6 de octubre de 2014

La esencia del idilio será el canto de un cisne que canta sabiendo que lo hace por última vez.



Dos de las miradas más geniales retratadas en el Arte la consiguieron, si acaso, dos creadores muy diferentes de dos épocas muy distintas. Dos obras radicalmente diferentes pero que se asemejan ahora en el incierto sentido de sus causas... Hay mirada en esas obras, pero ahora no hay nada concreto, sin embargo, que esos ojos miren en ninguno de ambos lienzos, aunque los personajes retratados parezcan mirar algo. Existe mirada ahí, en las dos obras, a pesar de ser tan diferentes los motivos para retratar a esos dos personajes tan distintos. Uno porque su desprendimiento interior radicará en que nada puede aturdirle ahora mientras mira. La otra porque nada de lo que ella tenga que mirar la subyuga ahora demasiado. En pleno momento cumbre de su carrera artística, Velázquez compone tres obras tan curiosas como impropias de un alarde tan imperialista...  Porque las tres obras de Arte las realiza Velázquez para la tan imperial corte del rey español Felipe IV y su Torre de la Parada madrileña. Junto a otras obras de esa misma serie, Esopo y Marte, el gran pintor barroco español crea en el año 1638 su particularísima obra Menipo. El filósofo y escritor Menipo de Gándara (siglo III a.C.) fue uno de esos pensadores griegos sin complejos. Adscrito a la escuela cínica, idearía una forma de sátira donde lo criticado no fuese una persona, como era lo habitual en la sátira burlesca y personal de Aristófanes, por ejemplo; no, sino que ahora serán cosas de la vida en general, de la propia sociedad o de los diversos modos de vivir en ella.

Es por lo que su fama de filósofo pasaría a la historia por el desdén hacia las cosas mundanas, hacia las apariencias o hacia lo más insustancial de las cosas menos relevantes de la vida. Y entonces Velázquez comprende el valor de acudir a tan curioso personaje griego para plasmarlo en una obra. ¡Y hacerlo además en pleno mundano siglo XVII! Porque, ¿cómo representar la imagen de un ser para el que nada tuviera sentido, ni siquiera su propia imagen? Este fue el reto de Velázquez. Y lo consiguió expresar el artista barroco español con la mueca del gesto más imposible de descifrar ante la mirada de un hombre. ¿Qué nos quiere transmitir con ese gesto particular el pintor?: ¿la indecible falta de interés de Menipo hacia los mismos libros, abiertos ahora y tirados en el suelo?; ¿su satisfacción por presentarse de esa guisa tan humilde?; ¿la escasa ornamentación decorativa del lienzo, donde sólo una vasija de barro se asienta en el inestable soporte de una tabla apoyada ahora sobre dos esferas imprecisas? Siglos más tarde el pintor francés Joseph-Désiré Court (1797-1865) crearía el retrato -según algunos críticos- de su propia esposa. La obra de Arte -creada en el año 1828- la intitularía el creador Mujer en un diván. Observémosla bien, ¿a quién dirige ella aquí su mirada? Imposible saberlo.

El pintor quiso plasmar la belleza de ella, pero no quiso desvelar con ello su mirada... No quiso que la fuerza de la sensación profunda y misteriosa de sus ojos -y de otras cosas bellas- se dirigieran ahora hacia los ojos maledicentes de los que la miran deseosos. ¿Lo consiguió el pintor? ¿Mantuvo el autor de la obra también el mismo alarde ante su propia vida? Es decir, ¿supo mantener el pintor en su vida conyugal ese mismo anhelo de lo que, para él, no fuese tal vez nunca poseído del todo tampoco? Al menos, lo entendería una vez y lo expresaría así, de esa forma tan sutil, con su propio Arte. Y ahí radicará la grandeza personal de este pintor francés: que a la vez de retratar la belleza prodigiosa de ella la protegió de sí mismo y de los otros. La lírica poética que admiramos desde antiguo la comenzaron los griegos que nacieron después de morir Alejandro Magno. Fueron llamados esos poetas griegos helenísticos. Fueron los poetas griegos que, como Teocrito, idearon otras formas de sentir que las arcaicas clásicas odas homéricas de antes, aquellas grandes epopeyas donde los héroes o los dioses triunfan por doquier o donde las duras palabras articulaban también la difícil tragedia. Así que, entonces (siglo III a.C.), cantaron esos poetas helenísticos sobre cosas sencillas o sobre seres humanos que, rodeados de serena y bella naturaleza, se atrevieran a vivir con sus miserias o con sus pequeñas alegrías ahora sin desfallecer...  Y así nacieron los primeros versos que, luego, progresaron con los siglos hasta llegar a los versos desgarradores que alumbraron los poetas románticos del siglo diecinueve. O incluso, algo más tarde, hasta los clásicos poetas languidecientes del decadentismo, del modernismo o del parnasianismo.


El susurro del viento en aquel pino, cabrero,
es como un rumor de agua viva,
dulce, como las notas de tu flauta.
Después de Pan,
merecerías el segundo premio.
Y si él se ganara un macho cabrío,
la cabra tendría que ser tuya;
y si él escogiera la cabra,
a tí te tocaría en suerte el cabrito.

Tu canción es más dulce, pastor,
que el sonido de las aguas
que salpican de lo alto de las peñas.
Si las musas escogieran una oveja,
a tí se te daría como recompensa
un cordero engordado en el establo,
y si ellas prefiriesen el cordero,
tu obtendrías como premio ya la oveja.

¿No quisieras, cabrero, por las ninfas,
sentarte un momento en las lomas,
entre los tamariscos,
y tocar para mi tu flauta mientras cuido mi rebaño?

No, pastor, nada de eso:
no debiéramos perturbar la quietud del mediodía.
Debemos temer a Pan, quien, de seguro,
reposa por algún sitio, cansado después de la caza.

Mas, pastor, que tan bien cantas las penas de Dafnis,
y que tanto has meditado la retórica pastoril,
ven aquí conmigo a sentarte bajo el olmo de Príapo,
delante de las hadas de la fuente,
junto a los robles donde vienen los pastores a retarse.

Ah, si cantaras como aquel día
que enfrentabas a Cromis de Libia,
te dejaría ordeñar, , tres veces,
una cabra que cría mellizos,
y que aun dando de mamar a sus dos cabritos,
da dos cubos repletos de leche.

Y después te daría un cuenco de madera con dos asas,
frotado con ceras de abeja,
y que aún huele a la navaja del tallista.
Por sus bordes se extiende la hiedra,
una hiedra salpicada de flores amarillas,
y a su lado, retorcido,
un zarcillo con el fruto jubiloso del azafrán.

Y por dentro, muy bella, como tallada por los dioses, 
hay una mujer grabada, vestida de amplio manto,
y el cabello recogido en una red.
A su lado dos jóvenes de hermosas cabelleras
que, por turnos, luchan por ella
sin que logren conmover su corazón.

La joven mira a uno, ahora, risueña,
y luego, ligero, le arroja un pensamiento al otro;
pesados los párpados de ambos,
por los desvelos del amor,
sus esfuerzos, sin embargo, son vanos.

Además, está allí representado
un anciano pescador y una roca,
una áspera roca donde, con todas sus fuerzas,
aquel lleva una amplia red para lanzarla,
como quien pone el corazón en la tarea.

Se diría que pesca con toda
la potencia de sus músculos,
las venas de su cuello se le hinchan.
A pesar de sus canas, posee el vigor de un muchacho.
No lejos de aquel viejo marino,
curtido por el mar,
hay un viñedo cuajado de racimos rojos como el fuego,
y, sentado sobre un muro tosco,
un niño que se encarga de cuidarlo.

A su lado acechan dos zorras,
una que va y otra que viene a lo largo de los surcos;
una para comerse unas uvas,
mientras la otra empeña su astucia en esperar
junto a lo que antes ha sido cosechado,
jurando no apartarse del muchacho,
hasta dejarlo pelado y sin desayuno.

Pero él está haciendo una hermosa caja,
y trenza robinias y asfódelos,
que entrelaza con carrizos,
y le importa menos su morral  y las viñas
que el placer de trenzar.

A todo lo ancho del cuenco
crecen ramas de blando acanto,
admirable milagro de artesanía.
Por este cuenco he pagado,
a un barquero Caledonio,
una cabra y un enorme queso blanco.

No lo he tocado aún,
sus labios no han tocado los míos.
Para que se cumpla mi deseo
daría alegre este cuenco,
si tú, mi amigo, cantas para mí tu alegre canción.
No tengo otra cosa que darte.

Empieza, pues, amigo,
ya que no puedes, lo aseguro,
llevarte tu canción,
que nos hace olvidarnos de todo,
al otro mundo contigo.

Idilio I., del poeta griego Teócrito, época helenística, siglo III a.C.


(Óleo de Diego Velázquez, Menipo, 1638, Museo del Prado, Madrid; Acuarela del pintor impresionista español Mariano Fortuny, Menipo según Velázquez, 1866, Museo del Prado; Óleo del pintor neoclásico Joseph-Désiré Court, Retrato de una dama en el diván, 1828, Museo Fabre, Francia.)

2 comentarios:

Joaquinitopez dijo...

Sobria y magnífica entrada sobre un tema que no suele tratarse, al menos yo no he leído nada.
Un abrazo

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Es raro, en internet casi hay ya de todo, pero, me alegro de haber contribuido y ser el primero. Muchas gracias, especialmente viniendo de ti.

Un abrazo.