20 de mayo de 2015

La piedad del Arte, u otra forma de creer o no en lo que vemos.



Creer en el Arte no es un acto de excesiva fe, ya que podemos verlo, sentirlo e incluso tocarlo en ocasiones.  Pero, sin embargo, el Arte, al igual que cualquier metafísica distante, no existirá sin nosotros. El Arte es algo espiritual y físico a la vez, etéreo y terrenal, delimitado e inaccesible. Su origen, sin embargo, fue material antes que espiritual. El filósofo alemán Heidegger hablaría una vez en la ciudad de Atenas con respecto al origen del Arte. Entonces miraría el filósofo una estatua de Atenea, la diosa fundadora de la ciudad helena, y se preguntaría, inspirado: ¿Hacia dónde se dirige la mirada meditabunda de la diosa? Y se contestaría, diciendo: Hacia el monolito fronterizo, hacia el límite.  El límite no es sólo contorno y marco, ni solamente aquello en lo que algo termina. Límite expresa aquello mediante lo cual algo se encuentra reunido en lo suyo propio para aparecer desde allí en su plenitud, para hacerse presente.  Al meditar el límite, Atenea ya tiene en su mirada aquello hacia donde tiene que mirar previamente el actuar humano, para hacer ahora aparecer lo divisado en la visibilidad de una obra.    Sin lo humano no hay Arte, pero, sin límite tampoco.   ¿Dónde, entonces, estará en el Arte lo metafísico, lo sublime, lo que lleve a una especie de piedad..., algo que, por ejemplo, provoque la devocionalidad en otras cosas...?

Cuando los antiguos mercaderes florentinos, un gremio poderoso de la Florencia medieval, hubieron alcanzado gran relevancia social, transformaron, a finales del siglo XIV, un antiguo almacén de granos en una renovada y moderna iglesia de la ciudad. Entonces utilizaron algunas de las capillas construidas para dedicarlas a los gremios de los comerciantes y de los artesanos. Fue una iglesia sorprendente e inédita, porque para entonces disponía de una estructura sin el diseño tradicional de un edificio sagrado conocido. Tenía tres plantas  y una curiosa fachada gótica, una pared exterior donde unas hornacinas embellecidas con arcos góticos albergaban las estatuas de unos santos florentinos. Tiempo después, en el año 1463, el tribunal jurídico de los gremios de Florencia, La Mercanzia, recibiría en donación una de las hornacinas exteriores que, además, había pertenecido antes al ahora declinante y opositor partido güelfo -un antiguo adversario de los mercaderes florentinos-. El pequeño altar exterior soportaba una estatua de bronce con la efigie de San Luis de Toulouse, realizada por el famoso escultor Donatello en el año 1423.  Pero, entonces los mercaderes florentinos decidieron cambiar esa escultura gótica de San Luis por un grupo escultórico nuevo totalmente revolucionario.  Decidieron componer entonces una escultura muy simbólica y atrevida con un mensaje especial: la unión de lo sagrado y divino con lo meramente terrenal.  Para ello eligieron un tema paradigmático en la metafísica de la fe evangélica: el momento en que el apóstol Tomás toca la herida de Jesús en su famosa actitud de duda. Para elaborar esa difícil composición -una hornacina de fachada no puede albergar en sus limitados contornos dos figuras tan grandes y robustas- llamaron al mejor escultor de Florencia en ese momento, Andrea Verrocchio (1435-1488).

Más de veinte años tardaría Verrocchio en componer el grupo escultórico. Para poder situarlo en la hornacina, tan limitada, debía necesariamente desplazar fuera, en el exterior de la hornacina, una parte de la pierna y del pie del santo escéptico, extrapolando así el Arte antiguo, el gótico, con un rasgo ahora muy moderno, renacentista, y que acabaría triunfando pronto en el Arte europeo occidental. El conjunto escultórico en bronce describía así la duda sagrada del apóstol Tomás. ¿Una duda sagrada? ¿Puede existir duda en lo sagrado...? Los artesanos y mercaderes florentinos eligieron ese tema de la duda porque ellos ofrecían así su diferencia metafísica con respecto a los partidarios del papado -los güelfos-, y simbolizaban con ese conjunto artístico la cualidad que ellos entendían más cercana a sus principios: que la divinidad sagrada y la terrenalidad humana podían convivir en este mundo sin contradecirse. Y el nuevo Arte renacentista vino a ayudarles maravillosamente.  Verrocchio -maestro además del gran Leonardo da Vinci- supo hacerlo aunando la mística más elevada con la sensación humana más material o escéptica.  Pero, también con la más ferviente y deseosa inspiración artística.

El malogrado filósofo austríaco Otto Weininger (1880-1903) escribiría una vez sobre la duda deseosa, sobre la piedad del Arte y sobre la fuerza humana para poder creer todo lo que se quisiera creer en este mundo:   La discriminación y la generalización, la fuerza y el amor, lo material y lo divino, todo sentimiento verdadero y leal del corazón humano, sea triste o alegre, se basa, en último término, en la piedad.  No es necesario, como para el genio, que es el hombre más piadoso, referir la fe a una entidad metafísica -la religión puede ser la afirmación de la propia personalidad y, con ella, la afirmación del mundo-, sino que puede extenderse también a un ser empírico -terrenal-, parecer que se consume en él y, sin embargo, sólo es una y la misma fe en un ser, en un valor, en una verdad, en un absoluto o en un dios.   La piedad no se halla únicamente en la posesión sino también en la lucha para alcanzarla. No sólo es piadoso el convencido proclamador de un Dios (como Handel o Fechner), también lo es aquel que, entre dudas y errores, va buscándolo sin desfallecer (como el poeta Lenau o como el pintor Durero). No es necesario que la piedad se detenga a considerar eternamente el universo (como Bach), puede también manifestarse como una religiosidad que acompaña a cada una de las cosas simples. No está ligada, tampoco, con la aparición de un fundador: los griegos han sido el pueblo más piadoso del mundo y sólo por eso su cultura ha sido la más elevada de todas las conocidas. Sin embargo, entre ellos no ha existido nunca ningún descollante fundador de religiones...


(Óleo El bautismo de Cristo, 1475, de Andrea Verrocchio y Leonardo Da Vinci, Galería de los Uffizi, Florencia; Hornacina con el grupo escultórico Cristo y santo Tomás, iglesia de San Miguel, Florencia, copia del original ubicado en la tercera planta de la iglesia de San Miguel, Florencia, 1488, Andrea Verrocchio; Fachada exterior de la iglesia de San Miguel, Florencia, donde se aprecia a la izquierda la hornacina con la copia de la escultura de Verrocchio, Florencia; Detalle del grupo escultórico de la hornacina, Florencia; Detalle de la escultura en bronce de Verrocchio, La duda de Santo Tomás -Cristo y Tomás-, 1488, Museo de la iglesia de San Miguel, Florencia.)

18 de mayo de 2015

La curva frente a la recta o el Barroco más renacentista de Velázquez.



La historia es algo vivo, no muerto, es algo que permanentemente se va actualizando hasta la completa certeza de sus datos. Algo, por lo tanto, que solo será una tendencia a la verdad, a veces nunca una realidad cierta y completada. Y en esto la virtualidad de internet es un arma, sin  embargo, poderosa y útil. Es muy cierto que internet no es la biblia, pero, ¿qué lo es en verdad? ¿La Enciclopedia británica, el Larousse? No. Lo que se acerca a la verdad no es una sola fuente sino la concordancia de diversas fuentes, y esto lo podemos hacer ahora en internet gracias a su virtualidad simultánea -podemos consultar varias fuentes en pocos minutos- para confrontar una misma información y salvar así la posible duda o el posible error. Tampoco es garantía de verosimilitud total, por supuesto. Esta solo se consigue con el desarrollo temporal de los acontecimientos y con las investigaciones históricas, cosas que se actualizan -ahora con muchísima más rapidez que nunca- de un modo directo en todas las fuentes virtuales de información didáctica. ¿Y esta reflexión por qué? Pues porque hace poco menos de cuatro años escribí una entrada sobre la incapacidad de comprender el pasado y en ella utilicé entonces la misma obra de Arte que ahora trato de describir aquí. Entonces no para analizarla crítica o históricamente, tan solo como ejemplo de referencia y modelo de belleza clásica. Al final de la entrada, como siempre, anotaba el título de la obra, su autor, fecha y lugar de ubicación. Pero, además incluí entonces una pequeña reseña anecdótica sobre su destino vital. Entonces escribí: entregada esta obra, junto con otras del arte español, al duque de Wellington en 1813 por el desastroso rey Fernando VII como agradecimiento por devolverle el trono.

Hoy debo reconocer que entonces me equivoqué. Me equivoqué porque la información que leí entonces era incorrecta. ¿La cotejé lo suficiente? Probablemente no, o probablemente entonces no se sabía lo que ahora se sabe. Por eso la historia -y los que buscamos en ella la verdad- se beneficia de los historiadores concienzudos y de los medios de información actuales que permiten divulgar rápidamente aquello que se ha descubierto, y que, pronto, permitirá así corregir el error. Hoy se sabe -a lo mejor ya se sabía, pero hoy es público y notorio o está más divulgado- que el cuadro La Venus del espejo del pintor Velázquez no fue entregado por el monarca español a general británico alguno. El lienzo barroco del genial español fue robado de los salones de algún palacio madrileño en los trágicos momentos finales del conflicto bélico de la Independencia, durante el año 1813. Fue robado por algún extranjero -inglés o escocés- y vendido luego en Londres al dueño del Rokeby Park en Yorkshire. Con esta aclaración nos introduciremos ahora en la extraordinaria obra que es La Venus del Espejo, y comprenderemos así mejor por qué fue tomada con la avidez que los mercaderes sin escrúpulos suelen tener con obras como ésta, pinturas de tan seguro atractivo para cualquier coleccionista o admirador del Arte.

En España nunca se había realizado un desnudo de mujer semejante a éste. Nunca. Jamás se hizo antes así y jamás se volvería a hacer luego, al menos hasta que Goya lo hiciera siglos después. Es muy probable que Velázquez tampoco lo pintase en España, es decir, que no es un cuadro español -hecho en España-, es solo de un español. Que no es poco para su nacionalidad artística. Fue pintado en Roma en el segundo viaje de Velázquez a Italia. Un cuadro así necesita de una modelo, es imposible para un pintor, aunque sea Velázquez, pintar algo así sin fijarse en la naturaleza real de lo que diseñará luego su mente creativa. En España estaba prohibido en el siglo XVII el posar mujeres desnudas. Velázquez pudo hacerlo por dos razones: primero porque era el pintor del Rey, al cual no le importaban -todo lo contrario- retratos de mujeres en ese trance, y segundo porque lo hizo en Italia. Su modelo fue una de sus propias amantes romanas. Una mujer muy latina, por eso es una Venus morena y no rubia, como otros pintores, antes y después de Velázquez, pintaran a la bella Venus desnuda. Pero, hay algo más. En esta obra barroca de Velázquez, como en otras muchas suyas, se ve la pasión que el pintor español tendría por el mundo clásico. Tuvo que disfrutar en Italia -paraíso tan clásico- mucho el pintor español. Pero, ¿una gran pasión por lo clásico ahora en un pintor barroco? Porque el Barroco es justo lo contrario a lo clásico, al Renacimiento.

Sin embargo, en esta Venus desnuda, ¿dónde está ahora el estilo barroco? Es una pintura que podría pasar perfectamente por ser de cualquier creador veneciano o napolitano del Renacimiento más clásico. No hay ironía en ella, no hay claroscuro naturalista, no hay moda barroca, ni adornos ni añadidos mitológicos en el cuadro que lo sitúen en un entorno claramente barroco. Hasta los colores son renacentistas. La misma pose, la situación de espaldas de la modelo, es helenística, es del más clásico gesto de una escultura clásica griega -Hermafrodita Borghese-, una que el pintor sevillano pudo ver por entonces en Roma. Es la diosa de la Belleza pintada muchas veces en el Renacimiento, como lo hicieran Giorgione o Tiziano, por ejemplo. Solo se distinguió de éstos en una cosa: pintándola ahora de espaldas. ¿Por qué de espaldas? Era más atrevido hacerlo de espaldas. En el imaginario erótico es algo más alarmante. De frente un retrato desnudo de mujer -como Tiziano o Giorgione lo hicieran- puede situar ahora una mano oportuna que oculte lo más delicado de enseñar. De espaldas es imposible. Por eso fue una obra que solo pudo estar en España, cuando el pintor la trajo de Italia, en los selectos y discretos salones aristocráticos madrileños. Y así hasta que fuera vista, siglos después, por unos ojos maliciosos y codiciosos.

Pero, entonces, ¿dónde está aquí ahora el Barroco? Porque debe estarlo en algún lado. Velázquez era un pintor barroco, aunque amase el clasicismo. Hay dos cosas fundamentales que traslucen aquí el sutil estilo barroco de esta obra. Por un lado la imagen reflejada en el espejo con el rostro de Venus ahora desdibujado. Por otro la curva perfecta, la curva barroca, la curva... La eclosión del Barroco en el mundo fue, básicamente, gracias al descubrimiento artístico de la curva. Los maravillosos arquitectos romanos -Bernini y Borromini- hicieron en el siglo XVII de la línea curva un arte nunca antes visto en la historia. El clasicismo griego y romano enaltecieron, a cambio, la línea recta, y el Renacimiento no hizo más que proseguir eso luego. Las obras de Venus de los pintores Tiziano o Giorgione, por ejemplo, son trazadas con la agudeza visual de la primacía de lo recto. Cuerpos estilizados y alargados, camas o soportes rectos donde el cuerpo seguirá su mismo sentido lineal. Sin embargo, en su Venus del espejo, Velázquez glosa la curva, y la glosa ahora por ejemplo en la curvatura que el colchón formará con sus sábanas en el propio cuerpo de la diosa. Y lo hace además destacando así las pronunciadas y bellas caderas de la joven modelo.

Pero el espejo es la otra clave aquí, y no la menor de ellas. Velázquez es un genio que iría siempre más allá de lo pictórico. El mundo suyo de mediados del siglo XVII era un mundo que había aprendido filosóficamente -con el neoplatonismo- todo lo asimilable en el pensamiento o en el ideal estético. Él lo sabría y lo compartiría con su Arte. La Belleza, la idea suprema de belleza, ganaría aquí de una forma asombrosa. Por eso, tal vez, fuese esta obra agredida por una sufragista en el Londres del año 1914. Porque representaba también la belleza perfecta, la más sugerente y física, la más terrenal posible -otro rasgo del barroco-, frente a la espiritual o menos terrenal belleza de los renacentistas o de los neoplatónicos. Cupido, el pequeño dios del Amor -el hijo de Venus-, sostiene aquí el espejo frente a Venus, convencido ahora de que su madre es la vencedora de la belleza para siempre, la que esclavizará así al amor inevitablemente para siempre. Y así es y será siempre, se quiera o no. Porque para que exista amor deberá haber antes alguna forma de belleza. Y el pintor la compuso entonces a Venus así, maravillosa, exultante y clásicamente voluptuosa. Pero, para ello, para poder hacerlo así de atrevido en aquellos años, no pintaría Velázquez el rostro de Venus visible de frente -está de espaldas-, ni siquiera lo haría de perfil. No, no se ve el rostro en la figura de la modelo. Salvaría el pintor con eso, tal vez, dos cosas. Una la identidad de la modelo, algo que para entonces podría ser delicado. Pero, lo más importante, ayudaría a justificar el espejo aquí, justificarlo ahora para poder reflejar el rostro de la Belleza de alguna forma. De ese modo subsanaría Velázquez la eventualidad de una espalda sin rostro. ¿Un retrato sin rostro visible en el Renacimiento o en el Barroco? Nunca. Si acaso, reflejado luego -desdibujadamente, representando así el aspecto espiritual más que físico- en un espejo para poder salvar ese pequeño pero gran detalle estético.

Pero, sin embargo, el rostro reflejado de la diosa Venus, el de la Belleza más maravillosa jamás representada, no se verá muy bien tampoco aquí ahora reflejado en el espejo, está apenas esbozado el rostro reflejado de ella, está desdibujado ahora ese rostro perfecto de Venus, imposible de reconocer ni de apreciar ni de valorar, ni de desear ni de amar ni de justificar físicamente nada con él. Vemos la subyugante belleza, pero no veremos su cara. Es fundamental ver la cara detallada de la belleza en lo estético. Sin ella, sin sus rasgos identificables, no existe verdaderamente. No es nada, en verdad. Esa fue la extraordinaria sutileza del genio español en esta obra maestra de Arte. Algo que acompañaría -frente al clasicismo elogioso- con su evolucionado Arte barroco, entonces más superficial, banal o frívolo que el anterior Arte renacentista. Es decir, que la Belleza que ahora vemos representada en la obra no es la belleza terrenal, física o voluptuosa sino la espiritual. Que no se reflejaría siquiera bien ella en el espejo, porque no es eso lo más importante ahora en la obra de Velázquez. Que lo importante era y es otra cosa, lo que la diosa debía representar entonces con su ideal de Belleza, no así con la más vulgar belleza material, física, terrenal o voluptuosa. Algo que la sufragista británica no supo entonces ver cuando acuchillara, siete veces, el lienzo en aquella mañana londinense del año 1914. Por eso este cuadro es una extraordinaria obra de Arte. Por eso se comprenderá además que fuera robado -no regalado- en el año 1813. Porque Velázquez consiguió -como siempre hiciera el gran creador español- hacernos pensar que lo que vemos y lo que no vemos en una obra de Arte, no dejarán de ser dos cosas muy importantes de una misma y única realidad.


(Óleo barroco del pintor español Diego Velázquez, La Venus del Espejo, 1650, National Gallery, Londres.)

12 de mayo de 2015

La intencionalidad del Arte o la belleza traducida como un sentido no voluptuoso sino etéreo.



En una visita que hice hace muchos años al Museo del Louvre adquirí una reproducción de la obra La bañista de Valpinçon, del extraordinario pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), una pintura neoclásica elaborada durante el año 1808. Pero por entonces me sucedió que al elegirla lo hice inconscientemente. Cuando elegí la reproducción de esta obra de Arte no lo hice por la idea de belleza que mi época y cultura me habría influenciado como de una obra clásica debiera ser. No, lo hice buscando de modo intuitivo -por tanto inconsciente- el sentido clásico tan personal y representativo de ese magistral pintor, medio neoclásico medio romántico. Pero entonces eso no lo sabría yo aún. Ahora, cuando conozco algo más los entresijos de lo que denominamos Arte, comprendo bien qué me hizo entonces, sin saber, elegir la obra más representativa o más paradigmática o más impactante de aquel curioso momento artístico que fuera la primera década del siglo XIX.

Siempre que la obra es visionada por alguien impacta, guste o no. Aunque, generalmente no suele gustar cuando la persona que la ve es sincera y espontánea. Porque la belleza de La bañista de Valpinçon no es la belleza entendida con criterios estéticos convencionales, materiales, formales o incluso clásicos -lo que más choca y sorprende por ser neoclásico el propio pintor-, que puedan tenerse para percibir el cuerpo desnudo de una mujer. Sin embargo, todo eso fue lo que el pintor francés quiso hacer cuando lo hizo: expresar así la perfección artística clásica de una figura en el escenario íntimo y exótico de un baño oriental. Por eso dibujó -correctamente- las imperfecciones anatómicas y corporales tan normales de una joven normal desnuda y de espaldas. ¡Qué fácil hubiese sido hacerlo entonces -pleno momento clasicista en el Arte- como la belleza tan formal y clásica que de un cuerpo voluptuoso y excesivo se llegara a representar tiempo antes! Pero, no, Ingres no quería distraer ahora tanto en ese sentido -algo que demostraría, sin embargo, saber hacer años más tarde con otros desnudos-, no; ahora lo que deseaba el pintor hacer era representar otra cosa muy distinta: el momento fugitivo, el instante sosegado; sólo el ruido relajante del agua en la bañera, todo eso que no veremos muy bien aquí.

Porque ni las caderas ni las piernas, ni los pies ni los hombros, ni la espalda siquiera de la mujer en el baño, establecen ahora las medidas o proporciones correctas y perfectas para hacer de ella una belleza sugerente, atractiva o deseante. Ingres era un extraordinario dibujante, el mejor de todos los discípulos que tuviera el famoso pintor neoclásico David. Pero, Ingres había nacido a finales del siglo neoclásico, cuando el Romanticismo empezaba a brillar poco a poco, luchando entonces por salir y enfrentarse al poderoso Clasicismo de siglos. Sin embargo, el pintor francés no supo por entonces, en esa difícil encrucijada artística, elegir un camino definitivo en su Arte. Quería él dibujar y respetar las reglas clásicas de sus maestros, pero, a la vez deseaba trasladar a sus lienzos una nueva sensación evanescente para entonces. Una sensación etérea y fugaz, una bella impresión que irradiara toda la obra en su conjunto, no solo en una parte. No en la parte más representativa por entonces en un lienzo clásico -la figura femenina desnuda y voluptuosa- sino en toda la escena estética completa misma. En todas las cosas representadas en la obra -las sábanas blancas, el turbante estampado, las cortinas caídas, el grifo de agua, o la inquietud tan sosegada de ella- que pudieran hacer impactar en el espectador asombrado una nueva forma -romántica- de ver un exotismo como ese. 

En la sociedad europea de entonces -comienzos del siglo XIX- la visión abierta y clara del desnudo de una mujer joven -no de una diosa o de una ninfa mitológica, sino el de una mujer cualquiera- era inexistente en la tradición occidental del Arte. Por eso se buscaban desde hacía años en el lejano mundo oriental las exóticas sensaciones que, en el imaginario de los europeos, se tendrían de los harenes libidinosos, eróticos o voluptuosos de Oriente. Por eso Ingres lo hizo así, por impactar ahora con el contraste de una figura que no encajaría muy bien con ese imaginario. Y el Romanticismo le vino entonces a ayudar de soslayo. Porque esta nueva tendencia romántica no resaltaba las formas con el idealismo de antes. No, ahora el Romanticismo vendría a deformar el clasicismo para resaltar lo etéreo, lo que pasaba pronto, lo que no quedaba -justo al contrario que el mármol de las esculturas clásicas que permanece hierático y perenne a pesar de las emociones que ocasione-, lo que se impregnaba de todo lo que rodeaba a la figura principal de cualquier obra. Sin embargo, Ingres no fue un pintor romántico tampoco.

Y en esa encrucijada -neoclásica y romántica- estuvo precisamente la grandeza de este pintor francés tan sugestivo. Y su obra La bañista de Valpinçon es la mejor muestra de ello. Impactante, objetable, chocante, pero, a la vez, impresionante, subjetiva, misteriosa, sedante, virtual. Nada es como parece. Nada se mantendrá en el tiempo como la figura perfecta de la escultura perfecta de la forma perfecta de la imagen perfecta... más clásica. Nada es para siempre. Nada es perfecto en sí mismo, en su permanente y único sentido insobornable... El pintor francés lo sabía y por esto, intencionadamente, pintaría así de poco perfilada o perfecta su extraña modelo oriental de espaldas. Una bañista exótica y desnuda, una mujer diferente que mira ahora además algo fuera del lienzo. Algo que no vemos..., como nos sucede aparentemente con otras cosas inspiradas en la obra: su efímera silueta, su fugaz momento relajado, su pasajera sensación de belleza. Una belleza aquí que no está ahora en lo que vemos sino en lo que representará cada instante en el lugar efímero que le corresponde sin quererlo. Sin alardes objetivos, sin alarmas materiales, sin deseos desenfocados. Sin renuncia a lo importante.

(Óleo del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La bañista de Valpinçon, 1808, Museo del Louvre; Lienzo del mismo pintor, La Fuente o el Manantial, 1856, Museo de Orsay, París; Cuadro del mismo creador francés, La gran odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)

5 de mayo de 2015

El más grande artista habido en todos los siglos del mundo: Miguel Ángel.



Cuando al atardecer del dieciocho de febrero del año 1564 falleciera en Roma el genial Miguel Ángel Buonarroti, el Renacimiento habría ya acabado para siempre. Ahí terminaría algo que jamás volvería a repetirse y que muy pocos pudieron entonces imaginar hasta dónde llegaría la influencia -gracias a Miguel Ángel- de ese movimiento cultural tan extraordinario. Para comprenderlo hay que admirar lo que él hizo. Ahí está todo. Pero, ¿se verá todo realmente? Esto, el que se vea o no claramente, fue la artificiosa grandeza para la cual se sirvió el creador italiano de su Arte. Si lo consiguió con la escultura, una actividad artística compleja para expresar sutilidades, ¿qué no llegaría a conseguir Miguel Ángel con su Arte pictórico tan versátil? Fue una oportunidad única la que el Papa Julio II le ofreciera a principios del siglo XVI al pintor. Este Papa decidió decorar con los frescos más armoniosos y bellos la bóveda de una capilla que sus antecesores le habían legado en el Vaticano. Sólo motivos bíblicos debían ser la temática que se utilizase en esa decoración. Pero Miguel Ángel no era solo un pintor, era un creador, un ser a los que no se les puede decir qué deben hacer o crear con sus alardes.

Además la capilla Sixtina era un edificio muy alto y alargado, ¡y había que decorar todo! Esa fue su salvación y su agonía. Su agonía porque casi pierde la vida, la salud y la fortuna. Su salvación porque llegaría a componer lo que quiso y de la manera que quiso obteniendo la mayor creación artística del Arte en un interior arquitectónico. La capilla Sixtina decorada por Miguel Ángel es, básicamente, una estructura artística dividida en dos áreas: la pared frontal y la bóveda del techo. En la pared frontal el genio florentino creó El Juicio Final; en la bóveda del techo temas del Génesis. La vida de los apóstoles y de Jesús, que Julio II quería ver representadas en el techo, nunca fueron compuestas en la capilla. Miguel Ángel decidió plasmar solo escenas del Antiguo Testamento, como la Creación o la Caída del hombre, y todas además con su estilo renacentista muy innovador. Con esa nueva forma de componer al ser humano grandiosamente, de plasmar al vencedor del mundo como centro del universo y protagonista indiscutible de la vida y de la historia. Casi como un dios humano, pero partícipe también, sin embargo, de las cosas que le habían maldecido con unas leyendas que lo marginaban a la innominiosa defenestración más vil de su especie.

Desde que los artistas prerrenacentistas -como Masaccio- habían dibujado la desnudez del hombre en sus obras quattrocentistas -del siglo XV-, los creadores renacentistas no entendieron la desnudez humana sino como una significativa y esencial forma natural de componerlo. De representar al ser humano como era, con su absoluta y meridiana realidad más auténtica, sin adornos, sin detalles estéticos que delimitasen al ser humano a una determinada época o a una concepción concreta, o a una idea o a un prejuicio determinado. Y Miguel Ángel no solo vio en el Génesis una excusa perfecta -los humanos por entonces eran así, desnudos, como sus almas y sus anhelos- sino que además le ayudaría a que la belleza representada tuviera rasgos neoplatónicos, como los principios que llevaron a hacer del Renacimiento una tendencia especial, libre, antropocéntrica, reivindicativa y esperanzadora.  Pocos años después de morir Miguel Ángel, cuando entonces los prelados vieran en sus frescos del Juicio Final los desnudos desinhibidos de sus cuerpos retratados, llamaron a un pintor -Daniel da Volterra- para que ahora los cubriese con velos artísticos y sosegadores. 

Sin embargo, los frescos de los altos techos, tan poco cercanos a la vista, de la Creación y la Caída del hombre fueron dejados como el artista los había compuesto. Así que la extraordinaria obra de La Caída del Hombre, el Pecado Original y la Expulsión del Paraíso es un ejemplo maravilloso para entender el título de la entrada. Porque esos frescos de la Capilla Sixtina son un todo grandioso, un universo estético que narra toda la imagen ideada por la intuición artística y filosófica del pintor florentino. Gracias a los detalles que las reproducciones actuales permiten ver, podemos comprobar mejor las magníficas sensaciones de algunas imágenes. Por ejemplo, el fresco la Caída del hombre, tema utilizado por otros pintores para plasmar la conocida escena de la tentación de Adán y Eva. Pero Miguel Ángel no se dejaría influir por nada, ni por maestros, ni por Papas, ni por el Génesis, ni por prejuicios culturales. Su privilegiada intuición nos sirve aquí para comprender hasta qué punto el Arte ayudaría al creador a poder realizarlo.

El relato sagrado lo contaba así: Y como viese la mujer que el árbol era bueno y una delicia para los ojos tomó de su fruto y comió. Y dió también al hombre que estaba a su lado, y él comió también. Curiosamente, el relato es fiel a lo que pintó Miguel Ángel, o al revés, mejor dicho. En ningún caso el Génesis describe ninguna intervención de ninguna serpiente metafórica, salvo para verbalizar en la mente de Eva unas palabras tranquilizadoras, pronunciadas por ella sobre el hecho de desmentir el consejo -que no prohibición- que Dios le había hecho antes: No comáis de él, ni lo toquéis, no sea que muráis. Y Miguel Ángel se permite una libertad iconográfica: transformar la torticera serpiente en parte de una réplica de Eva, en otra mujer, su propia conciencia.  Pero hay algo más. En el fresco de la bóveda sixtina compuso el pintor dos escenas: a la izquierda la caída, la tentación, a la derecha la expulsión del paraíso. Son los mismos seres pero no lo son del todo. En la expulsión están hundidos ambos personajes, avejentados, trastornados, destrozados, separados en su caminar desorientado. Sin embargo, a la izquierda de la imagen están los dos como nunca se habían representado en ninguna imagen artística ni antes ni después en la historia. Están ellos juntos y enfrentados sensualmente, satisfechos e inocentes los dos con una gratificante erótica actitud que, ahora que lo vemos -no antes en el Renacimiento cuando desde tan lejos fuese poco visible-, pensaremos: ¿qué necesidad tendrían ellos ya -ni siquiera de conocimiento- de comer ahora fruta especial alguna de ese maldito árbol si estaban ya eróticamente satisfechos?

El genio florentino lleva a Adán a tomar su iniciativa, no espera que ella le de nada, él alza ahora su brazo derecho para tomar la misma fruta que ella ya está tomando. Tampoco habla el Génesis de manzano ni manzana alguno, sino de una higuera y es por eso que Miguel Ángel pinta una higuera en su fresco de la bóveda sixtina. Miguel Ángel se basaría fielmente en el texto bíblico, una astuta forma de eludir posibles críticas y poder hacer lo que él quería hacer con su obra. ¿Pero, qué quiso hacer, realmente? No lo despeja el genial creador -como nunca en el Arte se hace-, por eso lo dejaría así, para que las intuiciones de los demás decidan lo que quieran al verlo. Una posible decisión es que los dos ya estaban satisfechos y que los dos decidieron, sin embargo, comer luego la fruta peligrosa. A ambos los retrata el pintor tranquilos y seguros llevados por una distracción erótica a causa de la cual estarían contentos y satisfechos. ¿Qué los llevará entonces a perderse luego? El pintor, como el relato bíblico, no lo explicaría nunca. No murieron, como se le advertiría a Eva desde su propia conciencia -la vil serpiente imaginaria-, no; solo fueron transformados, desterrados, abandonados y desconcertados para siempre. Así los representa el creador en su otra escena retratada a la derecha. Con la incomprensible manera de no poder llegar a entender ahora esta drástica transformación. ¿Por qué?, parece decirnos Miguel Ángel, ¿por qué toda esa defenestración para unos seres que nunca se habrían planteado -deseado- otra cosa mejor de lo que ellos ya estaban viviendo antes? Y con esa duda inexplicable acabaría el creador también su propia vida -como también el Renacimiento, como también todo aquel paraíso perdido- un dieciocho de febrero del año 1564 en su casa romana de la piazza Venezia, cuando a partir de entonces el mundo nunca más brillase tan genial como aquellas imágenes eróticas, grandiosas y sinceras nos hubiesen maravillado para siempre.

(Detalle del fresco La Caída del Hombre, Capilla Sixtina, 1509, Miguel Ángel; Retrato de Miguel Ángel Buonarroti, 1565, del pintor Daniel da Volterra, Museo Teylers, Haarlem, Holanda; Fresco de la bóveda de la Capilla Sixtina, La Caída del Hombre, el Pecado Original y la Expulsión del Paraíso, 1509, Miguel Ángel, Ciudad del Vaticano, Roma; Detalle del Juicio Final, pared frontal de la Capilla Sixtina, 1541, Miguel Ángel, Ciudad del Vaticano, Roma; Óleo del pintor británico William Strang, La Tentación, 1899, Tate Gallery, Londres.)

2 de mayo de 2015

El conocimiento puro, metafísico e inmortal frente al perentorio, inconsecuente, engañoso o fútil.



El pintor flamenco Joachim Patinir (1480-1524) fue uno de los que mejor utilizaría el Arte para comunicar metafóricamente el sentido del universo. Gracias a su modo sensible de pintar nos seducirá la mirada con su profusa forma de componer y colorear un lienzo. Y para eso el paisaje es el mejor escenario posible: ni un interior, ni un retrato, ni una ciudad ni una cosa. Solo un paisaje grandioso, con horizonte, un cielo, montañas, agua, animales, plantas, rocas, seres... Los colores dejan ahora claro las sensaciones que deberán experimentar los que observen cada parte del lienzo: el azul, en su escala más alta, será la bendición de lo soberbio; luego seguirá el blanco, después el verde esperanzador, para seguir con un verde más oscurecido; y aún más tarde llegará el marrón, para seguir después con el tétrico negro y, luego, finalmente, acabar con un mínimo ardiente tono enrojecido. En ese orden el creador desarrollará su universo cromático-dialéctico (el dualismo del bien y del mal en el universo). Pero, sin embargo, el creador en su obra renacentista, en su maravilloso Arte metafórico, no será radical ni maniqueo. Los colores además, como los seres, como toda cosa descubierta en el mundo, serán ahora circunstanciales, pasajeros, fenomenales; serán todos ellos aquí aparentes, temporales o efímeros.

Porque lo verdaderamente importante en ese universo pictórico de Patinir es otra cosa: lo que no se ve. El mejor cuadro es aquel que pintará mejor lo que no se vea. Como en el mundo. El filósofo alemán Schopenhauer (1788-1860) establecería su propia teoría filosófica del Arte. Viene bien ahora para comprender algo el Arte y su forma de interpretarlo. Escribía el pensador alemán en su obra El mundo como Voluntad y Representación: Cuando erguido por la fuerza del espíritu uno desiste de limitarse a la razón, cuyo último objetivo es la relación para con la propia voluntad, no considera ahora el dónde o el cuándo o el por qué o el para qué de las cosas, sino única y exclusivamente el qué. Tampoco se interesa por lo abstracto o por la conciencia de las cosas sino que, en lugar de eso, consagra todo el poder de su espíritu a la intuición, enfrascándose por entero en ella y dejando que quede colmado por la serena contemplación del objeto natural, se trate de un paisaje, un árbol, una roca, un edificio o cualquier cosa. Y entonces uno se pierde en esos objetos íntegramente, esto es, se olvida de su individuo concreto, de su voluntad personal y sólo sigue como puro sujeto, como nítido espejo del objeto. Es como si éste -el objeto- estuviese ahí solo, sin nadie que lo perciba y, por tanto, no se puede disociar del ser que lo intuye, sino que ambos devienen en uno. Así la conciencia se ve ocupada y colmada por una única imagen intuitiva y lo que se acaba conociendo no es ya una cosa singular (concreta, pasajera) sino la idea, la forma eterna (su esencia). Y justo por ello lo asombrado no es ya el individuo, pues se ha perdido en tal intuición, sino un puro sujeto de conocimiento, avolitivo, indolente y atemporal.

¿Cuántos pintores conseguirán hacer o expresar con su Arte lo que escribió el pensador alemán? Patinir es de los pocos creadores que lo logran. Y su obra maestra El paso de la laguna Estigia es un ejemplo maravilloso para verlo. Ahora es aquí la mitología cristiana y grecorromana la que viene a ayudar al pintor en su creación artística renacentista. Aunque más bien la romana que la griega. Porque los griegos antiguos no creían en el infierno como un lugar malvado para sufrir las almas eternamente. Ellos pensaban que habría un oscuro lugar de tránsito del que todo procedía y al que todo retornaba -el Érebo-. Para los héroes, sin embargo, sí que existirían lugares terrenales apartados o privilegiados donde poder vivir una felicidad eterna. Fueron los romanos quienes utilizaron luego el sentido del dios griego Hades -deidad de la Tierra interior, de lo que se oculta debajo- para idear un lugar tenebroso y penitenciario. Este cambio se produjo durante el Imperio romano de Augusto (en el siglo I) y fue su mejor poeta -Virgilio- quien glosaría ese hecho para llevar a cabo una transformación moralizante en la sociedad que el emperador Augusto deseara para su nuevo orden mundial. El Hades -el infierno- se dividía en tres zonas: los campos Elíseos, el Tártaro y los prados Asfódelos, según fueran héroes virtuosos -campos Elíseos- o malvados culpables -Tártaro- o un lugar intermedio (futuro purgatorio cristiano), los campos o prados Asfódelos, un sitio que permitiría al alma dirimir sus tribulaciones para encarar uno u otro camino final. 

El Hades se idearía como un lugar subterráneo lleno de ríos, lagunas, prados, orillas y rocas ígneas. El Éstige fue un río situado en el Tártaro adonde las almas eran transportadas por un barquero, Caronte, un anciano tenebroso que impediría que los vivos pudieran volver a embarcar. Luego dirigía las almas a la entrada de un submundo aún más oscuro, guardado además por un perro terrible de tres cabezas -Cancerbero-, un submundo que era el lugar donde las almas sufrirían los castigos causados por sus terribles faltas. Fue fácil desde el mundo romano elaborar luego -al advenimiento del Cristianismo- una teología cristiana adaptada a esa escatología. Y desde el mismo sentido pagano idear un cielo cristiano -lo que era el Elíseo-, un infierno -el Tártaro- y un purgatorio -los prados Asfódelos-. Y con el conglomerado renacentista de ambas mitologías el pintor Patinir elaboraría su obra de Arte. ¿Fue una obra moralizante? ¿Fue una obra tétrica? ¿Fue una obra de un concepto final definitivo? ¿Qué cosas hay en esta obra que disuadan a los seres que vean el cuadro de ser pecaminosos? Porque el lugar al que se dirige el barquero es un bosque verdecido de árboles frutales, pájaros hermosos y una maravillosa orilla con una ensenada apaciguada y tranquilizante. En su barca Caronte transporta  ahora el alma, representada como una figura humana muy pequeña, hacia donde ella misma mira sosegada y segura. ¿Es una elección propia del alma ir hacia allí? Si no es así, ¿tomada entonces por quién? Parece que, con su propio cuerpo, Caronte impide al alma mirar hacia el otro lado, hacia el opuesto lado del Paraíso sagrado. ¿Es una decisión tomada solo por el alma? ¿El alma decide entonces hacia dónde quiere ir?

Es fácil comprobar en el lienzo de Patinir cómo los ángeles de la izquierda, situados en la orilla del Paraíso verdadero, están ahora tratando de que el alma se dirija allí, hacia donde ellos están. Vemos a uno subido en un montículo que mueve ahora sus brazos para avisarle. ¿Bastará eso para avisar al alma? No, no tiene mucho sentido porque el alma parece estar ya decidida, mirando ahora curiosa y satisfecha la parte derecha del cuadro, la orilla sosegada del Hades donde se sitúa el purgatorio de los prados asfódelos. Un lugar encantador y seductor, un sitio confuso pero que prepararía, con temporalidad limitada, el paso luego hacia el lugar deseado finalmente. Pero eso es aquí lo descriptivo, lo fenomenológico, lo que se ve. Pero no es así la verdad real porque oculta la obra el paraje abrupto, oscuro, tenebroso, marrón, negro o rojo, que se verá al fondo de la derecha del cuadro. Un animal disforme (mitad perro, mitad cabeza de mono) que aparece en la parte inferior derecha del cuadro, debajo y oculto por árboles frutales, es un demonio infame que espera que el alma, como terminará haciendo, se confunda ahora con todo lo que vea. Pero no ve el alma lo que sí estamos viendo ahora nosotros, los seres que hemos alcanzado, con el visionado de la obra de Arte, un conocimiento puro, un saber nada aparente. Y el sintético sentido de todo esto es que cualquier elección no llevará más que a un mismo lugar, el origen y el final de todo, ese lugar que envuelve un mismo trayecto infinito...  Lo demás es experiencia, sufrimiento, engaño y olvido. La fuente que se ve al fondo, en el paraíso verde-azulado de la izquierda del lienzo, es ahora la fuente blanquecina del río Leteo, una prodigiosa fuente cuyas aguas míticas tienen el poder de hacer olvidar el pasado y, por lo tanto, de conceder a los seres la eterna juventud deseada.

El pintor renacentista debía transmitir el mensaje conocido, el mensaje racional, aquel que la moral del momento obligaba a disponer con su doctrina inflexible. Pero, sin embargo, Patinir va más allá de eso y consigue anticipadamente lo que el filósofo alemán insinuara siglos después: que el verdadero conocimiento no es el que vemos aparente y directo, no, es el que las cosas nos transmiten con sus preclaras y conocidas sensaciones (en el caso de la obra de Arte sensaciones iconográficas, con símbolos figurativos, colores metafóricos o mitologías descriptivas y tendenciosas). El conocimiento auténtico será el que nos llegue por la vía más introspectiva de una bella imagen grandiosa o de un paisaje sugestivo y misterioso. Con la decidida elección que es transmitida por la serena figura de un alma tranquila sin atisbo de ser un espíritu atormentado por la desgarradora vida que su pasado le hubiese condenado a tener. Por eso la fuente del Leteo mana sus aguas aquí solitaria, ajena y abstracta, justo en el límite más azulado del paraíso sagrado de la izquierda del lienzo. Nada ni nadie podrá dejar de ser -de tener memoria- ni de perder la única cosa que le conecte con su individualidad pasajera...  Porque nada importará nunca más que nada para alcanzar la auténtica conciencia, esa que llevará al sujeto a conseguir el conocimiento esencial, el más eterno, el más puro, el más difícil, o el menos asequible.

(Óleo El paso de la laguna Estigia, 1520, del pintor flamenco Joachim Patinir, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra, Patinir, 1520, Museo del Prado, Madrid.)