarán, despiadadas, y, entonces, necesitaremos consuelo... Lo apotropaico es un término de origen griego que hace referencia al fenómeno por el cual los seres humanos tratarán de alejarse del mal que los acecha. Para ello, para sentirse seguros, todo alarde psicológico servirá. Así, cualquier superstición, pero, también, cualquier otra cosa que conlleve un impulso de conservación inteligente.  El caso es consolarnos, y, para esto, los hombres idearon, inicialmente con los dioses y luego con sus propias promesas terrenales, todo lo que les llevara a recuperar aquella seguridad, ahora perdida, de antes.

La diosa Afrodita llegaría a adorar una vez tanto a un bello efebo griego, Adonis, que cuando éste desapareciera transformado por los dioses, no encontraría la diosa de la belleza consuelo alguno de tanto sufrir.  El dios Apolo -dios racional y luminoso- le recomendaría entonces a la diosa que acudiese a los acantilados de la isla de Leúcade, donde él mismo había ido alguna vez, para tratar de saltar desde lo alto de sus rocas blanquecinas a las azules aguas del mar Jónico. Luego, le aconsejaba Apolo, saldría de las aguas del todo transformada, relajada y tranquila para siempre, habiendo olvidado ya de seguro todo lo que antes la hiciera sufrir. De ese modo comenzaría a conocerse por entonces el ritual legendario y sagrado de la isla de Leúcade...  Por que todo el mundo iría allí acuciado por sus cuitas o dolores, convencido de que Apolo les ayudaría a salir  después de sus profundas aguas sin peligro.  Liberándose así ya de todos los malos recuerdos y recobrando, al fin, la calma y  la felicidad perdidas de antes. Pero la leyenda no garantizaba nada de eso, sobre todo de salir indemne del peligro de sus aguas profundas y fieros acantilados. Muchos morirían ahogados, y otros despeñados, en los acantilados sagrados y míticos de la isla de Leúcade. Una de las personas más famosas de la historia que acudieron allí para consolarse fue la poetisa griega Safo (640 a.C-580 a.C). Ella saltaría en una ocasión desde lo alto de una de las rocas del blanco acantilado griego de Leúcade por última vez en su vida. Moriría Safo allí, después de no haber sido correspondida, al parecer, por el amor de un tal Phaón...  ¿Quiso redimirse ella verdaderamente, o sólo morir? La historia no lo aclararía, del mismo modo que tampoco su leyenda es del todo fiel a la verdad, ya que ésta fue compuesta siglos después de su muerte, cuando se quisiera mejorar la imagen sexual de la insigne y atormentada poetisa griega. Se inventarían por entonces el amor de ella por un remero jonio, para darle así  una más correcta interpretación a su vida y oscurecer, de este modo, su apasionado y conocido lesbianismo.

Fue ese mismo momento legendario, ese instante justo donde saltara inicialmente ella al vacío, el que el pintor neoclásico francés Antoine-Jean Gros (1771-1835) inmortalizaría en el año 1801 en su romántico lienzo Safo en Leúcade. Formado el pintor en las aulas neoclásicas de la época napoleónica, compuso Gros retratos y escenas propias de la gesta y la estética neoclásica. Pero, sin embargo, no pudo al final de su vida llegar a superar, artísticamente, el Romanticismo triunfador... ¿Tan sólo artísticamente? No, exactamente, porque sería, por un lado, el propio rechazo de su antiguo estilo neoclásico, por entonces para él algo decadente, lo que los críticos no le perdonaron en sus últimas obras; pero, también, sus propios problemas personales y conyugales le acabaron arrebatando, además, aquel consuelo... Ese mismo desconsuelo que retratara años antes, tan seguro por entonces de crearlo en un lienzo, distante y orgulloso además, con el retrato de su famosa heroína romántica, desfallecida ya para siempre. Un desconsuelo que, sin embargo, le haría sucumbir también a él, al igual que antes lo hiciera con su antiguo famoso personaje clásico. Morirá el pintor francés ahogado también en las oscuras, pero no tan profundas, aguas del río Sena, después de haberse lanzado del mismo modo a como, muchos siglos antes, lo hiciera su famosa malograda poetisa griega. Tan desolado y sobrepasado entonces el pintor francés por una ahora tan igual de despiadada, oprimida, dura y romántica pena.

(Óleo Safo en Leúcade, 1801, de Antoine-Jean Gros, Museo Baron Gèrard, Bayeux, Francia; Retrato de Antoine-Jean Gros, del pintor Francois Baron Gèrard, 1790; Detalle del lienzo del pintor Mattia Preti, Boecio y la Filosofía, siglo XVII; Cuadro barroco del español Pedro de Orrente, Sacrificio de Isaac, 1616, Museo de Bellas Artes de Bilbao; Obra del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Dánae y Perseo, 1892.)

5 de noviembre de 2013

¡Qué maravilla, cuántas criaturas bellas aquí!; oh, mundo feliz, en el que vive gente así.



En el monólogo que Miranda, personaje shakespeariano de La Tempestad, hace en el acto V de la obra inglesa, dice convencida: ¡Oh, qué maravilla! ¡Cuántas criaturas bellas aquí! ¡Cuán bella es la humanidad! Oh, mundo feliz, en el que vive gente así. Este relato escrito por el gran bardo británico, a pesar de ser tan dramático, acabará muy bien, curiosamente. El autor inglés lo quiso así y por ello hasta los románticos aplaudieron esta obra de Shakespeare. Trata sobre la negación del amor y la venganza. Aunque, finalmente, el personaje desalmado de la obra -Próspero- acabará perdonando y salvando a todos.  Cuando el pintor John Singer Sargent (1856-1925) decide retratar a las hijas de su amigo Edward Boit, recuerda inspirado un lienzo de Velázquez que viese en el Museo del Prado durante el año 1880. Las Meninas le fascina tanto como para inspirarse dos años después en París, donde vivía el pintor americano, y componer su obra de Arte Las hijas de Edward Darley Boit. La escena retrata parte del apartamento que Boit tenía en París a finales del siglo XIX, un espacio donde ahora, además de unos enormes jarrones japoneses, aparecen las cuatro hijas de su amigo.

Qué genialidad, qué ubicuidad de perfección compositiva, qué naturalidad en los personajes retratados, en la situación, en la profundidad, en la luminosidad o en el tenebrismo... Las niñas eran nietas de un despiadado comerciante americano, John Perkins, famoso por sus oscuros negocios de contrabando en opio, aunque, sin embargo, también lo fuera por su filantropía (construiría uno de los mejores conservatorios de música de Nueva Inglaterra). Su hija Marie Louise acabaría casándose con Edward Boit y tuvieron cuatro hijas: Florence, Jane, Marie Louise y la pequeña Julia. En la obra modernista, el pintor Singer Sargent sitúa a las cuatro niñas en una disposición muy original, a pesar de ser inspiradas por el cuadro barroco velazqueño. La más pequeña la representa en primer plano, cerca del espectador -como su inspirada menina barroca-, y después, más atrás y a la izquierda, aparece la figura solitaria de Marie Louise, ahora como el inspirado personaje de Velázquez auto-retratado en su famoso lienzo. Por último, en un plano intermedio, sitúa a las otras hermanas, una sesgada y otra de frente, también como los personajes infantiles retratados por Velázquez.

Está compuesta la obra con la sutileza de mantener un orden iconográfico con las edades de las niñas: desde la más pequeña a la mayor, desde la más cercana a la más lejana. Este es el único orden, sin embargo, que mantiene la obra. Una blanca luz ilumina a las retratadas desde uno de los lados, con lo que la oscuridad del fondo permanece en un contraste marcado, como un rudimento artístico ahora de cierto misterio indescifrable. De la inocencia infantil al despertar adolescente, pero, también, de la luz de un presente de promesas maravillosas a las sombras susceptibles -que el pintor ignoraba por entonces- de un terrible porvenir. Cuando vio la pintura de Sargent el escritor victoriano Henry James la describiría como la escenificación ideal de un mundo feliz, el de unos niños encantadores que, seguros y serenos, se dejan retratar dichosos y satisfechos. Sin embargo, no es esta la sensación que trasciende en el lienzo de Singer. La dimensión semi oculta de algunos rasgos latentes en la obra induce a presentir la profunda inquietud que encierra la escena del pintor. Lo que sólo algunos grandes creadores pueden llegar a intuir a veces, es decir, a entender o presentir algo antes, o durante, de llevar a cabo la obra. Porque al final de sus vidas las dos hijas mayores -Florence y Jane- sufrirían graves y desgarradoras enfermedades mentales. Además, ninguna de las cuatro hermanas abandonaría la soltería, a pesar de haber recibido todas una de las mayores herencias de la época. Finalmente, acabarían donando las malogradas hermanas, además de los jarrones japoneses, la extraordinaria obra modernista -metáfora del misterio de la vida, de sus apariencias y promesas- al norteamericano museo de Boston.

(Óleo Las hijas de Edward Darley Boit, 1882, de John Singer Sargent, Museo de Boston, EEUU; Fotografía de una modelo en la semana de la moda de Toronto, 2009; Imagen de un grabado del pintor expresionista alemán Otto Dix, 1891-1969, retratando la crudeza de los años de entreguerras; Lienzo del pintor del primer barroco italiano Bartolomeo Schedoni, La Caridad, 1611, Museo de Capodimonte, Nápoles; Óleo de Velázquez, Las Meninas, 1656, Museo del Prado, Madrid; Fotografía de la exposición del cuadro de Singer Sanger en el Museo de Boston, donde se aprecian los Jarrones japoneses, los mismos que aparecen en el cuadro, donados también por las hermanas Boit.)

1 de noviembre de 2013

Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar.



Los festejos, celebraciones o efemérides relativos a la muerte no fueron llevados a lo más desarrollado culturalmente sino por el inteligente pueblo griego. Todas las culturas de la Antigüedad, desde el primitivo Paleolítico incluso, entendieron pronto que el fin de la vida encerraba un misterio posible, finalmente, de poder llegar a comprenderse... Pero fue la mitología helénica la que más conseguiría acercar esa eventualidad inevitable y maléfica, irreversible o descorazonadora, a la vida más cotidiana o a los sentimientos más emotivos y sencillos de los hombres. ¿Qué mejor historia que contar para edulcorar lo devastador de la muerte y sus oscuros caminos que la leyenda griega de Perséfone y Deméter? Todas las religiones del mundo desde los antiguos egipcios en adelante trataron de exorcizar esa finitud de la vida. Elaboraron rituales, leyendas y procedimientos para entender la muerte así como diferentes maneras para sublimarla. Egipto fue una de las primeras culturas de la historia en hacerlo, de lo que idearon los egipcios de la muerte muchas otras culturas compusieron sus propias maneras de entenderla. Pero sólo Grecia fue originalmente la más sutil, la más elaborada, la que más prosperaría e influiría culturalmente en la historia. Roma acabaría asimilando la cultura griega y llevando a su sentido religioso toda aquella mitología helénica de la muerte. Hasta que el cristianismo apareciese después para vencer a todas las religiones precedentes. Y lo hizo por entonces ignorando muchas cosas, evitando otras, transformando algunas y creando las suyas propias.

Pero nunca el cristianismo festejaría las formas paganas que enaltecían la muerte o la celebraban sin complejos ni miedos. No lo haría jamás. La festividad católica de Todos los Santos y Fieles difuntos, por ejemplo, fue una celebración católica que evolucionaría con los siglos para honrar a los mártires cristianos de los primeros años del cristianismo, aquellos santos mártires caídos por su Dios. Porque llegaron a ser tantos los caídos que no habían días suficientes al año para recordar a cada uno de ellos. Se decidió entonces que todos los mártires juntos, los conocidos por sus gestas y los que no, celebrarían un día al año para recordar su entrega y segura resurrección posterior. En los primeros momentos del cristianismo, entre los siglos II y III, se comenzó eligiendo el domingo anterior a la fecha de Pentecostés (cincuenta días después de la resurrección de Cristo) para recordarlos a todos. Fue el papa Gregorio III quien en el siglo VIII consagraría una capilla en el Vaticano para homenajear a todos los santos, y coincidió que lo hizo el primero de noviembre. Así se fijaría luego esa fecha aleatoria para homenajear a los santos cristianos. Su sucesor años más tarde, el papa Gregorio IV, llevaría a celebrar esa festividad del uno de noviembre a toda la Cristiandad. Pero no fue esa festividad cristiana ni una exaltación de la muerte ni un ritual que la acercara a sus misterios -algo que sí hizo la mitología griega-, tampoco que satisfaciera los necesitados anhelos de los hombres por conocer qué era la muerte y por qué existía... Esas eran cuestiones que se enaltecieron antes en el paganismo y que luego la nueva religión triunfante no estaría dispuesta a confundir los misterios paganos con los suyos. Cuando el cristianísimo emperador Justiniano I de Bizancio decide en el siglo VI anular por completo el culto pagano de Isis y Serapis, acabaría para siempre con cualquier leyenda que tuviera en sus misterios acoger, con serenidad y sentido, el oscuro camino de la muerte.

Y el Arte, como siempre, nos ayudará a descifrar las leyendas y las formas que la cultura grecorromana -la que prevaleció en Occidente y habría llevado a lo más tranquilizador y elaborado la idea de la muerte- tuvo para comprender la muerte y sus misterios. Cuando los griegos de Alejandro Magno alcanzaron a dominar todo el mundo conocido durante el siglo IV antes de Cristo, llevaron a Egipto sus propios dioses utilísimos. Pero lo hicieron entonces muy amablemente, es decir, combinando los suyos con los autóctonos, creando así un sincretismo útil muy efectivo. Isis era la diosa madre egipcia de la fecundidad y del renacimiento, de la resurrección por tanto. Osiris era su dios-hermano, la versión egipcia masculina de todas las cosas, y, al mismo tiempo, su propio esposo. Apis era la divinidad egipcia de los ritos funerarios, el dios egipcio de la muerte. Pero tenía Apis figura de animal y los griegos rechazaban ver imágenes de dioses con forma de animal. Así que los egipcios helenizados crearon entonces a Serapis (de Osiris y Apis), un dios helenizado ahora de Egipto, un dios pagano que acabaría simbolizando todas las fuerzas ocultas y todos los misterios de la vida. Los siglos pasaron y los romanos alcanzaron a dominar todo lo que los griegos habían dominado antes. Para Roma el sentido de la muerte que los griegos habían ideado era algo muy necesario y, por tanto, compartido por ellos. Sus misterios y celebraciones -los cultos y festejos griegos de Eleusis- y sus mitologías escatológicas -referidas a la muerte- de la diosa Deméter (Ceres en Roma) y de Perséfone (Proserpina en el mundo latino), fueron algo que los romanos no solo mantuvieron sino que llevaron más allá.

Al conquistar Egipto Roma trataría de asimilar también, como antes lo había hecho con Grecia, toda la cultura egipcia que ellos considerarían valiosa. Así fue como los romanos convirtieron a una diosa madre egipcia, la fecunda y natural Isis, en una diosa también de los infiernos, de la muerte y de sus misterios. Isis acabaría siendo asimilada a Proserpina, aquella diosa romana consagrada y matrimoniada con Hades -el dios de los infiernos y el lugar de los muertos- y, por tanto, con sus oscuros destinos escatológicos.

Feliz aquel de entre los hombres que sobre la tierra vive que llegó a contemplarlo. Mas el no iniciado en los ritos, el que de ellos no participe, nunca tendrá un destino semejante, al menos una vez muerto bajo la sombría tierra.

(Culto mistérico. Himno a Deméter. Homero. VV. 480-482.)


Sería el emperador romano Calígula y después su tío el emperador Claudio quienes llevaron a Roma el culto egipcio de Isis, representando además de una diosa de la vida ahora una diosa de la muerte. El pintor británico Alma-Tadema pintaría en el siglo de las épicas consagraciones artísticas más clásicas, el siglo XIX, su obra artística Un emperador romano. La obra de Alma-Tadema es excepcional y grandiosa, su composición asombra y maravilla a la vez. En dos escenas diferentes representaría el momento de la muerte de Calígula por un pretoriano romano. Por un lado vemos el cadáver imperial asesinado por su propia guardia, por otro la exaltación o nombramiento del siguiente nuevo soberano: el apocado y pusilánime Claudio. Otra obra clásica de ese siglo decimonónico es la del pintor polaco Henryk Siemiradski (1843-1902): Friné en el festival de Poseidón en Eleusis. Aquí veremos ahora una escena de los Cultos de Eleusis en la antigua Grecia, en este caso la presentación de Friné -una hermosa prostituta griega- representada como una bella Afrodita entregada a los mares para llevar a cabo su virginal purificación.

Pero es de nuevo el genio extraordinario de Rembrandt, el gran pintor holandés del Barroco, el elegido ahora para inmortalizar el rapto de Proserpina (o Perséfone), rapto llevado a cabo por Plutón (o Hades), el dios de los infiernos. La divinidad más oscura de la mitología -Hades- secuestra a la joven y bella diosa Proserpina para llevarla al único lugar desde donde no es posible regresar. Esta obra maestra del genio holandés consigue que admiremos aún más esa mitología griega de la muerte, ya que utilizaría el pintor para impresionarnos los claroscuros más sutiles para compendiar bellamente una leyenda tan misteriosa. Dividido diagonalmente, el lienzo de Rembrandt nos permite vislumbrar la frontera entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Esta separación está representada aquí entre un cielo azul profundo, ¡vivo!, y el fondo opuesto de un oscuro universo mortal, vil y tenebroso. Pero aquí son ahora los cuerpos inclinados los que el creador holandés utiliza para delimitar esa frontera temible hacia un paso misterioso. La túnica de Proserpina forma en el lienzo de Rembrandt una línea liminar delimitada.  Esta línea es una separación sutil entre la vida y la muerte que es representada aquí por un elemento material -el manto de Proserpina y las manos de los compañeros de la diosa- asido ahora desesperadamente para rescatar a Proserpina de aquel terrible abismo subyacente. Un movimiento este tan opuesto y espontáneo, tan decidido, con el que tratarían sus amigos, inútilmente ya, de que el dios del inframundo no consiguiera así su terrible propósito.

(Óleo de Rembrandt, El Rapto de Proserpina, 1631, Berlín, Alemania; Fotografía de la escultura helenística del siglo II d. C., Serapis, Cancerbero e Isis-Proserpina, Museo de Arqueología de Heraklion, Creta; Imagen de Isis-Proserpina, Museo de Heraklion, Creta; Lienzo del pintor polaco Henrik Siemiradski, Friné en el festival de Poseidon en Eleusis, 1889, Museo de Arte Ruso, San Petersburgo; Óleo Un emperador romano, Claudio, 41 dC, del pintor Alma-Tadema, 1871; Óleo El regreso de Perséfone, 1891, del pintor prerrafaelita inglés Frederic Leighton.)