26 de abril de 2014

El más humano de los grandes creadores, el más capaz de hacerlo ver con su Arte.



¿Qué tendrá que ver la biografía de un creador con la forma en que su creatividad sea reflejada en su obra? Porque la creatividad es una cosa y otra puede ser la manera en que veamos la luz, las sombras, los encuadres, las líneas, los ademanes o las formas representadas. Ambas cosas, lo creativo y la técnica, serán la impronta artística de un pintor, serán su estilo, su Arte, pero, también lo será su vida. Porque en Rembrandt no es posible separar su vida de su Arte, como no es posible separar en él tampoco la realidad de la fantasía. Si definiéramos la vida de un ser humano en sentido general, si eligiéramos una vida como ejemplo de lo que es la vida humana, descrita con sus azares, ilusiones, anhelos, fracasos, desvelos, sufrimientos, debilidades, errores o trasiegos, qué mejor modelo de vida que la de uno de los más grandes pintores que haya tenido la Humanidad. Sí, Humanidad con mayúsculas, porque, con Rembrandt, ésta adquirió una forma y definición sublimes, rodeada de luces y sombras, de formas y maneras originales así como de un sentimiento y de una belleza genuinas. Porque la Belleza en Rembrandt, su propio concepto, es el propio Arte. No es la representación de una belleza natural apreciada en sí misma -lo que entendemos por una clásica forma bella-, no, en Rembrandt es una belleza alegórica, sublime y abstracta compuesta para ser universal.

Cuando Rembrandt nace en el año 1606 Rubens llevaba ya veintinueve años en el mundo. Así que el gran pintor flamenco había sido el modelo en el que el joven Rembrandt se fijó como ejemplo de creador, pero también como ejemplo de hombre. Porque Rubens había conseguido en el año 1621 ser uno de los más brillantes, exitosos, creativos, innovadores, geniales y felices seres humanos que, con su Arte y su vida, hubiesen pisado la sociedad europea de entonces. Pero, claro, Rubens se había desarrollado en el seno de una sociedad mucho más privilegiada que la de Rembrandt. Por lo tanto partícipe de un afortunado y más reluciente azar vital. A pesar de haber sido huérfano de padre, la madre de Rubens le educaría con maestros reconocidos y acabaría accediendo incluso como paje al servicio de una influyente condesa. Viaja a Italia a los veintitrés años, donde conoce a los grandes pintores venecianos, y luego pasaría al servicio del duque de Mantua, gran mecenas del Arte. Marcha después a Madrid como enviado del duque italiano, donde comienza a seducir artísticamente con su maravilloso, original y subyugante Arte.

Triunfó Rubens en todo aquello que tocase, y su obra y su vida no dejarían de brillar en cada cosa, acción o creación, artística o no, que tomase.  Cuatro años después de fallecer su primera mujer vuelve a casarse Rubens, ahora con su adolescente musa y modelo Elena Fourment. Cinco años más tarde adquiere un castillo en la brabante y exuberante villa de Elewijt, y, tiempo después, a los 62 años de edad, fallece Rubens, serenamente, habiendo llegado a alcanzar las más grandes cumbres del reconocimiento social. Sin embargo, Rembrandt, que llegaría a tener reconocimiento artístico, no conseguiría en su vida personal ni la paz, ni la tranquilidad, ni la felicidad, ni la serenidad que aquél hubiese obtenido en la suya. A pesar de haber sido Holanda -país de Rembrandt- en aquellos años del siglo XVII, a diferencia de otras naciones europeas, una sociedad de oportunidades sociales y personales, la moral y la dignidad económica y comercial -logros y éxitos personales- condicionaba la vida de sus habitantes. Y es así como Rembrandt vino a ser un paradigma de lo que, siglos después, se entendería como la figura romántica y desolada del genio universal, es decir, la de un personaje malogrado, cargado de virtudes y defectos, postrado así a los pies del altar maravilloso de su Arte.

Desde muy pronto sus obras se cotizaron alto, pero esto fue contraproducente para él, a pesar de lo que pueda pensarse, ya que motivó al pintor holandés al despilfarro o al error más que a la prudencia o al sabio proceder. Adquiría Rembrandt compulsivamente todo tipo de muebles, antigüedades y extravagancias, en parte elementos simbólicos de ascenso social y en parte coleccionismo que utilizaría como modelos en sus obras. Su primer matrimonio en el año 1634 con la sobrina de su mentor y socio duró ocho años, un tiempo que no fue de felicidad conyugal. Hasta entonces, sin embargo, el pintor holandés se auto-retrataba orgulloso, seguro de sí mismo y triunfante de su vida. Tiempo después el hombre, más que el artista, no conseguiría mejorar ni obtener satisfacción con su destino personal. Para su pequeño hijo, huérfano ahora de madre, buscaría el servicio de una viuda que además acompañaría al padre en sus momentos de soledad. Este amancebamiento le traería dificultades al pintor. Los habitantes de los Países Bajos -mediados el siglo XVII- entraron además en una profunda crisis económica consecuencia de la entrada de Inglaterra en sus mercados comerciales, ámbitos geográficos que, desde tiempo antes, dominaban sin embargo los holandeses. 

Deudas, demandas -la viuda le acusa de no cumplir su promesa de matrimonio-, dificultades económicas, todo llevaría a Rembrandt a ser marginado por la exigente, puritana y calvinista sociedad holandesa. Una de las mujeres al servicio de su casa testificaría a su favor en la demanda, algo lógico pues habían comenzado una relación sentimental, causa posible de dicha demanda. Esta nueva mujer, llamada Hendrickje, le trajo al pintor algún atisbo de felicidad, una emoción que reflejaría el pintor barroco en algunas de sus obras maestras. Pero duraría muy poco esta nueva relación ya que fallece Hendrickje en el año 1663, seis años antes de que el pintor lo hiciera. En el año 1668 la tragedia marcó su vida con la muerte de su único heredero varón, Tito, un hijo de su primera mujer. Años antes había perdido otro hijo tenido con Hendrickje. ¿Qué otra cosa en sus obras, además de los reflejos de su semblante, se permitiría Rembrandt translucir con los creativos alardes de su pasión vital? Porque sus obras muestran siempre la Belleza de un Arte insuperable. De una resolución artística sin igual, de un virtuosismo genial y extraordinario, de una conformidad de equilibrio, color o iluminación serenamente contrastable. Porque la luz aparecida en sus obras desde algún lugar inaccesible, sea artificial o natural, siempre refleja lo preciso, lo necesario, lo que debe ser iluminado en ese instante.

Pero como una premonición el pintor holandés compuso, en el año 1636, su obra Sansón cegado por los filisteos. La leyenda bíblica relataba los hechos de la trama hebrea: el poderoso judío Sansón, incapaz de ser abatido ni vencido por nadie, acabaría destruido, sin embargo, por el ruin engaño seductor de Dalila. Esta bella mujer descubre que la fuerza de Sansón, su misteriosa fuerza sobrehumana, radicaba en su negra cabellera rizada. Con su ayuda femenina los filisteos terminarían abatiendo al poderoso enemigo, cegando sus ojos incluso, como veremos en la brutal escena que el pintor no escatima expresar sin belleza. La composición de la obra consigue que la armonía de las figuras y su violencia enmarquen, hábilmente, planos artísticos muy complejos. Cinco líneas de figuras se cruzan en el lienzo, paralelas tres con dos, y todas cortan entre sí la escena dramática. La lanza acosadora, la pierna derecha de Sansón y la figura de Dalila frente a las cabezas de los filisteos y la entrada de la cueva... En sus manos lleva Dalila el cuchillo y los desunidos cabellos de Sansón. Así veremos abatido a la víctima de un amor.., un ser que no puede hacer ya nada para evitar su destino.  Sólo dejar que las cosas terminen ya de una vez y dejen por fin de ser indecentes, insensibles, o seguras de cumplir el sentido de un destino ineludible, absolutamente inevitable, malogrado o tristemente imposible.   

(Óleo del gran Rembrandt, Sansón cegado por los filisteos, 1636, Kunstinstitut, Francfort, Alemania; Autorretrato con boina de terciopelo, 1634, Rembrandt, Berlín; Autorretrato con boina, 1655, Rembrandt, Viena; Autorretrato con gorra roja, 1660, Rembrandt, Stuttgart; Autorretrato sonriente, 1665, Rembrandt, Colonia.)

18 de abril de 2014

Sin el deseo de ver no se verá; algo debe existir para ser amado, aunque sólo después se conocerá.



El pintor alemán Franz Xaver Winterhalter (1805-1873) acabaría especializándose en grandes retratos de la realeza europea de mediados del siglo XIX. Extraordinario creador naturalista, manejaría el color y la composición con tal fuerza que llevaría a reflejar bellamente el tema retratado de su obra. Sin embargo, el tema o motivo de la obra sería para él una justificación para realzar la creación artística por encima de cualquier otra cosa, incluso del propio prestigio, de los honores o de la propaganda. Los creadores viven y perciben en su propia época y entorno, y desarrollan así su labor con los condicionamientos sociales que les permitan poder crear... y vivir. O, tal vez, pudieron algunos pintores atrevidos, sutilmente, hacer otras cosas, aunque no quisieran realmente ellos hacerlas así. De todos modos, qué mayor grandeza que realizar lo que impone la realidad o la sociedad con planteamientos sutiles que dejen entrever alguna crítica del autor gracias a las peculiaridades de su genio artístico. En su obra La emperatriz de Francia y sus damas de honor, el pintor Winterhalter crea una escena de grupo donde nueve figuras consiguen que nos perdamos buscando cuál es la emperatriz entre tantas hermosas, nobles y orgullosas damas de su corte.

En el año 1856 la emperatriz francesa era la noble española Eugenia de Montijo. El pintor alemán la retrató muchas veces, sola o con su pequeño hijo, pero aquí, en este grandioso óleo clásico, llevaría a la emperatriz a confundirla con otras mujeres, tan bellas o más que ella, formando un grupo con sus damas de honor. El entorno elegido es un idílico bosque casi rococó colmado de ramas, árboles y hojas que enmarcan el solemne y espectacular cuadro de grupo. Luego de mirarlo, hojear algunos comentarios y equivocarme en acertar el rostro regio, se descubre por fin que la emperatriz de Francia es la cuarta por la izquierda, con un vestido blanco, flores en su pelo y un lazo malva. ¿No parecería mejor que fuese la emperatriz la hermosa joven del primer plano que, con su mano izquierda, sujeta un ramo de flores en el suelo? Está en el centro de la obra y es el lugar más adecuado para estar además rodeada de un grandioso coro de bellezas. Pero el autor sitúa el motivo principal de la obra -la emperatriz de Francia- en un lugar ahora, sin embargo, muy descentrado del conjunto.

El pintor, como su regia modelo, obran aquí una especial grandeza artística y personal. En un caso, el creador alemán nos ofrece una composición excéntrica y original; en el otro, la real modelo nos regala su muy grande nobleza y sencillez, porque, ¿qué mujer tan poderosa dejaría a otra ser el centro de la obra y rodearse además de mejores bellezas que ella? La realidad es que la grandeza de la emperatriz Eugenia de Montijo (Granada, 1826 - Madrid, 1920) no ha sido suficientemente reconocida en la historia francesa -el segundo imperio francés no fue muy afortunado- ni en la española -la castiza forma hispana de eludir los grandes personajes nacidos en el país pero exitosos fuera-. La pintura de Winterhalter fue calificada como muy romántica, brillante y superficial. Fue reconocido el pintor sólo por la aristocracia que retrató en sus obras, un ejemplo del condicionamiento social que algunas creaciones artísticas puedan tener por las circunstancias en las que su creador se hubiese desarrollado.

Pocos años después de fallecer Winterhalter, el pintor prerrafaelita británico Edward Burne-Jones (1833-1898) pintaría una de las muchas versiones que hiciera sobre su obra El espejo de Venus. En su obsesión por una visión prerrenacentista de la vida, los creadores prerrafaelitas buscaron en la mitología y en lo sagrado las suaves o sutiles composiciones de una belleza elegante, medieval o hierática, y apenas meramente sugerida. Es decir, mostraban solo lo que ellos entendían como parte esencial de la vida, la más importante parte representada de la vida. Unos más y otros menos, porque formaron una cofradía artística más que una escuela de Arte definida. En su sentido más cercano a la pintura italiana del siglo XV, Burne-Jones buscaría, sin embargo, asombrar más que sugerir. Y lo primero que hace al pintar una Venus mitológica es confundirnos ahora con varias modelos dibujadas muy parecidas a ella. Modelos todas ellas que podrían representar también la misma diosa del mismo modo en la obra. En este espejo de Venus que supone el estanque natural se reflejan ahora no una ni dos, sino hasta diez figuras de mujer que miran sus aguas. Consigue el autor prerrafaelita que volvamos a mirar inquietos y pensar: ¿cuál es de todas la maravillosa Venus mitológica? Poco tardaremos en comprender que debe ser la que está de pie, la única mujer más derecha y levantada. Pero, sin embargo, esta mujer mira ahora las aguas del lago con desgana, ni siquiera vemos su reflejo pintado en el agua. También el pintor la descentra del conjunto de la obra. No está la diosa más hermosa de la mitología en el centro de la obra, sino que está -como en la obra de antes- en un extremo de la misma. Diez figuras esta vez conforman el cuadro, es decir, nueve mujeres que acompañan a la auténtica diosa.

Todas ellas maravillosas, como la misma Venus era, como diosas todas que buscan ahora sus reflejos en el agua.  Pero el pintor nos muestra ahora en su obra una Venus diferente, una mujer retratada como la propia tendencia prerrafaelita propiciaba: nada vanidosa, ni gloriosa ni pretenciosa, de su belleza clásica. Ahora es acompañada Venus de otras mujeres tan hermosas que podían pasar también por ella. Una de ellas mira ahora incluso directo hacia la diosa. No necesita nada más -ni siquiera reflejarse en el estanque- para saber ella misma que no es la diosa. Las demás desean o necesitan mirar su reflejo en el agua para poder saber: ¿seré yo la diosa?, y acercan así todas sus ojos al estanque para comprobarlo. Pero lo hacen ahora con deseo, con cierto miedo, con curiosidad, o con el ánimo de saber cuál de ellas es la venus misteriosa. Esa misma imagen virginal que cada una de ellas ocultará tras de sí perdida ahora entre las aguas.   

(Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El Espejo de Venus, 1877, Museo Gulbenkian, Lisboa; Cuadro La emperatriz Eugenia rodeada de sus damas de compañía, 1856, del pintor alemán Franz Winterhalter, Compiègne, Francia.)

13 de abril de 2014

Hubo un momento en que los hombres estuvieron solos en el mundo, ¿sin dioses, sin cielo, sin rumbo?



Cuando Tulia, una hija del escritor y político romano Cicerón (106 a.C - 43 d.C.), falleciera víctima de un parto a los treinta y un años de edad, quedaría su padre tan triste y desolado que sus amigos le escribirían desde todos los lugares del imperio para consolarle. En sus misivas, le transmitirían su pesar y se unirían a él en su dolor y en su desgracia de padre. Pero, entonces el gobernador romano de Grecia, Servio Sulpicio, le escribiría ahora desde la cuna de la civilización europea, desde la antigua Grecia de los dioses y las leyendas, aquel lugar del imperio donde más pasado elogiable habría sucumbido ya en ruinas para siempre. Sin embargo, Servio Sulpicio le escribía con un muy distinto mensaje de duelo amistoso. Le decía a Cicerón, en su carta desde Grecia: De regreso a Asia, en un viaje navegando de Egina a Megara, me puse a contemplar los bellos paisajes helénicos que me rodeaban. Egina quedaba atrás y Corinto a mi izquierda. Todas aquellas ciudades habían sido antaño célebres y florecientes muestras de civilización. Hoy solo son ruinas dispersas sepultadas bajo su propio polvo maldecido. Ay, me dije, ¿cómo osamos lamentarnos por la muerte de uno de los nuestros, mortales a quienes la naturaleza ha dado una vida tan corta, rodeados así de cadáveres de ciudades grandiosas ya desaparecidas para siempre? Créeme, Cicerón, esta meditación sobre la futilidad de todas las cosas me devolvió una vez las fuerzas para sobreponerme...

Los dioses de la antigüedad griega fueron asimilados por Roma en el siglo II a.C., pero, sin embargo, desde el advenimiento del pensamiento socrático -más racionalista-, llevado a cabo durante los siglos V y IV antes de Cristo, los herederos posteriores de esa gran filosofía helénica, los epicúreos, estoicos y neoplatónicos, fueron abandonando las antiguas promesas míticas de los divinos sagrados decorados para dejarlos, ahora, como una mera demostración o justificación social, cultural o literaria más que otra cosa... Fue un proceso paulatino que coincidió con el auge del Imperio romano, pero que, especialmente, se acusaría en la primera mitad del más importante Principado romano (el situado entre los años 50 a.C. hasta el 200 d.C), cuando los dioses fueron abandonados por completo y el sostén metafísico, sagrado o trascendental aún no había llegado de la mano de un cristianismo triunfante. El escritor realista francés Gustave Flaubert (1821-1880) dejaría escrita una frase prodigiosa sobre ese periodo, metafísicamente desolador: Hubo un momento único en la historia de la humanidad, cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, fue un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en el que el hombre estuvo solo.

El poco conocido pintor británico Frank Bramley (1857-1915) fue un creador postimpresionista que había sabido combinar la perfecta estilística académica con el manejo modernista de la luz y los nuevos mensajes sociales, tan emocionales como humanistas.  En su obra de Arte Un amanecer desesperado, o Un amanecer sin esperanza, conseguiría componer una creación de enorme calidad y belleza artísticas, como, por ejemplo, la textura dibujada tan perfecta de algunas de las cosas representadas en la obra: los lineales mal encajados de las tablas de un suelo ajado de madera, o los tejidos tan arrugados, sin embargo, del mantel de una mesa circunspecta, o como también los pliegues sobrecogidos de un vestido femenino, aquí tan desgarrador. Además veremos en la obra la gruesa y desnuda pared deslucida, ahora tan protectora, de la doliente casa silenciosa. Los colores de la pintura son algo apagados o mortecinos, iluminados por la luz amarillenta de una vela poderosa o por la gris luz desalentadora de la profunda ventana de la estancia. Porque justo detrás de la ventana silenciosa está ahora solo el inmenso y pavoroso fondo de un mar embravecido... Todo pintado así para reflejar un profundo drama muy humano: la desaparición de un marinero bajo las aguas que no regresará jamás. Su desolada esposa está abrazada a la madre de él, abatida ahora sin remedio. Pero el creador situará además, subliminalmente, algunas representaciones simbólicas de una mítica y reconfortante religión... El gran libro sagrado abierto y la luz serena de una pequeña llama, todo ello ahora compuesto como un pequeño altar improvisado entre las sombras. 

Cuando el pintor inglés Richard Nevinson (1889-1946) decidiera ir al frente bélico de la Primera Guerra Mundial, lo hizo entonces como un mero voluntario de ambulancias. Antes de regresar a su casa por una enfermedad, viviría el pintor el horror de aquel terrible conflicto tan violento. Así, de ese modo, terminaría inspirándose en un proverbial artístico destino pictórico para poder demostrar, además, las terribles contradicciones y aberraciones de las fatídicas guerras. En una de sus obras modernistas, Una estrella, llegaría a plasmar la visión poderosa de algunas de las cosas más hirientes vividas en una guerra, como la visión que el mismo pintor tuviera de una terrible explosión en plena noche entre las negras trincheras. En esa visión oscura concentraría el pintor toda la magnanimidad que una ráfaga estrellada de luz pudiera dar, sin embargo, a la desolada y espantosa imagen de un cruel, frío, duro y guerrero paisaje nocturno. Con los pavorosos campos de minas, con las terroríficas alambradas enemigas, o con los fragmentos tenebrosos de una esperanzadora visión..., ahora, sin embargo, del todo sucumbida. Porque en la tenebrosa obra de Nevinson la poderosa luz del cielo es ahora obtenida así por una fuerte llamarada creada por el hombre, por la explosión dramática y terrorífica de un cielo maldecido sobre el dantesco, negro, solitario y absurdo campo de batalla. Pero, el pintor británico la transformaría, genialmente, en una gran estrella poderosa, en una luz maravillosa -esperanzadora- que abrazaría, iridiscente, todo un pequeño orbe humano desgarrado ahora por la muerte...  ¿Qué dioses eran esos que el poeta latino Marco Valerio Marcial (40-104) dejara escrito en su famoso Epigrama IV hace dos mil años?: No hay dioses..., y el cielo está vacío. Pero, ¿estará vacío, realmente? Nevinson lo iluminaría una vez con su Arte modernista, como aquellos antiguos romanos lograrían sobrevivir, una vez, a sus angustias: con la sola y poderosa fuerza de su ingenio más humano. El gran emperador romano Adriano (76-138), solitario buscador de mil preguntas, dejaría escrito en su famoso diario: Alma vagabunda y cariñosa, huésped y compañera del cuerpo, ¿adónde luego vivirás...? En lugares lívidos, severos y desnudos pero jamás volverás a animarme como entonces...

(Obra del pintor inglés Richard Nevinson, Una estrella, 1916, Tate Gallery, Londres; Óleo Un saludo silencioso, 1889, del pintor británico Alma-Tadema, Tate Gallery; Óleo del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Forum Romanum, 1826, Tate Gallery; Cuadro del pintor Frank Bramley, Un amanecer desesperado, 1888, Tate Gallery.)

8 de abril de 2014

¿Por qué debemos mirar sin horror ni desconcierto esta imagen aparentemente pavorosa?



Porque no es exactamente eso -horror, pavor- lo que transmite esta imagen iconográfica, una obra de Arte surrealista creada en el año 1944, en plena Segunda Guerra Mundial. Representa una singularidad estética de un fuerte contraste -belleza frente a alarma o muerte frente a vida- que, en principio, desvela un cierto desasosiego. Esta es una obra, La Venus dormida, del poco conocido, más simbolista que surrealista, pintor Paul Delvaux (1897-1994). Más simbolista porque todo en su obra es real; es decir, es posible experimentar casi todo lo que representa el pintor, a cambio del surrealismo, que no lo es casi nunca. Aquí vemos un escenario clásico de la Antigüedad, una ciudad griega en una noche real ante una luna nueva real... Una hermosa Venus dormida se nos muestra además en todo su esplendor. Hay otras mujeres desnudas en la obra, vírgenes sagradas que se arrodillan, danzan o gesticulan en algún extraño éxtasis intimidatorio, divino o terrenal. Aun así, sólo dos de las figuras representadas en el lienzo nos asombran, poderosas. Una de ellas es un esqueleto perfecto, elegante, dócil, casi respetuoso por su figura enhiesta; otra es un hermoso maniquí vestido demasiado moderno para tanta antigüedad.

En conversaciones que el autor expresaría luego de su creación, transmitió el terrible momento personal en que la obra fue realizada: cuando Bruselas estaba siendo bombardeada sin piedad. Pero ante el espanto de la incertidumbre, de un final desesperado, no acabaría el autor -que lo vivió- más que inspirado de un modo tan extraño para poder plasmar una imagen, sin embargo, del todo llena de esperanza. Sí, una imagen llena de esperanza porque la obra encierra un invisible hilo de salvación, una leve y engañosa sensación -como la representación de la vida- de que tras el desasosiego más tenebroso se oculta, misteriosamente, la promesa de un amanecer muy distinto, donde los dioses cabalgarán al alba para descubrirnos la magnanimidad de su influyente, indulgente y sagrada providencia.

Pero todo eso por entonces nadie lo sabría. Todos estaban enloquecidos, aturdidos o entumecidos por el miedo pavoroso del desgarro infame. El bello maniquí, trasunto silencioso e inmóvil del duro momento bélico, no puede hacer nada por los seres desesperados que le acucian, sin éxito -no es más que un maniquí-, por esperar un destino diferente... Una de esas jóvenes angustiadas que vemos danzar trata incluso de llamarlo, apelarlo o comunicarse con él, inútilmente. Representa el maniquí -vestido y elegante- la humana sociedad burguesa bienintencionada; sofisticada y moralmente sublime pero, sin embargo, del todo marginada, ajena, inaudible, insensible e inerme. El esqueleto nos trae el sentido de la muerte, de la desaparición de los seres como de la civilización. Esto último, la civilización, maldecida y condenada ahora por la crueldad de una guerra y su terrible destrucción. La civilización está en peligro y las gruesas columnas, reflejo de su cultura ancestral, se encuentran ahora vulnerables.

Por eso mismo se agitan las jóvenes vírgenes dionisíacas, unas jóvenes desnudas que elevan sus plegarias, mortifican el gesto o se abrazan al fuste de alguna de las columnas griegas que sostienen aún, inconmovibles, las serenas delineaciones del maravilloso, pero vulnerable, entorno de aquella civilización grandiosa. Un lugar desde donde la diosa dormida descansa, sin embargo, ajena a todo grave desconcierto. Porque es ella, la Venus dormida, la imagen más hermosa representada, la única que no sufre ni siente aquí cosa alguna que oprima su belleza. Algo que también representa la figura del maniquí misterioso... Venus descansa en la noche macilenta sin un atisbo de desconsuelo. Su maravillosa y desnuda imagen tendida, voluptuosa y abandonada al sueño y la molicie, se muestra convencida de que el destino de su estirpe no sucumbirá jamás. Algo que nos hace ver con su bello reflejo erótico y sereno el sentido simbólico de la obra, una representación artística que, desde su eterna, prodigiosa y bella sensualidad, nos ofrecerá la más serena, segura y necesitada sensación de esperanza...

(Óleo La Venus Dormida -reproducción de muy baja calidad, la única que me ha permitido Google, al impedir la imagen más nítida del original del Tate Modern alegando razones éticas, ésta puede verse en el enlace que he redirigido a la web de la Galería londinense-, 1944, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Tate Gallery, Londres.)

2 de abril de 2014

La mayor tragedia humana es poder concebir una perfección que el ser nunca alcanzará.



A pesar de no haber tenido entre sus naturales a ningún gran creador renacentista o barroco, Inglaterra llegaría a dar uno de los más geniales y originales artistas del Romanticismo. Joseph William Turner (1775-1851) demostraría que el genio pictórico puede llegar a narrar con colores, espacios y formas las más emocionales y desgarradoras semblanzas humanas en un lienzo artístico. Las de la Literatura por ejemplo, unas semblanzas que habrían alcanzado algunas de las más románticas creaciones poéticas de entonces. Y el mayor poeta romántico que cantara esas odas emotivas lo sería Lord Byron. Así como éste lo había hecho, Turner viajaría por Italia a principios del siglo XIX para descubrir su luz y su misterio. El pintor británico querría conocer las ciudades y lugares donde había nacido la Pintura para encontrar ahora sus afinidades, sus raíces o sus inspiraciones más creativas. Pero, a cambio de Turner, Byron no buscaría nada de eso. El gran poeta romántico, el primero que comprendiera que lo más íntimo de la desesperación humana formaba parte de su grandeza, peregrinaría por el sur de Europa buscando así la sensación romántica de que vivir es una experiencia personal desgarradora, del todo fugaz e insatisfecha. Con su obra poética del año 1818 Las peregrinaciones de Childe Harold, Lord Byron conseguiría definir la personalidad romántica por excelencia. Su protagonista, alter ego de su propia existencia vagabunda, acabaría mostrando las características paradigmáticas de los seres que llevan el rasgo de héroe -más bien antihéroe- byroniano: perceptibilidad, sofisticación, misterio, emotividad, introspección, independencia, decepción o rebeldía. El protagonista, Childe Harold, se embarcaría en un velero rumbo a Portugal desde Inglaterra para dejar atrás ya su vida aprisionada, su ingrata historia personal, su pasado insensible, sus pasiones y desvelos y tratar así de encontrar un nuevo sentido existencial a la vida. Y lo buscaría desde la convicción personal de que nada nuevo que hallase pudiese hacerle cambiar lo que piensa. Dirá el protagonista: Y ahora que cercado por un mar sin límites me hallo solo en el mundo, ¿suspiraré por otros cuando nadie lo hará ya por mí? Quizá mi perro llore mi ausencia hasta que una extraña mano venga a alimentarle; pero, a la vuelta de algún tiempo, si yo regresara a mi patria se avalanzaría hacia mí para morderme.

Turner buscaría en Italia, a cambio, la luz estremecedora del atardecer más hiriente. Pero, también buscaría las sensaciones emotivas que otros pintores antes que él ya hubiesen presentido. Y así viajaría por Milán, Bolonia, Florencia, Roma, Narni, Sorrento, Amalfi, Nápoles..., mirando, sintiendo, inspirándose sobre todo en las obras renacentistas y en los románticos poemas de Byron. De este poeta se decidiría por crear un grandioso óleo homenaje a su obra, Las Peregrinaciones de Childe Harold. Y lo hace bajo la romántica atmósfera italiana recreada por uno de los cantos poéticos de Byron. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo representar en un lienzo la sentida, avasalladora y decepcionante mística descripción lírica del poeta? En Turner era parte de su Arte, sin embargo, poder conseguir plasmar cosas imposibles de describir tan solo con colores o formas. Así crearía Turner su lienzo romántico titulado exactamente igual que aquel poema romántico. Elige así entonces un maravilloso paisaje italiano románticamente idealizado... Un lugar ahora donde la luz es, verdaderamente, la única emoción protagonista. Hará de la luz un reflejo del propio ánimo del personaje byroniano. Y en este hermoso paisaje libre y natural elegido la luz del atardecer -porque debe ser un atardecer- reverberaría inquietante entre los roquedales medio ennegrecidos y los inclinados surcos de un río amarillento, o entre la alegría manifiesta y serena de unos hombres y la misteriosa abertura sibilina de una profunda y oscura cueva sinclinal... También entre la quebrada silueta de un puente medio derruido y el lejano perfil de los restos sin sentido de una antigua y olvidada fortaleza medieval.

Y todo ese paisaje melancólico, en parte deslucido, contrastaría entonces con la silueta inmensa y elegante del magnífico árbol poderoso del primer plano de la obra. Una grandiosa figura vegetal muy romántica aquí por solitaria, tan grandiosa como desposeída ahora de firmeza, tan majestuosa como perfilada de una cierta aguerrida fragilidad. Detrás del árbol solitario, alrededor de su redondeada y coronada silueta verdecida, está ahora ya el poderoso cielo deslumbrante por la lejanía de un asombroso horizonte aún más brillante todavía. Pero azul, de un azul ahora mucho más matizado hacia la izquierda del cuadro. La tenebrosidad brumosa  del paisaje contrasta aquí, sin embargo, con la fugacidad despectiva y alejada de un grupo de personas satisfechas. Y, luego, la perenne y oscura silueta del poderoso árbol solitario situado ahora entre el profundo cielo azul oscurecido y el fugaz resplandor medio amarillento de la apasionada bruma de un atardecer...  El dramaturgo británico Terence Rattigan (1911-1977) escribiría una pequeña obra teatral extraordinaria en el año 1952, Un profundo mar azul. Una historia íntima y personal de amor donde sus protagonistas se sumergerán en las desalmadas, profundas e incomprendidas aguas de lo imposible... Un insufrible romance acabaría ahora en el frustrado intento suicida de la frágil mujer protagonista. Un desolado personaje situado entre la imposibilidad de aceptar la realidad ofuscada de la vida y su apasionada existencia vulnerable. En una de las ocasiones que ella tendrá para justificar tan terrible acción suicida, absolutamente confundida y abrumada, le contestaría a otro personaje que le habría cuestionado sutilmente su deseo aniquilador:  A veces es difícil discernir, atrapada entre el diablo y un profundo mar azul...

(Óleo Las peregrinaciones de Childe Harold, 1823, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Tate Gallery, Londres.)