18 de abril de 2014

Sin el deseo de ver no se verá; algo debe existir para ser amado, aunque sólo después se conocerá.



El pintor alemán Franz Xaver Winterhalter (1805-1873) acabaría especializándose en grandes retratos de la realeza europea de mediados del siglo XIX. Extraordinario creador naturalista, manejaría el color y la composición con tal fuerza que llevaría a reflejar bellamente el tema retratado de su obra. Sin embargo, el tema o motivo de la obra sería para él una justificación para realzar la creación artística por encima de cualquier otra cosa, incluso del propio prestigio, de los honores o de la propaganda. Los creadores viven y perciben en su propia época y entorno, y desarrollan así su labor con los condicionamientos sociales que les permitan poder crear... y vivir. O, tal vez, pudieron algunos pintores atrevidos, sutilmente, hacer otras cosas, aunque no quisieran realmente ellos hacerlas así. De todos modos, qué mayor grandeza que realizar lo que impone la realidad o la sociedad con planteamientos sutiles que dejen entrever alguna crítica del autor gracias a las peculiaridades de su genio artístico. En su obra La emperatriz de Francia y sus damas de honor, el pintor Winterhalter crea una escena de grupo donde nueve figuras consiguen que nos perdamos buscando cuál es la emperatriz entre tantas hermosas, nobles y orgullosas damas de su corte.

En el año 1856 la emperatriz francesa era la noble española Eugenia de Montijo. El pintor alemán la retrató muchas veces, sola o con su pequeño hijo, pero aquí, en este grandioso óleo clásico, llevaría a la emperatriz a confundirla con otras mujeres, tan bellas o más que ella, formando un grupo con sus damas de honor. El entorno elegido es un idílico bosque casi rococó colmado de ramas, árboles y hojas que enmarcan el solemne y espectacular cuadro de grupo. Luego de mirarlo, hojear algunos comentarios y equivocarme en acertar el rostro regio, se descubre por fin que la emperatriz de Francia es la cuarta por la izquierda, con un vestido blanco, flores en su pelo y un lazo malva. ¿No parecería mejor que fuese la emperatriz la hermosa joven del primer plano que, con su mano izquierda, sujeta un ramo de flores en el suelo? Está en el centro de la obra y es el lugar más adecuado para estar además rodeada de un grandioso coro de bellezas. Pero el autor sitúa el motivo principal de la obra -la emperatriz de Francia- en un lugar ahora, sin embargo, muy descentrado del conjunto.

El pintor, como su regia modelo, obran aquí una especial grandeza artística y personal. En un caso, el creador alemán nos ofrece una composición excéntrica y original; en el otro, la real modelo nos regala su muy grande nobleza y sencillez, porque, ¿qué mujer tan poderosa dejaría a otra ser el centro de la obra y rodearse además de mejores bellezas que ella? La realidad es que la grandeza de la emperatriz Eugenia de Montijo (Granada, 1826 - Madrid, 1920) no ha sido suficientemente reconocida en la historia francesa -el segundo imperio francés no fue muy afortunado- ni en la española -la castiza forma hispana de eludir los grandes personajes nacidos en el país pero exitosos fuera-. La pintura de Winterhalter fue calificada como muy romántica, brillante y superficial. Fue reconocido el pintor sólo por la aristocracia que retrató en sus obras, un ejemplo del condicionamiento social que algunas creaciones artísticas puedan tener por las circunstancias en las que su creador se hubiese desarrollado.

Pocos años después de fallecer Winterhalter, el pintor prerrafaelita británico Edward Burne-Jones (1833-1898) pintaría una de las muchas versiones que hiciera sobre su obra El espejo de Venus. En su obsesión por una visión prerrenacentista de la vida, los creadores prerrafaelitas buscaron en la mitología y en lo sagrado las suaves o sutiles composiciones de una belleza elegante, medieval o hierática, y apenas meramente sugerida. Es decir, mostraban solo lo que ellos entendían como parte esencial de la vida, la más importante parte representada de la vida. Unos más y otros menos, porque formaron una cofradía artística más que una escuela de Arte definida. En su sentido más cercano a la pintura italiana del siglo XV, Burne-Jones buscaría, sin embargo, asombrar más que sugerir. Y lo primero que hace al pintar una Venus mitológica es confundirnos ahora con varias modelos dibujadas muy parecidas a ella. Modelos todas ellas que podrían representar también la misma diosa del mismo modo en la obra. En este espejo de Venus que supone el estanque natural se reflejan ahora no una ni dos, sino hasta diez figuras de mujer que miran sus aguas. Consigue el autor prerrafaelita que volvamos a mirar inquietos y pensar: ¿cuál es de todas la maravillosa Venus mitológica? Poco tardaremos en comprender que debe ser la que está de pie, la única mujer más derecha y levantada. Pero, sin embargo, esta mujer mira ahora las aguas del lago con desgana, ni siquiera vemos su reflejo pintado en el agua. También el pintor la descentra del conjunto de la obra. No está la diosa más hermosa de la mitología en el centro de la obra, sino que está -como en la obra de antes- en un extremo de la misma. Diez figuras esta vez conforman el cuadro, es decir, nueve mujeres que acompañan a la auténtica diosa.

Todas ellas maravillosas, como la misma Venus era, como diosas todas que buscan ahora sus reflejos en el agua.  Pero el pintor nos muestra ahora en su obra una Venus diferente, una mujer retratada como la propia tendencia prerrafaelita propiciaba: nada vanidosa, ni gloriosa ni pretenciosa, de su belleza clásica. Ahora es acompañada Venus de otras mujeres tan hermosas que podían pasar también por ella. Una de ellas mira ahora incluso directo hacia la diosa. No necesita nada más -ni siquiera reflejarse en el estanque- para saber ella misma que no es la diosa. Las demás desean o necesitan mirar su reflejo en el agua para poder saber: ¿seré yo la diosa?, y acercan así todas sus ojos al estanque para comprobarlo. Pero lo hacen ahora con deseo, con cierto miedo, con curiosidad, o con el ánimo de saber cuál de ellas es la venus misteriosa. Esa misma imagen virginal que cada una de ellas ocultará tras de sí perdida ahora entre las aguas.   

(Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El Espejo de Venus, 1877, Museo Gulbenkian, Lisboa; Cuadro La emperatriz Eugenia rodeada de sus damas de compañía, 1856, del pintor alemán Franz Winterhalter, Compiègne, Francia.)

4 comentarios:

Unknown dijo...

Paisajes y retratos son mis favoritos en pintura. El paisaje por expandir nuestra imaginación y los retratos, por su capacidad de transmitir empatía, cualidad difícil de conseguir mediante una obra.

Como siempre todo un placer aprender y recordar arte e historia de tu mano, a la vez que compartir una pequeña reseña sobre la emperatriz Eugenia y su elegancia; que consiguió poner de moda los veraneos en la ciudad de Biarritz, al construir allí su palacio, actual emplazamiento del lujoso hotel du Palais.

Un fuerte abrazo.



Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Si ya es difícil hacer un retrato, imagina diez... Pero, además, que tengan que ver entre ellos, que interactúen de alguna forma. Contar algo de ellos, por muy poco que sea, siempre cuentan.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

pretty nice blog, following :)

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Muchas gracias Skyline!