29 de septiembre de 2016

Lo importante no es hacer, es volver a hacer; lo importante no es amar, es volver a amar...



Cuando los judíos seguidores de Moisés rechazaron la ley que éste les entregara en el Sinaí como reflejo sagrado de una alianza con su dios, el elegido pueblo hebreo dio la espalda entonces a la ley, rompió esa alianza y Moisés rompería esa ley. Y la rompió Moisés entonces no para dejarles sin ninguna, no; la rompió para, con sus trozos, construir ahora otra nueva ley. Pero, sin embargo, esta ruptura fue positiva ya que así permitiría crear otra nueva alianza con ella. De hecho, los judíos no dejaron de romper la ley con sus críticas, sus comentarios incesantes o el cuestionamiento de su aplicación. Los judíos no se conformaron entonces con una simple -única- lectura de la ley, sino con una re-lectura continua. Porque lo importante no es leer, sino releer; no es hacer, sino hacer una y otra vez; lo importante no es amar, sino volver a amar...

La historia de la relación de Vincent van Gogh (1853-1890) con el Arte es la historia de una ruptura y un volver a hacer constantemente, también con su atormentada vida, hasta el final. Los inicios del pintor holandés en el Arte son oscuros, como su propio estilo de pintura inicial lo fuera. Nunca se planteó él verdaderamente pintar. Quiso ser otra cosa, o no supo realmente qué ser. Dibujar sí dibujaba desde pequeño, pero como una afición, como un desahogo o como una actividad secundaria. Su relación con el Arte fue muy temprana, sin embargo, ya que comenzaría a trabajar en una galería de Arte que comerciaba cuadros holandeses con clientes europeos. En el año 1873, con veinte años, viaja a Londres como agente de la galería y entonces allí, en una pensión londinense, descubriría por primera vez el duro y amargo desazón del amor juvenil. Dos años después viaja a París y descubre el maravilloso color de las pinturas impresionistas. Vuelve a Londres y se refugia ahora en la religión y en la Biblia. En el año 1877 regresa a Holanda y, dos años más tarde, trabaja como misionero en las duras y difíciles regiones mineras de Flandes. Allí se enfrentaría consigo mismo y con su sentido más radical de la vida. Fracasa en su misión evangélica y, aconsejado por su hermano Theo, comienza a pintar. Sus primeras composiciones artísticas las realiza a los veintiocho años, en el año 1881. En solo nueve años, verdaderamente, van Gogh compuso la mayor y más extraordinaria obra de Arte jamás habida en la historia artística contemporánea.

En la obra pictórica de van Gogh hay un impulso por conseguir acercarse un poco más cada vez al prurito decepcionante de la vida. Él, como todos los seres aventajados en traspasar las fronteras de lo consciente, sabría que tendría que tratar de hacerlo con su Arte, a pesar de sospechar, inevitablemente, que sus intentos transgresores tan solo servirían para dilatar, un poco más cada vez, el final de un sin-sentido vital insuficiente. Su producción artística se incrementaría notablemente en el año 1885, realizando muchas obras en ese y en los siguientes años, hasta el fatídico 29 de julio de 1890. En el año 1885 realizaría en Holanda su creación Los comedores de patatas, una de sus primeras obras importantes. Su necesidad de reflejar lo mismo que se siente cuando se viven las cosas que los demás viven, le hará pintar esas mismas cosas de una forma que, ahora, reflejaría más incluso lo que él mismo siente que lo que sienten los demás. Aun así, no desentonaría nada en el reflejo veraz y artístico de lo que él haría o representaba.  Sin embargo, no llegaría nunca a ser -ni a hacer- lo que él anhelase verdaderamente con su vida. En el año 1886 llega a París de nuevo, luego de once años después de haberla conocido antes. Pero ahora solo ya como un pintor, como un fiel amante convencido del único amor que él necesitaba.

Y en el París más impresionista y neoimpresionista del mundo descubre otros genios y otras formas de Arte. Y entonces retrata personas más que paisajes o cosas. Y tratará de encontrar el alma perdida de las cosas -¿la suya, la del mundo?-, incapaz de haberla hallado nunca antes. Pero, no. Aún no. Y entonces viajará al sur de Francia y descubrirá la luz. Y brillará con su alma torcida pero deseosa de atrapar otra vez la vida. Inútilmente. Pero no, aún no. Y se revuelve en sí mismo y en su decepción ingrata. Y luego regresará a París, y, por fin, llegará luego a Auvers-sur-Oise, al norte de la capital francesa. Y ahí, entre los tibios paisajes desolados, descubrirá la falta total de su sentido artístico y existencial. Y no hace aún, sin embargo, otra cosa más que fijar ese sin sentido denodadamente entre los trazos desesperados que plasma ahora un artista perdido. ¿Pero, qué son esos trazos desmoralizados entre las maravillosas composiciones de aquel año 1890, el terrible año final de su malograda vida? ¿No hay ahí como una revelación, como un descubrimiento maravilloso fatalmente intuido? ¿No es ahora más que el final de aquel hacerse él mismo a sí mismo, algo que, como todos los demás, terminaría por buscar él anheloso sin saberlo? La hija del dueño de la pensión Ravoux, el lugar donde se alojaba van Gogh aquel verano del año 1890 en Auvers-sur-Oise, llegaría a relatar la muerte del gran genio del Arte:

"Como todos los días, Vincent van Gogh volvía al mediodía para almorzar y descansar de su larga jornada de trabajo. Pero aquella tarde volvió a salir. Y a la hora de la cena no regresaría, algo extraño porque no lo había hecho nunca, ya que se acostaba muy temprano para madrugar pronto. Hacía calor y nos sentamos a la puerta de la pensión. Entonces lo vimos, vimos la figura de un hombre tambaleándose, caminando como embriagado. Era van Gogh, que, con su cuerpo agachado y turbado, se dirigía hacia nosotros lentamente. Al llegar a la puerta le pregunté ¿señor Vincent, qué le ha pasado? Ah, nada, que me he herido. Siguió hacia dentro y subió a su habitación. Entonces le oímos gemir y mi madre instó a mi padre a que lo viese. ¿Qué le pasa?, le preguntó mi padre. Se volvió y le enseñó una herida oscurecida y ensangrentada en el vientre. ¿Pero, qué ha hecho? Me he disparado un tiro, esperemos que no haya fallado."

Luego llamaron al doctor Gachet y éste comprobaría la dificultad de extraer la bala. Decide entonces esperar a ver los resultados de la herida. El pintor se encuentra tranquilo y sin dolor, y pide permiso al doctor para fumar su pipa. Éste accede y le dice que espera salvarlo. Pero van Gogh le responde: Entonces lo volveré a intentar. ¿Qué habría conseguido hacer o padecer el genial creador holandés para llegar a pensar de ese terrible modo? Su obra. Su repetida, obsesiva, anhelante y desesperada obra. Y lo volvió a intentar, pero ya no pudo más. De aquella sensación tan profunda para un ser tan especial quedarán sus últimos trazos artísticos, cargados ahora de un impulso vagamente eterno. Ya no hay nada más para entenderlo, tan solo el color desestructurado y maravilloso del entorno limitado y completo de su obra. Todos los trazos estarán ahí, sosteniendo, en cada tono y pincelada, el resto de los otros, de todos los demás, de los deslavazados y de los que no. Y todo ello para tratar de comprender por qué se encuentran ahí, aprisionados, esos trazos relacionados ahora sin otra cosa más que con ellos mismos. Para justificar entonces el porqué existen o el porqué viven o el porqué hacen lo que hacen así, en sus obras. Como el sin sentido de algunos seres y de sus emociones, como el regresar de nuevo hacia la duda o como el rehacer la vida en cada caso.

(Óleos pictóricos todos de Vincent van Gogh: Primeros pasos, después de Millet, 1890, Museo Metropolitan, Nueva York; Muchacha en la carretera, 1882, Museo Flora, Suiza; Campo de amapolas, 1890, Gemeentemuseum D.H., La Haya; Puesta de sol en Montmayour, 1888, Museo van Gogh, Amsterdam; Comedores de patatas, 1885, Museo van Gogh, Amsterdam; Vista de Amsterdam desde la estación central, 1885, Fundación Boer, Amsterdam; El jardín del doctor Gachet en Auvers, 1890, Museo de Orsay, París; Ramo de flores en un florero, 1890, Museo Metropolitan, Nueva York.)

21 de septiembre de 2016

El creador frente al mundo o la expresividad artística como un ejercicio existencial y poderoso.







Uno de los pintores españoles más desconocidos de la historia lo fue el madrileño Luis Paret y Alcázar (1746-1799). Seguidor pasional de la pintura francesa del Rococó, lucharía artísticamente durante toda su vida contra la reaccionaria -para él- tendencia contraria neoclásica. Pero, a diferencia de la frivolidad y superficialidad galante que el Rococó inspirase en el siglo XVIII, Luis Paret trataría de transmitir, a partir de su enfrentamiento con la injusta sociedad de su tiempo, una fuerza muy expresiva con sus obras innovadoras, tanto como lo sería un siglo y medio después el expresionismo sugestivo de principios del siglo XX. Qué otra cosa pueden hacer algunos creadores pictóricos que utilizar sus composiciones para transmitir un mensaje simbólico, ese que ellos piensen salvador de su existencia..., también la de los otros. En el año 1775 el pintor Luis Paret y Alcázar fue exiliado a la isla caribeña de Puerto Rico a causa de su implicación en un affaire de la corte española -un pseudo proxenetismo privado a favor del hermano menor del rey Carlos III-, lugar  en donde viviría el pintor durante tres años. Al regresar a España le impiden residir a menos de doscientos cincuenta kilómetros de Madrid. Entonces el pintor decide vivir y componer en Bilbao hasta el año 1788 cuando se le autoriza poder regresar, por fin, a la corte madrileña. 

En Bilbao realiza su obra sobre cobre La circunspección de Diógenes. La lleva a cabo para acceder a la prestigiosa Academia de Arte de San Fernando. Gracias a su original obra es aceptado como académico en el año 1780, cuando aún no podía regresar a la corte madrileña. Pero el pintor, sabedor de la bondad del Arte para alcanzar el mérito que la vida no le permitiera, realizaría la pintura más impresionante, alegórica y auto-terapéutica que él pudiera concebir. Diógenes de Sínope fue un pensador y sabio filósofo griego contemporáneo de Platón y Alejandro Magno. Pero, al igual que el pintor Paret el filósofo griego sería exiliado también de su ciudad por motivos tan o igual de inconfesables. Al parecer junto a su padre Diógenes acuñaría monedas falsas sin ningún pudor ni reserva. La semejanza de ambos casos radica en el sentido moralizador, transformador o salvador que tuvo en sus vidas luego el acto recriminable. En el primero, el pintor Paret llevaría a cabo a partir de su exilio las mejores producciones artísticas de su vida; en el segundo Diógenes, a partir de su condena, acabaría siendo uno de los más significativos representantes de la escuela de filosofía cínica ateniense.

En la extraordinaria obra de Luis Paret vemos una escena alegórica, por supuesto, pero a la vez vemos una fascinante muestra de Arte de muy difícil precisión estilística. ¿Qué es eso? ¿Rococó? No del todo. ¿Barroco trasnochado? Tampoco. ¿Prerromanticismo? En absoluto. Fue premiada la obra por la Academia de San Fernando porque es imposible no valorar artísticamente algo así. La composición, las diferentes partes engranadas de la obra, las figuras relacionadas, el color aparentemente desgarbado o desperdigado, todo representaba la dificultad de crear algo así y, a la vez, no dejar de ser una grandísima obra maestra de Arte. Es decir, de estar todo en la obra muy bien pintado, con los complicados torcimientos de esos pliegues clásicos o con la imaginación tan desbordante para disfrazar y añadir elementos tan dispares, o con la sutil elección de la noche y su tenebrosidad -metáfora de la vida oscura y misteriosa- o con la fuerza de la figura principal -Diógenes- representada ahora así, sentada, con túnica azul y leyendo un libro. Personaje principal que no lo es por ser las otras figuras secundarias sino por serlo él en sí mismo, por su autosuficiencia o circunspección intelectual -igual le dan a Diógenes los alardes mundanos, las estrafalarias diversiones o las cosas de este mundo para no dejar de ser él quien es y hacer lo que hace-. Pero como en Luis Paret, al igual que su propia vida -el pintor finalizaría su existencia pobre y olvidado-, el mundo a finales del siglo XVIII no iba ya por esa forma de crear o de componer obras de Arte. Y el Clasicismo y el Romanticismo, dos cosas que Paret utilizaría distorsionadas en su obra, acabarían por triunfar claramente en el mundo y en sus formas de expresarlo. 

Cuando el pintor francés -de origen flamenco- Nicolas Tassaert (1800-1874) quisiera triunfar con sus obras en la exigente -mucho más que la española- Academia de Arte francesa, o incluso en otras instituciones oficiales -algo imprescindible entonces para vivir del Arte-, se encontraría con que ninguno de sus cuadros fuera apoyado o premiado por las altas instancias artísticas de Francia. Y esto le llevaría a tratar de sobrevivir de otra forma, como grabador o como litógrafo. Sin embargo, Tassaert fue un pintor que llegaría a crear lienzos bellísimos, obras que ofrecían un compendio artístico de todas las grandes y maravillosas tendencias que habían habido en la historia. Admirador del gran pintor renacentista Correggio (1489-1534), llega a componer la obra Violación de Europa a mediados del siglo XIX con las mismas trazas artísticas que Correggio llevase siglos antes con su obra Júpiter e Ío del año 1532. Porque, en el Renacimiento, Correggio alcanzaría a experimentar con lo clásico y con lo luminoso pero, también, con lo fantástico y lo emocional. En su obra Júpiter e Ío el dios Júpiter -Zeus- abraza a la bella ninfa Ío transformándose aquél en una sutil densa nube oscurecida. Y vemos la mano divina y nebulosa acercándose ahora al cuerpo desnudo de Ío a la vez que vemos el rostro del dios poderoso apenas contrastado claramente. 

Así mismo como Correggio hiciera, el pintor Tassaert compuso su propia obra Violación de Europa. En ambos casos es Zeus el representado, una divinidad griega que en una ocasión se transformaría en una nube y en otra en un toro, como nos cuenta la mitología griega. Pero, sin embargo, en la obra de Tassaert el dios no es representado todo él como una nube inocente sino difuminado ahora entre las formas humanas de su torso y el nebuloso artificio renacentista -propio de Correggio- de su anatomía inferior. La obra es de precaria visualización por no disponer de mejor resolución. Se aprecian, sin embargo, los efectos tonales tan elaborados de los colores utilizados por el pintor francés como homenaje al gran pintor renacentista. En el año 1834 Tassaert compone su obra Muerte de Correggio aprovechando el aniversario de la muerte del pintor clasicista italiano. ¿Por qué Correggio? Tal vez lo mejor sea conocer un poco la vida de este pintor del Renacimiento italiano. A pesar de haber pintado al servicio del ducado de Mantua, Correggio tuvo una vida de grandes dificultades económicas. A diferencia de otros creadores de su época, Correggio mantuvo una gran familia con esposa y varios hijos a los que debía atender, lo cual le obligaba disponer siempre de recursos importantes. El caso es que un día según cuentan las leyendas le hicieron en Parma, ciudad distante a la suya, un pago en metálico de unos pesados sesenta escudos de a cuatro por sus obras, y no dejaría Correggio de pensar en la necesidad urgente de que su familia tuviese pronto ese dinero.

El penoso viaje de Correggio a su ciudad desde Parma, el cual quiso hacer lo antes posible a pesar del calor y sus lamentables condiciones físicas, le llevaría a padecer unas fiebres a consecuencia de las cuales fallecería el pintor en su casa, junto a su familia, en el año 1534. Tassaert había sufrido también, como Paret y Correggio en las suyas, una vida de escasez, injusticia e infortunios personales. Así que no podría aquél más que homenajear a Correggio con dos cosas que, según él, podrían trascender en un mundo cruel, injusto y desalmado: con su poderoso y expresivo alarde artístico clasicista por un lado -Violación de Europa- y, por otro, con su recuerdo más emotivo al infortunio de un creador tan grande -Muerte de Correggio-. Con esas dos obras de Arte el ofuscado pintor francés -acabaría quitándose la vida ciego y enfermo- no conseguiría ser reconocido ni por su exigente mundo artístico ni por la historia posterior. Pasaría Tassaert a ser tan solo uno más de los miles de pintores que tratarían de conseguir aunar inspiración y expresividad artísticas con el sutil mensaje existencial más humano y poderoso.

(Óleo Violación de Europa, mediados del siglo XIX, del pintor francés Nicolas Tassaert, Particular; Cuadro Muerte de Correggio, 1834, del pintor Tassaert, Museo Hermitage, San Petersburgo; Óleo Júpiter e Ío, del pintor Antonio de Correggio, 1532, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria; Óleo sobre cobre La circunspección de Diógenes, 1780, del pintor español Luis Paret y Alcázar, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

16 de septiembre de 2016

La idealización es la esencia innata por aglutinar lo imaginado en un único momento de esplendor.



A mediados del siglo XIX los pintores estadounidenses necesitaron encontrar su sentido artístico en el mundo. El Romanticismo fue la tendencia que más arraigaría en los Estados Unidos -coincidió con su inicio como país-, sobre todo gracias al gran creador de paisajes que fuera Thomas Cole (1801-1848). Su influencia llegaría a muchos colegas que vieron en esa forma de crear paisajes el mejor modo de expresar ahora emociones pictóricas. Pero no eran trazos de Romanticismo exactamente lo que ellos hacían. No habría desgarro romántico, no habría fuerza tenebrosa o no habría emociones heroicas en sus obras. Sí había, a cambio, una extraordinaria manifestación natural en sus paisajes, una muestra efusiva ahora de naturaleza feraz y magnánima. Pero de una naturaleza, sin embargo, que no influiría en la suerte vital o existencial de los humanos, tan sólo en la representación de su belleza. Y de este modo surgiría la Escuela del río Hudson, una tendencia pictórica que llevaría a algunos pintores americanos a recrear los hermosos y fieros paisajes de su país. Pero, también fue una reacción espiritual al avasallador impulso de la cantidad de descubrimientos científicos llevados a cabo en esa época positivista. 

Frederic Edwin Church (1826-1900) llevaría esa obsesión sentimental de fijar imágenes grandiosas de paisajes al sentido más armonioso de compaginar una escena natural con la emoción más íntima. Un romántico, pero sin serlo del todo en absoluto. Quizá venga bien analizar a este creador tan sutil para distinguir el Romanticismo de algo que podríamos llamar algo así como Intimismo, si es que se puede utilizar este término para señalar una tendencia pictórica romántica. El Romanticismo se puede considerar como la manifestación de la esencia interior permanente del ser humano llevada a enfrentarse a la efímera fuerza de una naturaleza indomable. El Intimismo, a cambio, podría definirse como la fuerza expresada de una naturaleza permanente enfrentada a una idealizada esencia interior sentida ahora, sin embargo, de un modo efímero. La sutil diferencia en ambos casos es la medida del momento sentido por la esencia interior del ser humano. En el Intimismo la fugacidad del momento de su emoción interior es infinitamente mayor -su fugacidad no su esencia- que en el Romanticismo. Durará poco esa sensación íntima frente a la emoción más poderosa del entorno natural. Y esto es así porque el supuesto Intimismo sería un sentimiento más íntimo o pudoroso a diferencia del impúdico sentimiento romántico. Pero, a cambio, la fuerza expresiva de la naturaleza en el Romanticismo es más fugaz que en el Intimismo. En el Romanticismo durará menos el impacto natural que la propia emoción personal de los seres. En el Romanticismo no existe pudor alguno con la emoción personal, a diferencia del Intimismo, que prefiere desnudar la naturaleza antes que la emoción.

Porque para el Romanticismo lo más importante es el ser humano, su emoción permanente y descubierta frente a la sensación salvaje, pero efímera, del entorno natural. Para el Intimismo el entorno natural es algo más duradero, por eso se destacaban más los feraces paisajes en el Intimismo que las propias emociones que ese paisaje ocasionase en el ser. En ambos casos -en el Romanticismo y en el intimismo de la Escuela del río Hudson- se darían las dos cosas, naturaleza y emoción, pero una primaría siempre sobre la otra en cada caso. En el Romanticismo la emoción personal; en el Intimismo la naturaleza o el paisaje. En el otoño del año 1867 el pintor Edwin Church y su joven esposa Isabel Carnes inician un viaje de dos años por Europa y Oriente medio. Recorren Siria y Palestina y visitarán Petra y Jerusalén. Además viajarán por Atenas y navegarán por el Egeo. En sus visitas el pintor realizaría bocetos de lo que viese así como tomaría fotografías -que él haría o compraría- de los lugares que visitara o no. El caso fue que, de regreso a Nueva York, llevaría el pintor a cabo un lienzo que fecharía en el año 1877 y titularía El mar Egeo. El pintor norteamericano realizaría entonces su obra de Arte según las características del sentido que su romántica tendencia intimista tendría, justo así como contrapunto al emotivo paisaje romántico por excelencia.

En el paisaje de El mar Egeo lo que vemos ahora no es un paisaje real de un escenario real o existente. Pero, sin embargo, partes de ese escenario sí existen en el mundo real (a la izquierda vemos una roca tallada de las ruinas existentes de Petra y al fondo, hacia la derecha, veremos la Acrópolis ateniense). Es decir, que el autor llevaría el paisaje retratado de su lienzo a la mayor idealización de un bello entorno posible, una ensoñación de una idealización poética del entorno ajustándose ahora, sin embargo, a partes existentes de paisajes regionales determinados. También expresaría el pintor un intimismo emocional frente a ese paisaje, pero un intimismo muy pudoroso y contenido, algo más material que formal. Lo que expresaría el pintor en su obra fue la mayor idealización emotiva posible de un paisaje romántico para ser eternizado de belleza. Y es idealizado porque, como el propio concepto de idealidad supone, es más lo fugaz de su sentimiento -una sensación humana intelectual y pasajera- que lo permanente que de su sentido natural y material retratase en la obra. Porque no existe en la realidad geográfica lo que expresa el pintor Church en su obra, por tanto no puede desaparecer o desvanecerse nunca. Lo compone con la ternura de un paisaje eternizado y vibrante -por la idealización de algo que no existe- que dura más que la propia emoción extrovertida que pueda traslucirse -lo que sucede en el Romanticismo- en un lienzo con sensaciones, sin embargo, tan profusas como semejantes al sentimiento romántico.

Por eso hay más motivos para admirar los retazos de una arquitectura intimista en un lienzo como este, algo que no irá más allá plásticamente de una emoción expresada ahora sino en algo más íntimo o más reservado, o más pudoroso o más interior. Una sensación emotiva que durará muy poco porque no es más que una ensoñación fugaz -como el arco iris desvanecido que veremos al fondo de la obra-, algo que buscará, sin embargo, más la grandiosidad del paisaje, su eterno sentido poderoso, que la fugaz sensación pudorosa del paisaje en una emoción romántica. Es decir, la magnificencia de no albergar ahora una emoción personal, más efímera o insostenible en el intimismo, que la propia impronta natural del poderoso entorno idealizado. Mucho más insostenible la emoción que las piedras monumentales de ese elogioso mundo retratado, aunque sean elementos claramente ruinosos. Un mundo ruinoso que se mantiene, sin embargo, fijado para siempre en el hermoso paisaje idealizado del cuadro intimista. Un mundo este ahora del todo deslavazado y sin sentido -no existe un lugar así salvo en la idealización iconográfica del artista-, un mundo opuesto también al propio del pintor y su tiempo positivista, desvaído entonces a causa de los avances indecorosos -contra el entorno y su espíritu sosegado- de una ciencia y de un progreso técnico tan deslumbrantes como impersonales, o tan insensibles como estéticamente faltos de espiritualidad.

(Óleo El mar Egeo, 1877, del pintor norteamericano Frederic Edwin Church, Metropolitan, Nueva York.)

8 de septiembre de 2016

Un impresionismo entre las contradicciones del Arte: Renoir y la belleza como sentido.



¿Destacar la primera impresión y canalizar la luz como fuente o motivo de una representación pictórica? ¿Fijar el pintor lo que queda después de mirar el objeto sin señalar en nada la mirada? Decididamente, Renoir (1841-1919) no fue, exactamente, un pintor impresionista...  Vivió en el momento más impresionista, creció y se desarrolló con las mismas características artísticas que esta tendencia tuviese en el Arte, pero, sin embargo, Auguste Renoir hubiera querido mejor vivir y crear en el Renacimiento o en el Barroco. Nació tarde, demasiado tarde, como para poder expresar la vida y el mundo que a él le habría gustado hacer. En una ocasión diría el pintor francés: Para mí un cuadro debe ser algo alegre y hermoso, , hermoso. Ya hay demasiadas cosas desagradables en la vida como para que nos inventemos más.  En el año 1866 compone su obra Lise cosiendo. La influencia del pintor Manet en Renoir fue decisiva, pero, también lo fue la del pintor romántico Delacroix.  Manet fue un innovador, un barroco en el realismo preimpresionista de mediados del siglo XIX. Delacroix, sin embargo, es la pasión, es un manierista del romanticismo decimonónico más barroco... Todas estas cosas son elementos artísticos que atrajeron al joven Renoir. Por eso, cuando pinta a la bella modelo Lise, están esos dos grandes creadores, Manet y Delacroix, también ahí expresados.

Pero, también está el Barroco y el Renacimiento...  ¡Qué maravilla las cintas rojas en el cabello pintado de Lise! ¡Qué hermoso pendiente de coral rojo en la bella modelo! Aún no se había presentado el movimiento impresionista -lo hizo en el año 1870-, cuando Renoir capta el momento pictórico y los colores moldean parte de la figura de ella: son su propio cuerpo, sin distinción del tejido azul que cose decidida. El fondo, sin embargo, es esbozado con trazos marrones o grises que anuncian el desgarro impresionista, algo característico de esta tendencia. Pero el rostro de ella, lo que individualiza y da sentido personal, no es exactamente impresionista. Renoir brilla con fuerza romántica en el perfil modelado que atisba la belleza de la joven retratada. Aunque no hay Romanticismo si no hay un gesto elogioso, emotivo o heroico en una representación estética, los trazos de Renoir aquí, sin embargo, lo son, son románticos en el perfil de Lise.  Pero, a diferencia del Romanticismo, el gesto no es más que el gesto cotidiano de una modelo haciendo una simple actividad vulgar. En esta obra de Renoir hay más bien Barroco, el barroco de las obras de pintores como Vermeer y su famosa Mujer de la perla. Además, hay colores que no abundan mucho en las creaciones de Renoir, pero que ahora son otro alarde extraordinario del creador francés: el complicado maridaje artístico del gris con el azul.

Pero, da igual, porque el sentido de la imagen aquí es destacar la belleza de Lise sobre todas las cosas. Y la cinta y el pendiente rojos adornan esa belleza aún más. Cuando Renoir conoce a la joven Aline Charigot -su futura esposa- ni siquiera pudo imaginar que la llegaría a amar tanto.  Antes la pintaría. La había idealizado tanto antes de conocerla. Así que cuando la ve por vez primera no pudo evitarlo: debía pintarla y amarla.  En el año 1883 Renoir la pinta en su obra En la orilla del mar. Aquí el paisaje es ferozmente impresionista. Los colores revueltos y disgregados, combinados o mezclados, son los trazos enfermizos de una pasión impresionista. Pero no es Impresionismo del todo, sin embargo. Qué bien destaca ahora el bello rostro de Aline, el perfecto y renacentista rostro de Aline. Porque la belleza de la mirada de la modelo no es, exactamente, impresionista.  Es mejor pensar en Manet y sus figuras impactantes que miran y seducen. Es mejor pensar en el Renacimiento que provoca en la modelo el rostro perfecto de una belleza sublime. Aquí el pintor se deja llevar por el amor, o a su mujer o a su sentido artístico, o a ambas cosas. Contrastan la belleza de la modelo con el fugaz instante impresionista en la obra. Es el instante de la impresión primera que todo ojo impresionista debe plasmar para que sea un arte fugaz.  Pero, aquí no. Aquí Renoir nos lleva a mirar, antes que nada -o solamente-, el rostro de Aline. En él no hay fugacidad, ni instante ni momento impresionista. Es la belleza del rostro lo que está fijado ahí para siempre, es justo ahora esto lo más sobresaliente de todo aquel feroz contraste impresionista. 

(Óleo En la orilla del mar, 1883, Renoir, Metropolitan, Nueva York; Cuadro de Pierre-Auguste Renoir, Lise cosiendo, 1866, Museo de Bellas Artes de Dallas, EEUU.)

2 de septiembre de 2016

El contraste para distinguir las cosas o el sentido espiritual escondido tras lo sublime.



Existió una época en que componer una imagen artística estaba exento de cualquier tipo de afectación emocional, sentimental, épica, espiritual, heroica o humanística. Aunque habría que decir mejor que fueron solo algunos pintores de esa época, profundamente ilustrada -racional-, los que así, de un modo tan aséptico, plasmaron en una imagen el sentido más impersonal, natural, real o meramente artístico de una obra de Arte. Claude Joseph Vernet (1714-1789) fue un representante ejemplar de ese tipo de creadores ilustrados. Murió el mismo año que la Revolución francesa cambiase el mundo para siempre. Pero antes de eso vivió en el más anestesiado, desprendido, alejado, frío, gris, razonable, armónico, pausado, medido, minucioso, insensible o elogioso mundo dieciochesco. Sin embargo, él sería uno de los primeros pintores que vislumbrase ahora lo emotivo en un cuadro. Es decir, el prerromanticismo insinuado apenas, el más abstraído entonces, aquel que reflejaría, sin embargo, una reflexión más que una sensación. El alarde estético que dentro de una escena general, que para nada invitaba al individualismo, la auto-conciencia o algún vago impulso interior, tendría entonces más un sentido material que formal. Una razón de ser entonces de un mundo sin necesidad todavía de ser comprendido de un modo trascendente. Solo terrenalmente. Para identificarse ahora con él tan solo de una forma exteriorizada, con toda su fuerza o con toda su belleza, con toda su dureza o con toda su pasividad, pero sin sentimientos.

Fue la época más racionalista de la historia, influida entonces por la filosofía de Kant, cuyo pensamiento cambiaría la forma de ver y entender el mundo. Nada estaba fuera del control racional del hombre, ni su esencia siquiera. No habría espacio para lo inmaterial ni sentido alguno fuera del ámbito material de lo humano. El hombre no podría llegar a alcanzar o expresar otra cosa que lo que fuese racional o material: la naturaleza y su mundo conocido o por conocer. El sentimiento apenas existía como concepto, tan sólo existía la moral. Solo el orden de las cosas del mundo, su armonía y su sentido propio, aquello que le daba vida o le ocasionaba la muerte. Esta tendencia racional fue haciéndose poderosa en el pensamiento y en el Arte. Aun así, al dejar de lado la importancia espiritual de lo sagrado -aunque se siguiera creyendo en Dios- el ser debía encontrar ahora otras cosas, o alguna cosa, para llenar ese camino desandado de antes. Fue la mañana del domingo 1 de noviembre de 1755 cuando, verdaderamente, Europa cambiaría en su percepción espiritual del mundo y sus cosas. Entonces se produjo un terremoto cerca de Lisboa de magnitud tal  -9 grados en la escala Richter- que las iglesias de la capital portuguesa, que estaban llenas en ese momento, sepultaron inmisericordemente a todos los creyentes que, resguardados en el templo sagrado, se acercaban, deseosos, al sentido más consagrado del mundo.

Así que desde entonces recorrería por Europa la sensación, inevitable y decepcionante, de que el hombre habría sido abandonado -o nunca protegido- por las fuerzas poderosas de lo sobrenatural. Otras cosas, entonces, debían ser ahora aferradas por el hombre para no perecer sin asidero vital. Por eso el prerromanticismo ejercería un anheloso poder de seducción. ¿Qué podría entonces ayudar a un hombre tan desolado? Dos cosas lucharon desde entonces para llegar a ser ese resorte sustitutivo: la razón y la emoción. La razón ganaría temporalmente la batalla. La emoción buscaría, poco a poco, su refugio en el corazón del hombre. Cuando el pintor Vernet decide componer paisajes de marina, algo que conjugaba exotismo, aventura, belleza, naturaleza y lucha, no dudaría en realizar el contraste fabuloso de dos secuencias artísticas diferentes. Por entonces -década de los setenta del siglo XVIII- el Arte buscaba sobre todo decorar, no emocionar ni formar. Los momentos de otras cosas heroicas o míticas ya se habían hecho antes, y ahora tan solo se quería materializar en una imagen el mundo natural tal como era. La belleza de las cosas individuales no era para Vernet el sentido de la imagen artística. Dejaría escrito el pintor esto: Otros pintores saben cómo pintar el cielo, la tierra, el océano, pero no saben cómo pintar una imagen. Dejó claro así el creador francés su sentido completo -y racional- del efecto visual de una imagen artística. 

En el año 1767 compone Vernet su lienzo Tormenta en la costa mediterránea. Era sugestivo poder contemplar -en un mundo sin posibilidad de ver los sucesos que ser testigo de uno- las escenas dramáticas que no todos pueden vivir en presencia. Así que la poderosa y terrible tormenta de una costa asesina era entonces un espectáculo sublime, donde ahora los seres padecían, lucharían o caerían abatidos por la fuerza descomunal de una naturaleza desatada. Y aunque lo racional primaba sobre lo emotivo, es evidente que alguna sensación -de sentidos, de pulsión percibida por los ojos- habría de ser provocada por la visión de ese espectáculo natural en la emoción humana. Cuando la visión era el horror o lo más espantoso, el concepto estético que ocasionaba era llamado lo sublime. Cuando lo visto no causaba eso sino lo contrario, paz, calma, agrado o sosiego, el concepto estético provocado era llamado lo bello. Y para distinguir lo bello de lo sublime qué mejor que verlo junto y compararlo. Así que en el año 1770 Vernet crea su otra obra Calma en un puerto mediterráneo. Ahora es la belleza la que resplandece aquí sobre cualquier otra cosa. Y nos ayuda a comprender una peculiaridad de lo estético. ¿Lo contrario de lo bello es lo feo? No exactamente. En principio, porque lo feo no existe como tal en la estética. Es tan solo un efecto estético lo bello o lo sublime. Fijémonos bien. ¿Qué obra de las dos expuestas de Vernet alcanzará a ser más elogiable?

¿No es ese mar encrespado y fuertemente verdecido de la tormenta terrible mucho más seductor que el calmado del otro? ¿No nos seducirá más ahora contemplar las fuerzas que hacen girar las ramas de los árboles, de las olas, los barcos, las nubes o las personas? ¿No tiene un cierto sentido metafísico ese cielo de la tormenta donde la oscuridad ennegrecida contrasta ahora con el pequeño y celeste cielo azul de la derecha? La puesta de sol del lienzo de la calma llegará a conquistarnos con su poder amarillento. Pero nada más. Es belleza, magnífica belleza, pero, sin embargo, la magnitud de la escena tormentosa, sus matices artísticos, sus diferentes cosas interactuando con la fiereza del instante tan aterrador, llegarán a reproducir en quien lo mire ahora otra cosa superior a la belleza: lo sublime. Y esto mismo, sin haberlo querido exactamente así el pintor racionalista, llevaría a un cierto sentimiento emotivo de introspección interior que, tiempo después, los románticos alabarían y justificarían satisfechos. Si no hay asideros sagrados donde acoger un espíritu atormentado, ¿qué otra cosa puede advenir así para sustituirlo? Por esto el racionalismo impulsaría, sin quererlo, un romanticismo necesitado que viese en lo sublime la fuerza sobrenatural de lo intangible. Y desde entonces funcionó. Sólo que habría un problema: que los seres que llegaran a satisfacer ese sentido sublime debían ahora, a diferencia de la fe, de poseer otra cosa, un cierto sentido romántico en una sensación de percepción que viese un sentido espiritual donde los racionalistas veían, tan sólo, una mera armonía estética.

(Óleos del pintor francés Claude Joseph Vernet: Tormenta en la costa mediterránea, 1767, y Calma en un puerto mediterráneo, 1770, ambos en el Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)