29 de marzo de 2014

La masacre de la imagen perfecta ante la perfecta maldad de los seres: su mensaje interesado y su crueldad.



No había habido antes una tendencia cultural que condicionara filosófica, política, psicológica o emocionalmente tanto en la historia como lo fuera la compleja, abrumadora, indefinible y transversal inclinación o tendencia romántica. Fue simplificada a sus estereotipos más populares o tenida a veces como una visceral o sentimental forma de entender las cosas. Pero, sin embargo, no fueron esos rasgos manidos más que una pequeña gota en el inmenso océano de la diversidad que el Romanticismo supuso en la historia del Arte como de la vida. Y que supone aún, sobre todo en lo que hoy por hoy nos hemos convertido como sociedad tan compleja, diversa e insatisfecha. Porque el Romanticismo fue una de esas propensiones estéticas que más se nutriría de la ideología, de la filosofía o del pensamiento. Por eso se desarrolló -y sigue aún haciéndolo- a lo largo de varios siglos desde que naciera a finales del siglo XVIII. Jamás una manera de impresionar una imagen se sustentaría tanto en una revolucionaria forma de concebir la sociedad humana. Y así es como se reflejaría esa diversa visión del mundo en los creadores románticos, seres humanos que, visceralmente -cómo no-, se enfrentarían incluso entre ellos mismos tanto estética como ideológicamente. Surgido de la Ilustración más temprana del siglo XVIII, el Romanticismo nacería imberbe, sin detalles, apenas sin sábanas acogedoras ni desenvueltas desde las atormentadas, revulsivas, incomprendidas, complejas o fieras palabras del ilustrado pensador Rousseau (1712-1778). 

La Revolución francesa tomaría luego esas ideas filosóficas de la Ilustración, absolutamente radicales para entonces, y las llevaría a la jerga de cada una de las dos tendencias que lideraron el movimiento romántico: una la más liberal y otra la más conservadora. Y aún sigue hoy, por ejemplo, con sus posiciones políticas y sociales de izquierda y derecha. Es decir, en lo social o con la más atormentada afinidad colectiva y coercitiva o con la opuesta afinidad más individualista o liberal. Pero otros pensadores más alejados de aquel horror revolucionario, entonces sin patria o en un destierro propiciatorio, buscaron con otro sentido aquel cambio turbador tan humanista: hacer de la esencia ideológica romántica una nueva y estremecedora visión para el hombre. Un motivo ahora, sin embargo, mucho más trascendente que aquella colectiva intención social francesa. Fue liderado más por la idea que por el concepto, es decir, fue liderado más por la fuerza cultural inspiradora que por la intención social revolucionaria. Y así surgiría pronto desde tierras germanas la reivindicación de una tendencia romántica con un cariz más elevado, más divino, mesiánico casi: el Idealismo alemán. Un pensamiento filosófico en el que se sustentaría una de las estéticas más románticas de Europa.

El nacionalismo fue, por ejemplo, un concepto ideológico y social surgido de una de aquellas balbuceantes pisadas destempladas en que el Romanticismo se dispersara socialmente. Hasta antes de la Revolución francesa, la identidad cultural no fue la nación sino la población donde se nacía, la patria nativa o el lugar donde radicaba la esencia de los sentimientos geográficos, de las gentes o cosas que rodeaban la vida o el ámbito particular de una región. Luego existía otro concepto: la lealtad o fidelidad a un rey o estamento, entendido éste como un ámbito más general de seguridad o de protección, unas fronteras más amplias para desarrollar e intercambiar, sin sobresaltos, los medios económicos y culturales necesarios para prosperar una sociedad. Sin embargo, cuando el estamento cayese luego tanto desde el cuello seccionado del rey Luis XVI como desde la ambición poderosa de un general -Napoleón-, se sustituiría el concepto reino por imperio y el procedimiento patria por nación.

Hoy, después de tantos conflictos o de historia no leída, se repiten las mismas cosas peregrinas de antes. Y así se puede ver la vigencia que tiene todavía aquella tendencia romántica de entonces. Una tendencia que subsiste maquillada, desempolvada o manifiesta junto con el dúctil y práctico racionalismo, este fuerte pensamiento ilustrado del que fuera hija adoptada el Romanticismo. Y para comprender mejor la diversidad o complejidad del movimiento romántico qué mejor lienzo artístico que el de uno de sus mejores representantes, Eugène Delacroix (1798-1863). Cuando los artistas, poetas, literatos o pintores románticos acudieron a reivindicar aquella nueva forma de entender nación que surgiera de las devastadoras guerras napoleónicas, muchos políticos oportunistas o expansionistas vieron la mejor forma de justificar una intervención militar en la inestable Europa suroriental de comienzos del siglo XIX. Grecia, la antigua Grecia homérica y primigenia de la gran cultura occidental, estaba ocupada entonces por el imperio otomano desde el siglo XV. Y en los primeros años luego de la caída de Napoleón se crearon organizaciones que buscaron la independencia de aquella vasta y antigua región mediterránea. 

De ese modo, se crearon y financiaron movimientos armados para apoyar los reductos de población autóctona que, animados por rusos, franceses, ingleses o austro-húngaros, hicieron de aquella zona europea durante diez años, 1821-1831, una región sumida en el horror, la crueldad y la muerte. Pero, sin embargo, todo eso era entonces tan sólo un símbolo romántico de lo más genuino... Hasta el famoso poeta Lord Byron lucharía y moriría allí. Pero dos años antes de su muerte, en 1822, los turcos habían decidido acabar con una rebelión griega habida en la isla egea de Quíos. La intervención otomana fue feroz e inmisericorde, acabando con unos veinticinco mil griegos violentamente. Fue un gesto terrible que deseaba vengar la matanza de la peloponésica ciudad de Trípoli llevada a cabo un año antes a manos de los ahora oprimidos griegos. Y el extraordinario pintor romántico Delacroix entendió que aquella masacre terrible de Quíos debía ser el motivo de su impresionante, reivindicada, grandiosa y romántica obra de Arte.

Este pintor francés, un auténtico revolucionario en su arte y tendencia romántica, un innovador tanto en la ruptura con el clasicismo como en el propio sentimiento romántico de sus creaciones, no se dejaría llevar entonces sino por las inspiradas, liberales o épicas semblanzas que Lord Byron hiciera con su desgarradora literatura romántica oriental. Tanto transformaría Delacroix la forma de crear Arte que otro pintor, el neoclásico -y posterior romántico- Antoine-Jean Gros, diría de su obra La masacre de Quíos: Es la masacre de la pintura.  Y lo era porque Delacroix rompería ya con el sentido más ilustre del Arte, aquel más elegante o clásico de las correctas formas retratadas en un lienzo. Ahora, pensaba Delacroix, debía incluir en su épica y romántica pintura la sensación más impactantemente humana por muy dura que fuese. Los cuerpos no podían ser aquellos lustrosos, bellos, arrogantes o eternos cuerpos de las obras neoclásicas de antes. No, los cuerpos ahora, en su obra romántica, tendrían que ser como la misma escena de horror vivida por ellos los habría convertido: en despojos humanos, en pieles oscurecidas y demacradas; en ojos perdidos, en formas deslucidas o en una vana esperanza desolada por la crueldad maldita de sus heridas.

Así compuso Delacroix su gran obra romántica La masacre de Quíos. Con un paisaje donde ahora el Romanticismo de una parte, de aquella parcialidad ideológica de una parte -el pensamiento ilustrado del que el Romanticismo fuera hija-, brillaba claramente sobre el sufrimiento más universal y desolado del hombre. Pero eso fue lo que algunos criticaron entonces, el oportunismo histórico del creador francés: ¿era peor esta masacre turca de Quíos que la matanza griega de Trípoli producida un año antes? Los artistas románticos, especialmente Delacroix, se dejaron llevar por el sesgo particular de aquella ideología social revolucionaria y nacionalista, esa de la que su tendencia romántica había sido heredera. Pero el Arte, sin embargo, y a pesar de todo, siempre lo es pinte lo que pinte. Y aquí, en esta grandiosa, extraordinaria y universal obra maestra, el autor romántico francés consiguió lo que por entonces no se llegaría a entender aún -aunque seguro que la intuición del artista sí lo hiciera-: que el Arte viene a reivindicar siempre la esencia universal de los hechos, no la secuencia histórica o particular de los mismos. 

¿Qué mayor representación artística de la cruel humanidad que la desesperación de unos humanos ante la vil, atropellada, lacerante y brutal agresión de otros? El pintor francés sitúa en primer plano las figuras de las personas sometidas por la cruel masacre de los turcos. Sus figuras se abrazan y se besan, se acogen entre ellas enternecidas ahora bajo la fuerte y poderosa cabalgadura del opresor otomano. Las miradas están perdidas, los gestos abandonados por el ímpetu y la fuerza, los cuerpos humanos abatidos ahora sin fulgor alguno que los embellezcan. Figuras todas ellas que no podrían competir con las anteriores formas heroicas representadas por los clásicos trazos de lo más excelso; salvo la perfecta silueta de una mujer desnuda, atada y deseada que cuelga ahora voluptuosa de la ecuestre montura asesina del opresor turco. Tan sólo ella mantiene aquí en su figura desnuda aquel alarde poderoso tan bello y tan clásico de antes. Porque todo lo demás es demacración o desconsuelo, abatimiento, horror y muerte. Y el pintor romántico consagraría en su obra la imagen más paradigmática -no la más particular o subjetiva- del desgarro más humano ante el dolor afligido por otros seres humanos. Un maltrato universal expresado desde esas fuerzas malignas, simbólicas o personales que siempre existirán tras cualquier acto egoísta, interesado, desalmado o criminal que pueda ocasionar, sin pudor alguno, un ser humano a otro.

(Óleo La Masacre de Quíos, 1824, del pintor romántico francés Eugène Delacroix, Museo del Louvre.)

25 de marzo de 2014

Una sutil melodía insinuada en la grandiosidad de un lienzo, su parcialidad y su crítica.



El Impresionismo no supo cómo conseguir aparecer en el inmóvil y conservador mundo burgués de mediados del siglo XIX. París era, sin embargo, todo un referente de modernidad, de refinamiento cultural, de cierta pícara forma de acercarse al mundo de la bohemia y de los arrabales más atrevidos de entonces. Pero la sociedad francesa estaba en esos momentos (1850-1870) bajo el cetro imperial del rígido imperio de Napoleón III, y los creadores y artistas -libres por definición- se encontraron con la reticente y obtusa manera de condicionarles y limitarles sus nuevas, aperturistas o críticas formas culturales de expresión, esas con las que ellos, tímidamente, tratarían de soliviantar las protegidas y acomodaticias conciencias de sus alineados y satisfechos contemporáneos. La pintura clasicista -neoclásica- habría dejado paso antes a la grandiosa y exultante representación romántica de sus creadores más atrevidos. Pero, a la vez esos creadores eran aún respetuosos con las consignas clásicas del orden, de la metáfora, de la mitología, de la historia, de la cultura, del sentido de lo bello, de lo representable o de lo más justificable de llevar a un lienzo. Así que no se habrían decidido aún los pintores parisinos a representar una visión tan actual, tan normal, tan cotidiana, tan vulgarmente natural como era la de reflejar una escena habitual de la sociedad parisina de entonces. Los incisivos poetas decadentistas o simbolistas, como lo fuera el decidido y ácido Baudelaire, ya habrían recomendado a los creadores que dejaran de pintar esas escenas míticas grandilocuentes tan alejadas de la vida normal, y que se atrevieran ahora a retratar lo cotidiano, lo cercano, lo que llegara a traspasar la imagen real de los que, luego, lo miraran.

Totalmente convencido de lo mismo, el pintor Manet elegirá crear en el año 1862 una escena de esa misma sociedad, aunque no de la bohemia sangrante de los marginales barrios parisinos, no, sino de la más burguesa y encopetada sociedad parisina de entonces. Y decide el pintor impresionista que sea inmortalizada toda esa gente real en uno de los lugares más elegantes de una de las zonas más concurridas de París, los jardines de las Tullerías. El Palacio de las Tullerías era por entonces -y durante toda la historia de Francia lo había sido- la residencia parisina de la monarquía francesa. Durante el segundo imperio francés -el de Napoleón III-, en sus jardines abiertos a un público burgués y bienintencionado se celebraban conciertos y fiestas, siendo entonces cuando los flamantes parisinos se concentraban en él para disfrutar de aquel maravilloso entorno y poder escuchar lo único que no era sospechoso de subversión social: la música sutil y envolvente de alguna sinfonía clásica..., compuesta, por ejemplo, por el celebrado compositor Jacques Offenbach (1819-1880). Fue entonces la música, sobre todo la sínfónica, el único arte incapaz de molestar con sus críticas sociales o políticas a esa burguesía susceptible y bienpensante. Sobre todo en sus óperas u operetas. Porque Offenbach se hizo muy famoso por esas composiciones operísticas divertidas, populares, alegres y bailadas..., pero con algún que otro trasunto que pudiera añadírsele. Eso fue lo que, especialmente, conseguiría este curioso compositor francés.

Es por lo que, con alguna que otra crítica social, formaría parte de esos artistas como Baudelaire y Manet que trataban de hacer ver a la sociedad de entonces lo que ésta no podría o no sabría ver por sí misma. Pero, a pesar de decidirse el pintor Manet por componer una obra de Arte que reflejara ese espíritu -llamada la obra Música en las Tullerías-, en esta grandiosa pintura no aparece ningún instrumento ni ninguna partitura, ni ningún músico ejecutándola, además. Como obra de Arte, como composición pictórica, es una extraordinaria obra que avanzará el sentido de lo que, poco después, será denominado Impresionismo... Pero, ¿qué más será? Porque aquí está ahora toda esa sociedad burguesa bien trajeada, con sus elegantes diseños y sombreros a la moda. Éstos, los sombreros, configurarán una línea imaginaria horizontal que dividirá la obra maestra en dos espacios. Arriba está la Naturaleza, verde, exuberante, libre, espaciosa y grandiosa. Abajo, la sociedad, oscura, gris, encorsetada, abigarrada, blanca, negra o azulada. Y el creador Manet los pintará a todos como objeto y como sujeto de toda esa impresionante y enigmática visión social. Como objeto por los representantes, ahora anónimos, de la sociedad parisina: en ese momento, indolente o sorda a los cambios que la misma requería. Como sujeto serán aquí ahora los conocidos y amigos del pintor, tan alertas como él a los cambios requeridos por esa sociedad; fijos ellos en su mirada como los representará Manet: mirándolos a él. Y así se apreciarán en la obra de Arte, sutilmente divididos por el delgado tronco encorvado y oscurecido de un árbol. A la izquierda del tronco -algo menos de la mitad de la obra-, están todos esos personajes subjetivos, el músico Offenbanch, un colega del pintor, Fatin-Latour, y escritores como Baudelaire y Gautier, etc...

Todos ellos nos miran a nosotros ahora, al pintor que los crease y a los espectadores que miramos inseguros la obra de Arte. Ellos son el sentido que laterá en la atmósfera semioculta de la obra, como un motivo cómplice de todo aquello que el pintor quisiera transmitir. Al otro lado -la parte derecha del lienzo-,  nadie mirará al frente, nadie se atreverá a dirigir su mirada hacia lo que, por entonces, era aún imposible de admitir: que los cambios sociales no eran aceptados aún. Como no lo fuera todavía aceptado el Impresionismo; como tampoco la crítica a un sistema político -el segundo Imperio- que habría cercenado libertades y avances; como no fuera la apertura a una sociedad más acorde con el espíritu de lo que había sido Francia antes. Todo eso no podría todavía relucir libremente entre las cenagosas aguas de una sociedad hipócrita, autoindulgente y profundamente cínica. Y el  pintor impresionista se decidió entonces por pintarla y criticarla, aunque entonces con la única música que se pudiera insinuar: la de su paleta y la de su audacia misteriosa. Cosas intangibles o perezosas que mentes limitadas nunca hubieran podido aún descubrir entre sus trazos...

(Óleo La música en las Tullerías, 1862, del pintor impresionista Édouard Manet, National Gallery, Londres.)

19 de marzo de 2014

La significación particular frente a lo más universal de las grandes obras maestras.



Sin el Renacimiento no hubiésemos llegado a consolidar el verdadero sentido de lo que es una obra maestra de Arte. Es decir, no hubiésemos podido desligar lo que es una representación estética limitada a un tiempo concreto de lo que, a cambio, es un símbolo universal sin fronteras temporales, espaciales, ideológicas o sentimentales. Y todo esto último no es fácil llevarlo a cabo siempre en el Arte. ¿Quién puede desprenderse de las consideraciones abstractas, psicológicas, cognitivas, culturales o personales que intervienen en cualquier proceso creativo? Tan sólo el creador de la obra maestra de Arte. Y la obra maestra únicamente comenzaría a ser posible gracias a lo que sucediera en el pensamiento humano durante el extraordinario salto cultural llevado a cabo en la Italia del siglo XV. Es lo que hizo a Europa ser el lugar donde se crease el concepto universal de Arte, un proceso desligado de consideraciones culturales monolíticas, regionales, monográficas o unilineales socialmente. La historia de Europa lleva el germen cultural de dos grandes influencias transcontinentales -totalmente diferentes y opuestas- que fueron obligadas a convivir durante siglos, y que, luego, en su asimilación estética de mediados del siglo XV -lo que fue el Renacimiento-, posibilitaron una extraordinaria simbiosis cultural como en ninguna otra parte del mundo se pudo conseguir.

Esas dos grandes influencias, opuestas pero forzadas por la historia a desarrollarse juntas en Europa, fueron la cultura grecorromana por un lado y la tradición judeocristiana por otro. Esta última acabaría venciendo durante la Edad Media y así se impuso en las costumbres, filosofía, ciencia o cultura de entonces. Pero, de pronto, en las profundas conciencias culturales de los hombres y mujeres del Renacimiento, brotaría una nostalgia afortunada de la otra influencia histórica, la cultura helenística. Y con todo eso avanzaría por entonces -siglo XV- una nueva sociedad y su nuevo Arte, cosas que surgirían de los contactos de esas dos fuerzas telúricas culturales que se vieron obligadas a convivir siglos después de haberlo hecho antes. Porque además no se pudieron evitar ni una ni la otra influencia. Y de esa virtualidad dialéctica, de ese maravilloso artificio simbiótico artístico, se produciría la peculiar forma de alcanzar la sublime estética maravillosa de lo que hoy entendemos como obras maestras del Arte universal.

Joachim Patinir (1480-1524) fue un pintor flamenco que, como algunos de sus paisanos artistas, llegaría a conseguir reflejar el sentido más renacentista de la obra universal, un sentido estético que debía conseguir aunar belleza con mensaje doctrinal, es decir, estética universal con sentido espiritual... En su obra Las tentaciones de san Antonio Abad tenemos, inspirada del medievo sagrado, la leyenda de las vicisitudes morales de este santo cristiano del siglo IV (una parcialidad cultural, por otra parte). Cierto es que el símbolo bíblico de la manzana aparece en la obra como un motivo claro de tentación negativa (parcialidad religiosa), pero no es menos cierto que todo eso aparece ahora justo en el escenario más universal de todos los posibles escenarios artísticos: el paisaje idealizado de un paradisíaco lugar extraordinario. Extraordinario porque lo contiene todo, no es ni parcial ni existe tampoco un lugar así en el mundo, sin embargo. No vemos solamente la geografía africana original de la región nativa del santo anacoreta; tampoco vemos solo la geografía bíblica de los momentos descritos por los pasajes pecaminosos sagrados; ni siquiera veremos solo la idílica Arcadia de los instantes narrados siglos antes por sus poetas jonios. No, ahora todo eso está ahí junto, idealizado y reflejando la estética simbiótica más universal de todas.

La mitología griega se transforma estéticamente en deformados seres alados o en monstruosos personajes desperdigados y representados como una cruel metáfora profética, como un símbolo de lo malvado, de lo desolado o de lo mortífero. Aparecen otros seres, además de los deformados, éstos son los humanos, tanto los buenos como los malos, como narrará interesada siempre cualquier mitología terrenal. En este caso no se pueden universalizar ni el sentido estético ni la apariencia artística, sólo es en esto donde la universalidad del Arte se pervierte aquí culturalmente. Ahora requeriremos conocer la leyenda o la historia particular para saber por qué ese hombre, que nos mira abatido y desolado, está rodeado de personajes femeninos encantadores, bellos y atractivos o monstruosamente despectivos, como es el caso de la vieja y estrafalaria alcahueta. En la obra de Patinir todo está hábilmente decorado, con uno de los paisajes más completos, inspirados y conseguidos de todo el Arte universal. Desde los picos kársticos de la cordillera gris y agreste hasta la laguna plácida del fondo, desde un cielo tormentoso y oscurecido hasta el escenario del bosque pantanoso y alegre que vemos a la derecha. También, el sereno monasterio elevado en lo alto del desnudo peñasco destacado y poderoso a la izquierda del cuadro.

El propio pintor buscaría más crear en su obra un maravilloso paisaje que cualquier otra cosa, cultural, moral o religiosa. El tema de la obra, la tentación, era una excusa artística para poder describir todo el escenario maravilloso de un paisaje abrumador por su belleza, por su fuerza y su contraste. También por representarlo con las connotaciones propias de lo brillante y lo tenebroso, lo elevado y lo maltratado, lo deseable y lo sublimable... Y todo eso expresado sin fronteras definidas, sin límites contrarios definibles, o sin partes delimitadas que concentren la maldad o la bondad de este mundo. Todo está entremezclado y justificado en el paisaje por su propia esencia ética, que surge además de la estética, por lo que cada cosa individualmente es representada dentro de lo vario y sin delimitar frontera alguna. Este es, probablemente, el mensaje moral iconográfico: que nada -en la Naturaleza prodigiosa- distinguirá o representará la malvada tentación más inconfesable en este mundo... Salvo la fuerza interior que posean, o no, los seres desesperados. Porque la belleza además no tiene por qué identificarse con la moral, que aquélla es siempre independiente de ésta. Que aquí, en su obra renacentista, el creador flamenco nos lo hace ver, apenas sin traslucir del todo, como la única cosa más universal, humana y poderosa del mundo.

(Óleo renacentista Las tentaciones de san Antonio Abad, 1524, del pintor flamenco Joachim Patinir, Museo Nacional del Prado.)

17 de marzo de 2014

El Arte como un talismán ante la pérdida: la de la belleza, la de la inspiración... o la de la vida.



¿Qué cosa nos causará más temor en este mundo? Es seguro que algo que poseemos o creemos poseer y que, de pronto, comprenderemos que vamos a perder o que ya lo hemos perdido. Es esta una vaga sensación parecida a la primera pérdida metafórica, a aquella traumáticamente primera pérdida de los seres humanos al nacer, cuando de seguro recordábamos por primera vez el sentido ahora de pérdida, de una sensación entonces de pérdida de ese lugar acogedor -el útero materno- que nos guarecería desde mucho antes. Y es probable que el Arte desde sus inicios fuese una forma de exorcizar ese sentimiento inicial de pérdida... Porque es ahora ese impenitente artificio plástico que es el Arte, inventado para mantener el hilo que nos une a la visión de lo desaparecido o por desaparecer, lo que nos seguirá mostrando ahora así su recuerdo, su sentido, su razón, o incluso su miseria... El gran pintor Rembrandt se obsesionaría tanto con ese sentimiento de pérdida que se autorretrataría en multitud de obras, todas maestras, hasta justo muy poco antes de él desaparecer. En su último Autorretrato del año 1669, pocos meses antes de morir, plasmaría el pintor holandés toda su verdadera imagen ahora malograda, ajada ya por los años y la cruel enfermedad. Aquí el pintor reflejaría su decrepitud como un alarde de lo que el mismo Arte salvará... a pesar de los rasgos poco agraciados ocasionados ya por su avanzada edad.

Pero es este retrato una de las más extraordinarias obras de Arte del pintor holandés. Nos llegaría a transmitir un gran mensaje con él, una máxima que el creador comprendería entonces cuando lo hiciera: que la belleza está encerrada -guarecida- en la propia creación artística y que ésta, a su vez, la volverá inmune frente a la pérfida, impertérrita y desasosegada pérdida.  Cuando el impresionista creador francés Édouard Manet quisiera reflejar la muerte como una desaparición poco heroica, ni consagrada en los altares de la historia ni en los épicos relatos de leyenda, idearía la creación de una obra que reflejase el suicidio vulgar de un hombre vulgar en un lugar vulgar de un mundo vulgar.  Y de ese modo compuso el pintor su poco conocida obra El Suicida del año 1880. Hasta entonces, hasta ese momento histórico, sólo se habría realzado en el Arte la gran pérdida de los grandes hombres de la gran Historia, como la muerte autoinflingida, por ejemplo, del famoso romano Catón o como la de otros grandes personajes de la historia. Pero aquí el pintor va más allá y nos dice, claramente, que cualquier pérdida debe ser siempre reconocida. Cualquiera. Y el pintor francés nos lo muestra así, de esa forma tan simple, sin más adornos en el lienzo que los elementos dramáticos y fríos -pero artísticos- de la impresión que nos transmite ahora la obra de que toda pérdida, toda, puede ser, verdaderamente, redimida por el Arte.

La leyenda mitológica nos cuenta el trágico final de la bella Procris... Fue hija de un rey de Atenas, Erecteo, y acabaría uniéndose a Céfalo, un bello príncipe de la antigua Fócide griega. Pero Céfalo fue una vez atormentado por los dioses, por una diosa en su caso, la atormentadora diosa griega Eos, la diosa de la aurora. Quiso la diosa entonces poseerlo, y, aunque él se negara por la fidelidad debida a Procris, convencería a Céfalo de la fragilidad de ese fiel sentimiento de ella.  Así fue como el bello Céfalo, convertido por la diosa en otro hombre de apariencia diferente, sedujo a la débil Procris fácilmente, convenciéndose ahora él de la poca lealtad que ella mantendría. Entristecido Céfalo, acabaría así en los brazos de la taimada diosa. Sin embargo, Procris, desolada al saberlo, terminaría errando por los mares hasta llegar a la isla de Creta. Y allí el rey Minos, a cambio de hacerla su amante, le regalaría entonces un fiel perro, Lélape, un hábil animal para la caza reflejo además de la fidelidad más permanente. De regreso a Atenas, Procris le ofrece a su fiel perro la ocasión de disfrutar un paseo de caza por las hermosas laderas de su reino. Pero entonces, surgida tras los árboles y perdida, una jabalina lanzada muy certera la heriría a ella mortalmente. Céfalo, sin quererlo, la había matado así, accidentalmente, herida ahora ella de muerte por el arma perdida de una caza diferente...

Un pintor renacentista inmortalizaría a la bella Procris en su obra La Muerte de Procris, realizada en el año 1495. Tendida en la bella escena aparece Procris herida mortalmente para siempre. Con toda su belleza y con toda su vida terminadas para siempre. Sin embargo, el creador Piero di Cosimo (1485-1510) la eternizaría a ella tan sólo acompañada por su perro Lélape y un extraño personaje, un artístico y mítico sátiro desconocido, que ahora la atiende con cariño. Pero, sin la imagen ni la representación de su amado y perdido Céfalo de antes. De este modo desolado, el creador italiano establecería así parte del mensaje trascendente de la obra. Que el recuerdo de Procris, verdaderamente el recuerdo de su perdida belleza, quedará, sin embargo, patente con el auxilio sensible de tan solo ahora un vulgar y fiero fauno, de un sátiro además, una salvaje criatura mitológica que, tiernamente, acudirá a ella aquí como metáfora salvífica de la propia leyenda: la de la grandeza del Arte ante la fragilidad exasperante de la vida y de sus miserias. Y así, por tanto, expresaría el pintor renacentista que toda pérdida merecerá alguna vez ser requerida por el Arte, que todo ser humano conservará con ella -con la expresión artística del Arte- el recuerdo permanente y generoso del sentido más heroico de la vida.

(Óleo de Piero di Cosimo, La muerte de Procris, 1495, National Gallery, Londres; Autorretrato de Rembrandt, 1669, National Gallery, Londres; Obra El suicida, 1880, Édouard Manet, Zurich, Suiza,)

11 de marzo de 2014

Alegoría de la muerte de un estilo, el clásico o académico, y del nacimiento del Arte moderno.



Fernand-Anne Piestre, conocido como Fernand Cormon (1845-1924), fue un pintor francés nacido y educado en la más clásica de las enseñanzas pictóricas de su tiempo. Miembro de la Academia francesa de las Artes, crearía obras muy apetecibles de ver por un público deseoso de lienzos clásicos llenos de belleza, exotismo y una muy sutil crueldad apenas insinuada. Obras de Arte que combinarían líneas clásicas con fervientes sensaciones rodeadas de dramatismo, vigor, sensualidad o grandeza. Pero acabaría comprobando el creador francés que los años finales del siglo XIX llevarían a inspirar otras semblanzas en el Arte. Unas semblanzas provocadas por los nuevos pintores postimpresionistas, artistas modernos que no acabarían de sentir, ni siquiera con su tendencia parcialmente impresionista, la pasión clásica que no desearían ya mostrar en sus obras de Arte. En la transitoria década artística de los años setenta del siglo XIX, Cormon había creado, sin embargo, dos obras todavía significativas de la fortaleza que el Arte clásico orientalista tendría aún entre un público abatido por la crisis de la guerra Franco-Prusiana y el advenimiento de la III República. Y entonces compone Fernand Cormon en el año 1870 su impresionante, académica, clásica, exótica y bella obra La favorita depuesta.

En ella vemos un harén oriental donde la -hasta entonces- favorita del sultán deja de serlo frente a la radiante, encantada, sustituta y nueva flamante favorita. La cedente se sitúa a los pies de la nueva elegida. Ahora se muestra sollozante, abatida, derruida sin consuelo y abrazando con sus cabellos y manos el pie desnudo, blanco y reluciente de la que, ilusionada, toma el relevo de su majestuoso, neófito, ultrajante y efímero protagonismo. Pocos años después el pintor vuelve a su exotismo oriental para crear otra obra con una inspiración parecida, aunque, sin embargo, mucho más sensacionalista por su mayor crueldad o dramatismo estéticos. Esta nueva obra no está tan llena de dolor o altiva suficiencia, como sí lo estaba la otra, sino que ahora es hasta de muerte, de sangre o de terminación definitiva con una muy desorbitada y voluptuosa satisfacción. Todo eso es lo que, expresivamente, veremos en una de las atractivas y envidiosas odaliscas -mujeres del harén- provocado por la desaparición mortal de la anterior elegida, la que, hasta entonces, fuera la hermosa y bella favorita. Tal fuerza consiguió el autor academicista en su obra Muerte en el serrallo, que le sería otorgada una medalla en la Exposición Universal del año 1878. Sin embargo Cormon, insatisfecho con su estilo clásico, avanzaría en su búsqueda de los cambios que los nuevos tiempos traerían en el Arte. A finales de la década de los años ochenta, marcharía a Bretaña con otros pintores vanguardistas y pintará otras cosas, otros paisajes, otros atardeceres y otros instantes diferentes. Como el que terminará haciendo inspirado en el nada exótico ni clásico puerto francés de Concarneau.

Pero su mayor acierto tal vez fue crear entonces su propia academia, taller o escuela de Arte, en la ciudad de París. Hasta ella acudieron muchos alumnos y pintores en ciernes, buscando su magisterio y sabiduría clásicos. Unos pasaron, aprendieron y sólo rozaron luego la historia meramente. Otros pasaron, aprendieron y gozaron del mayor de los encumbramientos que un nuevo acontecer artístico -el Arte Moderno- les hiciera brillar en las más grandes muestras artísticas del modernismo. Archibald Standish Hartrick (1864-1950) fue uno de esos mediocres pintores modernos que habían conocido a los grandes postimpresionistas en la famosa escuela de Cormon. En el año 1886 Hartrick se reune con el pintor Gauguin en Pont-Aven, aquel idílico y artístico lugar de la costa francesa donde algunos comenzaban a revolucionar el Arte. Poco después, a finales de ese mismo año, Hartrick regresará a París y conocerá al genial Van Gogh. Todos ellos habían acudido anhelosos al taller clásico del maestro Cormon, aquel creador apasionado que retratara aquella muerte requerida. Todos ellos lo hicieron para formarse en un Arte clásico que, sin embargo, nunca, nunca más, volvería a iluminar el orbe artístico del mundo como hasta entonces lo hiciera.

(Óleo de Fernand Cormon, Muerte en el serrallo, 1874, Museo de Bellas Artes de Besançon, Francia; Obra La favorita depuesta, 1870, del pintor francés Fernand Cormon; Retrato de Vincent van Gogh, del pintor británico Archibald S. Hartrick; Autorretrato de Archibald S. Hartrick, 1913, National Portraid Gallery, Londres; Ilustración de Archibald S. Hartrick, El taller de Cormon, 1886; Fotografía del Taller de Cormon, 1886, se aprecia sentado a la izquierda con sombrero a Toulouse-Lautrec, y al maestro Cormon sentado con barba dando su clase pictórica frente al lienzo; Retratos realizados por Archibald S. Hartrick de Toulouse-Lautrec y de Gauguin, siglo XIX.)

4 de marzo de 2014

La obsesiva dualidad de un pueblo retratada entre la maledicencia y la gracia.



Cuando un creador -pintor, poeta, novelista- llega a conseguir retratar la profunda sinrazón de una sociedad, de la suya además, la que mejor conoce, alcanzará a rozar entonces los laureles que el Arte otorga solo a sus más atrevidos, exigentes y suspicaces autores. Pero, entonces, ¿cómo hacer que su obra la entiendan todos, que esa sociedad o ese pueblo llegue a identificarse con ella y termine así por comprenderla? El pintor español Julio Romero de Torres (1874-1930) no fue lo suficientemente valorado como gran creador universal mientras vivió, tal vez a causa de un alarde creativo muy regionalista y oscuramente populista que impregna en sus obras. Unas semblanzas artísticas que, fuertemente enraizadas en su pueblo, el pintor andaluz expresa sabiamente en todas sus obras. Vivió en uno de los periodos creativamente más interesantes habidos quizá en la historia del Arte. A pesar de sus influencias cosmopolitas -su viaje y estancia en Italia en el año 1908- acabaría mimetizado por las características icónicas de los elementos más representativos de su tierra andaluza: la mujer idealizada, el entorno rural y provinciano y el deseo más subyugador y voluptuoso. También la vetusta religión católica y su oscura, maliciosa y satisfecha molicie. Rasgos propios de una sociedad -la española y la andaluza- y de un momento social concretos: principios del duro, transitorio, obtuso y doloroso siglo XX. Cuando el pintor español regresa a Córdoba viene inspirado entonces por dos de las fuentes que marcarán su creación artística: el Simbolismo como tendencia y el Dualismo como obsesión. Desde la más profunda y ancestral mitología judeocristiana, de la que el creador proviene, surge para el pintor andaluz el concepto terrible, distorsionador, equívoco y trágico del dualismo. Centraría el pintor en su obra el proceso del mal y del bien, pero, ahora de una forma no tan libre como hicieran los socráticos griegos siglos atrás. Al menos éstos lo hicieron con el matiz reformador del mal en el hombre, de lo mejorable del ser humano, a través del conocimiento y el saber.

Pero no, porque el mensaje bíblico sostenía no sólo el concepto sino también al malvado personaje y el camino tortuoso: el destino inevitable -el este del Edén- y las reminiscencias que del mal -Caín- sobrevivieran en el tiempo en la historia del hombre. Y todo ese simbolismo maléfico habría surgido de otro mal mucho más grave, de una impronta marcada a fuego e imborrable en la historia del ser humano: la caída del hombre y de la mujer, esa acción bíblica legendaria y fatídica que provocase su destierro total del paraíso. Una falta además transmisible para siempre a los hijos de sus hijos.  Y, de ese modo, se crearía más tarde una filosofía religiosa trascendente y útil, una proverbial forma de recuperar lo perdido y redimirse para superar la terrible dicotomía inevitable. Una redención que sólo pudiese conseguirse a través de una esencia especial, indefinible, poderosa, recurrente y sin final: la gracia divina. Entonces el escenario natural y patrio, urgido de mitología religiosa -España y su Córdoba inspirada-, terminarían siendo el marco idóneo para simbolizar las dualistas obsesiones del pintor. Así compuso Romero de Torres en el año 1912 el primer óleo de una trilogía narrada sobre el mal y su salvación sagrada. Unas obras de Arte con el sugerente elemento iconográfico de la belleza idealizada de la mujer andaluza, belleza que el pintor español retratase en todas sus obras.

En su creación Las dos sendas expuso el pintor, desequilibradamente, la composición más expresiva de aquellos dos polos trascendentes. Y lo hizo, sesgadamente, con la imagen de una hermosa modelo desnuda inclinando el sentido de su cuerpo -la cabeza hacia lo mundano y los pies hacia lo sagrado-, describiendo la hermosa vida que no puede dejar de recrearse sin belleza. Aun así, el pintor insiste en la terrible realidad de un dualismo -lo pecaminoso y lo sagrado- tan presente entre las gentes de su tierra. Los valores estéticos se articulan con los simbólicos en una sorprendente creación. Una obra impactante, nada simplista ni provocadora, sino profundamente motivadora a la reflexión. Un año después realiza Romero de Torres otro lienzo de esa trilogía:  El Pecado. En este caso homenajea a sus maestros clásicos -Velázquez, Tiziano- con un desnudo de espaldas frente a un espejo. Esta vez no sostiene el espejo Eros, lo sostiene la mano quebrada de una enlutada y vieja alcahueta, una mujer que, junto a otras, conspiraría así para provocar el acto maledicente que llevará a la joven -como una virginal y hermosa diosa mitológica- a caer en los brazos del sexual pecado impenitente.  Dos años después finaliza el pintor su trilogía con otra imagen voluptuosa, La Gracia, una pintura donde representa el sentido más simbólico y que completa las otras creaciones. La bella pecadora ha caído y es recogida aquí -redimida como un descendente cristo de su cruz- por unas monjas (símbolo de lo sagrado) que la salvan, con la gracia, de su fatídico amor descarriado. Una mujer llora en la obra por la pérdida de la pureza de otra mujer que, mancillada, es representada -el gesto abatido- con el mismo cuerpo endiosado, esbelto y perfecto de aquella misma mujer embellecida de antes...

(Óleo Las dos sendas, 1912, Julio Romero de Torres, Museo Prasa Torrecampo, Córdoba; Retrato del pintor Julio Romero de Torres, 1931, del pintor español Anselmo Miguel Nieto; Cuadro El Pecado, 1913, Julio Romero de Torres, Museo Romero de Torres, Córdoba; Obra del mismo pintor cordobés, La Gracia, 1915, Museo Romero de Torres, Córdoba.)