30 de diciembre de 2017

Dos sueños iconográficos y dos formas diferentes de expresarlos.



Cuando el joven pintor Goya -con veinticinco años- fuera contratado para decorar los muros del oratorio de un aristócrata palacio en Zaragoza, la gran pintura clásica estaba entrando por entonces -año 1771, momento de transición decisiva en lo estético- en una forma de expresar los colores y los trazos muy diferente a como se había preconizado antes. Pero solo por ahora en los colores y en los trazos. Estos abocetados o apenas definidos -a cambio de las clásicas consignas académicas de antes- y aquellos, los colores, todavía con las lánguidas o metamorfoseadas tonalidades tan irreales o desgastadas propias del Rococó. Porque la composición de una obra con el trazado emocional o grandioso de una diagonal atrayente continuaba siendo una inspiración destacada que debía mantenerse para poder expresar una emoción tan estética. El sueño de san José era la descripción evangélica del momento en el que un ángel es llevado a entrar en el sueño de José. Un sueño para que entienda José que la futura maternidad de María -de la que él no ha sido partícipe ni lo será- es un prodigio divino necesitado por la providencia para llevar a cabo una revelación. Es la metáfora ahora de lo imposible, de aquello que por más que uno desee lo contrario -ser el padre real- nunca sucederá.  Es un sacrificio doble en lo existencial, porque no sólo se acepta sino que además se debe vivir con ello como si no hubiese pasado. Es la aceptación de un hecho que va contra el sujeto afectado doblemente: como un agravio personal -aspecto genético- y como una asunción de una realidad -aspecto ontológico- que no es la de uno mismo.

Y la poesía sagrada -lo que son las metáforas evangélicas- glosaría entonces la representación de ese hecho sagrado con la sutil artimaña de un sueño. ¿Cómo alcanzar mejor las moradas básicas del sentimiento racional de un ser humano para transformar un pensamiento ofuscado en otra cosa distinta, justo en lo más opuesto?: con el sueño misterioso... Así se dominarán las esencias de la conciencia íntima de un ser para poder elaborar un pensamiento, un concepto o una idea ajena, en su mente poderosa. Las técnicas neurolingüísticas lo saben muy bien. Los procesos formativos inducidos, donde el estado somnoliento es un aliado eficaz para la asimilación de contenidos, también justifican la práctica de la implantación de información en fases profundas de la ensoñación humana. Así se adelantaría ya aquella sabia metáfora evangélica y el Arte vendría luego a expresar ese sueño tan peculiar. ¿Es una impronta o legado mental involuntario lo que se produce cuando el sueño -algo ajeno a uno- invade poderoso a las neuronas de nuestra futura voluntad? Los sueños no los elegimos voluntariamente, esto es una realidad incuestionable, por tanto, no es ninguna barbaridad afirmar que éstos provienen de una parte de nuestra conciencia -mejor inconsciencia- que es totalmente ajena a nuestra voluntad más inmediata. Pero, sin embargo, es una barbaridad pensar que eso -un sueño configurado por la mente inconsciente- pueda obligar a transformar luego necesariamente una conducta o un pensamiento de un modo automático. Aunque tampoco podemos afirmar cómo funcionaría nuestra conciencia como consecuencia de la cantidad de información, consciente o inconsciente, que nuestro interior pueda elaborar sin nuestra participación directa, sin saberlo o idearlo nosotros exactamente.

Pero eso puede ser la intuición, esa capacidad mental que nos sobreviene luego de una noche de sueños premonitorios o auxiliares del pensamiento posterior. Procesos que pueden ser tan inconscientes que no alcanzamos a comprenderlos. Pero, volviendo a la representación estética de ese hecho evangélico, los pintores describieron ese momento sagrado con las maneras estéticas que su época y sus ideas hubieran conformado en sus tendencias artísticas. Así, podemos comparar ahora aquí dos obras maestras del Arte barroco y prerromántico. Una de la mano del pintor barroco Phillipe de Champaigne (1602-1674) y otra del pincel más avanzado y pasional del español Goya. El barroco de Champaigne es tan clásico que parece ser una obra pintada un siglo después, cuando el Neoclasicismo subrayase aún más las técnicas y los conceptos más tradicionales del Arte. Pero el naturalismo barroco se expresa también, incluso más que cualquier alarde épico o grandioso. Neoclasicismo que alcanzaría también a Goya pero que este pintor supo transformar luego cuando comprendiera que el Arte no podía conformarse con la tradición, sino que debía aventurarse con las trazas y los alardes de un nuevo acontecer. En la obra de Goya el sentido de la transmisión mitológica del mensaje evangélico, la conducción de un pensamiento o de una realidad a otra, es llevado a la máxima emoción y ternura frente a la corrección teológica y estética del pintor francés.

El ángel de Goya toca levemente con sus dedos compasivos la túnica de san José, éste mucho más concentrado en su sueño. El ángel de Champagne, a cambio, señala a la divinidad y a María como los elementos más importantes del hecho sagrado, obviando a José. En Goya no. En el revolucionario pintor aragonés lo importante ahora es el sujeto receptor de ese delirio prodigioso, de esa impronta poderosa y sugestiva tan mágica para poder acoger, en su humana vida irrelevante, el doloroso y resignado acontecer de un destino trascendente. Las figuras de María en ambas obras son opuestas en su sentido estético representativo. En Champagne aparece la Virgen muy contrastada y emotiva, vislumbrando además, si no viendo, el mágico acontecer sagrado tan inapelable. En Goya la figura de María se delinea en un secundario plano entristecido, apenas esbozado y marginado, sin la sensación ahora de vislumbrar ella no solo el hecho sagrado sino la grandiosidad teológica que significa. Pero es la representación de la figura de san José la que en las obras determina más un sesgo artístico u otro. En el pintor francés la figura del esposo de María está ahora sola y abandonada a su sueño premonitorio, tranquilamente relajado con el momento más sosegado de su ensoñación divina. En Goya, a cambio, san José está aún en ese proceso inicial del sueño donde la conciencia humana luchará por aferrarse a la sensación de existir, de querer comprender aún, en su ensoñación inconsciente, lo que parece vivir en otra esfera distinta pero ahora decisiva.


(Óleo sobre lienzo -trasladado desde mural a lienzo en el año 1915- del pintor Goya, El sueño de san José, 1772, Museo de Zaragoza; Obra barroca de Philippe de Champagne, óleo El sueño de San José, 1643, National Gallery de Londres.)

15 de diciembre de 2017

En diez años el Romanticismo alcanzaría a expresar ya su culminación malograda.



Cuando el Romanticismo balbuceara en el Arte con sus perfiles y trazos el mundo necesitaba urgentemente entonces, comienzos del siglo XIX, un nuevo sentido de ruptura, de diseño, de composición, de expresión o de sentimiento estético revolucionario. Y así surgieron grandes creadores que entendieron que el Arte debía ser una cosa muy distinta a lo de antes. El Romanticismo fue así el Arte moderno de comienzos del siglo XIX. Pero, incluso fue también mucho más que Arte... Llegaría a revolucionar no solo el Arte sino la sociedad, sus planteamientos impregnaban también la filosofía, el pensamiento, la literatura y la forma de vivir o relacionarse con el mundo. Y ese sesgo cultural y social llevaría al Romanticismo a ser una diferente forma de expresión artística, nada clásica y totalmente opuesta a lo que había sido el Arte desde que comenzara su andadura en el Renacimiento. Uno de sus más significativos representantes lo fue Eugène Delacroix. Este creador francés transformaría por completo la forma de pintar entonces. Y estamos en los años de la década de 1820. Sus colores, como los del pintor Turner, transformarían la forma en que el observador identificara cada cosa con su tonalidad natural. Ahora, en el Romanticismo, los colores reflejarían otras cosas añadidas a la materialidad de lo que representaban sus tonalidades en un lienzo. Los trazos románticos de Delacroix (1798-1863) no perfilaban las figuras con el delineado clásico de antes. Porque no fue la representación plástica clásica lo que primaría en el Romanticismo genuino. Entonces era solo el esbozo estético de un sentimiento lo que el pintor genuinamente romántico deseaba expresar con cada pincelada pasional de su tendencia.

Pero el Romanticismo no revolucionaría tan solo el trazo artístico, también el sentido de la vida que expresara con él. ¿Qué sentido tiene ésta? Para los románticos como Delacroix el sentido vital es lo importante, no es posible crear una obra romántica si no tiene un claro sentido existencial. Es decir, si no se acerca al sentido romántico de la vida, que para las personalidades románticas es una sutil metáfora sagrada de la escena motivadora del paraíso perdido...  Y, ¿dónde estará ese paraíso?  En los paisajes misteriosos, alejados, naturales, vírgenes, puros o incorruptibles del oriente espiritual. Para Europa el desarrollo del sentido espiritual de occidente estaría conectado al oriente. Ahí, en las lejanas llanuras desérticas y desoladas del sur y el este del mediterráneo, se encontrarían las estribaciones del mítico paraíso perdido del ser humano. Y Delacroix se lanzaría a componer en sus obras ese escenario y a sus románticos pobladores. Por entonces -no ahora- el mundo árabe representaba la pureza, la integridad del ser frente a su entorno natural, la majestuosidad de los principios frente a la arbitrariedad del mercado industrial, o la grandiosidad del desierto frente a la opacidad oscura de la sociedad europea industrialmente desarrollada. Representaba el exponente primitivo de la cultura europea, de aquella cultura primigenia de la que provenía la occidental. 

En el año 1854 el pintor romántico compuso su obra Jinete árabe. Para los románticos como Delacroix la figura de un caballo unida a un hombre era la metáfora sagrada de la espiritualidad más consagrada de un sentimiento. Porque es su figura la simbología representada del alma del hombre, compuesta en su obra ahora como un ente veloz e indomable que, sin embargo, acabará siendo domesticado gracias a las premuras insobornables de su sagrada nobleza. Y el escenario desértico, metáfora de aquel paraíso perdido idealizado, culminará con la composición de los dos elementos que representaban el sentido romántico del mundo: el ser humano como materialidad y pesadumbre, y, por otro lado, el ser equino -animado, veloz, alado y puro- como un símbolo de inmaterialidad y resorte espiritual animado y divinizado. Ambos se complementan ahora en la escena romántica de Delacroix. No pueden existir el uno sin el otro, como no pueden existir el ser humano sin su alma. Ese sentimiento es representado por los románticos de la generación de Delacroix con el rasgo innovador de la estética revolucionaria de sus inicios: con los perfiles apenas esbozados en sus trazos artísticos románticos..., sin aquel equilibrio clásico del Arte consagrado de antes. La pintura romántica de Delacroix fue una revolución en el Arte entonces, una transformación estética que acabaría malograda, sin embargo, apenas diez años después de haber compuesto esta obra. ¿Por qué? Porque todo imperio, político, estético, artístico, filosófico, etc., tenderá siempre a alcanzar, tarde o pronto, las metas de su culminación malograda.  

A finales del año 1864, diez años después de que pintara Delacroix su obra árabe, el pintor romántico francés Eugène Fromentin (1820-1876), influido artísticamente por Delacroix, compuso su lienzo romántico El simún. Pero ahora, en su obra de Arte romántica, no existirán ya, sin embargo, ninguna de aquellas características estilísticas o estéticas o románticas tan genuinas que su maestro alcanzase a conseguir. ¿Qué habría pasado? Pues que el Romanticismo no pudo mantener su pasión plástica efusiva tanto tiempo como alcanzara a conseguir en esencia con la genialidad de su impronta tan desgarradora. Pero, ¿fue sólo una causa estética entonces? No, pues las tendencias artísticas no se pueden desligar de las tendencias sociales. El mundo a partir del año 1860 cambiaría de un modo radical en la historia de Europa. Pero, como todos los cambios decisivos, no sería una transformación brusca ni rápida, todo se produciría lentamente y el Arte pasaría de revolucionar sus trazos, sentimientos y colores para regresar al clasicismo efectista de siempre. Porque el clasicismo simbolizaba ahora además una tendencia más tranquilizadora para la época que aquel gesto tan erizado o revulsivo de antes. Pero, sin embargo, eran románticos también estos nuevos pintores. Cambiaron solo la forma y la manera en que la materialización de una imagen era expresada en un lienzo. Pero no el espíritu romántico, aquel sentimiento que llevaría también ahora a combinar el estímulo específico de aquel rasgo romántico por excelencia -la ferviente emoción de un sentimiento universal- con, sin embargo, los perfectos y aplaudidos trazos clásicos más equilibrados, seguros y serenos, del Arte universal.

Así compuso Eugène Fromentin su obra romántica El simún, una metáfora de la forma en que el Arte soportaría el viento envenenado -lo que significa simún- de la veleidosidad estilística o tendenciosa tan cambiante de la historia. También el pintor Fromentin combina los hombres con sus caballos, al ser con su espíritu o alma, pero ahora, sin embargo, a cambio de la tranquilidad y la calma -no estéticas sino formales- de la obra de Delacroix, el romántico Fromentin llevaría su escena romántica a la representación de un poderoso viento del desierto, el simún, un terrible fenómeno tormentoso de arena que maltrata los seres que se exponen a sus efectos. Como el Romanticismo de Delacroix y sus excesos estéticos, cromáticos o compositivos lo fueran para el joven pintor. En la obra de Fromentin se representa -formalmente- una tormenta de arena muy poderosa, desolada y terrible, pero, sin embargo, no hay ahora -estéticamente- ni desolación, ni agresión, ni descalabro alguno en la imagen romántica. El sesgo romántico está en la obra pero, a cambio, habría algo más que la complementaría entonces. Había sentimiento romántico, por supuesto, pero también brillantez compositiva, acabado perfecto y combinación magistral de colores y formas clásicas. La sociedad europea comenzaría a transformarse esquizofrénicamente por entonces. Porque no dejaría de existir el sentido revolucionario, pero, por otro lado, la sociedad occidental buscaría también un cierto sentido de tranquilidad y sosiego luego de los años de revueltas de la primera mitad del siglo XIX. Y en ese intervalo histórico el Arte prosperaría de nuevo, bajo los suaves o armoniosos alardes clásicos de aquel sentido fervoroso tan espiritual. Ese sentido que unos pintores desorientados alumbraran, sin embargo, medio siglo antes con sus obras tan diferentes o tan revolucionarias.

(Óleo del pintor francés Eugène Fromentin, El simún, 1864, Colección particular; Obra del pintor romántico Eugène Delacroix, Jinete árabe, 1854, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)