25 de junio de 2014

La espiritualidad y la sensualidad: dos cosas que sólo el Arte puede contemplar juntas.



Fue el filósofo Kant quien distinguiría la sensualidad de la belleza. Distinguió así las cosas que son recibidas por los sentidos, que son propias de ellos y deleitan o placen por igual, de aquellas otras que únicamente se perciben por el intelecto. Estas últimas -las del intelecto que perciben belleza- son reelaboradas dentro de un lugar autónomo -¿espíritu?- sin condicionamientos materiales ni terrenales -intereses, fines, necesidad- de ninguna clase. Y de esa estética que surgiría entonces -siglo XVIII- se puede distinguir, por ejemplo, el placer estético -sensualidad- de la belleza estética -espiritualidad-. Eso vino a situar cada concepto en su lugar y elevar aún más el Arte a una categoría superior a la que tenía antes. De llevar el Arte a un estatus mayor a cualquier otro motivo o causa de posibles sensaciones o experiencias estéticas placenteras, esas que los humanos pudieran obtener también, sin embargo, en este mundo tan atrabiliario y desposeído de belleza. Impresiones o experiencias que se puedan además percibir ante el fragor de otras cosas diversas de la naturaleza, de otros elementos de la vida que, por ejemplo, pudiesen ofrecer también armonía, equilibrio, estímulo, arrobamiento, seducción o belleza.

Es un poco confuso todo esto porque, ¿sentiremos el mismo placer siempre o serán placeres distintos..., los del Arte y los de la vida? Así de confuso fue durante toda la historia hasta que llegó Kant. Por eso el Renacimiento no pudo antes más que ofrecer un revulsivo grandioso de experiencias místicas (emociones involuntarias y sensuales frente a lo expresamente sobrenatural) ante la contemplación del Arte más físico para poder acceder a la Belleza. Por eso el Barroco utilizaría luego el Arte para inspirar sensaciones de identificaciones placenteras -muy sensuales y terrenales-, pero ahora con unos mensajes espirituales trascendentes, lo que promovería la Contrarreforma católica para endulzar su doctrina y hacerla aún más accesible a la gente. Sin embargo, todo el Arte posterior al filósofo Kant -desde el Romanticismo del siglo XIX hasta el Surrealismo y la Modernidad- pudo justificar la sensualidad con niveles más elevados estéticamente -más intelectuales-, pero, a cambio, menos viscerales -menos sensuales o fisicos- con las formas estéticas convencionales; es decir, con los sentidos estéticos menos predispuestos a lo emocional que nace de lo más sensual. Ha sido este un periodo artístico -desde el siglo XIX hasta la actualidad- donde más se reelaborarían intelectualmente los conceptos representados, sobre todo los sensuales. Unas ideas estéticas que separarían el placer sensitivo de otro tipo de placer, un placer intuitivo, éste más desarrollado intelectualmente, más sofisticado o más alejado de lo sensual para entender al mundo o al hombre. Para comprender la Belleza de otra forma a como antes se hiciera, aislada ahora de sus principios originales más clásicos y separada de su sola sensación más sensual. Llevada entonces de ese modo al concepto más moral que se pudiera, o al más histórico, social, psicológico o existencial del mundo.

Acteón fue un personaje mitológico malogrado en la leyenda griega. Llevado por su fruición deseosa y sensual de admirar la belleza desnuda de la diosa Diana -Artemisa griega-, se entregaría a la audaz intención de hacerlo una vez a pesar de profanar los deseos de la diosa de no ser vista desnuda ante ningún mortal. Al descubrir a Diana así, tan bella y desnuda, no pudo Acteón más que detenerse, acercarse y mirarla llevado por una pulsión despiadada de curiosidad. Su propia vanidad también contribuiría a dejarse llevar por ese deseo..., ¿qué belleza no dispone de semejante actitud ante otra? Pero, la diosa no le perdonaría esa afrenta jamás. Lo transformaría añadiéndole la cornamenta propia de los ciervos, esos mismos animales que él, como cazador avezado, perseguiría sin descanso. Luego, hasta sus propios perros lo devorarían creyendo que era una presa más a abatir. En esta mitología se refleja la oposición entre la contemplación de la Belleza divina -de la mística, de la elevada, de la que lleva al sujeto a querer satisfacer la parte más espiritual de su ser- y la materialización física de esa Belleza, de verla ahora sensualmente con todo su esplendor terrenal. El Arte lo expresaría con la desnudez sensual y voluptuosa que el pintor manierista Giuseppe Cesari (1568-1640) lograse en el año 1606 con su obra Diana y Acteón. Es por esto que el Arte es lo único que puede conciliar Belleza sensual con Belleza espiritual. Porque no es posible traspasar los elementos sensuales de nuestra propia naturaleza y acercarlos así a la divina emoción de lo espiritual. Es imposible; son esferas muy diferentes. Únicamente el Arte es capaz de lograrlo. ¿Cómo lo hace? Pues desde sus formas estéticas peculiares y ajenas a lo real...  Porque la esfera estética (entendida y explicada racionalmente desde el siglo XVIII) no puede ser llevada nunca al ámbito de la realidad. Porque,  como la imaginación, el ámbito estético es totalmente irreal, no tiene nada que ver con la vida real de los seres materiales.

Ante la contemplación de la maravillosa obra del pintor Jean-Jacques Henner (1829-1905), Magdalena penitente, podemos ahora acercarnos a la manera en que el Arte es capaz de entrelazar en otra esfera los dos mundos separados y enfrentados sin remedio: el mundo de la sensualidad y el mundo de la espiritualidad. Porque en el Arte sí alcanzaremos a vislumbrar parte de esa virtualidad estética tan imposible...  Es la combinación de intelecto y sentido la que nos llevará a enjuiciar, sin confusión, error o connotación parcial alguna, la propia representación que de la belleza más sensual sea capaz de trasladarse a una estética diferente... De poder sublimarla y alcanzar ahora otra belleza estética -espiritual- muy distinta. Aunque sea esto percibido levemente, fugazmente.  Aunque con la Belleza no haya otra salida ahora más que la suprema virtud elevada de lo inasible..., es decir, de lo más trascendente, de lo más misterioso, de lo más emotivo o de lo más imposible en el mundo.

(Óleo del pintor Jean-Jacques Henner, Magdalena penitente, 1878, Museo de Bellas Artes de Mulhouse, Francia; Obra El sombrero negro, 1900, del pintor impresionista británico Philip Wilson Steer (1860-1942), Tate Gallery, Londres; Lienzo del mismo pintor británico, El espejo, ca. inicios siglo XX, Galería de Arte de Aberdeen, Escocia; Óleo del pintor manierista Giuseppe Cesari, Diana y Acteón, 1606, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

19 de junio de 2014

La humanización de lo monstruoso o la generosidad y transformación que causa el Arte.



Fue el poeta Homero quien daría a conocer en La Odisea la figura aberrante y monstruosa del cíclope Polifemo. Este cíclope era un personaje mitológico de dimensiones gigantescas y un horrible aspecto con su único ojo en medio de su espantosa cara. Sería el héroe homérico Ulises quien lo burlara una vez en una de sus aventuras mediterráneas. Pero fue tiempo después cuando un poeta satírico griego del siglo IV a. C. -época de mayor esplendor cultural del mundo griego-, Filóxeno de Citera, tuviera la curiosa idea de hacer sentir ahora a Polifemo un amor irrenunciable y cándido por una de las más hermosas nereidas griegas. Tiempo después la imaginación de los poetas en la historia llevaría a plasmar la singular, solitaria, ridícula y grotesca pasión imposible del monstruo griego. Así fue como Ovidio acabaría por crear en su obra Metamorfosis la leyenda irónica, satírica y realista de amor frustrado o imposible, de amor censurado y doloroso -también cruel- que llevaría a cabo la impulsiva y estentórea obsesión del gigante Polifemo por la bella Galatea.  Fue Ovidio quien crease en su relato la figura de Acis, el joven efebo pastor siciliano que enamora a la bella nereida y termina con la esperanza idealizada del amor de Polifemo. Como consecuencia de eso sobrevino en el monstruo el más espantoso horror y el más criminal arrebato celoso. Su voz era tan horrenda y atronadora que cuando invocase una vez a Galatea escribiría de él, siglos después, un poeta barroco español:

... escucha un día
mi voz, por dulce, cuando no por mía.

La hermosa ninfa Galatea era tan blanca y clara como la bella espuma límpida del mar. Sus padres fueron Nereo -dios de las olas- y Doris -hija del dios Océano-, con lo que ella poseería esa belleza pura y cristalina que las aguas del mar o la espuma de sus olas forjarían en una mitología generosa con el Mediterráneo. Polifemo era hijo del dios del mar Poseidón y de una ninfa marina monstruosa. Tal vez por eso se enamoraría Polifemo de la transparente e inalcanzable -para él- belleza de Galatea. La realidad como forma de ver la vida legendaria se apoderaría de la tendencia artística clásica -los monstruos siempre son monstruos para siempre- y, de ese modo, Polifemo no tuvo otra opción más que su propio sufrimiento literario. El poeta Ovidio -tan clásico- supuso una de las influencias más decisivas en la manera satírica en que los personajes inspirados del mito acabarían por asentarse en el imaginario del mundo occidental: los monstruos siempre serían vistos como monstruos y las bellas siempre vistas como bellas..., e inalcanzables del todo siempre éstas por aquéllos.

Así fue como los poetas y pintores del Renacimiento, del Manierismo y posteriormente del Romanticismo llegaron a representar la leyenda de Galatea y sus dos amores -el querido por ella, Acis, y el denostado Polifemo- en sus diversas tendencias artísticas. Pero hubo un momento en la historia diferente, un periodo artístico determinado llamado Barroco que cambiaría toda esa característica típica tan clasicista. No tendría mucho sentido, sin embargo, que fuese representado en el Barroco -una tendencia tan naturalista- de otro modo a como lo había sido siempre. Porque fue el Barroco uno de los periodos artísticos más realistas y sanguinarios de todos. Pero, sin embargo, fue esta tendencia la que ofrecería un sesgo diferente a la clásica leyenda mitológica de Polifemo. Comenzaría haciéndolo en la literatura barroca el poeta español del siglo de oro Luis de Góngora (1561-1627), el cual escribió su complejo poema barroco -complejo por usar un lenguaje excesivamente culto, críptico y distante- Fábula de Polifemo y Galatea en el año 1612. A diferencia de otros poetas anteriores -tanto del Renacimiento como de la Antigüedad grecorromana-, Góngora es el primero que absuelve o libra a Polifemo de su destino bufo, rudo e indolente. Es Góngora quien le ofrecerá a Polifemo un cariz ahora más serio, más sincero, más auténtico, más sentimental o más glorioso, en el relato de amor frustrado que siente el ser monstruoso por la bella Galatea.

En el poema de Góngora el gigante Polifemo se mantiene enamorado profundamente de Galatea en la distancia. Sabe el gigante que él no es como los demás, que no puede más que perseguir lo que desea con el terrible infortunio de su horrible aspecto. Polifemo, con Góngora, dejará de ser el monstruo abominable de la leyenda tradicional, o el personaje brutal y ridículo de la sátira burlesca de Ovidio, para convertirse ahora en otra cosa diferente. Polifemo en Góngora ignora el amor que sienten los dos amantes -Galatea y Acis- y los sorprenderá -sin querer- tras una ladera a los dos juntos y abrazados. Entonces el monstruo, enfurecido, tratará de calmar su enojo arrojándole violentamente una piedra en despecho al pastor Acis. En la leyenda clásica tradicional, como en la barroca, Acis terminaría siendo derribado y muerto por el gigante homérico. Pero Polifemo en el barroco poema de Góngora es convertido, por primera vez en la historia, en una víctima más de la tragedia a la vez que en un cruel verdugo involuntario.

Charles de La Fosse (1636-1716) fue un pintor barroco clasicista seguidor de la influyente Academia francesa, esa tribuna del Arte que establecía cómo había que pintar un cuadro en el más clásico virtuosismo artístico de finales del siglo XVII. A finales de ese siglo crearía Charles de La Fosse su obra pictórica Acis y Galatea. En ella reflejaría parte de lo que otros -como el poeta barroco español- habían compuesto antes, pero, ahora lo hace con un nuevo y especial aspecto muy diferente al de la leyenda original. La imagen de su obra barroca es sugerente con las mismas cosas que Góngora había destacado sutilmente en su poema. Las dos figuras de los amantes -Acis y Galatea- están representadas ahora relajadas y unidas en un amor poderoso, íntimo e inevitable. Pero también se percibe en ellos otras emociones, unas ajenas a las habituales de los enamorados egoístas, como la conmiseración, la ternura, la comprensión, la candidez o la fragancia. Y todas esas emociones las dirigen los amantes hacia el desolado y desencantado monstruo Polifemo. 

En su obra, Charles de La Fosse combinaría el Renacimiento del pintor Antonio de Correggio con el Arte de los pintores venecianos del siglo XVI o las composiciones barrocas de Rubens y sus formas de exponer figuras y gestos. Gestos como las emotivas miradas de los personajes, unos rasgos estéticos para ofrecer ahora la noble intención de dar a todos ellos -a los amantes como al monstruo- un atisbo de grandeza así como un aporte de generosa humanidad. El paisaje de la obra es renacentista, los colores venecianos y las figuras barrocas o manieristas. Todo un intento en los años finales del barroco por homenajear al Arte inmortal. Un Arte por entonces que, poco a poco, acabaría dejando atrás las maravillosas maneras de haber sido una vez representado así en la historia. Ya no se volvería a pintar de ese modo tan elaborado, y el pintor francés acabaría sospechándolo nostálgicamente. En su obra aparece la figura de Polifemo más humanizada, con una representación monstruosa menos terrible o menos espantosa, con una forma menos gigantesca o menos grotesca, una visión de él menos salvaje, brutal y odiosa en definitiva. Ahora es representada solo su cabeza, alejada y semi-oculta, apenas esbozada en uno de los extremos del lienzo. La imagen de Polifemo, que el pintor opone a las dos bellas figuras de Acis y Galatea, configura junto a las de los amantes un maravilloso triángulo pictórico muy idealizado, muy emotivo y con un gran sentido y valor artísticos.

Demostraría así el pintor francés que en el Arte -tanto el pictórico como el literario- las maneras realistas de encasillar a los personajes, sus actitudes tan clásicas, no serán las únicas que puedan ofrecer una visión eficaz de la emoción más intensa de los seres. Que hay otra forma de poder hacerlo, que existe otra manera de ver las cosas o de percibirlas de un modo diferente al de antes. Un modo que no tendría por qué ser el manido o trillado de los encorsetados personajes estáticos tan clásicos de sus historias estereotipadas. El Arte transformará las cosas. El Arte modificará así la visión de todas las cosas existentes. Esa nueva visión de no percibirlas siempre del mismo modo. De poder verlas de una forma distinta a como los prejuicios sociales arraigados hayan podido establecerlo. Una sociedad tendenciosa que no dejaría de crear con sus artificios lo que no es más que un arraigado temor de pensar que, en otros momentos, las cosas no puedan ser diferentes... Y que puedan, por tanto, ahora ser percibidas de otro modo a como la tradición o la costumbre hubieran determinado.

(Óleo barroco de Charles de La Fosse, Acis y Galatea, ca.1700, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra, Acis y Galatea, Charles de La Fosse, ca.1700, donde se aprecia la figura más humanizada de Polifemo, Museo del Prado, Madrid.)

11 de junio de 2014

Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, aquello que todavía podemos soportar.



En la costa del mar Adriático, muy cerca de la ciudad italiana de Trieste, unos acantilados bellísimos -los acantilados de Duino- soportan desde hace siglos los cimientos vetustos y desolados de un impresionante y romántico castillo medieval. Y allí mismo, a mediados del año 1911, el poeta checo Rainer María Rilke (1875-1926) pasearía por entre los inspirados e inspiradores acantilados solitarios, y, de pronto, escribiría asombrado el poeta: ¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles? Fue el inicio apasionado de un libro de diez poemas al que el poeta modernista titularía Elegías de Duino. La primera estrofa de esa primera elegía continuaría diciendo:

Y aún suponiendo que alguno de ellos me acogiera de pronto en su corazón, yo desaparecería ante su existencia más poderosa. Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar; y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña el destruirnos. Todo ángel es terrible.

Cuando el pintor surrealista Dalí viese por primera vez el lienzo realista del pintor francés Jean-Francoise Millet (1814-1875) titulado El Ángelus, quedaría absolutamente obsesionado con el cuadro para siempre. ¿Qué cosa plasmada en esa pintura tan realista de Millet pudo por entonces, sin embargo, subyugarle tanto al gran creador surrealistaMillet pertenecía a la tendencia artística realista del siglo XIX, es decir, a una forma de pintar que destacaba la naturaleza de las cosas tal y como es, sin ocultar ni distorsionar nada, ni estética, ni ética ni formalmente. Pero, curiosamente, el pintor Millet fue un creador realista que sí ocultaría algunas cosas en sus obras, aun a pesar de mostrar las otras, las desveladas, con una muy cruda, sincera y dura visión realista. Así compuso el pintor francés su asombrosa obra El Ángelus en el año 1859, una escena natural y campesina de lo más misteriosa, sin embargo. Misteriosa a pesar de Millet, porque el pintor francés no quiso expresar en su obra, verdaderamente, ningún misterio. El pintor realista francés solo quiso representar una cosa que, finalmente, no se vería en el lienzo. Lo que quiso pintar fue la desolación más despiadada de unos padres ante la pérdida mortal de su pequeño bebé. Pero, sin embargo, no le dejaron pintarla así por entonces, o él no quiso, o no pudo...

Porque Millet pintó antes un pequeño féretro en el mismo lugar donde ahora vemos un cesto. Pero entonces no hubiese podido vender el cuadro apalabrado, ya que fue un encargo y no era eso, exactamente, lo que el comprador quería obtener o ver por la imagen que pagaba. Así que el pintor realista lo cambió luego: cambió el sentido pero no la escena general de la obra. Antes de cambiar la pintura dos progenitores oraban juntos ante la desaparición súbita de una pequeña vida malograda. Luego, sin embargo, quedaría fijada en la obra realista una pareja campesina que oraba junta en la hora destinada al ángelus, una costumbre popular que hacía detener la jornada unos minutos para rezar. La obra es impactantemente bella, a pesar de todo. Dos personas están ahora solas, aunque juntas, en un paisaje aún mucho más desolado todavía. Porque la magnitud, la grandiosidad y la soledad del paisaje los hace resaltar aún más en su propia y sinuosa soledad existencial. Están ahora aquí detenidos los dos, absortos en un mismo ensimismamiento existencial, en una misma y compartida agonía personal ante el mundo que les rodea alejado. Esa misma agonía que el pintor realista quiso, sin embargo, inicialmente resaltar de otra forma en su obra.

Pero, entonces, ¿qué obsesionaría tanto al pintor Dalí de ese misterio? El genial pintor surrealista escribiría luego hasta un ensayo para calmar su deseosa interpretación emocionada de la visión del cuadro de Millet. Lo titularía El mito trágico del Ángelus de Millet. Dalí supo años después, a través de un descendiente del pintor realista, la verdad de lo que escondía el cuadro lastimero. Comenzaría su deseo por averiguar qué podría ocultar aquel lienzo extraño. Tanto le obsesionaría la obra que llegaría a solicitar al Museo del Louvre parisino una radiografía para saber si había oculto lo que quiso pintar su autor antes de acabarla. En el año 1963 se hizo la radiografía y se vió una masa oscurecida debajo de la cesta, con una forma muy parecida a un pequeño ataúd. Así  confirmaría Dalí su sensación de una tragedia vital en esa terrible escena realista. La escena pictórica de Millet estaba representada además en un lugar de cosecha, de fertilidad y de vida productiva. Dalí interpretaría la imagen como el réquiem artístico más desolado sobre la incapacidad de procrear o de sentir, incluso la de vivir, o la de amar, o hasta la de expresar ahora, así, de esa forma tan misteriosa, esa extraña belleza inmediatamente anterior a todo lo terrible...

Y seguiría escribiendo el poeta Rilke en su elegía de Duino:

Oh, y la noche, la noche, cuando el viento lleno de espacio sideral
nos muerde el rostro; ¿a quién no le queda al menos ella, la anhelada,
que nos decepciona suavemente y con esfuerzo aguarda
al corazón de cada cual? ¿Es la noche más leve para los enamorados?
Ay, ellos solo se ocultan uno al otro su destino.
¿Aún no lo sabes? Arroja desde los brazos el vacío
hacia los espacios que respiramos; quizá de modo que los pájaros
sientan el aire ensanchado con un vuelo más íntimo.


(Óleo El Ángelus, 1859, del pintor realista Jean-Francoise Millet, Museo de Orsay, París; Cuadro de Dalí, Reminiscencia arqueológica del Ángelus de Millet, 1935, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Florida, EEUU.)

6 de junio de 2014

La mejor impresión proyectada desde una pared para una mirada necesitada de paz.



¿Cómo describir la obra de Monet desde una teoría iconológica del Arte? Porque el autor impresionista fue un reflejo extraordinario de lo que sucedió en la pintura a finales del siglo XIX. Pero Monet (1840-1926) además vivió y creó durante muchísimos años. Tantos que en su biografía se sucedieron varias tendencias distintas para encarar una modernidad que él mismo abanderara con su peculiar estilo. Él es el Impresionismo, pero, también una abundante muestra demasiado convencional o contaminada de las típicas imágenes vulgares apropiadas por el diseño, la publicidad o el decorado. ¿Quién no ha visto alguno de sus coloridos paisajes vegetales como centro de alguna etiqueta publicitaria, de algún producto comercial o de un calendario oportuno? Con Monet descubriremos al gran creador impresionista que es, pero también -sin él desearlo así- al vulgar artista artesano o al sagaz publicista del Arte. Esta circunstancial ambivalencia que caracterizaría su pintura no hizo sino ofrecerle una desafortunada proyección en el ámbito de la creación menos sublime, o también en la menos dedicada a combinar impresión artística con el mejor artificio creativo. Entendiendo artificio aquí como un lenguaje artístico profundo y no como un recurso iconográfico denostable.

Pero a Monet todo eso le importaría muy poco, a sabiendas incluso de lo que equivaldría luego en el Arte. Posiblemente, no llegaría a intuir lo que la masiva producción de imágenes supondría en el siglo XX para competir con el Arte más consagrado, para ser objeto ahora de más cosas que de un muy grato momento de visión emotiva. Aunque poco demostraría Monet tratar de diferenciar toda representación de una creación pictórica, fuese la que fuese. Porque crearía extraordinarias obras maestras, cuadros que siguen demostrando la perfección de sus líneas, de su composición, de sus colores o de sus mejores recursos para hacer distinguir una mera sombra de un maravilloso reflejo. Sin quererlo exactamente, se convertiría Monet en el padre putativo de todos los aspirantes a crear paisajes impresionistas desde el más sincero diletantismo, es decir, desde el más relajante y honesto modo de ejercer ahora de pintores amateur. Porque la posmodernidad vino a adueñarse luego de un estilo que, dada su elástica, colorista, luminosa, floreada, simplista o insustancial forma de componer paisajes -algo poderoso por su extensa manera de llegar a todos y ser apreciado-, fuese capaz de incidir en todos los estilos o en todas las formas de expresión para mostrar así la impresión de un paisaje furibundo...

Pero, sin embargo, luego está el otro Monet, el que es capaz de crear algo imposible de no ser comparado con las más grandes obras maestras del Arte. Con Monet hay que aprender a mirar. Hay, quizá, que entender mejor que con otros pintores las obras que hizo. Porque hay que desentrañar en sus creaciones la paja del grano, la esencia de la mejor imagen artística del manido y floreado paisaje furibundo. En una de sus últimas etapas -comienzos del siglo XX- crearía Monet obras impresionistas todavía de gran interés cuando el Impresionismo dejaba ya paso a otras tendencias. Su obra El Palacio Ducal del año 1908 es un modelo del impresionismo más subyugador. Un paisaje veneciano de un palacio gótico que hunde sus raíces en la visión más inspirada del Renacimiento, una arquitectura de extraordinarios efectos de belleza muy sugerida y emotiva. Pero él la pintaría de otra forma, con una laguna de reflejos imposibles pero que parecen tener efectos de verdad. Sólo apenas tres colores armonizan el sustento más sensible de toda la obra. ¡Qué grandeza de creación artística! ¿Cómo se puede hacer algo así y demostrar con ello que solo lo creado es aquí lo que veremos creíble? ¿Qué ojos internos no hay que tener para poder traducir el sentido más natural de lo que vemos? Pero, no, ¡lo veremos claramente!: es una laguna de olas modeladas por la corriente y el viento... Sólo los más grandes pintores pueden llegar a hacer eso. Y él lo hizo así, sin complejos, sin alardes excesivos, sin demora ni tardanza de un estilo -el Impresionismo- que habría muerto ya, sin embargo, mucho antes. Así vino a demostrar Monet que el Arte llegará a rozar las fronteras de lo etéreo, de lo que, sin llegar a serlo realmente, porque no es fiel a la realidad, se basará en las máximas no escritas de lo más creativo, de lo que surge además de lo más humano sólo por ser creado así, sin retorcidos artificios. Aunque, eso sí, unas veces como muestra de lo menos artístico que pudiera existir y otras como un grandísimo reflejo de lo mejor que existe. 

(Obras de Claude Monet: Lienzo El Palacio Ducal, 1908, Museo de Brooklyn; Óleo Campo de amapolas en Argenteuil, 1875; Cuadro Ninfeas, efecto en el agua, 1897, Museo Marmottan, París; Óleo Lirios del agua y puente japonés, 1899, Universidad de Princeton, EEUU.)