25 de febrero de 2016

La muerte de Eurídice: una mirada diferente de las cosas que sólo el Arte es capaz de homenajear.



La muerte de Eurídice es el mito principal de Orfeo. La cultura y el Arte, los medios para divulgar los mitos de la Antigüedad, siempre glosaron la imagen, el relato, los cantos o la música que reflejaba la muerte de la mujer de Orfeo y su búsqueda en los infiernos. En el Arte los pintores Rubens, Corot, Tintoretto y otros plasmaron la figura de Orfeo y Eurídice o huyendo ambos, o sosteniendo él a ella, o muertos los dos. Esa era la leyenda, el mito transmitido y el sentido universal y más conocido de esos dos personajes mitológicos. Porque es el aspecto esencial de esta leyenda lo que más sabremos, y lo que las obras artísticas más se habrían encargado de representar. Pero, sin embargo, ¿qué más hay en el mito, qué otras cosas diferentes a las conocidas hubieron, o qué otros personajes existieron y padecieron además esa leyenda? Y, también, ¿dónde y por qué sucedió toda esa historia legendaria? Porque la leyenda conocida destacaba siempre la tragedia de los dos amantes, Orfeo y Eurídice, y llevaría siempre a Orfeo a tratar de recuperar de las garras de la muerte a su amada, algo muy vinculado con los grandes misterios de todas las mitologías antiguas, paganas o no. El orfismo, por ejemplo, fue en la antigua Grecia una secta dedicada a preparar las almas de los humanos para garantizarles una vida eterna y feliz. Luego, con el cristianismo triunfante, el mito alcanzaría a propagarse en los sagrados misterios de la nueva religión, incluso asociando la figura de Orfeo a Cristo. Y en todas las representaciones artísticas siempre destacando la fatídica muerte de Eurídice, su trágica bajada a los infiernos y su audaz y frustrada salvación por Orfeo.

Orfeo fue un personaje insólito en la mitología griega. Era, a diferencia de todos los demás, un ser bondadoso, encantador, músico, un ser casi perfecto. No era un dios, pero casi. Tan maravilloso era Orfeo que el dios Apolo le favoreció con sus dones. La lira era para Orfeo un instrumento eficaz con el que apaciguar las fieras, porque hasta los ríos, las rocas y los animales, todas las cosas salvajes del mundo, le escucharían extasiados a su paso por el monte. Su gran confianza en esta cualidad especial, dominar con su música las cosas feroces de la Naturaleza, tal vez fue lo que le llevaría a pensar que podría vencer de la muerte a su amada Eurídice. Y el Arte, la mitología, la religión y sus misterios llevaron a glosar su gesto heroico y su grandioso motivo -la muerte de Eurídice-, pero, sobre todo, su terrible final. Y en todas las obras artísticas -musicales, poéticas, literarias, teatrales, operísticas, pictóricas- se reflejaría siempre así el mito. Pero, sin embargo, solo el Arte pictórico es capaz de ir lateralmente y mirar las cosas de otro modo. Es el único, tal vez, que puede hacerlo sin desmerecer nada.  Algún pintor del Renacimiento, como lo fue Jacopo del Sellaio (1441-1493), realizaría una vez una representación de la muerte de Eurídice muy sorprendente e inédita: el momento mismo de su accidente mortal y el traslado posterior a la entrada del Hades. Se relata la leyenda en distintas escenas de distintos momentos temporales, algo habitual en el Renacimiento y el Manierismo temprano. Aquí aparece Orfeo muy alejado hacia la izquierda, comunicándole a otros personajes la terrible tragedia de su amada.  Pero justo al lado de ella está ahora, sin embargo, otro personaje: Aristeo. En la obra renacentista vemos el paisaje arcádico, ese lugar maravilloso que contrasta tanto con la terrible tragedia. Pero, veamos otra pintura también del mismo mito, el maravilloso lienzo manierista La muerte de Eurídice del pintor Niccolo del Abatte (1510-1571). ¡Qué paisaje más idílico es ese! ¡Qué extraordinario lugar el reflejado para ese escenario pictórico! ¿La muerte de Eurídice, de quien sea realmente, en ese plácido, tan bello y bendecido lugar? 

Fijémonos en el paisaje de la obra manierista, en las montañas, en el mar, en el cielo, en el bosque verdecido y tranquilizador. ¿Cómo es posible que algo malo, trágico, triste y desolador pueda suceder ahora en ese fantástico paraíso retratado? Hasta unos edificios elegantes y majestuosos, que simbolizan la civilización equilibrada y ordenada, aparecen orgullosos y benéficos al fondo de la escena manierista. Sólo en el primer plano de la obra vemos una persecución, pero esta podría tratarse de un juego amoroso o de un acceso de amor desaforado. A la izquierda del lienzo observamos a unas jóvenes retozando, alegres y confiadas. Incluso el cuadro nos confunde ahora con una bella Eurídice -sabemos que es ella por el título de la obra, que está ahí y que muere- desnuda y tumbada sugestivamente a la derecha de la confusa persecución narrada. Pero, nada que nos haga pensar, al pronto, que sea una muerte o una tragedia lo que es representado en la obra. En el mito, Eurídice vivía en Arcadia, un lugar griego idílico y majestuoso para sentir la paz, el amor, los cantos y la felicidad del mundo. Por eso el pintor nos muestra un paisaje maravilloso, con la representación de un escenario prodigioso, sosegado, atrayente, deseoso, natural y ajeno a todas las maldades o desastres del mundo. Ahora debemos conocer un poco la leyenda del mito para ubicarnos. Orfeo se uniría a la ninfa Eurídice y ambos vivirían felices en un mundo ajeno a toda maldad, la Arcadia. Allí cantaba y tocaba su lira él y paseaba y disfrutaba de su vida ella. A ese lugar idílico llegaría una vez Aristeo, un dios menor de la Naturaleza y de sus artes agrícolas, cultivador además de abejas y olivos. Un personaje llevado ahora por una pasión lujuriosa a enamorarse. Y se enamoró de Eurídice inevitablemente. La desearía tanto que la perseguía sin cesar por el bosque arcádico. Entonces un día Eurídice, huyendo de él, pisaría una pequeña serpiente venenosa y moriría fatídicamente.

Las hermanas de Eurídice, unas bellas dríades -ninfas de los árboles-, hicieron perecer en venganza todas las abejas cultivadas de Aristeo. Éste acudiría luego a su madre, Cirene -en la obra los dos caminan juntos a la derecha del cuadro-, una madura ninfa conocedora de la Naturaleza, que le aconseja a su hijo que visite al sabio adivinador Proteo, un viejo que aparece ahora sentado junto a un ánfora de agua -Proteo era hijo del dios del mar Poseidón-. Proteo le recomienda sacrificar unos animales para calmar el espíritu moribundo de Eurídice. Luego observaría Aristeo cómo de las vísceras descompuestas de los animales sacrificados saldrían abejas renacidas volando -el sentido renacedor de las cosas y de la vida en el mito-. El pintor manierista compuso esta escena trágica-bucólica con la belleza manifiesta que más podría crearse en un paisaje renacentista, con la delicadeza además que solo el Manierismo fuera capaz de ofrecer. No hay muerte ahí, verdaderamente, aunque veamos a Eurídice tendida y sin moverse en el suelo arcádico de la obra. No hay drama tampoco, no hay infierno incluso. No está Orfeo -ni nadie- ahí para poder tratar de auxiliarla o salvarla.  Sin embargo, el pintor sí incluye a Orfeo en el cuadro: está él más alejado, hacia la izquierda de la obra, solo y rodeado de animales que escuchan, serenos, sus bellas melodías musicales. Y de ese modo completaría el pintor su sentido metafísico en su bello cuadro manierista, un sentido que sólo este Arte pictórico podía llegar a crear sin algaradas: el de plasmar una serena mirada diferente de las cosas trágicas. Porque las cosas no son estereotipadas ni unidimensionales, no son unilaterales ni tienen una única mirada ni una única realidad. Todo es susceptible de verse siempre de otro modo distinto. Toda historia o leyenda o vida o hecho o visión, pueden ser expuestos siempre de otra forma diferente. Una forma que nos haga pensar de una manera distinta, una que nos haga sentir o ver las cosas de una forma distinta ahora a como nunca antes la hubiésemos visto o sentido.

(Óleo La muerte de Eurídice, entre 1552 y 1571, del pintor manierista Niccolo del Abatte, Museo National Gallery, Londres; Lienzo del pintor renacentista -quattrocentista- Jacopo del Sellaio, Orfeo y Eurídice, 1480, Roterdam, Holanda.)

15 de febrero de 2016

La visión del deseo en el Arte o un misterio tan mitológico como humano.



El retrato en el Arte es una forma de expresión muy personal. Definamos el término retrato: es copiar, dibujando o fotografiando, la imagen real de un ser real determinado. Es copiar una imagen real de algo concreto -un ser humano individual- que, mientras se está llevando a cabo, está dejándose ver...  Siendo consciente el objeto de esa imagen retratada del artífice que está en ese momento -un fotógrafo o un pintor avezado- llevando a cabo el proceso artístico de su retrato. Pero en el Arte a veces eso no sucederá... No sucederá, por ejemplo, cuando el objeto no existe, es decir, cuando solo es una recreación mental o imaginada del artífice, en este caso un pintor o creador artístico que imagina lo retratado. Pero, entonces, en ese caso, ¿qué lo procura? ¿Qué cosa llevará, verdaderamente, a motivar al artífice a realizar algo así?: el deseo.  Pero el deseo, a su vez, puede ser mental o físico. En la mitología antigua fue llevada la expresión del deseo físico a su más elaborado proceso creativo. Entonces el deseo se representaría en la figura más paradigmática de aquella mitología olímpica: el dios supremo griego Zeus. En él se reflejaba o representaba el deseo amoroso más desaforado, más inevitable, más trágico o más humano. Tanto desearía este dios mitológico satisfacer sus deseos eróticos que la literatura posterior grecorromana, la basada en su mitología clásica, llevaría a contar múltiples leyendas de sus fantásticas maquinaciones para acercarse -consumando ese deseo- a las más bellas ninfas o nereidas de los bosques.

Una de esas leyendas contaba la historia de la hermosa ninfa Calisto, que pertenecía al cortejo de la diosa Artemisa, la hermana gemela de Apolo. Para seducir a sus objetos de deseo el dios Zeus se transformaría en otros seres diferentes. La transformación, esa cosa prodigiosa que nos procura a veces alcanzar nuestros deseos. Zeus toma ahora la apariencia del hermano de la diosa, el bello Apolo, y es solo entonces cuando Calisto no rehusaría acompañarle. Apolo y Artemisa eran hermanos gemelos y no se distinguirían demasiado sus detalles físicos. Así consumaría Zeus su deseo y Calisto acabaría encinta del dios. Pero Artemisa no perdonaría traiciones, la expulsaría de su cortejo y la transformaría en un oso hembra para siempre. La historia del Arte se aprovecharía de esta leyenda para hacer distintas versiones de esa afrenta mitológica. A veces claramente representado -retratado- ese deseo y otras con el misterio iconográfico que el Arte sabe hacer de sus historias. El pintor del Renacimiento Giovanni de Niccoló Luteri, más conocido como Dosso Dossi (1490-1542), llevaría el misterio iconográfico de ese deseo a su Arte renacentista más inspirador. Una vez crearía ese misterio en su obra Escena Mitológica, compuesta en el año 1524. Así es como se denomina la obra en la galería donde se encuentra, el Museo Paul Getty de Los Ángeles (California). Esta obra de Arte renacentista es todo un misterio iconográfico porque representa más una alegoría que una escena determinada. Una alegoría: la representación de una cosa que es significada por otra diferente, una que no se ve en la obra claramente.

No hay cosas en la obra de Dosso Dossi para llegar a entender bien qué clase de alegoría podría ser. Por eso sigue siendo un misterio esta maravillosa representación pictórica renacentista. Primeramente, de hallar algún calificativo a esta alegoría, debería ser una alegoría renacentista, porque es el Renacimiento más espléndido, el más significativo, el más colorido o el mejor compuesto para una idea tan renacentista de la vida. Otro calificativo podría ser amor o deseo, es decir, podría ser denominada la obra como una alegoría del deseo o del amor.  Porque no es solo la Belleza lo que está reflejado en la obra. Pero, como en todas las bellezas renacentistas, sin ser ahora un objeto consciente de ser retratado.  Hay otros personajes en la obra que interactúan además con la belleza y esto hace a la belleza muy diferente ahora. Pero, ¿quiénes son esos personajes? ¿Qué hacen ahí? ¿La desean a ella, desean esa belleza? En otras escenas de parecido contraste los personajes que rodean la Belleza sí la desean claramente. Pero aquí no. Ni siquiera el dios Pan -ser mitad hombre y mitad bestia- está ahí para desearla. Este dios griego es asociado a la fertilidad más bestial, tal vez por eso está ahora ahí...  Están también otros personajes femeninos, uno es benefactor de la Belleza, protector de ella, que con sus manos muestra aquí un gesto reconocido de grandeza. El otro personaje femenino es un misterio indescifrable, aunque parezca ser la diosa Artemisa, gemela del dios Apolo intercambiable. Arriba a la izquierda los alados diosecillos del amor señalan ahora el sentido más erótico de la escena. 

Y, luego, está la Belleza... ¿Pero quién es ella, es Venus, es Calisto, o es alguna ninfa mitológica cualquiera? Ahora es aquí el objeto de deseo. El sentido de todo deseo retratado en la obra, sea mental o físico. Porque tanto el amor representado -Eros- como la divinidad más elogiosa -Artemisa-, tanto la virtud humana -la vieja protectora- como el anhelo más brutal -Pan-, están ahora todos ellos ahí para justificar esa Belleza. Todo está aquí representado por ella, por la Belleza más deseosa, la más perfecta, la más indefensa también... Cuatro años más tarde el mismo pintor compuso su otra obra Diana y Calisto. Diana es la diosa Artemisa romana. Aquí el título del cuadro despeja toda elucubración interpretativa: ahora es la ninfa Calisto la retratada. Ella es la hermosa joven despreciada por Artemisa y representada aquí desnuda y dormida. Diana señala hacia arriba, donde Zeus mora en sus dominios olímpicos, indicando así a este dios como el único responsable de esa fertilidad furtiva. Al fondo veremos la silueta de una ciudad en la ladera, la misma ciudadela que pinta el pintor en ambas obras de Arte. Rasgos similares que nos llevan a pensar en la misma leyenda mitológica, aunque la obra anterior no mencionase a Diana ni a Calisto. 

Es la imagen del deseo el sentido alegórico de este artículo. Es la idea del deseo más bien, algo que, como todos los deseos ocultos, no es nunca realmente retratado. Es decir, no es posible representar el deseo más desgarrador sin la anuencia del objeto retratado. Porque el deseo -el más inconfesable- es siempre recreado en la mente furtiva del autor de ese deseo. Y entonces éste puede pintar lo que quiera -lo que desea-, no lo que está ahí, sino lo que no está ahora ante él siendo... Sólo lo que imagina el autor, lo que solo puede él distorsionar con el misterio o con el deseo o con el gesto sublime de Belleza.

El Realismo en el Arte fue tiempo después un contrapunto del Renacimiento.  Un contrapunto que estaría casi siempre expresado por la sorpresa de lo representado, porque es expresado a veces como un hecho vergonzoso y, por tanto, como un acto cifrado o como un alarde estético cuyo realismo no estaría en qué hacen los personajes sino qué representan simbólicamente. El pintor francés Évariste Vital Luminais (1821-1896) llevaría su Academicismo estilístico perfecto a representar realidades de la vida o de la historia. En su obra El rapto vemos una escena de deseo también. Aquí se representa el gesto poderoso de un atropello violento por poseer el objeto de deseo. La obra es realista y confusa a la vez. ¿Cómo es posible atrapar a caballo un cuerpo desde el lado opuesto al brazo que el raptor utiliza ahora para llevarlo? Es imposible, o tuvo la ayuda de alguien o ella se dejaría montar... Es ahora la belleza de la escena -a diferencia de la obra renacentista- lo que primará en la obra. El Academicismo comprende equilibrio y proporción, por eso el cruce de dos figuras desnudas sobre la montura lleva ahora en la obra su mejor composición artística. Pocos años antes el pintor argentino Ernesto Sívori (1847-1918), otro pintor realista, plasmaría una impactante escena desnuda y solitaria. Ahora pasamos a un único personaje frente a varios en el Renacimiento o a dos en el Academicismo. En el realismo de Sívori vemos ahora a una mujer descuidada mirada desde la menor sensación clásica de un retrato de Belleza. Está ella levantándose desnuda al despertarse sola en su dormitorio. Una imagen desnuda pero muy diferente a la de aquella hermosa ninfa mitológica de antes. Porque ahora no es aquí la Belleza física sino solo el deseo mental. La vida, su estética y las ideaciones del deseo habían cambiado mucho desde el siglo XVI al XIX. Ahora, en pleno siglo XIX, no se necesitaría a nadie más para exacerbar el deseo, solo al propio y único objeto de deseo, aunque transformado por completo de toda aquella Belleza clásica. Porque no se necesita mostrar ahora una belleza ideal o perfecta, solo la realidad de una solitaria y sugerente escena sorprendente y erótica. Pero todo esto es así para nosotros, no para ella... Una modelo ajena a toda esa belleza que ahora pueda inspirar. Esta es la escena sugestiva y furtiva -no retratada- para representar ahora el deseo..., el mental, no el físico, aunque también ahora, al igual que en el Renacimiento, un deseo tan confuso como misterioso...

(Óleo Escena Mitológica, 1524, Dosso Dossi, Museo Paul Getty; Lienzo Diana y Calisto, 1528, del pintor renacentista Dosso Dossi, Galería Borghese, Roma; Cuadro del pintor Évariste Vital Luminais, 1890, El rapto, Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires; Lienzo del pintor argentino Ernesto Sívori, El despertar de la criada, 1887, Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires.)

5 de febrero de 2016

El Manierismo, la única tendencia que comprendió lo que, realmente, es el Arte.



Sólo con la perspectiva del tiempo se llegan a entender la historia, la vida, la sociedad y el Arte. Han tenido que relevarse tendencias, estilos, técnicas o modos de crear para que ahora, desde una sociedad totalmente conquistada y dominada por la imagen, podamos evaluar con sosiego, desapasionadamente, sin interés parcial de ningún tipo, el verdadero sentido artístico de lo que se entiende por Arte. Porque -entendido aquí solo el Arte Pictórico- ¿para qué y por qué comenzaría el Arte? Probablemente, no hayamos valorado lo bastante el hecho de que la Edad Media en Europa subestimó el Arte; es decir, no voy a decir que lo ignorara o rehuyera, pero sí que lo marginó como lo contrario a una manifestación iconográfica cultural extraordinaria. La religión cristiana en Europa, Roma concretamente, determinaría la cultura de la época y, por tanto, establecería sus medios para transmitirla. Sin embargo luego, cuando el Renacimiento revoluciona la cultura y toda manifestación artística, la Iglesia católica fomentaría, admiraría y transformaría el sentido iconológico de la imagen como un gran medio comunicador. Es a partir de entonces cuando se acelera el proceso, no es que naciera entonces el Arte sino que se aceleró y, en consecuencia, evolucionaría extraordinariamente. 

El Arte europeo occidental tuvo al principio una utilidad social y evangélica, aristocrática luego y, finalmente, burguesa. Al principio de su evolución estética más significativa, en el siglo XIII, los artistas se dejarían llevar por una iconografía bizantina adaptada a los gustos regionales o locales. Hasta ese momento la única cultura transfronteriza en Europa fue la arquitectura y las artes decorativas. Las grandes rutas europeas, como lo fuera el camino de Santiago, contribuyeron a prodigar ese tipo de arte medieval por toda Europa. Pero entonces toda esa decoración, maravillosa, románica, mudéjar y medieval de los siglos IX, X, XI, ¿qué pasó con ella, por qué no progresó? Porque entonces una tendencia artística religiosa y monacal, el Cister, acabaría radicalmente con cualquier evolución artística. El Arte cisterciense fomentaría la austeridad, el minimalismo decorativo, los muros vacíos de imágenes, los arcos desnudos, altos y bellos pero sin adorno alguno. Y esto contribuyó a que la sociedad y la Iglesia mantuviesen sin evolucionar ni desarrollar el Arte europeo. Porque el Arte existía por entonces, pero tímidamente, sin experimentar y sin encontrar un público que lo demandara especialmente. Cuando tiempo después, en el siglo XIV, empezara a evolucionar poco a poco, el Arte descubriría en lo piadoso el único sentido de ser y pintaría entonces solo seres sagrados, demasiados alejados de lo terrenal del mundo. Y se pintarían además las figuras planas, sin perspectiva, como se habían hecho siempre antes en las paredes medievales de los templos. También con las mismas formas tan poco naturales que acabarían justificándose en una obra artística. Pero el Renacimiento acabaría pronto con toda esa lentitud de siglos en el desarrollo de la evolución artística.

Los pintores en el siglo XV proliferaron tanto como el propio desarrollo que tuvo el Arte. Las demandas de obras se ampliaron a otros estamentos aparte de la Iglesia. Por entonces la aristocracia superó o igualó a la Iglesia en utilizar imágenes de Arte para satisfacer ahora otras cosas: el gusto, el placer, la vanidad o el prestigio social. Porque la Iglesia lo hacía para evangelizar, para comunicar la doctrina y lo sagrado a sus fieles. Pero los magnates italianos, los primeros aristócratas en hacerlo, lo hicieron para demostrar lo importante que ellos eran, decorando ahora sus palacios con la bella estética menos sagrada, o nada sagrada, que los pintores comenzaron a expresar en sus lienzos. Y, entonces, ¿qué pintar ahora exactamente? Pues retratos o grandes hazañas épicas, historias o leyendas atrevidas también, donde ahora pudieran divisarse, por ejemplo, los cuerpos desnudos de una dama o de una diosa.  Y entonces, cuando lo creado en un lienzo empezó a estar más cercano a lo terrenal, a personajes humanos, no tanto sagrados, a seres que, como nosotros, vivían, sentían y reflejaban lo que éramos, el Arte quiso representarlos de forma cada vez más natural, como la vida real les mostraba a sus ojos el mundo que veían.

El clasicismo grecorromano, descubierto en las ruinas romanas de aquellos años -siglos XV y XVI- conservado en esculturas de mármol -lo más duradero-, reflejaba ahora la belleza realista más maravillosa que se hubiera visto nunca. Se podía conquistar ya la belleza. Y amarla también, admirando esas obras inmortales tan perfectas. La escultura floreció en Italia entonces deseosa de recordar aquella belleza clásica. Pero la Pintura pronto comprendería que había venido también a hacer lo mismo: reflejar o reproducir la belleza tal como era en la naturaleza. Con sus dimensiones y su perspectiva natural, aun dentro de la bidimensionalidad limitada de un lienzo. Y los que mejores lo hicieran mejores pintores serían. Sin embargo, algo sucedió a partir de la tercera década del siglo XVI. ¿Fue la evolución del Arte? Pero, ¿cómo se podía evolucionar volviendo a lo de antes, al alejamiento del modelo real, del más natural o del reproducido fielmente en un lienzo? ¿Por qué sucedió eso? El Manierismo es de las pocas tendencias que más misterio, si lo pensamos bien, encierran en la historia del Arte europeo. Consiguió llevar a cabo la mayor evolución a la que el Arte podía llegar, al mayor límite. Pero, lo hizo antes de tiempo. Se anticipó. Y por eso murió, detestado, atropellado o incomprendido. Pero, sin embargo, el Arte útil, el icónico más funcional, o el ideológico, no habían acabado aún de cumplir sus necesidades sociales, políticas o religiosas.

El Barroco fue la más completa justificación del Arte para ello, cumplió su función de comunicación social como ninguna otra tendencia lo hubiese hecho. Porque duró además unos ciento cincuenta años. El Manierismo, a cambio, tan sólo duraría unos cincuenta. Luego, siglos después, el Arte sería utilizado como medio de comunicación por la sociedad burguesa o por la revolucionaria...  Y para comunicar bien hace falta que la imagen sea comprensible a todos. Así que, si lo pensamos bien, y salvo el Arte Moderno, la única tendencia artística de la historia que nunca sirvió para transmitir otra cosa que belleza fue el Manierismo. Sólo belleza, nada más que belleza. Es decir, en el Manierismo no hay otra cosa más que belleza artística: no hay mensaje verdaderamente, no hay salvación, no hay denuncia, no hay pasión, no hay leyenda, incluso, que se entienda bien, no hay ahí nada más que Arte y Belleza... Cuando el pintor Niccoló dell Abbate (1510-1571) se trasladó a Bolonia en el año 1547 desde su Módena natal, descubriría el gusto de esta ciudad italiana por la mitología, el amor cortés y los paisajes sosegados. Pero, luego se marcharía a Francia en el año 1552 para decorar grandes palacios en Fontainebleau. Más belleza todavía, aunque desconsagrada del todo y sin demasiados alardes intelectuales. Y pintaría el artista italiano entonces cómo el propio Arte habría ya evolucionado, en los años centrales del siglo XVI, cuando el Manierismo no era ni una tendencia siquiera, tan sólo la única forma renacentista de pintar con belleza.

En el año 1555, aproximadamente, Abbate crea su obra La Contención de Escipión. La historia latina había contado, en parte leyenda y en parte verdad, cómo el gran general romano Escipión el Africano, el mayor estratega de Roma, se contuvo una vez ante la belleza hispana de una hermosa cautiva enemiga de Roma. La grandeza y nobleza de Escipión fue cantada por los poetas antiguos y medievales, y llevada luego a una de las leyendas más heroicas, excelsas y ejemplares de la Antigüedad. En el Arte se había pintado esta leyenda romana con todas sus tendencias. Aquí incluyo, además de la obra manierista de Abbate, otra obra pintada cien años después,  la del barroco -muy clasicista- Nicolas Poussin. Esta última nos permite visionar mejor la historia -o la leyenda- y observar cómo Escipión es saludado por el futuro esposo de la cautiva, la bella joven hispana que él rehusó tomar como concubina. Sabremos distinguir en la obra barroca dónde están los personajes, quiénes pueden ser y, sobre todo, qué tipo de escena estamos viendo. Pero, ¿y en la obra de Niccolo dell Abbate? ¿Cómo podemos saber todo eso? ¿Pero, saber el qué? Porque en el Manierismo no hará falta saber nada. ¿Hay Belleza ahí? Sí. Pues ya está, eso es todo. Eso es todo lo que hay que saber para admirarlo.

(Lienzo Manierista del pintor italiano Niccolo dell Abbate, La Contención de Escipión, 1555, Museo del Louvre, París; Óleo clasicista del pintor barroco francés Nicolas Poussin, La Contención de Escipión, 1640, Museo Pushkin, Moscú.)