23 de febrero de 2015

El valor material frente al espiritual, o el sentido de una vida absolutamente equivocado.



El pintor francés Paul Gauguin se inspiraría una vez, en las maravillosas islas polinesias, ante dos jóvenes bellezas nativas de Tahití, un lugar en el que se habría refugiado el artista de las difíciles relaciones que tuviera con el mundo. En el año 1892 compuso su lienzo Nafea faa ipoipo, que, traducido, viene a decir ¿Cuándo te casarás conmigo? El postimpresionismo de Gauguin llegaría, junto con el audaz de Cezanne, a conseguir alcanzar la más vertiginosa transformación del Arte Moderno... Algo nuevo florecería luego con todo eso. Y no sólo fue el color, no, entonces fue también la transfiguración que, con ese color, se llegaría a representar en una obra de Arte. Unas emociones desgarradoramente nuevas, no conocidas nunca antes. Esas mismas emociones nuevas que, luego, en el siglo XX, se llevarían a su máximo sentido en casi todo en la vida: en la forma de vivir, en la de relacionarse, en la de comprender las cosas del mundo. Porque además los creadores y las tendencias subsiguientes inspiradas en aquellos modernistas llegarían incluso más allá, mucho más allá, de lo exclusivamente artístico... El mundo se transformaría. Los valores comenzarían a cambiar en casi todo aspecto de la vida del hombre. Hasta que en los inicios del siglo XXI, por ejemplo, eclosionara ya ese valor... en una venta producida ahora, en el año 2015, para alcanzar aquel lienzo postimpresionista de Gauguin -un Arte tan impulsivo, tan polinesio, tan modernista- el astronómico e inconcebible precio de 266 millones de euros.

Hace dos años, en la Galería Sothebys de Londres, un cuadro del neoclásico pintor italiano -el mejor pintor del neoclásico siglo XVIII- Pompeo Batoni (1708-1787), titulado Susana y los viejos, alcanzaría entonces, sin embargo, la cifra de 8,3 millones de euros. Veamos, un momento, es que ahora tengo aquí las dos obras expuestas en esta entrada, la del pintor neoclásico Batoni y la del pintor postimpresionista Gauguin, ¿esa enorme diferencia de precio es proporcional a su valor? ¿Es esta la escala de valores existente hoy? ¿Es que las diferencias de valor serán tantas..., que no puedan más que traducirse ya en esos precios? Una obra de Arte, la del neoclásico Batoni, que tiene además ciento cincuenta años más que la de Gauguin, que representa el Neoclasicismo en su estado más puro, que está todo ahí, entre sus clásicos reflejos artísticos. La composición de la obra más perfecta, pero, también, del encuadre más original y artístico..., aun hoy incluso. Porque ahí, en esa obra del siglo XVIII, el creador italiano nos representa la escena desde una aureola oscurecida ahora entre la silueta de una fuente y la parte inferior derecha del lienzo. Es como si, ahora, viésemos la escena retratada a escondidas nosotros mismos, como si vieramos ahora cómo los dos viejos insidiosos quieren convencer, taimadamente, a la bella y confiada joven. Los colores son extraordinarios y poderosos, destacados, señalados y definidos. Pero es ahora el azul y el rojo los que reclamarán ahí toda la fuerza que sostiene la escena neoclásica. Es como una cierta -imaginada- anticipación precognitiva del pintor... Una escena donde ahora vemos a una Susana negándose a venderse por la cantidad material que uno de ellos le ofrece decidido. Toda una metáfora de que lo más verdadero o más auténtico no tendrá valor alguno nunca, no podrá ya ni comprarse, ni enajenarse, ni venderse, ni cambiarse.

Un siglo antes de la obra del pintor Batoni, el napolitano Massimo Stanzione (1585-1658) compuso su versión artística de la leyenda bíblica de Susana. De esta magnífica obra barroca no he podido localizar su ubicación actual y si alguna vez fue o no subastada. Pero, no está ahí por nada de eso, no, está aquí por la expresión que consigue ahora ofrecer el pintor en el rostro del personaje de ella. ¿Hay algo más valorable que eso...? De existir algo así, ¿qué valor podríamos asignarle a esta expresión humana? Pero, es que existe, sin embargo. Ahí está, aquí lo tenemos ahora, aquí para nosotros. Y fue realizada esa expresión artística en el año 1643, además. Y hoy, al menos, podemos apreciarlo en esta entrada con la poca resolución habitual de estas pobres imágenes reproducidas. Pero, sin embargo, lo vemos..., vemos aquí la expresión de Susana, una expresión ahora llena de desconfianza y recelo, de incredulidad incluso, de absoluta desazón cuando esos seres insidiosos -los viejos insensibles de la obra- la estén tratando de convencer para que vea ahora ella las cosas de otra forma... El Barroco está ahora aquí en su fragor más naturalista, pero también con el contraste pronunciado que de los ocres o negros relucirá luego, sin embargo, en un blanco deseado, puro, virginal, de marfil casi, transformado así por la sensación de inocencia de una belleza decente. Pero, además, como en esa desconfiada mirada de Susana, el pintor nos adelantaría entonces la misma emoción que nuestro sentido pudiera llegar a expresar ante las vertiginosas revoluciones veleidosas del valor de las cosas. Aunque éstas sean ahora ya otras cosas diferentes, aunque éstas sean ahora ya otra cosa...

(Óleo del pintor del Barroco, Massimo Stanzione, Susana y los viejos, 1643; Lienzo Susana y los viejos, del pintor neoclásico Pompeo Batoni, siglo XVIII, Pavía, Italia; Cuadro postimpresionista de Paul Gauguin, Nafea faa ipoipo, ¿Cuando te casarás conmigo...?, 1892, Colección del Museo de  Qatar.)

19 de febrero de 2015

El Arte no desea saber nada de la realidad ni de la verdad, tan solo de la emoción, de la melodía, su leitmotiv...



En España el Realismo y el Impresionismo no fueron estilos artísticos que se desarrollaran tanto ni al mismo tiempo que en el resto de Europa. Así que desde mediados del siglo XIX la Pintura en España no acabaría por encontrar acomodo en ningún estilo concreto. Los grandes modelos estéticos, Goya entre ellos, ya habían pasado. ¿Qué hacer ahora sin ellos? Dos conceptos vinieron ayudar a salir de esa atonía estética, de esa confusión artística tan desoladora. Por un lado, cuando no se tiene claro qué estilo utilizar se hallará que la mezcla de ellos es la solución: el Eclecticismo. Por otro, ¿a qué mayor temática se podría recurrir en España?: a la Historia. Desde una perspectiva exclusivamente artística, de Arte en el sentido más arrebatador y auténtico del término -lo que fue Goya por ejemplo-, la Pintura española de la segunda mitad del siglo XIX fue deslucida, sin perfil, sin fuerza o sin originalidad. Y es por eso que el Eclecticismo español de esa época, realmente el único eclecticismo que hubo en el Arte por entonces, combinaría varias tendencias en una sola: un Realismo (en el sentido de que la figuración lo fuera no que fuera real lo que representara), también un Academicismo hispanizado, luego además un pseudo-Impresionismo, paisajista o no, y, por fin, un Romanticismo exagerado, pero éste no tanto en los trazos pictóricos como en la esencia de lo buscado para ser expresado ahora en un lienzo. Eugenio Álvarez Dumont (1864-1927), como todos los pintores españoles destacados de entonces, se formaría en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando. Más tarde lo haría en Roma y acabaría viajando a Marruecos para interesarse por un cierto espíritu orientalista que lograse aunar estilo e inspiración. Se especializó en temas históricos, especialmente el periodo alrededor de la Guerra de la Independencia de 1808.

En el año 1887 se decide el pintor español a crear una escena histórica de una profunda emotividad sentimental. La guerra de la Independencia española tenía muchas, grandiosas batallas o momentos estelares del levantamiento contra los franceses, como lo había pintado Goya incluso antes. Pero Dumont elige ahora una leyenda, sin embargo, con muy poco rigor histórico pero de una gran sensibilidad popular y de muchísimo fervor estético: la muerte de una hermosa joven madrileña vengada luego por su decidido padre. La leyenda popular fue recogida por las crónicas románticas de la ciudad y luego llevada a ser plasmada en la historia para reivindicar muy emotivamente unos hechos sangrientos ocurridos en Madrid. La reseña que describe la obra en el Museo del Prado, donde está la pintura de Dumont, dice algo así: El cuadro rinde homenaje a dos de los héroes que alcanzaron más legendaria gloria en la lucha del pueblo de Madrid contra las tropas francesas. El guerrillero Juan Malasaña da muerte al dragón francés que acaba de asesinar a su hija Manuela, quien suministraba munición a las tropas españolas del cuartel de Monteleón. El panadero madrileño Juan Manuel Malasaña era descendiente -curiosamente- de un artesano francés, Jean Malesange, que se había instalado en Madrid tiempo atrás para ofrecer los maravillosos panes de Francia. Como muchos otros madrileños se enfrentaría con las bárbaras acciones que las tropas napoleónicas infringían en Madrid. Su hija Manuela Malasaña, humilde adolescente por entonces, trabajaba en una casa de costura cuando aquel dos de mayo de 1808 la sorprendiera desolada. La realidad al parecer de los datos actuales es que nada de lo reseñado o de lo registrado en la leyenda sucedió en verdad. Sí que Manuela murió aquella jornada, pero como muchos madrileños anónimos también lo hicieron. Tal vez influyó su belleza, tal vez su inocencia, tal vez su juventud, tal vez que murieron ambos, padre e hija, en aquellos terribles momentos.

Pero esos detalles históricos es que no importaban nada al Arte, para el pintor -como para el Arte- la verdad sencillamente no interesa nada en absoluto. La leyenda es la única fuente necesaria para expresar un sentimiento artístico representable. Si no, ¿cómo hacerlo entonces artístico? La emotividad en el Arte exige que una muerte joven y bella, zaherida incluso, caiga ahora delante de los ojos del espectador admirado. Y, luego, que una reacción violenta de venganza de esa belleza caída surja ahora poderosa contra la ofensa vil y opresora de esa misma belleza zaherida. Algo esto, la ofensa vil y opresora, que debe ahora ser grandiosa además, que debe estar adornada con los elementos encumbrados de su poder estético: el casco y peto napoleónicos. A la vez que sorprendida se enfrente ahora sin razón contra la fuerza, ridícula pero auténtica, de lo más invencible o de lo más persistentemente invencible: el dolor por la pérdida más querida y más espiritual, por la más sentida o por la más emotiva o por la más eterna. Eso es tan sólo lo que el Arte requiere para serlo. Que su padre hubiese muerto antes, que ella -Manuela- fuese fusilada luego en grupo o que ningún dragón de las fuerzas napoleónicas fuese -justamente- sentenciado en ese asalto, poco o nada relevante será ya para representar así esa historia artística.

Sin embargo, el pintor español Álvarez Dumont conseguiría todo eso en su obra de Arte. Lo conseguiría además desde la composición más emotiva del hecho descrito. Porque la acción violenta es ahora motivada por algo personal casi... Ahora, alejado de las fuerzas napoleónicas que recorren las calles, el dragón coracero francés está arrinconado y vencido por el guerrillero madrileño. La patria está abatida ahora aquí en el suelo, y su belleza -la de la joven madrileña- se percibirá desolada  y eterna junto a su inocencia y valor intangibles. Pero, pronto esa misma belleza zaherida es vengada y lo es como sólo las ofensas más sentimentales puedan serlo. Un balcón florecido -primaveralmente florecido- y un farol solitario y deslucido serán los únicos testigos iconográficos del terrible hecho sangriento. Y el pintor utilizaría aquí el Romanticismo más genuino, ese mismo que terminara hacía ya cincuenta años antes, pero que, ahora, lo llevaría el creador español a su más histórico y apasionado momento emotivo. Por la misma época -cinco años después- otro pintor decimonónico español, Francisco Pradilla Ortiz (1848-1921), llevaría a cabo otra semblanza de la historia de España a un lienzo artístico. Según contaban las leyendas, cuando Granada fuera tomada en el año 1492 por los Reyes Católicos, el emir árabe granadino Boabdil tuvo que marcharse de la ciudad andaluza camino de Motril hacia el sur, para embarcar así fuera de España para siempre. Sin embargo, poco antes de dejar de ver su hermoso paisaje granadino, justo en lo alto de una loma -el suspiro del Moro- de ese mismo camino sureño, se volvería ahora el rey árabe para mirar a la Alhambra por última vez y poder así pronunciar su madre allí las poéticas palabras ("llora como mujer ya que no has luchado como un hombre")... que ella nunca pronunciase.  

(Óleo Malasaña y su hija se baten contra los franceses en una de las calles que bajan del parque a la de San Bernardo. Dos de mayo de 1808, del año 1887, Eugenio Álvarez Dumont, Museo del Prado, Madrid; Óleo de un representante del Eclecticismo español, Desnudo de mujer, 1902, del pintor español Ignacio Pinazo Camarlench, un impresionismo academicista hispano, Museo del Prado; Detalle del mismo cuadro de Pinazo Camarlench; Cuadro del pintor español, representante también de ese Eclecticismo hispano, Francisco Pradilla, El suspiro del Moro, 1892, Colección particular; Obra extraordinaria de un pintor extraordinario, seguidor de Goya, y que aquí no recreará nada conocido, sino un lugar de fantasía, un paisaje tan extraño como su pintura, Puerto fluvial junto a un Castillo, 1850, Eugenio Lucas Velázquez, Museo del Prado, Madrid.)

(Dedicado a Lourdes, una bloguera madrileña)

17 de febrero de 2015

Crear por crear, improvisadamente, sin mensaje, sin sentido, sin finalidad...



El gran paso cultural del Renacimiento supuso culminar un periodo oscuro y medieval por el advenimiento de un sentido primordial y radiante del hombre. Aunque el Renacimiento no sería el único paso importante en la historia estética de la humanidad. Porque sólo un siglo después, cuando el Barroco comenzara su camino, una de las motivaciones que propiciara esta tendencia fue un sentido de orfandad o pérdida, de desorientación ante la vida, ante lo sagrado o ante la naturaleza -cuya ciencia se iniciaba poco a poco-, también ante las cosas que habían asentado sus prejuicios en el mundo. Los creadores que vivieron este otro gran cambio, el del Renacimiento al Barroco, tuvieron en los años post-renacentistas (1580-1620) que asumir la decisiva encrucijada de continuar con lo de antes o romper con ello. El Renacimiento había florecido además con la gloria enturbiadora que consigue lo grandioso entre los espíritus más inquietos de un mundo convulso o violento. El Manierismo -parte del Renacimiento final- acabaría sumido en su propio éxito, llegando a lo máximo que un Arte pudiera llegar en evolución de estilo, acabando luego pronto, desubicado, detestado o agotado por completo.

Así que ahora había que cambiar la estética para seguir creando... Pero, ¿con qué? Los pintores italianos de Bolonia, ciudad dada entonces a lo nuevo, a la experimentación o al impulso estético, crearon su propia escuela gracias al pintor Annibale Carracci. Los pintores flamencos fueron los otros grandes revolucionarios de aquellos años barrocos iniciales. De la unión de ambos estilos -flamencos e italianos- surgiría algo que llevaría a un nuevo acontecer artístico. Uno de los más curiosos pintores de comienzos del Barroco lo fue el alemán Adam Elsheimer (1578-1610). Aunque nacido en Fráncfort, se apasionaría del estilo flamenco que trataba de expresar las cosas de una forma nueva. Pero pronto, con veinte años, viajaría a Italia y descubriría la luz y sus efectos. Moriría el pintor doce años después en Roma, habiendo sido uno de los más originales y atrevidos creadores del Barroco europeo. Rubens lo admiraría tanto que llegaría a adquirir obras suyas para disfrutarlas mirándolas. De Elsheimer escribiría Rubens a su muerte: Uno podía esperar de él cosas que nadie hubiese visto antes... ni verá jamás. Rubens compraría pronto su obra Ceres en casa de Hécuba, un óleo misterioso y fascinante realizado sobre lámina de cobre que pintaría Elsheimer alrededor del año 1605. Tiempo después, durante el año 1645, la obra barroca pasaría a la Colección real española.

Hemos de ir a la mitología para descubrir de lo que trata el cuadro. Ceres -Deméter en Grecia- era la diosa de la Tierra, de la cosecha, de la vida y de la naturaleza feraz. La leyenda griega cuenta que cuando su hija Proserpina -Perséfone en Grecia- fuera raptada por el dios del inframundo -Hades-, Ceres se decidiría a buscarla allá donde fuese. Luego los poetas latinos -Ovidio sobre todo- inventaron sus relatos líricos para expresar cosas diferentes de la misma leyenda, otros sentidos distintos a un mero y vulgar robo lujurioso. En su deambular por el mundo Ceres llegaría sedienta y de noche a un hogar perdido en un bosque tenebroso. Entonces una mujer le ofrecerá el agua que la diosa le pide anhelosa. El relato latino cuenta cómo la diosa bebe ansiosa de la vasija necesitada por tanto caminar perdida. Toda una diosa poderosa como ella, ¿necesitada?  Un niño  ahora al verla así, tan ansiosa, no puede ya contener su risa ante ese espectáculo tan curioso. Una risa producida por ver lo más sagrado y poderoso bebiendo de ese modo tan ridículamente divertido. Así que poco después Ceres, ofendida, transformaría al pequeño en una vil lagartija para siempre.

Pero lo curioso de la obra de Elsheimer fue que entonces sí se pudo representar algo así. Porque estamos en el año 1605 y la Reforma religiosa y la Contrarreforma posterior habían trastocado el mundo espiritual por completo. Mucho más de lo que el Renacimiento hiciera antes con su neoplatonismo. Porque ahora los dioses fueron degradados a lo más humano de su representación terrenal: ya no eran tan sagrados o tan alejados del mundo, sino que eran ahora mucho más compasivos con los hombres y el mundo. En el relato legendario una gran diosa se ve obligada a caminar de noche, perdida, sedienta y sin ninguna fortaleza, y todo además para poder seguir buscando a su hija incluso en los infiernos. Da risa verla así, perdida y sedienta... Y eso es lo que sucede con el niño, que no puede evitar su gesto al verla beber con tanta ansia. La leyenda de Deméter y Perséfone es una de las más misteriosas y oscuras de la mitología. Por eso el pintor quiso reflejar toda esa atmósfera tenebrosa en su obra de Arte. La oscuridad más tenebrosa pero, también, con algunas partes de luz focalizada... Porque la luz está representada en la obra en varios focos distintos. Cuatro focos diferentes, tres artificiales y uno estelar. Los cuatro están situados alrededor de la diosa. Uno es la antorcha encendida del fuego de Ceres, que es dejada sobre una rueda a sus pies; otro es la vela encendida de la vieja Hécuba, que no consigue iluminar con ella del todo el rostro de la diosa; otro más la hoguera al fondo del establo; y, por último, la luz enturbiada y alejada de una luna llena sobre el cielo oscurecido.

Había que crear algo místico y sublime y el pintor decidió pintar tan solo eso. Ya se había pintado antes grandes héroes o dioses encumbrados en poderes sobrenaturales; leyendas emotivas que vibraban al color de sus alardes misteriosos; todos rasgos elogiosos que habían sido el espectacular mundo estético reflejado en aquel Arte de antes. Pero ahora, en este momento tan decisivo de cambio de tendencia, ¿cómo y qué crear para seguir creando Arte?  Y se decidiría el pintor alemán por la oscura leyenda escatológica de esta diosa. ¿Qué significa ese niño en el relato mítico? ¿Qué hace la anciana Hécuba, personaje mitológico confundido con otro legendario -la mujer del rey Príamo de Troya-, pero que aquí es una mujer que con su mano trata de aplacar al niño? ¿Qué quiso transmitirnos el pintor con este óleo barroco tan curioso? Los símbolos iconográficos misteriosos y su interpretación arbitraria es tan solo un apasionado ejercicio de inutilidad... Porque los sentimientos poéticos, por ejemplo, son originados solo por el hecho de serlos, sin nada más y sin ninguna oscura finalidad atropellada o trascendente. Y los pintores expresan esos sentimientos con sus trazos, su composición, sus colores y sus sombras. Esto fue lo que hizo el creador alemán entonces: elegir un relato misterioso para justificar un sentimiento emotivo muy humano, pero ahora de un modo diferente a como se había hecho antes. 

(Óleo sobre lámina de cobre, Ceres en casa de Hécuba, ca.1605, del pintor barroco Adam Elsheimer, Museo del Prado, Madrid.)

9 de febrero de 2015

¿Acaso estamos condenados a la desazón?, ¿se nos ha dado un corazón que no conoce el sosiego...?



En los albores de la historia del hombre, en los tiempos en que el ser humano comenzara sus pasos por la antigua Mesopotamia, existió un rey sumerio que daría nombre a uno de los más primigenios y fascinantes poemas épicos escritos nunca, La epopeya de Gilgamesh. Hacia el III milenio a.C. se cree que fueron compilados esos épicos versos mesopotámicos. La leyenda superará en el tiempo a todas, a la bíblica o a la griega, y reflejará las anticipadas inquietudes que el ser humano no habría de dejar de tener en los casi cinco mil años siguientes. Cuenta el poema la desenfrenada vida que Gilgamesh, un rey de Uruk, tuvo abusando de las mujeres de sus súbditos. Entonces éstos invocan a los dioses, divinidades que acabarían enviando a otro ser a la tierra, uno tan despiadado como el rey, para enfrentársele decidido. Pero cuando se encuentran ambos por primera vez, en vez de luchar entre sí se hacen amigos. Así emprenderán ahora ellos juntos aventuras por todo el mundo, luchando contra los seres más poderosos del universo, sean divinos o inmortales. En castigo por tal osadía los dioses hacen que el amigo de Gilgamesh muera en plena juventud. Desolado y afectado por la desaparición de su amigo, Gilgamesh decide continuar solo su viaje, buscando ahora lo que él cree que es el sentido único de todo: la inmortalidad. Pero no la encontrará, será tan solo un ridículo y perdido sueño sin sosiego.

¿Por qué condenaste a la desazón
a mi hijo Gilgamesh,
y le diste un corazón que no conoce el sosiego? 

Cuando el pintor Picasso (1881-1973) abandonase muy joven su propósito de copiar los grandes maestros del Museo del Prado, regresa de nuevo a Barcelona en el año 1899. Y en el ambiente tan abrumado y desolado del país -se acababa de perder la guerra hispano-norteamericana del año 1898- se dejaba notar, por los arrabales y ramblas de Barcelona, la violencia y el desencanto más deprimente. Entonces frecuenta Picasso un local bohemio de la ciudad, Els quatre gats, una cervecería donde conocería a su gran amigo, poeta y pintor Carlos Casagemas. Juntos viajan luego a París en el año 1900 para visitar la gran Exposición Universal. Y no pueden ya dejar de amar ambos esa hermosa ciudad, ahora por las mismas o diferentes razones de cada uno. Se quedan los dos en París y deciden trabajar y vivir los dos juntos en un pequeño estudio. Conocen entonces a dos bellas jóvenes modelos de pintores, Odette y Germaine. Odette comenzaría una relación con Picasso. Pero de Germaine Casagemas queda absolutamente fascinado, enamorado total e imprudentemente... Porque esta hermosa modelo parisina no le ofrecería al amigo de Picasso aquella inmortalidad emocional tan fascinante... Los dos jóvenes pintores regresan a España para las navidades del año 1900, uno para viajar al sur, a Málaga, el otro para quedarse en su ciudad natal, Barcelona.

Casagemas no puede ya olvidar la terrible belleza desdeñosa de Germaine. En febrero del año 1901, solo y sin su amigo, el joven bohemio catalán vuelve a París para insistirle a la bella parisina su amor desaforado. Pero vuelve para nada, Germaine no lo quiere a él. Entonces su corazón se enturbió, acabaría rozando el descalabro más siniestro y despiadado de la vida, ese descalabro que no tiene sentido porque no tiene justificación nunca. Al día siguiente, en el café Hippodrome de París, tomará Casagemas un revólver de su bolsillo para dispararse un tiro en la sien, después de haber intentado antes, sin éxito, dispararle otro a ella. Ahí acabaría, a los veinte años de edad, la vida y los sueños de aquel joven, bohemio y sin sosiego amigo de Picasso. Sin embargo Picasso no regresaría a París sino hasta tres meses después, cuando ya Carlos Casagemas había sido enterrado en Montmartre. Ahora se instala él solo en el mismo estudio que habían tenido ambos amigos. Y decide Picasso muy pronto realizar su primera exposición en París en la galería Vollard. Pero tomará el pintor español además otra decisión, una muy curiosa: abandonará a la voluptuosa Odette por la orgullosa y bella Germaine. Sin escrúpulos. ¿Sin desazón?

La cronología artística de Picasso sitúa en esos años lo que se ha dado llamar su periodo azul. ¿Crear ahora el desconsuelo, crear lo más sufrido o lo más doloroso con ese color tan sosegado? ¿Un periodo azul ahora tan desolado? Qué contradicción, exponer imágenes de cruda introspección metafísica o personal utilizando uno de los colores menos tenebrosos o menos desasosegados del mundo. Pero es que esa es otra de las características del genio creador. Luego de ese periodo Picasso cambia su estilo completamente. Fue un periodo este, el azul, que duraría hasta el año 1904. Pero que lograría superar pronto, como superaría luego todas las emociones que le llevaron por la epopeya tan extraordinaria de su vida. Como Gilgamesh, Picasso utilizaría su Arte para buscar la misma sensación que aquel personaje legendario comprendiera muchos siglos antes: que debe buscarse en lo que solo los dioses dispusieran para ellos mismos, en la inmortalidad. Cinco mil años después, un hombre -Picasso- sí que lo conseguiría. Y no tuvo que luchar ni viajar, ni enfrentarse con gigantes ni con dioses, tan solo con su paleta y su artística grandeza. Aunque dejara aparte también entonces esos mismos escrúpulos tan humanos, esos mismos y tan orgullosos impudores que como milenios antes aquel héroe sumerio ya hiciera.

El escritor alemán Thomas Mann escribiría una vez: ¿Acaso tenemos nosotros morada alguna? ¿Acaso no estamos también condenados a la desazón, no se nos ha dado un corazón que no conoce el sosiego? El astro del narrador -o del creador-, ¿no es acaso la Luna, señora del camino, la peregrina, que avanza ahora etapa tras etapa, dejándolas atrás sucesivamente? El que narra -el que crea- alcanza también entre peripecias etapa tras etapa; pero se limita a plantar la tienda en ellas a la espera de señales que indiquen el nuevo rumbo del camino; y pronto siente latir su corazón, en parte de gozo y en parte por miedo y terror carnal, pero en cualquier caso en señal de que llega el momento de seguir hacia peripecias nuevas que habrá que agotar minuciosamente, en todos sus detalles imprevisibles, para satisfacer la inquietud del espíritu.


(Óleo La habitación azul, 1901, Picasso, Phillips Collection, Washington, D.C.; Cuadro de Picasso, La Tragedia, 1903, National Gallery Art, Washington, D.C.; Óleo Entierro de Casagemas, 1901, donde el autor retrata el cadáver de su amigo siendo elevado por encima de las voluptuosas y despiadadas mujeres que ahora sí le adoran, Picasso, Museo de Arte Moderno de la Villa de París; Retrato de Germaine, 1902, Picasso; Obra de Picasso, El viejo guitarrista, 1904, Art Institute Chicago, EEUU; Lienzo del pintor holandés del siglo XIX Remigius van Haanen, 1812-1894, Paisaje de invierno con Luna llena, 1880, Colección particular.)

2 de febrero de 2015

Buscaremos el misterio para ocultar la absoluta y banal claridad de nuestro mundo.



Es algo claro en el mundo: si a lo lejos divisaramos una mujer vestida de blanco, rodeada de un halo brillante o dorado y elevada ahora ligeramente del suelo, no lo deberemos dudar: es la Virgen María...  La cita, popular, irónica o chistosa, conllevará, sin embargo, una reflexión sosegada de la realidad aplastante de las cosas de este mundo: nada encerrará ningún misterio tanto tiempo como para no llegar a comprenderse. Y el más clarificador, el más desvelado, el más terrible o el más inevitable de los misterios es aquel provocado por nosotros mismos, el de nuestra propia, evidente y cierta vida insaciable y mitificadora. Es por eso por lo que, a cambio, adoraremos el misterio, cualquier forma de artificio que permita ocultar la caja de Pandora virtual de nuestra aburrida, convencional o vulgar vida conocida. Ese lugar cerrado y oscuro que nos permita manejar ahora lo improbable, lo imposible, lo que pueda llegar a ser, lo sublime, lo porvenir, lo arcano o lo nunca desvelado... Aún. Porque los misterios de nuestro mundo pueden ser de dos clases, básicamente. Aquellos que atañen a la Naturaleza y aquellos que atañen específicamente al ser humano. Ambos para un científico serán lo mismo. Y seguramente lo sea. Pero el ser humano es, de todos modos, el misterio más desgarrador del universo, el más incontrolable porque puede pensar en ello y modificar así, a su antojo, todo posible resultado o toda posible probabilidad.

Sin embargo, las cosas propias del ser humano, como puedan ser su comportamiento, sus deseos, sus necesidades, sus limitaciones, sus maldiciones, sus condicionantes defectos o sus posibles virtudes, serán conocidas y para nada nos sorprenderán, por muchas generaciones que hayan sido o sigan pasando en el mundo de los hombres. La psicología de los seres humanos que vivieron en el antiguo imperio romano se distinguirá poco de los que vivieron en el Renacimiento, y éstos mismos de nosotros tampoco mucho. Los mismos problemas existenciales tuvo el gran pintor Rembrandt que muchos de los que vivimos ahora en este siglo. Las mismas angustias, las mismas deficiencias o las mismas frustraciones. Es cierto que los misterios -los de la Naturaleza- eran mayores entonces, en tiempos del genial creador holandés, pero no así la existencia de los retos vitales humanos, algo que, hoy al igual que ayer, seguirán existiendo del mismo modo angustioso.  La vida personal de este extraordinario pintor del Barroco, sin embargo, fue muy desdichada, por lo cual su Arte le sería un maravilloso revulsivo para poder afrontarla. La creación artística tiene esa virtualidad: que consigue transformar la visión de la realidad -no la realidad- para hacer de ésta ahora algo más llevadero o más alentador.

Cuando Rembrandt quiso -¿qué quiso realmente?- plasmar un misterio con su Arte barroco, compuso su extraña obra El Jinete polaco. Pero, es que ni él siquiera le puso este título a su obra. Y decimos quiso plasmar un misterio, por lo mismo que podemos decir que el ser humano se distancia a veces de las materiales y formales cosas por analizar -o ya analizadas- de la Naturaleza.  Por sus arbitrariedades tan humanas. Así como también por esas elecciones azarosas que los pintores finalmente consiguen plasmar en sus creaciones artísticas... tan misteriosas. Pero, nada más. Porque no hay en ello misterios encantados, no hay confusiones de certezas, ni castillos en el aire, ni tampoco un sentido especial sublimador de ninguna miseria humana tan incierta. Así será nuestra prosaica y menesterosa vida humana, esa misma que se vierte sin excusas de explicaciones ostentosas en la realidad más clarificada y banal, también en la más sórdida y sin sorpresas. Es por eso que buscaremos el misterio para ocultar la inevitabilidad de la realidad más clarificada, y hacer ahora de ésta y de la vida algo que no es. Para dar a la vida el mismo perfil que los pintores llevarán a sus lienzos con los mismos materiales ilusorios de lo que está hecha la vida.

El título de la obra, El Jinete polaco, lo empezaría a utilizar un historiador de Arte holandés, Abraham Bresius (1855-1946), que acabaría convirtiéndose en un experto en Rembrandt. Descubriría el lienzo una vez que visitara el castillo de un noble polaco, el conde Tarnowski. Un antepasado del conde adquiere la obra en Amsterdan a finales del siglo XVIII y la lleva a su castillo situado en el sur de Polonia. Bresius analizaría la obra y vería el estilo de Rembrandt, imaginando ahora el retrato de un caballero polaco montado en su cabalgadura.  Y lo tituló así, El Jinete polaco. Pero, nada más, no hay certeza exacta de que la obra sea del pintor holandés ni tampoco de que sea un caballero polaco lo retratado. Por otro lado, ¿qué sentido tiene la obra?, ¿qué representa? Aquí llegaremos a la arbitrariedad del ser humano y de su Arte, el único misterio sin desvelar...  No así con los restantes misterios, los de la Naturaleza, que sí terminarán más tarde o más temprano por ser desvelados. Pero, aquél no. Aun así, las posibles interpretaciones son el único instrumento crítico, libre y posible de todo Arte. Nos sirven para justificarlo y para justificarnos. Sólo así seguiremos manteniendo el misterio del mundo.

En la obra vemos un caballero -da igual que sea polaco o portugués-, vemos un caballo, un itinerario, un paisaje y un gesto o ademán del personaje. Lleva además el caballero sus armas a la grupa, las deja ver claramente el pintor. No mira hacia adelante el caballero, hacia donde él, se supone, se dirige. El fondo del paisaje -lo poco y mal que esta reproducción permite- nos enseña un lugar tenebroso y elevado, lo que parece un gran baluarte redondeado y construido por el hombre sobre la cima. El cielo es igual de tenebroso, propio de la iconografía oscura y barroca de Rembrandt. Pero, ¿qué más hay para dilucidar lo que representa la pintura misteriosa? Al parecer, pudo el autor inspirarse en un grabado del Renacimiento -año 1513- del genial, y precursor de misterios, Alberto Durero, el grabado denominado como El caballero, la muerte y el diablo. En esta obra de Durero un caballero se dirige, perseguido o acompañado, por unas representaciones abstractas tan desoladoras propias de la iconografía medieval. Esta imagen tan medieval la fijaría el renacentista Durero para mostrar la figura hidalga del ser solitario que lucha en la vida a pesar de los lastres que sobrelleve -¿a causa de él mismo?- acosado por el mundo.

Pero en la obra El Jinete polaco siempre se vio, a cambio, a un caballero seguro de sí mismo, que se dirige, confiado, a salvar sus ideales patrióticos, personales o religiosos, de una vida ilustre, agradecida y virtuosa. Al principio de la alta edad media se acuñaría el concepto sagrado del caballero cristiano -millas Christi-, del soldado de la fe que representaba por entonces la lucha ferviente por mantener a Europa libre del Islam, sobre todo en el este europeo. Es la figura del caballero que lucha por los buenos ideales, por la mejor de las causas frente al poder de las tinieblas o de lo aterrador. Esta es una posible interpretación. Pero, ¿es la única? No. Y ahí hay otro misterio. Porque todos estuvieron de acuerdo -el historiador, un poeta polaco, el conde y otros que vieran la obra- en que el caballero del cuadro era un jinete polaco. Pero, ¿era en verdad un sagrado caballero medieval polaco lo que realmente representaba la obra? Rembrandt se dejaría llevar más por la mitología bíblica que por la medieval. La conocía mejor, ya que fue educado en ella por su madre. Él pintaría casi todos los mitos bíblicos conocidos. Así que, entonces, aquí, en esta obra, ¿por qué no usar también un sentido bíblico para expresar algo diferente, otra cosa distinta a lo habitual, y, además, hacerlo tan misteriosamente?

Fue el Génesis el libro bíblico que más representaría Rembrandt en sus obras. Como afecto amigo del mundo judío, tan perseguido en todas partes de Europa, conocía las interpretaciones que su exégesis hebraica tendría para sustentar misterios revelados.  En la leyenda del Génesis primordial se hablaba de los primeros descendientes de Noé. Un nieto de Cam -hijo de Noé- lo fue Nemrod, uno de los primeros hombres en conseguir un poder inmenso y cruel sobre los demás. Se contaría además que fue Nemrod quien construiría la torre de Babel, ese baluarte poderoso que se elevaría sobre todo lo existente como un resorte para mitigar los misterios del mundo, como un talismán erigido, también, para poder sojuzgarlo. Esa fue la forma en que simbolizaría Nemrod su poder sobre todos los hombres: hacerlo sobre la Naturaleza -erigir un enorme edificio que la retase- pero también sobre lo divino, compararse  con el supremo poder de Dios. Y es en el poderoso baluarte redondeado que se eleva al fondo del cuadro donde la obra de Rembrandt llevará ahora tintes de parecer una metáfora bíblica, la del desalmado Nemrod.

De esa forma el misterio sobrevive también en el intento de elegir, lo que es el misterio al fin y al cabo. Porque podemos elegir lo conocido, lo vulgar, lo posible, lo viviente, o elegir todo lo contrario, que es lo que es, finalmente, el misterio. Y en la obra de Rembrandt el afamado representante de lo virtuoso, el caballero que persigue el bien más deseado, no es ahora sino justo lo contrario, el más atroz personaje poderoso, el ser sin escrúpulos que someterá con sus deseos más viles la vida desolada de los otros. Como en el grabado de Durero, las figuras abstractas de lo más abyecto -el demonio y la muerte-, que acompañan al caballero en su camino, son ahora en la obra de Rembrandt parte de la iconografía del propio caballero en su más fiera y oculta personalidad. Porque en el grabado de Durero se aprecian claramente esas representaciones maléficas, pero, ¿y aquí, en el lienzo de Rembrandt, dónde están ahora esas matizaciones tan tenebrosas? Veamos bien el cuadro, aparte de un paisaje oscuro, agresivo y desalentador, ¿qué otra cosa inquietante veremos? El caballo que monta el caballero, ¿no parece ser un poco aterrador? Ahí estará parte del simbolismo más tenebroso del cuadro, en una cabalgadura tan poco agraciada en sus trazos, con los aterradores tonos sombreados de su cabeza, o con sus extremidades equinas tan sobrecogedoras. Parece el caballo más horrible del más fiero y desalmado de los seres, una cabalgadura tan mal cuidada como reflejo fiel de su amo vil y despiadado. Pero que ahora es genialmente aquí el misterio más iconográfico, ese que el creador plasmase en su lienzo para matizar la imagen confusa de un jinete diferente.

Otro lienzo misterioso en el Arte también utilizaría la mitología bíblica para confundirnos. En este caso uno del pintor renacentista Pontormo (1494-1557), un creador italiano de personalidad tan compleja como su obra. En su creación José en Egipto del año 1518 nos representa un cuadro forzadamente misterioso. La leyenda bíblica de José cuenta cómo este personaje hebreo es presentado al faraón en su adolescencia y cómo medrará hábilmente en la corte egipcia para poder beneficiar luego a su sojuzgado pueblo judío. Pero aquí, en esta obra de Arte con influencias miguelangelianas, el pintor nos aturde ahora más que Rembrandt. Y nos aturde porque nos llevará a no entender nada de nada. Cuando los misterios se aderezan en exceso de cosas muy variadas, de multitud de elementos diferentes y sin sentido, el objeto del Arte es ahora solo exclusivamente estético. Rembrandt en su obra, además de lo estético, llevará un alarde de composición misteriosa, sea de una u otra clase, pero bastante definido ese misterio en alguna cosa estéticamente virtuosa. En la obra manierista de Pontormo, a cambio, se mezclan en demasía cosas inconexas, sin ningún sentido. Tal vez lo tenga, como todos los misterios sin desvelar, o, tal vez, sea ese mismo el misterio, que no lo tenga... Que sea tan solo el alarde de querer diferenciarse artísticamente y mostrar así ahora parte de la confusa realidad, no de toda sino de una parte confusa que la vida humana tenga en este mundo. Una vida tan vulgar, simple y despejada de sombras... como de la luz más esclarecedora lo tuviera, alguna vez, una mera sombra poderosa.

(Óleo de Rembrandt, El Jinete polaco, 1655, Colección Frick, Nueva York; Cuadro José en Egipto, del pintor renacentista Pontormo, 1517, National Gallery, Londres; Grabado del pintor renacentista alemán Alberto Durero, El caballero, la muerte y el diablo, 1513, Series de Grabados de Durero.)