26 de agosto de 2014

Y la forma de expresar cambió de la emoción de quien mira a la emoción de quien crea.



Uno de los más grandes paisajistas de la historia del Arte lo fue el holandés Jacob van Ruisdael (1628-1682). A pesar de no haber sido valorado en vida, sus creaciones comenzaron a mirarse con admiración casi un siglo después. Y desde entonces su relieve como extraordinario artista  no ha dejado de ser reconocido. Es la forma de componer, por ejemplo, un cielo lleno de nubes con una textura matizada ahora gracias a unos colores perfectamente delineados con su entorno. Como lo veremos en esta maravillosa creación suya artística barroca: El Molino de Wijk bij Duurstede (1670). Con resquicios entre las nubes oscurecidas por donde pasará la luz solar que iluminará solo partes de un mar ahora apenas atrevido. Solo algunas partes de ese mar serán ahora las iluminadas en el lienzo, consecuencia de la menor densidad nubosa que de un cielo parcialmente encapotado se pueda ya representar. Esa menor densidad en el cielo que permite brillar las aguas suaves  de la ensenada para luego seguir, así, con la sombra de una franja nubosa algo más oscurecida... ¿Hay mayor devoción al detalle de las cosas representadas para poder ser admirada una obra de Arte?

Con el barroco de Ruisdael el Arte del paisaje llegaría a su más exquisita forma de ser representado. Ya no se podría ir más allá en perfección paisajística barroca. Sin embargo, el pintor no conseguiría llegar a ser reconocido en su vida. Tan poco lo sería que acabaría en la más desolada indigencia, cuando entonces sus correligionarios menonitas -secta protestante anabaptista- tuvieron que solicitar al ayuntamiento de Harleem que acogiese al pintor en un asilo para artistas donde terminaría falleciendo. Hoy se reconoce la alta calidad de sus obras, donde la luz y sus formas expresarán el conjunto artístico con la perfección y el equilibrio solo conseguido por los grandes creadores de la historia. Pero, con el progreso inevitable de las creaciones artísticas las cosas irán siendo vistas luego, sin embargo, de un modo muy diferente... De la mirada demandante de belleza perfecta (cargada de razón) del espectador de una obra, se pasaría a la mirada emotiva (cargada de sensación) de belleza del propio pintor de la misma. Y así fue como el Romanticismo acabaría siendo la tendencia artística que culminaría todo eso mucho tiempo después.

Aunque luego del periodo romántico derivaría aún mucho más esa mirada emotiva en el Arte... Porque sería a finales del siglo XIX cuando la mirada no importaría ya tanto, ni la del receptor -el espectador- ni la del motivo o causa inspiradora -el pintor-. Todo comenzaría cuando Gauguin, el postimpresionista francés más decepcionado, le aconsejara a otro pintor en el mágico lugar de Pont-Aven -la costa atlántica francesa de Bretaña- lo siguiente: el Arte es lo que tú ves, la emoción que te produce a ti... Y ahí acabaría totalmente el sentido de obra-receptor en el Arte (el gusto o placer de los que miran es primero) para convertirse tan solo en el sentido de obra-autor (el gusto de los que lo hacen es fundamental).  El pintor al que se dirigió Gauguin lo fue Paul Sérusier (1864-1927), un creador moderno que terminaría instalándose en París en el año 1888 y acabaría convenciendo a otros pintores con una obra muy revolucionaria, llena de fuertes tonos amarillos y a la que llamaría El Talismán. Una creación moderna donde los abigarrados colores dominarán las formas y no habría ya contornos en los que la mirada pudiera alojarse, donde dejaría de existir aquel sentido artístico tan clásico de: cada cosa con su color...   Muy pronto todos estos nuevos creadores -Edouard Vuillard (1868-1940), Ker-Xavier Roussel (1867-1944) y otros más-, se sentirían llenos de un aura de providencia artística avanzada, una tal como para prever el nuevo acontecer que traería el Arte al mundo del siglo XX. Y, convencidos de su relevancia artística, acabaron por denominarse Nabis, profetas en hebreo.

Edouard Vuillard no estaría destinado a pintar; como toda su familia había hecho, debería seguir la carrera militar. Pero su compañero y amigo, el pintor Xavier Roussel, le aconsejaría que se dedicase mejor a pintar. Así fue como Vuillard comenzaría a crear en el año 1885.  Pero no fue hasta el año 1888 cuando comprendería cuál era para él el verdadero sentido de pintar...  A diferencia de Sérusier, combinaría Vuillard formas definidas con fuertes trazos de color, algo que asombraría a todos en los finales del siglo XIX. Pero, no a todos exactamente asombraría... El Arte seguiría avanzando hasta encontrar una nueva forma inspirada de crear. Los Nabis fueron tan sólo una excusa para llegar a lo que, luego, se acabaría llamando Arte Moderno. Se adelantaron. No sería esa la generación que alumbraría el rasgo artístico más revolucionario que apasionaría en los años veinte y treinta del siglo XX. Aunque, sí consiguieron convencer con talento con su rebuscado nombre de tendencia... Porque fueron como una profecía, como una premonición artística que diese así la sagrada inspiración o el acierto más definitivo a los creadores subsiguientes, los artistas modernos que les siguieron luego, seguros de emprender una revolución estética muy relevante  y controvertida en la historia.

(Óleo de Edouard Vuillard, La ventana, 1894; Pintura de Ker-Xavier Roussel, Escena mitológica, principios del siglo XX, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo de Jacob van Ruisdael, El Molino de Wijk bij Duurstede, 1670, Museo Nacional de Holanda, Amsterdam; Cuadro romántico de Caspar David Friedrich, Naufragio en el mar de hielo, 1798, Hamburgo, Alemania; Óleo Retrato de Simone, 1913, de Edouard Vuillard; Obra del mismo autor Vuillard, Madame Hassel sentada leyendo con un vestido rojo, 1905; Cuadro de Vuillard, Escena de café, 1910; Obra de Paul Sérusier, El Talismán, 1888, Museo de Orsay, París.)

20 de agosto de 2014

Arte español desconocido o diversas maneras de plasmar las manos en un lienzo.



Fue un periodo histórico convulso y especial el Renacimiento, porque además la historia tiene fronteras entre sus épocas de importancia, unos pasos históricos relevantes entre tiempos diferentes. Y el paso histórico-social-artístico llamado Renacimiento fue uno de ellos. Grandes pasos históricos lo fueron la caída de Roma (en el siglo V), la revolución francesa (siglo XVIII) o el desmembramiento de los imperios europeos (siglo XX). Pero el Renacimiento no lo fue menos porque representó el paso del medievo a la edad moderna. Cuando el Renacimiento impulsara un nuevo espíritu en el mundo -algo como jamás había llegado a suceder y nunca más volvería a repetirse- todo cambiaría en la historia por entonces, en Europa y en el resto del mundo. A la caída de Constantinopla en el año 1453 a manos de un nuevo poder turco en Oriente, se uniría además el descubrimiento de nuevas rutas marítimas y del propio continente americano. A la revolucionaria imprenta -lo más significativo hasta el advenimiento de internet- se unió también el fortalecimiento de los estados y un ordenamiento jurídico más centralizado frente al poder paternal y feudal medieval de antes. 

De pronto las cosas  cambiaron bruscamente. Ya no se volvería a vivir -desde el Renacimiento- mirando hacia el interior o elevando los templos sagrados alargando y dirigiendo sus altos campanarios hacia un cielo misterioso y lejano. El Gótico había acabado para siempre. Ahora las fronteras se habían ensanchado, los arcos arquitectónicos se habían ensanchado, las torres se habían ensanchado, los palacios se habían ensanchado y el mundo se había ensanchado. Cuando en el año 1881 el pintor malagueño José Moreno Carbonero (1860-1942) presentó su obra de Arte El príncipe Don Carlos de Viana, la crítica se sorprendería al ver una representación histórica tan peculiar para entonces, una composición tan poco habitual para esos años decimonónicos. Las creaciones históricas en el Arte siempre comprendían varios personajes retratados juntos, es decir, un conjunto de figuras históricas que representaban y relataban algún acontecimiento importante o alguna gesta heroica y emotiva. Pero en este lienzo de la escuela española del siglo XIX el pintor Moreno Carbonero fijaría en su obra un único personaje solitario.

La Corona de Aragón había conquistado medio mundo a través del Mediterráneo. Sus reyes habían avanzado hacia el este de sus fronteras dejando el occidente a su vecina corona de Castilla. Así llegaría Aragón a ser dueña del sur de Italia, de Cerdeña, de Córcega, de Sicilia, de parte de Grecia y de algunos enclaves en el Levante mediterráneo hasta llegar a disponer de algunas zonas aledañas al mar Negro. Pero a comienzos del siglo XV su dinastía aragonesa de siglos quedaría extinta de herederos directos. Así que cuando el rey aragonés Martín I (1356-1410) falleciera sin descendencia los poderes feudales del momento, muy arraigados y poderosos en Aragón -mucho más que en Castilla-, tuvieron que sentarse a decidir quién sería ahora el nuevo rey que ellos dejarían reinar en la Corona de Aragón. En la pequeña población aragonesa de Caspe se decidió que lo fuera el infante Fernando de Castilla, un hijo de la hija de uno de los grandes reyes de Aragón -algo que ayudaría luego a la unión de ambos reinos peninsulares en España-, el rey aragonés Pedro IV. 

Fernando I de Aragón (1380-1416) tuvo dos hijos varones, Alfonso y Juan. El primero acabaría siendo el rey Alfonso V de Aragón y el segundo se casaría con una infanta del reino de Navarra con la cual tuvo un hijo, Carlos de Viana. Blanca heredaría el trono navarro y Juan terminaría siendo rey consorte de Navarra. Pero Juan -el futuro rey aragonés Juan II- no quiso dejar su reino navarro a nadie y desheredaría en el año 1451 a su propio hijo Carlos, lo cual crearía una rebelión de los nobles de Cataluña, afines sus intereses feudales con los propios del desheredado. Este se marcha abatido a Nápoles con su tío Alfonso V -entonces la corte aragonesa tenía su sede en Nápoles- y allí, abandonado, triste y solitario, se dejaría Carlos de Viana llevar por los recuerdos, los libros medievales de caballerías y los sueños de conquistas y ambiciones de antaño. De ese modo, en su pequeña estancia medieval, sentado en su viejo sillar gótico propio de los tiempos de su abuelo, rodeado de libros que le acompañaban en su silencio, es como el pintor Moreno Carbonero pintaría al malogrado príncipe navarro. Un hecho artístico no realizado antes así, un alarde de creatividad que llevaba a destacar ahora la despiadada y abandonada soledad del personaje. Pero no sólo su soledad, también el final de una época y un tiempo que terminaría por sucumbir frente al poderoso impulso del Renacimiento y sus nuevos estados que acabarían desmantelando el anacrónico e injusto poder feudal que representaba el nostálgico Carlos de Viana.

Aquí selecciono cinco obras de cinco pintores españoles poco conocidos. Todas ellas con las manos de sus figuras representadas de un modo particular. Por ejemplo las manos entregadas, como las de la Piedad del pintor manierista Luis de Morales (1509-1586); las manos separadas, como las de Carlos de Viana del pintor Moreno Carbonero; la mano solitaria, como la de la Magdalena penitente de Juan Carreño de Miranda (1614-1685); las manos entrecruzadas, como las pintadas por el pintor Vicente Palmaroli (1834-1896); o las manos ocupadas, como las de las figuras del sorprendente lienzo compuesto por Luis Jiménez Aranda (1845-1928). Es de destacar en todos ellos el maravilloso color y el gran realismo conseguido así como la emoción que son capaces de transmitirnos. Desde una novedosa creación para entonces, Modelo en el estudio del pintor, del año 1881, donde Palmaroli consigue reflejar tanto su admiración por el arte oriental -en los originales estampados de la pared-  como la extraordinaria concentración de la modelo componiendo una mirada que fija el creador genialmente, creando además así el pintor una obra dentro de su obra. Y la maravillosa composición del renacentista Luis de Morales, un pintor manierista español tan solo superado en el siglo XVI por El Greco, obra que nos asombra y emociona a la vez, ¿existe una más tierna representación de una Piedad en un lienzo artístico? 

Con su obra Magdalena penitente el pintor Juan Carreño consigue dos cosas especialmente: infinitud y cercanía, es decir, mundo celestial y mundo terrenal, ambas cosas sintetizadas en ese curioso sagrado personaje femenino del evangelio. Por último el sorprendente cuadro de Luis Jiménez Aranda, En el estudio del pintor, del año 1882. Todo está ahí: el Arte representando al Arte pero también el mundo que había cambiado por completo en la era de la Ilustración. En el decorado ilustrado de un pintor de aquel siglo -el siglo de la razón, de la revolución y del avance- el artista trata de inspirarse frente a una modelo diferente y caprichosa. Ella está tumbada como antaño -como en las obras de las musas y diosas renacentistas-, pero ahora está con una actitud desenfadada e inquieta, impropio de la postura y del gesto característico en una modelo clásica. Un gesto ahora que, con su figura escorzada, realiza de ella el pintor en una muy curiosa y sorprendente pose para esos años. Pero, sin embargo, la dejarán a ella libre ahora ahí para tocar así su pandereta, la dejarán a ella posar así de libre ahora, a su manera, sin ningún pudor. Y el pintor es aquí el mago artista o el artífice novedoso que reflejaría así los inevitables y avanzados cambios sociales del siglo XVIII, de aquella nueva forma de vida que viniera a quedarse para siempre.

(Óleo El príncipe Carlos de Viana, 1881, del pintor José Moreno Carbonero, Museo del Prado, Madrid; Óleo Modelo en el estudio del pintor, 1880, de Vicente Palmaroli, Museo del Prado; Óleo Magdalena penitente, 1654, Juan Carreño de Miranda, Museo de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Óleo En el estudio del pintor, 1882, de Luis Jiménez Aranda, Museo del Prado; Óleo La Piedad, Luis de Morales, 1560, Museo de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

7 de agosto de 2014

La mayor humillación consiste en provocarla, la menor en ser fiel a lo que piensas.



Cuando la época napoleónica terminase en España los reaccionarios, afines al rey Fernando VII, impusieron sus antiguos privilegios frente a la nueva tendencia liberalizadora que la guerra y ocupación francesa habían motivado. Los liberales españoles pronto comprendieron que nada tendrían que hacer con un régimen que desoía las demandas sociales de su pueblo. Luego de la corta revolución liberal de 1820 a 1823, España entraría en una represión y retroceso que país europeo hubiese por entonces padecido. De modo que muchos liberales españoles tuvieron que expatriarse en una de las grandes emigraciones que tuviese España en su historia. Uno de aquellos emigrantes lo fue el escritor toledano Juan Antonio Hermógenes Calderón (1791-1854). Ingresado en un convento desde niño, aceptaría la reclusión religiosa buscando más una cultura prominente que una ferviente religiosidad. Llegaría luego a convertirse en Francia en un filósofo y filólogo reconocido.

La guerra de ocupación francesa del año 1808 lleva a Hermógenes Calderón a luchar por la liberación de su nación ocupada. Pero arraigado en la tradición liberal, defendería después de la guerra sus creencias progresistas -fuera ya del convento- con los escritos que su pluma ácida y avanzada pudiese realizar. Después del trienio liberal Hermógenes Calderón cruza la frontera y llega a Francia en el año 1823. Apartado de su fe católica acaba convirtiéndose a la fe protestante evangélica y se casa con una francesa, dedicándose entonces a publicar sus estudios filológicos en Francia. En este país nace su hijo Philip Hermógenes Calderón, un pintor que, con los años, terminaría haciéndose británico y afín a las tendencias artísticas de la fértil época victoriana. Como creador pictórico combina el clasicismo con narraciones históricas o legendarias cargadas de emoción romántica, algo que a finales del siglo XIX atrae a un público ilustrado y seducido por la belleza. 

Isabel de Turingia (1207-1231) era la segunda hija del rey Andrés II de Hungría y Croacia y desde pequeña mantuvo una delicada, sensible y extraordinaria personalidad. Como hija de rey que era, debía contraer matrimonio con un vasallo de gran importancia y nobleza para su reino, así que se compromete entonces con el conde de Turingia Luis de Hesse. Su matrimonio la llevaría desde sus catorce años a vivir una vida feliz llena de dulzura y confianza personal. Pero en la primavera del año 1226 irrumpe una plaga de peste terrible en la ciudad alemana de Turingia. En ese momento el conde estaba fuera de viaje y ella tomaría entonces las riendas del condado, ofreciendo así su ayuda a los más necesitados de su feudo. Construye incluso un pequeño hospital y acabaría atendiendo a los enfermos con su precoz -solo diecinueve años- actitud ante los dramas humanos sufridos por su pueblo. Un año después Luis de Turingia -Luis de Hesse- se marcharía a la Sexta cruzada en Tierra Santa (1228-1229), donde fallecería de peste en el sur de Italia antes de poder embarcar a Palestina. 

Quedaría entonces Isabel desamparada por completo después de haber nacido incluso su única hija Gertrudis. Esta niña fue entregada a un convento al tener que hacer frente Isabel a las intrigas oportunistas de los poderosos de su feudo. Controversias que, por su bondad, no pudo soportar ya su espíritu tan entregado y sensible. Finalmente decide Isabel tomar el camino religioso a los veintiún años hasta los veinticuatro años en que, enferma, muere agotada. Antes de eso el noble y clérigo alemán Conrado de Marburgo había sido su guía espiritual y ella se acabaría convenciendo de que no podía su vida ir por otro camino que el de la entrega a los demás -algo que sólo podría hacer la alta nobleza ingresando en una orden religiosa-, terminando por acceder a la prestigiosa -por caritativa y entregada- reciente orden franciscana. Pero el inflexible Conrado -acabaría llegando incluso a ser inquisidor alemán- no creía que Isabel de Hungría pudiese dejar las alhajas, la alta cuna y su vida desahogada y noble para poder soportar una existencia de pobreza y entrega extremas. Alumbrado por su excesivo celo y una hipócrita represión irracional de celibato libidinoso, el irrespetuoso Conrado de Marburgo la obligaría a renunciar a la vida terrenal arrodillándola ahora frente al altar de su convento, humillándola así incluso al exigirle hacerlo desnuda por completo. En esa iconografía tan tendenciosa (humillación provocada por una religión católica desastrosa según la iglesia anglicana) influiría tanto la leyenda desconocida (no sabemos si sucedió así o no), como la actitud heterodoxa de los liberales (la mayor parte eran ateos) y hasta el propio anticlericalismo del pintor y de su padre.

Es de ese modo tendencioso como el pintor Philip Hermógenes Calderón (1833-1898) compuso su impresionante obra clásica en el año 1891. En la asombrosa y bella imagen se destaca la iluminada y hermosa forma serpenteante del cuerpo desnudo de Isabel de Hungría. Detrás de ella se sitúan las figuras del descarado Conrado y otro fraile que oculta ahora su rostro avergonzado, también de dos monjas franciscanas que tratan de evitar mirarla. Pero no el clérigo alemán, personaje que la mira con libidinoso deseo no reprimido por ser el único que pueda admirar ahora una belleza noble tan desnuda. La composición es solemne y sencilla, oscura, depravada, obtusa, dominante, natural, extraordinaria, orgullosa, victoriosa y triunfante. Triunfante porque esa vil humillación e innecesaria forma de renunciar a su vida civil no fue una afrenta personal a Isabel de Turingia, sin embargo. No terminaría siendo ninguna forma de agraviar a una dama - una magnífica belleza joven y aristocrática- sino todo lo contrario. Así, finalmente, quedaría bellamente expresada la imagen de la afrenta a una mujer, a una santa, siglos después, en este emotivo, romántico e impactante cuadro clasicista.  

(Óleo del pintor británico Philip Hermógenes Calderón, 1891, Acto de renuncia de Santa Isabel de Hungría, Tate Gallery, Londres.)