12 de octubre de 2017

El Arte como una de las creencias más precisas sobre espiritualidad y vida.



¿Qué es creer?, ¿significa depositar tu confianza, tu admiración, tu compromiso y tu esfuerzo vital -psicológico, emotivo, intelectual- en algo distinto a ti? Algo poderoso, además. Es decir, algo que no puedes ser sino solo percibir y que dominará tu carácter y el sentido de tu vida mientras lo sientas. Así podríamos definir, por ejemplo, el ejercicio personal de la creencia. Pero ese sentimiento interior (digo bien, sentimiento, porque se padece, se necesita y se busca ávido para calmar, para esperar o para desear) surgiría muy pronto en la historia del ser humano. Antes incluso de que la civilización llegara a organizar un sentimiento como ese. Por tanto, es una cualidad especial de lo humano. Creer es consustancial a lo humano. ¿Es que se necesita creer en algo, en lo que sea, siempre y en cualquier circunstancia? Sí. Por esto el ejercicio de la creencia ha sido lo que más ha contribuido -y sigue contribuyendo- a condicionar la convivencia y satisfacción humanas. El problema es que la creencia no hace distingos en nada de lo que se pueda creer. Hay seres que llegarán a creer en cosas inverosímiles, otros en cosas fútiles y otros más, peor aún, en cosas peligrosas, lamentables o dañinas. El peor síntoma de una creencia es aquel que necesita del otro para justificar la suya. Es decir, aquella creencia que para sentirla, vivirla o desarrollarla tratará siempre de condicionar, alterar, trastornar o anular la vida o el pensamiento de los demás, del otro, del semejante o del contrario, para poder sentir que la creencia de uno tiene sentido y puede prosperar. 

A comienzos del siglo XVII los pintores del movimiento barroco descubrieron el extraordinario poder del mensaje alegórico del Arte. ¿Mensaje alegórico? La pintura había sido utilizada por la Iglesia durante gran parte del siglo anterior para prosperar en un mundo enfrentado por las creencias. Así se compusieron maravillosas obras de Arte, independientemente de lo sagradas o no que fueran. Hay que insistir en la equidistancia del Arte, es decir, en la capacidad que tiene el Arte para ser solo Arte, sin estar vinculado a un propósito o a una ideología o a una creencia. Pero, claro, hablamos de Arte con mayúsculas, de excelencia artística, no de cualquier forma representada iconográficamente. Por tanto, la alegoría, una forma de expresar algo utilizando expresiones que nada tienen que ver con ese algo, fue una de las temáticas más utilizadas por los pintores que deseaban transmitir alguna cosa sin menoscabar el sentido estético del propio Arte. Así se confeccionaron obras alegóricas donde se trataba de aunar belleza estética con mensaje sutil. Jan Brueghel el joven (1601-1678) no llegaría a ser tan reconocido en la historia como lo fueran su padre y su abuelo, el genial creador Pieter Brueghel el viejo. Pero, sin embargo, utilizaría su talento para algo que el Arte sabe hacer sin tener que llegar, necesariamente, a la excelencia estética: componer alegorías inteligentes. 

La época de Brueghel el joven fue aquella donde los pintores comenzaban a reivindicar su labor como una tarea más intelectual que artesanal. El Arte tiene eso especial que hace de una obra plástica una concepción espiritual (espiritual en el sentido de algo que llegará más allá de lo intelectual) que pueda servir al ser perceptor para cuestionarse, para identificarse, para comprenderse o para mejorarse. En algún momento del primer cuarto del siglo XVII Jan Brueghel el joven compuso su obra La Abundancia y los Cuatro Elementos. Los elementos de la naturaleza habían sido definidos desde la antigua Grecia: el aire, la tierra, el fuego y el agua. El poeta español Pedro Calderón escribiría: En quien un mapa se dibuja atento; Pues el cuerpo es la tierra; El fuego el alma que en el pecho encierra; La espuma el mar, y el aire es el suspiro...  En estos versos se perciben las cuatro formas conceptuales genéricas de entender la vida y el mundo de los seres humanos: la forma material, el soporte físico del mundo, lo marchitable y pasajero (la tierra); el aspecto intelectivo, trascendente, no necesariamente eterno en su representación aunque sí en su esencia (el fuego); lo moldeable, lo adaptable o lo asimilable, lo vivificador (el agua); y, por último, lo invisible, lo necesario, lo interior y exterior a la vez, lo espiritual, aunque también lo efímero en un momento y en un mismo lugar (el aire).  

Pero el pintor quiso antes de nada plasmar una Alegoría de la abundancia no de los elementos. ¿La abundancia? ¿Qué es eso? Pues no dejar de poseer o disponer de lo necesario cualquier sistema, organismo o ser. Pero, si nos fijamos bien, los cuatro elementos no son abundantes.  Y, sin embargo, el pintor quiso relacionar la abundancia con los elementos. Lo quiso hacer desde la óptica de lo precisos que éstos son para vivir. Es de comprender que la abundancia de ellos sería una creencia o un deseo propio de cualquier vida próspera en el universo. Pero, solo una creencia. Una alegoría...  En la obra barroca de Brueghel vemos sutilmente los cuatro elementos representados. Aunque lo que más se ve es la abundancia. Esto parece una contradicción, pero el Arte es así de contradictorio, como la vida. Los cuatro elementos están ahí representados, pero es ahora la abundancia lo que más veremos entre las figuras, el paisaje, los frutos o los animales del mundo. Ahí están los peces, los vegetales, el ganado, la caza, las plantas, las flores...  

Todo abunda y todo se regenera sin solución de continuidad en un universo perpetuo. Pero, sin embargo, no, no es así la realidad. Los elementos no son eternos y esta es la grandiosidad espiritual representada en la obra del creador flamenco. Podemos criticar la composición de la obra, podrá gustarnos más o menos su color, su tensión estética o su luz, pero hay algo en la pintura de Brueghel que no se ve tanto y determina gran parte de lo que encierra y el Arte es capaz de ofrecer. La sutileza con la que el pintor compone los cuatro elementos es muy original. La tierra es la materia más representada en la obra: desde los propios seres físicos hasta los árboles, las plantas, la vida latente o la espectacularidad de aquella abundancia natural. El agua está localizada en una parte concreta del lienzo: es la ninfa altiva que, con su caracola marina, deposita el líquido elemento sobre una tierra fecunda y bella; también en el río, que desliza los peces y es fuente de vida sobre ese paisaje feraz. El aire es el cielo donde una diosa volando se muestra poderosa llevando entre sus brazos a un hombre. Y ese hombre es Prometeo, el amigo de los hombres, el semidiós que transporta -como lo hace aquí- el fuego para alumbrar la vida, los misterios o la apasionada voluntad del ser humano por desear aquello que no podrá alcanzar sin empezar a creer en ello...

(Obras del pintor barroco Jan Brueghel el Joven: óleo La Abundancia y los Cuatro Elementos, siglo XVII; y óleo La Abundancia -una obra donde podemos observar la figura de una mujer con seis pechos, símbolo de la abundancia, una figura que, siendo grotesca, no llegará a ser estridente ni ofensiva gracias al Arte sutil de este creador-, 1625, ambas obras maestras en el Museo Nacional del Prado, Madrid.)