7 de marzo de 2017

La fatalidad de amparar la vida tras de máscaras descorazonadoras.



Las escaleras han sido un símbolo iconográfico utilizado en el Arte. Es el paso simbólico hacia otra dimensión, hacia otra vida o hacia un universo diferente. Ese otro universo al que el personaje representado hará cambiar ahora al ser que lo observa  -los que miramos el cuadro-, haciéndolo detenerse y mirar asombrado la nueva promesa que se manifiesta también ante sus ojos. Pero no es siempre una revelación trascendente, transformadora o salvífica lo que esa acción alumbradora consiga albergar en la iconografía representada. A veces, como en la pintura del prerrafaelita Arthur Hughes (1832-1915), la revelación no es ninguna cosa trascendente, sino algo mucho más terrenal o menos deslumbrador espiritualmente... La visión de esta obra tiene ahora una sensación dual, es decir, una doble percepción por el hecho de que tanto el personaje retratado como nosotros estaremos recibiendo una misma y desconcertante visión. Nos identificamos con el personaje retratado que observa, sorprendido, lo que tiene delante de él. Somos ella misma mirando ahora, con descrédito acongojado, el sorprendente abalorio de cosas accesorias, innecesarias o fútiles que la vida encierra entre las simas de lo más avasallador o de lo más condicionante.

En la obra de Hughes vemos un universo subterráneo descrito ahora por un nivel inferior al que la escalera conduce, impávida, a quien la recorra hacia abajo. Pero, hay más... Otro nivel más bajo aún se vislumbra ennegrecido entre la esquina inferior derecha del lienzo prerrafaelita. Es este el paso ahora hacia el averno oscuro de la transformación más despersonalizada. Pero es la mascarada de esos accesorios retratados el mismo engaño que, antes, habría destinado al personaje hacia un destino u otro de su existencia. El mito de la caverna de Platón es un ejemplo filosófico para tratar de comprender esta representación curiosa. ¿Qué somos verdaderamente? ¿Qué es la realidad? Si observamos bien la imagen, la joven del cuadro no lleva ahora ningún accesorio añadido en su cuerpo, salvo su austero vestido gentil. Representa ella lo más puro del ser humano, sin nada añadido o superfluo material que la acompañe. Por eso mismo es ella ahora la que se sorprende, descorazonada, al visionar la ingente diversidad de cosas materiales innecesarias que, desordenadas, se ofrecen al albur de los deseos de todo aquel que lo perciba. No escatima el pintor prerrafaelita en nada representado en la obra: todo es y será un accesorio banal en la vida de los seres. Hasta las divinizadas alas disecadas de un ave mitificado, algo sagrado que, amarrado al puntal de la escalera, despliega ahora orgulloso sus plumas blancas.

No hay más pureza que la verdad desnuda de los seres. Esta es la certeza vital que, sin accesorios maquilladores, alcanzarán por sí solos a ver los seres que se atrevan a descubrirlo... Todo lo demás es confusión, es fatalidad, es desmembrar la memoria de una vida inauténtica. El personaje retratado podría significar ahora también otra cosa. Podría ser, por ejemplo, el protagonista de una fábula teatral que busca abalorios para la representación de su personaje. Pero no, no es ese el semblante y el gesto que expresa la joven retratada. Porque ella representa mejor a una mujer que, sigilosa, baja ahora los peldaños de una escalera aséptica para llegar a descubrir algo que la sorprende. Ella aparece ahí incluso aturdida, indignada por ver tanta inutilidad añadida a la vida de los seres insatisfechos. Como el filósofo Platón, el autor prerrafaelita representa los accesorios de la comedia como el reverso más imperfecto de lo Ideal. ¿Qué cosa podría ella cambiar en su personalidad para alcanzar más pureza aún? No hay nada ahí que consiga hacerlo verdaderamente. Al contrario, la belleza de ella no podrá ser mayor que la propia con la que el pintor la retrata. Y por esto mismo la escalera no sube ahora sino que baja. No hay un ascenso ahí. No es necesario ahora para ella subir... La simbología de la escalera ahora no elevará espíritu alguno en esta tesitura iconográfica tan personal.  Salvo, quizá, en otra cosa: en lo que pueda proyectar el pintor fuera de su escenario iconográfico: en nosotros mismos, en los que ahora miramos el cuadro. Y esta será la justificación de la obra con esa visión de la fatalidad de bajar para hallar alguna cosa: que nada que se añada material a nuestras vidas podrá albergar nunca ninguna verdad más allá de una decepción brutal y descorazonadora.

(Óleo Los Accesorios, 1879, del pintor prerrafaelita británico Arthur Hughes, Colección Privada.)

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