24 de junio de 2016

Alcanzar a ver solo lo importante, lo esencial, dejando afuera el pánico o la amenaza.



Uno de los pintores más desconocidos de la historia del barroco holandés lo fue Caesar van Everdingen (1616-1678). Pertenecía al llamado Academicismo de Haarlem, una tendencia artística que ajustaba su estilo al más estricto proceder según las normas clásicas y correctas de pintar. Pero componer una creación artística no es sólo realizar una obra perfecta según criterios clásicos sino incluir algo más, en este caso un mensaje emocional que llegue al observador de la obra. En Everdingen admiramos sus creaciones de sutil belleza barroca pero también de algo más. Para percibir esas otras cosas he elegido esta obra suya del año 1640, Pan y Siringa. La mitología griega nos cuenta la leyenda de Siringa, pero al dios Pan lo conocemos algo más, era un dios brutal de la cosecha y la fecundidad. Siringa era una joven y bella ninfa de los bosques de la Arcadia, región mítica de la Antigüedad griega donde la vida era plácida, bella e ingenua. Siringa era una hábil cazadora que recorría rauda sus prados disfrutando con su arco los paisajes boscosos de su región idílica. Pero, una vez, cuando caminaba segura cerca del mítico río Ladón, el temible Pan la perseguiría deseoso y lascivo con intención de conseguirla... Entonces Siringa, asustada, elige entrar en el río antes que caer bajo las fauces del libidinoso fauno. La leyenda cuenta cómo ella fue transformada por los dioses para salvarla en un cañaveral. Con la bella música producida por ese cambio sustancial el dios Pan se hizo una flauta con una de sus cañas. Aunque era el dios de la fecundidad, de los rebaños y de los pastores, no eran estos los únicos rasgos que determinaban su personalidad mítica. Pan era un dios curioso pues representaba la fecundidad más necesitada a la vez que la sexualidad más brutal. Toda esa voluptuosidad añadida a su aspecto físico le daban un cariz aterrador.

El sonido de su voz hacía helar el corazón de cualquiera que lo escuchara. De esa particularidad surgiría luego en la cultura occidental el conocido término pánico. Y este relato mitológico lo plasmarían en sus cuadros muchos pintores de la historia. Siempre pintando a la ninfa compungida y temerosa y a Pan bestial y decidido. Pero, sin embargo, nunca había sido creada una obra de Arte sobre esta leyenda donde se viera solo a Siringa. Porque en la obra de Everdingen sólo es ella a la que se ve. Solo a ella vemos temerosa, mirando hacia atrás, justo en el momento de entrar al río para salvarse. Pero en ninguna parte veremos al temido y fiero Pan de la leyenda. No está ahora lo alarmante, ni lo fiero, ni lo terrible en este lienzo barroco. No hay en el universo artístico del lienzo nada que origine físicamente ningún pánico. Un espacio vital éste además -el delimitado por el cuadro- que representa siempre el sentido completo de una obra de Arte. Y esta es ahora aquí la mayor genialidad de la obra barroca de Arte holandesa. Esa fue la particularidad emocional que el pintor Everdingen consiguió con su creación artística barroca. Y en este caso podremos imaginar lo que queramos imaginar de Siringa: que huye de un animal, de un enemigo, que escapa de un acosador infame o que corre lejos dejando atrás un miedo irrefrenable. Hay que explicar que el dios Pan no representaba exactamente a un ser violento, infame o a un acosador execrable. No, no lo era, aunque lo parezca. Y este es un matiz muy importante que hay que señalar de este personaje mitológico para poder entender esta iconografía.

Pero, sin embargo, todo eso no lo sabría por entonces Siringa...   Sólo algunos escritores y pintores a lo largo de la historia, pero sobre todo durante el Barroco, hicieron de Pan un personaje diferente al terrorífico ser brutal que pareciera ser antes y se representase. Hicieron de Pan los pintores del Barroco, a cambio de los del Renacimiento, un ser tímidamente deseoso además de un ser desafortunado por el hecho de tener ese aspecto tan grotesco. Lo importante de la obra de Everdingen es cómo el pintor consigue llegar a todos los que vemos la obra para preguntarnos ahora: ¿de qué huye ella, a qué teme la joven del cuadro? Porque el autor holandés no quiso aclararlo. Él no lo expresaría en su obra como otros artistas, clara o sesgadamente, sí lo hicieron en las suyas. Pero aquí no, aquí el pintor de las pinturas correctas del barroco clásico holandés no hace otra cosa más que ocultar el objeto real causa de esa huida o de ese miedo. Solo veremos a la ágil ninfa correr ahora hacia el río de su perdición, pero no veremos la causa de esa perdición, algo tan solo visto, sin embargo, por ella. Miremos donde miremos no está el motivo del horror o del pánico en el universo creativo que determina la obra. Sólo ahora está en nuestra capacidad de abstraer o de pensar o de sospechar -para los que conocen la leyenda- en la figura monstruosa del posible perseguidor infame. Pero nada más. Como en la propia vida humana, como en las emociones desatadas de la propia vida humana, la causa real o lo verdaderamente importante es a veces solo una amenaza imaginada y no real. Este es aquí el mensaje salvador y no el río despiadado... Como el genial pintor barroco dejara, sin embargo, sin pintar en su obra.

(Óleo del pintor holandés Caesar van Everdingen, Pan y Siringa, 1640, Museo Nacional de Ámsterdam, Rijksmuseum, Holanda.)


6 de junio de 2016

Cuando no es belleza todavía, cuando es justo lo que se da antes, cuando no se ha desvelado aún.



Lo misterioso o lo enigmático es justo lo que se da antes de la belleza. Nunca es lo que sigue a la belleza, luego de que ésta se manifieste primorosa. El misterio es justo lo que se percibe antes de transformarse en belleza, es también lo que antes se haya dado en el interior del que mira luego fascinado su encuadre. Solo después de todo eso es cuando será descubierta la belleza, lo que admiraremos sin recordar ya nada de todo aquel misterio de antes. Porque antes de elaborarse la belleza los ojos no la verán sino velada apenas. Por esto esa mirada anticipada puede entonces provocar incluso otras cosas que ahora confundan, divaguen o, tal vez, imaginen su promesa. Y nos obliguen a completarla con el pensamiento más que con el deseo o alguna vaga sensación emocional. También con el horizonte brumoso de lo posible por no ser aún definitiva, o con lo incierto por no ser del todo comprendida, o con lo vagamente hermoso por no ser bello todavía, o con lo sublime apenas por no ser aún reconocida. Porque entonces es aún solo un mero símbolo de belleza, un pequeño esbozo de lo por acontecer para poder llegar luego así, por fin, a ser grandiosamente descubierta.

Cuando el pintor francés Ingres descubriese en su academia parisina al dominicano -nacido en la República Dominicana cuando fue francesa durante pocos años- Théodore Chassériau (1819-1856), diría de él que sería el Napoleón de la Pintura. Tal habilidad para el dibujo y para plasmar belleza en un lienzo tendría aquel su prodigioso alumno. Pero años después, cuando Chassériau descubriese la pintura fascinante del romántico Delacroix, entendería entonces el pintor dominicano que el Arte podía y debía ser otra cosa muy diferente a lo de antes... Y entonces el maestro Ingres se indignaría y defraudaría con el rebelde Chassériau. Para cuando futuros pintores simbolistas vieron la obra de Chassériau empezaron a comprender qué era exactamente lo que ellos más sentirían ahora de lo bello en el Arte: justo lo que existe antes de llegar a esa belleza chassériauana...  Lucien Levy-Dhurmer (1865-1953) fue uno de esos pintores simbolistas que mejor entendieron cómo llegar a conseguir ese momento anterior a la belleza. Un momento estético que no desvelaría aún la Belleza, donde ésta tan solo existiría ahora apenas meramente. Es decir, que existe la Belleza pero solo apenas percibida con cosas ahora que la condicionan o la hacen transgredir fronteras estéticas, unos límites artísticos que alcanzarían luego, tal vez, a rozarla, pero nunca a poseerla.

Para preguntarse también uno mismo -el ser que la ve ahora sorprendido-: ¿para qué entonces la Belleza así, sin percibir del todo? ¿Por qué está la Belleza ahora así, tan desvalida o desposeída de su esencia? El Simbolismo fue una tendencia artística del Arte del siglo XIX reflejada tanto en el Arte pictórico como en la literatura, en la decoración o en el diseño. Tuvo hasta su propia filosofía esotérica. Por aquellos años simbolistas el escritor francés Péladan (1858-1918) se alzaría por encima de los convencionalismos y la sociedad materialista y se erigiría entonces en defensor de la belleza más zaherida.  Con su atrabiliaria personalidad extravagante, buscaría Péladan en el Arte la justificación de su pensamiento esotérico. Adoraría al compositor Wagner, a Leonardo Da Vinci, al pintor Levy-Dhurmer...  De la obra pictórica El Silencio, el escritor Péladan trataría de describir el enigmático semblante oculto ahora por unos dedos misteriosos y un velo renacentista. ¿Qué nos está transmitiendo ese semblante semi-oculto de la obra de Levy-Dhurmer? ¿Por qué la mirada de la modelo no la desvía el pintor, siendo de las pocas obras que no desvían una mirada así, tan enigmática o misteriosa? Porque la mirada no debe nunca dirigirse fijamente al espectador si se ocultan ahora cosas, como hace el Simbolismo casi siempre en sus obras misteriosas. Pero el pintor simbolista la mantiene ahora fijada hacia nosotros. Sitúa el pintor dos dedos del personaje entre sus ojos para poder así contrarrestar ese efecto tan confuso o para ocultar otros...   En la obra simbolista Desnudo reclinado -que no he podido certificar su autor ni fecha de creación- vemos cómo la belleza -que está claramente expresada- no está, sin embargo, del todo desvelada... La luz poderosa y radiante del fondo tratará de iluminarla sin tapujos. Pero la belleza se inclinará ahora, sin embargo, ante la luz. Y no es que esa luz tan poderosa nos ayude ahora a vislumbrar mejor esa belleza. No, lo que se obtiene con esa fuerte luz iridiscente es apenas aquí, sin embargo, todo un esbozo oculto de belleza.  

(Obra al pastel del pintor simbolista Lucien Levy-Dhurmer, El Silencio, 1895, Museo de Orsay, París; Cuadro al pastel del mismo pintor Levy-Dhurmer, Eva, 1896, Colección Michel Perinet, París; Obra del pintor Lucien Levy-Dhurmer, Desnudo reclinado, 1897 -dudosa autoría y/o fecha-; Obra de Levy-Dhurmer, Nocturno en Bósforo, 1897; Óleo del pintor Theodore Chassériau, Susana la casta, 1839, Museo del Louvre, París.)