3 de febrero de 2018

La mediocridad de lo forzado frente a la genialidad de lo auténtico, o el misterio creativo de Manet.



Manet fue uno de los pintores más brillantes de la historia a la vez que, sin embargo, el menos popular de los genios de su tiempo. Menos popular porque a su pintura le seguiría muy pronto la mayor transformación artística en la historia del Arte: el Impresionismo y el Postimpresionismo. Unas tendencias artísticas que fueron más atractivas, incluso tiempo después, en el poco exigente estético siglo XX. Tal vez también porque el pintor se situaría entre la tradición y la modernidad. Sin embargo, su Arte prosperaría. Es, seguramente, uno de los mejores pintores de la historia luego de los grandes genios renacentistas y barrocos. Nacería demasiado tarde, posiblemente habría sido -de haber nacido en el siglo XVII- el pintor barroco francés más pasional de los grandes barrocos de su país. Pero vivió en pleno siglo XIX, cuando el Arte luchaba por encontrar otras formas de poder reflejar la luz en un lienzo artístico. También cuando la sociedad deseaba más sosiego y calma, o cuando el ser humano empezaba a querer tener más protagonismo estético que el claroscuro desolado que sus lienzos propiciaban. Así que cuando Manet (1832-1883) se asombrase mirando las obras maestras del Arte clásico, descubriría el sentido poderoso de lo que para él era pintar una obra. Ni el Romanticismo, esa fuerza arrolladora que por entonces atrajese la sensibilidad de un mundo relajado, ni el Clasicismo, la siempre efectiva tendencia más aplaudida por el público, asombraron al joven Manet. Para cuando Manet comienza a frecuentar el estudio de Delacroix, uno de los grandes pintores románticos de Francia, éste le recomienda copiar a Rubens, al dios de la pintura barroca, al maestro más excelso que el Arte hubiera dado en la historia.

En el año 1859 Manet se decide a componer una obra al ver uno de los paisajes del maestro flamenco. Pintaría su obra La pesca (1861) en homenaje a Rubens, pero, también a Tiziano a Lorena a Velázquez o Pissarro. Es decir, que no fue una obra original y personal de Manet, solo un compuesto inspirado de otros antes que él. Cuando el pintor decide dejar de ser guiado por nadie y descubrir su propio sentido artístico, sin complejos, alcanzaría su grandeza. Es uno de los creadores más extraordinarios porque pintaría siempre lo que pensaba que debía pintar desde la sinceridad más intuitiva de su genio. Algo que, sin embargo, no demostró hacer  en La pesca. Pensaría además que el clasicismo mejor conseguido en la historia no había sido el de Rubens sino el de Velázquez. Sin embargo, habría tal vez  una razón personal para componer esa infame obra. En La pesca están retratados Manet y su prometida Suzanne. Ambos están retratados como una pareja circunspecta y cariñosa, esa misma pareja que Rubens compusiera de sí mismo y de su joven esposa Helena siglos antes. Manet adquirió ese compromiso amoroso forzado por una sociedad excesivamente moralista y rigurosa. Es decir, no estaba reflejando en su obra un amor tan apasionado por su esposa. La conoció cuando él tenía diecisiete años y ella, con diecinueve, era la profesora de piano que su padre le impusiera. La efímera pasión adolescente llevaría luego al autoengaño. Manet, que se casó con Suzanne al morir su padre, nunca acabaría de encontrar el amor que a veces retratase en sus cuadros, salvo en la idealización inalcanzable y seductora de su cuñada, también pintora, Berthe Morisot.

La pesca representaba la idealización inconclusa de un escenario imposible. Como la misma obra en sí. Es de las creaciones de Manet más mediocres, infames y espantosas de su carrera. No representaba el espíritu genial que Manet expresaría con su Arte antes, pero, sobre todo, después. En el mismo año terminaría otra obra, Niño de la espada, donde el estilo clásico expresa una maravillosa afinidad por la pintura de Velázquez. Ahí sí es Manet, a pesar de parecer Velázquez... Porque los colores, la composición, el fondo neutro y la pose hierática delatarán su pasión por el Arte español del siglo XVII. Sólo su pasión, el resto es suyo original y propio. El modelo del cuadro es el hijo de Suzanne, León. Las leyendas sitúan a León como hijo fuera del matrimonio de Manet (o como un hijo del padre de Manet). Nunca reconocería Manet a León como hijo propio, aunque lo apadrinase y le dejase incluso su herencia. Pero,  entonces lo pinta como si lo fuera, o, al menos, como si su pasión le guiara en ese intento paternal.  La realidad es que crearía una gran obra de Arte retrasada en el tiempo. Pronto llegará el año artístico más maravilloso de Manet: 1869. Y entonces compone dos obras excelentes. Una inspirada en su decidida pasión por la pintura española de Goya: El balcón; otra muy estremecedora en su insinuación misteriosa y con unos tintes también hispanos: Almuerzo en el estudio

La obra El balcón, influenciada por Majas en el balcón de Goya, nos descubre una sutil epifanía de las relaciones cruzadas o triangulares de la vida conyugal. Cuando Manet conoce a su cuñada -casada luego con su hermano Eugene-, la pintora impresionista Berthe Morisot (1841-1895), descubriría a la vez apasionado la belleza distante, misteriosa y evanescente más anhelada para plasmar un rostro con su Arte. ¿Sólo para su Arte? Volvemos a la sociedad puritana de mediados del siglo XIX y sus compromisos, lealtades o represiones auto-impuestas. Pero, sin embargo, el pintor había descubierto la modelo perfecta. En El balcón retrata tres caras del mundo: la de la vida, la de la pasión y la de la sociedad. Utilizaría tres personajes para ello. Dos mujeres y un hombre, una manipulación sesgada para describir -desde una perspectiva masculina- la imposibilidad de representar el amor humano dividido ahora entre una admiración sosegada y una fascinación imposible. Compone por un lado la figura de la mujer arrebatadora por su gesto: el trasunto de lo que era Berthe para él; por otro la figura entregada, virtuosa, cariñosa y simple de la joven violinista Fanny Clauss. Luego la representación alejada del hombre confundido, sin brillo, indeciso, apocado, situado ahora entre la mediocridad y el sentido sublime de un gesto meditabundo.

El mismo año presenta Manet su misteriosa obra de Arte Almuerzo en el estudio. La obra rezuma misterio por todas partes. La genialidad de Manet es componer el conjunto más característico de su Arte peculiar: ni clásico ni moderno, ni romántico ni impresionista, ni mediocre ni reconocido...   Sólo Manet y su Arte genial; lo que le hace ser un pintor universal y extraordinario. En un estudio, no en una cocina ni en un comedor ni en un salón, aparecen tres -otra vez tres- personajes familiares para describir una escena misteriosa. ¿Es costumbrista, es hogareña, es familiar la escena? Es de nuevo una tríada, la inevitable de la vida social y familiar que domina por entonces: el hombre padre productor de bienes y seguridad; la madre servidora cariñosa y entregada; el hijo promesa de futuro y objeto de toda atención personal de sus progenitores. La figura vanidosa y orgullosa del joven contrasta con las desdibujadas figuras del fondo, ahora pendientes del sentido alegórico de un futuro prometedor... Pero, sin embargo, el pintor situaría  a la izquierda un casco de armadura que, apoyado junto a armas ya ineficaces, representa el extinto poder de un mundo inútil y vencido. Vanagloria fatua de una vida pasajera. Más misterio para entrelazar la tríada defendida y rechazada -su lealtad a una familia protegida, su propia indecisión y su incapacidad para aceptar lo inaceptable- y justificar así una escena tan moderna como a la vez tan antigua o desmerecedora. Unos gestos modernistas mezclados ahora con los más tradicionales de un mundo ya perdido o por perderse.

(Todos óleos del pintor Edouard Manet: Almuerzo en el estudio, 1869, Neue Pinakothek, Munich; La Pesca, 1863, Metropolitan de Nueva York; Niño de la espada, 1861, Metropolitan de Nueva York; El Balcón, 1869, Museo de Orsay, París.)

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