26 de enero de 2017

El neoclasicismo derivó una vez en una semblanza romántica, sustituyendo veracidad por sortilegio.



En pleno fervor historicista neoclásico, justo en la encrucijada de un final revolucionario con el comienzo de una era imperial, el pintor Pierre-Narcisse Guérin crearía en el año 1799, sin embargo, una obra épica ahora muy impactantemente emotiva. Pero no era una escena histórica tampoco, porque no había sucedido nunca que un tal Marcus Sextus regresase de un exilio ni que existiera su persona real. Entonces, ¿por qué un pintor tan clásico se atrevió a componer -y titular así- una obra de Arte inventada con unas características tan verídicas o realistas? Pues porque no encontró en la historia real una vida como esa, tan dramáticamente épica. Pero era inconcebible que una obra de Arte clásica pudiera expresar un hecho épico por entonces -pleno momento neoclásico- sin ser referido a algún personaje histórico o legendario conocido. El tema de la obra trataba del regreso del exilio de un romano en época republicana, Marcus Sextus, un patricio que volvía a Roma después de haber sido desterrado por Sila, uno de sus primeros dictadores latinos. Porque pudo el pintor haber titulado su obra El retorno del exiliado, por ejemplo, pero esto no era conforme a los requerimientos tan clásicos del momento artístico. ¿Y, sin embargo, no pudo existir, verdaderamente, un caso así en la historia?

El pintor Guérin vivió en un periodo histórico que también padeció, como en la antigua Roma, destierros o huidas de personajes desconocidos o anónimos que no fueron recordados o descritos por los anales de la historia, pero que sufrieron también el trágico desgarro inhumano del exilio. Hacía referencia a un drama muy duro la obra, pero incluía ahora algunos rasgos subjetivos propios de un romanticismo posterior (en Francia el Romanticismo se retrasaría). Porque por entonces, finales del siglo XVIII, todavía no había triunfado el Romanticismo artístico en Francia, un estilo de expresar la existencia que glosaba además la vida anodina o anónima de seres vulgares frente a los grandes personajes, algo esto último más propio del clasicismo. Sin embargo, Guérin consiguió emular por entonces lo que, después de él, acabaría triunfando en el mundo artístico y cultural, y aún continúa: la semblanza emotiva de un paradigma social expresado con rasgos anónimos. La obra de Guérin es extraordinaria porque consigue llegar a ser muy intemporal en su dramatismo estético. A pesar de las vestiduras romanas, podría pasar esa escena dramática por ser una representación universal de todas las épocas y de todos los seres malogrados por un exilio o tragedia familiar. Porque no hay un relato concreto verídico en la obra, ni histórico ni legendario ni literario siquiera, que sostenga alguna referencia conocida de la escena.

Aun así, la escena representada nos ayudará a comprender la esencia fundamental del sentido de la obra: el ser humano que regresa de su destierro y descubre desolado la tragedia que su alejamiento había llevado a su familia. Es ahora una encrucijada existencial la que se impone, es el momento de la determinación de elegir ahora un camino ante la sorpresa desesperada de la vida. Y el pintor compone su escena terrible con las figuras cruzadas de Marcus Sextus y su esposa yacente a su espalda. Conforman así sus figuras cruzadas un símbolo cristiano -la cruz- utilizando, sin embargo, los perfiles paganos de dos seres anteriores a la época de Cristo, algo anacrónico para representar eso verídicamente. Hay que situarse en la época del pintor -final de la Revolución francesa- para entender las duras condiciones de algunas personas que sufrieron también destierro en un momento tan poco espiritual o tan poco emocional como lo fuera aquella época revolucionaria. Por eso el pintor comete otra afrenta más contra su neoclasicismo académico tan ortodoxo: no bastaba con pintar y nombrar -con nombre y apellido- a un personaje inexistente en la historia, además le inspiraba una religión que todavía -el siglo I a.C.- no existía en el mundo.

Doble rebeldía clasicista que Pierre-Narcisse Guérin se atrevió a componer en su obra neoclásica. ¿Es que estaba el mundo asistiendo a un necesitado semblante más emocional o espiritual que fríamente racional? Pero el pintor no fue sensible a eso, sin embargo. En la reseña de su biografía se dice de su vida: especializado en temas históricos, sobre todo de la Antigüedad clásica: personajes de la historia de Grecia y Roma, pasajes de la guerra de Troya o de la Eneida, aunque también dedicó alguno de sus cuadros a Napoleón. Sus cuadros se caracterizan por la maestría en el tratamiento, el correcto dibujo y, sobre todo, la iluminación con la que abrió nuevas direcciones en la pintura. Debió haber sido entonces su juventud, veinticinco años, que era la edad que tenía cuando crease su obra El retorno de Marcus Sextus, lo que motivaría llevar ese sesgo tan romántico o emotivo para un momento, sin embargo, tan clásico. El creador francés expuso la escena de un modo muy trágico en su obra: la esposa del personaje retornado está ahora muerta y él tomará su mano inerte entre las suyas. No hay más acción en la escena dramática. La vida se ha llevado su promesa de regreso y Marcus Sextus dirige ahora una mirada a la nada más desoladora. La luz y la oscuridad envuelven aquí el gesto tenebroso para no darle sentido ahora más que a la nada.

Sin embargo, el pintor neoclásico transformaría en su obra ahora el componente melodramático haciendo posible girar la mirada del espectador de la mujer muerta a la hija viva. Porque es ésta ahora quien, abrazada desconsolada a la pierna de su padre, representaba el sentido más emocionalmente lleno de esperanza. Esta es, simbólicamente, la otra encrucijada estética de la obra. Porque ahora todo continuaba con la sustitución de una vida por otra y de una esperanza en otra...  Al menos, al personaje retornado le quedaba aún una salvación existencial expresada en la emoción de otra mirada no extraviada ahora de esperanza... Pero esa mirada es también aquí la nuestra, para eso la compuso el pintor, para nosotros, para cualquier ser humano que pudiera comprender todavía que, a pesar de todo, aún la vida se recompone emocionada de las trazas de un escenario malogrado en otro ahora muy diferente, emprendedor, poderoso, ferviente y muy esperanzado...

(Óleo El Retorno de Marcus Sextus, 1799, del pintor neoclásico Pierre-Narcisse Guérin, Museo del Louvre, París.)

14 de enero de 2017

El Arte manierista interpreta lúcido la representación imposible e inútil de un efecto estético.



Pero ese efecto estético es más que una expresión de belleza, es una declaración de intenciones expresada en un mensaje tácito -por tanto dejado fuera de signos comprensibles y transmisibles- para mostrar la contradicción de las cosas que los humanos sean capaces de hacer con su vida a veces, aun a pesar de las pocas razones que suponga afrontar un destino así de incomprensible. ¿Qué otra tendencia artística hubo mejor que el Manierismo para representar una contradicción como esa? La Belleza fue a principios del siglo XVI un concepto estructurado, desarrollado, argumentado y sustentado con un sentido ideológico y plástico para justificar, con ella, toda forma de expresión artística. En el año 1539 finalizaría el pintor italiano Francesco Primaticcio su obra El Rapto de Helena en Francia. Había sido uno de los muchos pintores italianos llevados a Francia para ejecutar el sentido extremo de belleza con esta nueva y arrebatadora tendencia renacentista, el Manierismo. El famoso relato homérico descrito en La Ilíada cuenta cómo la ciudad de Troya fue asediada durante muchos años -casi diez- por haberse atrevido los troyanos a raptar a la bella esposa de un monarca griego. Ese fue el relato, pero, ¿fue un relato mítico o histórico? No se tienen certezas históricas de ese hecho relatado por Homero. Sus personajes fueron durante siglos héroes míticos incluso, pero, sin embargo, ¿nos costará creer que los hombres cometan esas cosas tan absurdas para conseguir sus deseos irrefrenables?

En este extraordinario lienzo manierista vemos a Helena en el centro de la composición llevada en volandas por varios troyanos en una escena desmedida. Desmedida porque, ¿quiénes son todos esos seres que aparecen tan aglutinados y caóticos como para poder entender bien la obra y relacionarla con el famoso rapto? Desmedida también porque más que un rapto parece una batalla donde unos -griegos- y otros -troyanos- están luchando enfrentados. Imposible entender que un rapto troyano fuese posible llevar a efecto enfrentados como están éstos ahora -tan pocos- en suelo griego y rodeados aquí por tantos griegos. Pero el Arte, y menos el manierista, no se dejaría guiar por razones lógicas o realistas para expresar la visión de un relato, mítico o no. Y siguiendo con el planteamiento inicial, ¿hay en este lienzo manierista algún mensaje ahora, aunque éste sea tácito? ¿Y qué mensaje es ese? Pues el descrito al principio: la contradicción humana en tratar de resolver un problema creando otro. Los troyanos habían ido a Grecia para firmar una paz entre sus reinos y consiguieron justo lo contrario, algo mucho peor incluso que la inestabilidad que tendrían antes de firmarla. Pero, en el Arte, ¿cómo expresar todo eso con los rasgos nuevos de una manera de pintar diferente -la manierista- llena de alarde y espíritu eterno de belleza, cosas que, serenamente, traspasan ahora el propio cuadro e incluso la propia y ridícula leyenda griega?

En la escena pictórica manierista hay una aglomeración de seres que están divididos y mezclados sin orden en una imposible secuencia traducible. Del pintor solo podemos elucubrar qué quiso representar con cada personaje anónimo que retrata en su obra. Porque sólo tenemos claro quién es Helena, del resto nada. ¿Quién es y qué hace esa otra bella mujer desnuda y solitaria en una posición tan inquietante? Ella, los niños y la joven agachada detrás de su figura desnuda son los únicos personajes que desentonan con el dinámico rapto. ¿Qué representan? Parte de aquella contradicción. Ellos son ahora la paz, la belleza, el equilibrio, la sorpresa y la tristeza... No mantienen en la obra gestos realistas ni sentido alguno natural correspondiente a la supuesta fuerza dramática y violenta de la escena. Los demás pelean, huyen, se enfrentan, se miran o se aferran sin remisión. Porque es ahora un rapto en el que la violencia convive con la belleza, la vida con la afrenta y la razón con la inconsciencia. Y todo eso maravillosamente compuesto además en un imposible lienzo de leyenda. Vemos un palacio griego con los fanales ardiendo en un extremo del lienzo, y el muelle griego con  un barco troyano esperando poder huir con Helena en el otro. Y en el pequeño trayecto entre uno y otro extremo los seres en conflicto, la raptada Helena y la belleza azorada y misteriosa de la joven desnuda y extraña.

Pero ese es el mensaje del Manierismo aquí: la belleza desnuda, representando la verdad y el bien, es alarmada por el hecho ignominioso de un innoble rapto. Porque la leyenda de Homero no relataba una huida deseada por Helena y su pasión, y cuya única salida fuera ahora marchar junto a su amante hacia Troya. No, la leyenda describe una violenta e involuntaria huida de Helena. Es un rapto con todas sus consecuencias trágicas. Fue un deseo de ofender y ultrajar gravemente al pueblo griego y, en consecuencia, se desataría luego una guerra. La contradicción llevada totalmente al paroxismo. ¿Cómo no pensaron los troyanos que aquella afrenta causaría un daño aún mucho peor? Por eso el pintor, que conocía la leyenda y conocía la forma de expresarla con belleza, debía introducir un elemento de contradicción, un gesto de sorpresa o de efímera sensación de ruptura con respecto al sentido final de una leyenda tan épica. Y mostraría en su obra manierista una figura elegante, hierática, desnuda, misteriosa y eterna -su pose alude a una estatua de belleza- que contrasta con tanta absurda violencia o fealdad manifiesta. Porque en el Manierismo no se podía entender que algo tan desmedido fuera capaz de ser creado sin belleza. Sin la forma de equilibrar ahora esa imagen extraña, bella y perfecta con la estúpida manera de actuar la humanidad ante su propia inconsciencia. Y el creador manierista lo representaría con un cierto alarde incluso de esperanza milagrosa, de un deseo ahora de que las conciencias despertasen así ante la visión desmesurada de una escena tan dramática, tan absurda y tan estética.

(Óleo del pintor manierista Francesco Primaticcio, El Rapto de Helena, 1539, Museo Bowes, Inglaterra; Detalles del mismo cuadro, El Rapto de Helena, 1539, Francesco Primaticcio.)

5 de enero de 2017

El sentido más absurdo de la persecución de un deseo o el Arte prerrafaelita para expresarlo.



El pesimista filósofo Schopenhauer citaría el mito de las Danaides para ilustrar el repetitivo error inevitable de tratar de llenar un vacío imposible:  Pero la mayor parte de las veces nos resistimos, cual a un amargo medicamento, al conocimiento de que el sufrimiento es consustancial a la vida y que éste no afluye a nosotros desde el exterior, sino que cada cual lleva en su propio interior la inagotable fuente del mismo. Más bien intentamos buscar continuamente, a modo de subterfugio, una causa externa singular de ese dolor que nunca nos abandona. Infatigablemente vamos de deseo en deseo y como la satisfacción alcanzada no nos satisface tanto como prometía, sino que la mayoría de las veces pronto se presenta como un vergonzoso error, no nos damos cuenta de que nos enfrentamos por siempre con el tonel de las Danaides.

Las Danaides fueron en la mitología griega las cincuenta hijas de Dánao. Eran unas  deidades míticas acuáticas representadas como bellas ninfas de los manantiales sagrados de la Argólida. La leyenda cuenta cómo los egipcios Dánao y su hermano Egipto se enfrentaron violentamente. Luego Dánao tuvo que huir exiliado a la Argólida griega con todas sus hijas. Allí prosperaría hasta convertirse en el rey de Argos. Entonces su hermano Egipto quiso reconciliarse con él y envía a sus cincuenta hijos para que se unan con sus primas las danaides. Pero Dánao no quiso arriesgarse a esos matrimonios y pidió a sus hijas que, durante la noche de bodas, acuchillaran a sus maridos hasta morir. Fueron ellas  luego condenadas al Averno, el infierno griego, por su terrible infamia. Allí Hades las obligaría a llenar un barreño o tonel enorme de agua,  un recipiente que, a su vez, estaba agujereado e impedía así que cualquier líquido lo llenase por completo. Evitando también de ese modo poder terminar con toda aquella ridícula, inútil y absurda tarea deprimente. 

Para eternizar ese momento absurdo el pintor prerrafaelita John William Waterhouse (1849-1917) crearía dos obras pictóricas excelentes. Una en el año 1903 y otra en el año 1906. A las dos las titularía Las Danaides y la escena representada en ambos lienzos era la misma: algunas de las hermanas  transportando su cántaro de agua hasta el tonel donde debían echarlo; otras, siempre dos, vaciando el agua en ese preciso instante; y otras esperando a hacerlo, o, peor aún, no esperando más que regresar de nuevo a la fuente para, después, volver a repetir eternamente la misma peregrina cosa. De estas últimas danaides solo hay una -que aparece en la obra del año 1906- que ya ha vaciado su cántaro y espera ahora un pequeño momento, apenas nada, para con su jarra vacía recomenzar de nuevo su tarea. Pero el pintor la pinta aquí abstraída, sin mirar a nada, ensimismada ahora tan solo en su ignorada reacción maquinal inevitable. En la otra obra, la del año 1903,  no aparece  ninguna con ese gesto o con esa actitud melancólica. De hecho la obra del año 1903 es, curiosamente, más equilibrada o más clásica... Son menos personajes representados y muestran además una armonía estética extraordinaria. Comparativamente, la obra del año 1903  es mejor que la otra. Sin embargo, la otra, la del año 1906, consigue con esa sutileza emotiva plasmar mejor el sinsentido y la agonía absurda de una voluntad desmotivada.

Y es que el Prerrafaelismo se dividió entre el Clasicismo y el Simbolismo, entre la armonía plástica más elogiosa o el detalle humano más emotivo. Este pintor británico consiguió más esto último en sus obras prerrafaelitas, aunque no en todas. Es de suponer que la segunda vez alcanzó a expresar mejor cómo transmitir la angustia de una existencia tan absurda. Pero la genialidad tal vez la hubiese conseguido el pintor destacar en este tema -Las Danaides- si hubiese hecho una síntesis de ambas obras prerrafaelitas. Porque en una hay más belleza y en otra más mensaje. También nos servirá esta muestra de dos obras semejantes para insistir en la ventaja estética de expresar más con menos. A más personajes en un lienzo, menos valor expresivo, aunque parezca una contradicción. Pero es esta una de las reglas de la Pintura clásica, de aquel Renacimiento que glosara entonces la belleza sobre todas las cosas. Y, además, ¿qué más  podemos hacer que tratar de llenar un tonel que no alcanzará jamás a llenarse? La vida es así en toda su vitalidad biológica. Pero el ser humano tiene el pesar de pensar en ello. Aun así, volverá a repetir siempre el anhelo poderoso de querer obtener algo más, sin llegar a comprender que nada acabará satisfecho nunca por ningún deseo inagotable.

Las danaides expiaron la culpa, sin embargo, a causa de un deseo fatídico llevado a cabo por su padre. La leyenda nos cuenta que Dánao fue asesinado después por el único sobrino que no murió aquella noche. Porque una de las hermanas no quiso hacer lo que las demás, y Linceo, su prometido, acabaría vivo para poder asesinar a su tío. Así que solo cuarenta y nueve danaides fueron las condenadas en el infierno griego a realizar esa tarea deprimente. ¿Por qué fueron ellas condenadas? Porque pudieron elegir, como la esposa de Linceo lo hiciera. Las demás danaides se dejaron guiar a cambio por el mandato paterno y fueron ciegas en su deseo, por eso pagaron con el sempiterno y absurdo vaciado de agua. Porque no es el deseo propio el peor de los deseos sino aquel que hacemos, perseguimos o ejecutamos por uno ajeno, por la falta de uno propio. De un deseo, al menos, que nos lleve ahora a respetarnos como seres individuales y responsables. Por eso las danaides fueron condenadas al Averno -como su padre finalmente-, pero  solo ellas, las dirigidas, las cobardes, llevarían allí la terrible afrenta de realizar un trabajo repetido para siempre. Una tarea absurda, ridícula, imposible e innecesaria, tanto  como los alardes inútiles de las vidas absurdas que persiguen deseos insatisfechos. Tan insatisfechos como los toneles imposibles de un trabajo sin descanso...

(Óleos del pintor prerrafaelita John William Waterhouse: Lienzo Las Danaides, 1903, Colección Privada; Cuadro Las Danaides, 1906, Aberdeen Art Gallery and Museums, Aberdeen, Escocia, Gran Bretaña; Detalle del mismo cuadro, Las Danaides, 1906.)