25 de junio de 2019

El Arte, como el universo, es una entidad desconocida, donde su verdad radical es imposible de conocer...



En Nápoles nació un pensador tan extraordinario que su desconocimiento popular no es más que una metáfora afirmativa de la realidad, profundamente misteriosa, de su propia filosofía metafísica. Giambattista Vico (1668-1744) decía que la única verdad que puede ser conocida radica en los resultados de la acción creadora de lo que sea (la verdad es el resultado de hacer, de crear, decía el filósofo). Se enfrentaría al racionalismo cartesiano, un pensamiento que marginaba la creatividad humana como forma de acercamiento a la verdad. Afirmó Vico que lo verdadero y el hecho (la obra, la producción creativa) coinciden, son lo mismo, acaban convirtiéndose lo uno en lo otro. Por eso decía que nada puede conocerse realmente ya que todo se está produciendo constantemente en el universo. Sólo Dios, afirmaba Vico, conocería la totalidad del mundo, porque es el autor o el creador de ese mismo mundo desconocido. En el Arte, un universo parecido al mundo, producido también por un autor, la verdad de lo que expresa una obra es, por consiguiente, absolutamente también desconocida para nadie. No podemos llegar a saber exactamente qué significado tiene una obra de Arte, qué sentido tiene o qué nos quiere transmitir. Salvo su creador.

Jenaro Pérez de Villaamil (1807-1854) fue un pintor del Romanticismo español, un creador muy característico de ese sentimiento mezcla de grandiosidad y misterio que en la primera mitad del siglo XIX tanto abundaría. En el año 1842 compone, desde la más absoluta creatividad imaginativa, es decir, desde la nada más inexistente (lo pinta en su estudio parisino), un paisaje fascinante por su modo tan extraño de poder interpretarse. ¿Qué paisaje es ése, tan difícilmente identificable a la realidad geográfica de un lugar existente en el mundo? No existe ese lugar representado, como no existe posibilidad alguna de comprender qué quiso transmitir el autor de la obra. El Romanticismo es una de las tendencias más misteriosas en el sentido iconográfico de acercamiento a la verdad. No hay verdad en el Romanticismo, solo sentimiento. Y así el pintor propone su universo pictórico y lo compone desde la creatividad más absoluta. Con su creación establecería Villaamil la verdad de lo que quiso hacer, hoy por hoy completamente imposible de conocer por nadie. En el Arte la creatividad y su misterio son inseparables de la visión subjetiva y personal de su autor. La diferencia con el mundo, que siempre se está haciendo, es que en el Arte su universo creativo está completamente finalizado, y, con él, el sentido de lo que quiso expresar su creador. Y si éste no está ya para poder explicarlo nunca se conocerá esa verdad. Sin embargo, ese misterio es una de las cualidades más interesantes que el Arte nos puede ofrecer. 

En su obra Paisaje oriental con ruinas clásicas, Villaamil plantea las condiciones románticas de una creación fantasiosa y emotiva. Porque tiene que ser irreal y debe producir un sentimiento su visionado. Irreal porque no existe, porque no es la recreación de algo existente. Es un escenario imaginado en su totalidad, aunque los elementos que lo componen tengan, sin embargo, alguna realidad. No es abstracción formal, es abstracción realista. ¿Por qué debe ser así? ¿Cuál es el motivo para conseguir ese efecto romántico tan deseado? La fascinación que producirá su visión misteriosa. Hay dos misterios siempre para fascinar en el Arte, uno exterior y otro interior. En el caso de la obra romántica de Villaamil existen los dos. El  interior es más imposible de descubrir todavía. Se apropia de parte de la composición de la obra para simular algo de materialidad que, por otra parte, es lógico que deba disponer una creación visual estética. El color brumoso y fantasmagórico es preciso para delimitar el espíritu romántico más indefinible, ese que, cercado por ocres dispersos, será reflejado en todo el escenario misterioso de la obra. Luego estará la dualidad estética, el contraste. Es sutil éste aquí porque no es un contraste verdaderamente, es ahora una dualidad. Porque no hay enfrentamiento ni oposición, lo que hay es sustancia formal (de aquella cosa aristotélica creadora, opuesta y complementaria a la materia), algo que debe ahora expresarse en un paisaje romántico. Por un lado está la construcción de la civilización, ahora en ruinas; por otro la naturaleza señalada, ahora minimizada en un pequeño pinar aislado entre lo agreste. Los seres humanos deben decidirse en esa dicotomía existencial: y eligen la vida. Porque ahora la vida está más entre la sombra de unos árboles que entre la derrumbada ruina de un templo clásico aparente, por muy bello o civilizado que haya sido antes. 

La belleza está dividida aquí. Al fondo el edificio construido por el talento creativo de los hombres mantiene una belleza dormida, desdibujada y alejada en la perspectiva aviesa romántica. La fuerza primorosa de los árboles y su frondosidad dispone aquí, sin embargo, de toda la belleza fabulosa de la naturaleza y de la creación artística. Pero los árboles no se acoplan ahora en un paisaje tan desértico como éste, como tampoco el templo clásico lo hace a pesar de su belleza. La irracionalidad del escenario es acorde a su irrealidad. ¿Qué sentido tiene un lugar tan desolado para albergar una civilización inexistente? ¿Qué sentido tiene un paisaje como este? Porque el encuadre aquí es el que es, y nada que no exista en la obra dispone de ninguna realidad estética. El pintor, como creador de su escenario romántico, expone un universo que se parece a la verdad, pero que no es la verdad. Con sus trazos y sus colores, con sus distancias, sus formas y su amplitud geográfica compuso el pintor su obra romántica totalmente desconocida. Sólo él y su Arte mantendrán el misterioso secreto de su sentido artístico. Nunca lo sabremos. Nunca alcanzaremos a saber lo que el creador quiso transmitirnos con belleza (lo único conocido) de lo que no acabaría acercándose nunca a ninguna verdad. 

(Óleo Paisaje oriental con ruinas clásicas, 1842, Jenaro Pérez de Villaamil, Museo del Romanticismo, Madrid.)

12 de junio de 2019

La culminación o el compendio del Arte llegó poco antes de la Revolución y el Romanticismo.



La evolución de la que ya no pudo más el Arte que reinventarse, acomodándose así a una transformación vertiginosa, se produjo poco antes de la Revolución francesa y del advenimiento del Romanticismo. Para ese momento la nómina de los pintores de la historia había conquistado ya el sublime Arte de componer la imagen grandiosa. Todo se habría logrado ya, por tanto nada se podría hacer ahora sin añadir algo más a su ingenio, además de la iconografía más conseguida y obtenida así en una obra de Arte. Salvo la emoción, o el sesgo sentimental, o el alarde social, añadidos ahora así por el artista...  Porque el siglo XVII y XVIII fueron la culminación por etapas de aquel extraordinario modo de pintar que surgió ya en el Renacimiento. Y para comprender mejor esto expongo aquí la pintura compuesta por un pintor francés en la segunda mitad del siglo XVIII, Un templo en ruinas. La fecha de la realización de la pintura no la he podido descubrir, pero es posible situarla entre 1770 y 1788, es decir, cuando el Neoclasicismo resurgía poderoso luego de un apaciguado y fallido modo de crear con el Rococó. Pero el Prerromanticismo también lo hacía. Lo que sucede es que en el Prerromanticismo se suelen meter muchas obras no del todo definidas por un estilo concreto y argumentado. El caso es que Pierre-Antoine Demachy (1723-1807) no ha pasado a la gran historia de la pintura porque nunca consiguió hacer más que o repetirse o poder llegar siquiera a emocionar con su extraordinario, sin embargo, Arte desubicado.

Pero en su obra Un templo en ruinas, sin embargo, estará todo el Arte de la historia. Está la belleza clásica más maravillosamente pintada; está el paisaje inspirador, apenas modelado por las aberturas de un templo ruinoso; está la celebración histórica de la cultura y la civilización grecorromanas; está la grandiosidad frente a unos seres humanos ahora empequeñecidos por la belleza... Está la composición perfecta y los claroscuros luminosos más conseguidos por una luz aquí dominada. El dominio sería, tal vez, la mejor palabra para describir la hazaña de este pintor: el dominio sobre la perspectiva, sobre la luz, sobre las formas, sobre la proporción, sobre el concurso racional del desequilibrio entre la fuerza nuclear de lo construido por el hombre y el hombre mismo. Ahora, aparecen esos mismos hombres aquí empequeñecidos ante la grandiosidad arquitectónica, aunque ruinosa, de una obra de Arte más que de una construcción habitable y sagrada. Sin embargo, el pintor no se ubicaba más allá de su saber artístico clásico. Aunque el Prerromanticismo era un hecho, este pintor no se definía aún como romántico. Por otro lado, el pintor francés vivía los momentos iniciales de la Revolución y, aunque no podemos saber la fecha de la obra, el preludio de un cambio social tan enorme como fue la Revolución francesa. ¿Estaría presagiado aquí ese cambio por las ruinas de un templo consagrado? Esta sería, de existir alguna, la única connotación anticipada en la pintura de lo que sería una transformación que llevaría a la ruina muchas de las sagradas construcciones -no solo artísticas- conseguidas en la cultura occidental. 

Luego de eso llegaría el Romanticismo, que acogería estas obras con un entorno emotivo y evanescente que transformaría por completo el Arte de pintar. Y triunfaría en la historia, a diferencia de otros estilos parecidos que no llegaron a consolidarse (como el caso de la pintura de Giovanni Battista Tiepolo). Y triunfaría porque el entorno emotivo fue impulsado además por poetas, filósofos y escritores, algo de lo que los pintores se aprovecharon maravillosamente. Y que llevaría el germen de la modernidad, apenas desarrollado. Y el Arte cambiaría ya por completo. Porque sería culminado con obras como esta de Demachy, donde la perfecta línea, la extraordinaria luminosidad frente al escenario, ahora en ruinas, construido por el hombre, habían conseguido llegar a su más logrado modo de ser representado. Pero la Revolución cambiaría todo eso, cambiaría así el sesgo ingenuo de los pintores clásicos: ahora el horror habría desfigurado la simple grandeza o la belleza en aras de un mundo diferente. Por eso el Romanticismo triunfaría también al amparo incongruente de una desazón existencial consecuente. Ahora ya no se pintaría con la sagrada perfección proporcional a las medidas o a las combinaciones clásicas más encumbradas de belleza. Porque luego, en el Romanticismo posterior a la obra de Demachy, la emotividad y el sentimiento añadieron así otras cosas para poder llegar a admirar ahora, por ejemplo, un paisaje sin nada, o una ruina, o un escenario construido y aposentado solo para el hombre.

(Óleo Un templo en ruinas, mediados del siglo XVIII, del pintor francés Pierre-Antoine Demachy, Colección Privada.)


5 de junio de 2019

Las libertades representativas del manierismo nórdico y su imaginación sorprendente.




Cuando el Manierismo estaba en su mayor apogeo, segunda mitad del siglo XVI, los pintores del norte de Europa (flamencos y holandeses) desarrollarían su peculiar manierismo nórdico. Cuando en el sur de Europa los temas más tratados en ese estilo eran religiosos, los pintores norteuropeos se inclinaron más por asuntos mitológicos o, los más moderados de ellos, por una temática antiguo-testamentaria donde las leyendas de la antigua Israel tan sensuales podían utilizarse sin arañar demasiado la sensibilidad puritana. El Segundo Libro de Samuel describe el momento en el que el rey David ve por primera vez la belleza de Betsabé: David se quedaría en Jerusalén. Una tarde el rey se levantó de su cama y se puso a pasear sobre la terraza de su palacio, vio entonces desde ahí a una mujer muy hermosa que se estaba bañando.  Este fragmento bíblico ocasionaría un motivo iconográfico fundamental en el Arte europeo: la alegoría más expresiva de la visión de la belleza, del Arte mismo. Porque el rey David mira ahora pero no es visto; desea ahora y acabará poseyendo lo mirado. Y esto es una fiel representación metafórica de lo que es cualquier admirador del Arte -de nosotros-  al experimentar lo mismo que el rey israelita sintiese en su ávida visión de una belleza.

Cornelis van Haarlem (1562-1638) es uno de los mejores pintores manieristas de la historia del Arte. Extraordinario seguidor de la escuela de Haarlem, pero también de la de Amberes, el lugar más frenético del Arte manierista del norte, mezcla por entonces tanto del estilo flamenco como del italiano. Los pintores norteuropeos fieles a esa tendencia simbiótica de estilos nunca desecharon los colores, las formas, la elegancia, la sensualidad ni la desenvoltura de los maestros italianos. Para cuando Cornelis pintase su obra Betsabé en su baño, el siglo XVI empezaba a declinar. En el año 1594 los pintores italianos comienzan a vislumbrar el naturalismo de Caravaggio y su fortaleza compositiva tan realista. Pero Cornelis sigue siendo un enamorado de la belleza sugerente así como de la belleza misteriosa más interiorizada o subjetiva. Para el pintor holandés el Arte no tiene razón de ser si lo que expone en sus obras es la representación más realista, cruda o explicitada de la vida. Aun de una mitología sagrada, aun de una historia consagrada por la transcripción textual de una enseñanza bíblica, fiel además a la deriva impenitente de lo más humano: el irrefrenable deseo pasional o sexual. Porque la pasión calculada del rey David (luego de ver a la esposa de Urías decide el rey poseerla pensando hacer desaparecer al marido) es una forma intelectualizada de deseo. Como lo es el Arte al fin y al cabo. También lo es acabar poseyendo esa belleza, porque el Arte es una forma de belleza que acabaremos aprehendiendo luego de mirarla deseoso. 

Trescientos años después, y algunas tendencias entre medias, Gérôme (1824-1904) compone en el año 1889 su lienzo Betsabé, pero, para entonces, lo hace el pintor francés con un manifestado y explicitado modo de hacerlo todo totalmente diferente y opuesto al de Cornelis van Haarlem. En la obra realista academicista de Jean León Gérôme la visión reflejada del mensaje bíblico es conforme a lo textual: el rey David está admirando desde su terraza el cuerpo desnudo de Betsabé mientras se baña junto a su sirvienta. Sólo el cielo los separa ahora con sus tornasolados trazos magistrales. Porque la pequeña y lejana figura de David y su objeto de deseo están en la línea de un punto de fuga tan erótico y manifiesto como la obra fija, sin secretos, todo su sentido erótico justificado. Pero en la pintura manierista no es esto así. En la obra manierista no hay línea de fuga erótica, pero, a cambio, sí hay misterio y suspense. Para los pintores como Cornelis la verdad explicitada de la realidad no es razón para plasmar belleza en un cuadro. La belleza es autónoma en el Manierismo, no dependerá de ninguna mirada directa, salvo la del espectador ajeno -fuera del cuadro-, es decir, de nosotros mismos. La belleza manierista no es ni exagerada ni desenvuelta, por tanto no es mirada ni atropellada (por otros personajes) claramente en el cuadro. Entonces, ¿cómo llevar a cabo una representación artística que se basa ahora precisamente en la utilización de la mirada como justificación? En la obra de Gèrôme el palacio de David está visible a la izquierda, y con él al rey David, que lo vislumbramos ahora sin error. Pero, ¿y en la obra de Cornelis, dónde está el rey israelita? Veremos el palacio de David, pero no a éste, al fondo de la obra en unos trazos ahora apenas en grisalla, demasiado lejos como para poder ver la belleza desde allí...

El Manierismo es la representación del Arte más puro jamás realizado. Arte donde lo intelectual y lo sensual se dan la mano sin ruptura, sin límites, sin fisuras, sin aditamentos extraños a una manifestación de belleza trascendente. Belleza material y sensual, pero que ahora irá más allá -que trasciende- de los referentes reales o más naturales de lo bello. Por eso en la obra manierista de Cornelis no vemos al rey David. Solo vemos un paisaje frondoso -el bosque acogedor simbólico de belleza inmaculada-, vemos los desnudos señalados o por el marfil más blanco y puro o por el azabache más negro y misterioso. También vemos un paisaje y fuentes estatuarias, pero, sin embargo, la ausencia imperceptible de un cielo, algo ahora que no vemos porque no es aquí la belleza... Betsabé está siendo lavada por dos personajes en Cornelis, cuando  en Gèrôme solo hay una sirvienta. En el Manierismo la belleza es compartida por todos los personajes posibles, no solo por el principal. En el Academicismo, a cambio, el personaje protagonista es solo lo importante. Es esto, disponer de dos sirvientas, otra libertad que se tomaría Cornelis para componer su obra, porque Betsabé no era más que la mujer de un mero soldado de Israel, no una gran señora. Sin embargo, el pintor manierista va más allá en su intelectual y bella tendencia metafórica. La belleza sugerida es acentuada en un simbólico triángulo de cuerpos alternados de belleza, un triángulo donde dos cuerpos blancos son realzados por el bello y exótico cuerpo negro de la sirvienta. Pero no bastaría esa belleza, porque ahora el cuerpo blanco de la mujer atendiendo al baño de Betsabé tiene una apariencia algo masculina. Todo un alarde misterioso y magistral para representar la presencia visual tan necesaria de aquella metáfora admirativa. Es este cuerpo aquí la representación de la figura transpuesta del rey David. Es esa representación que exigirá la imprescindible situación de un personaje en una obra cuya justificación solo tendría sentido si, para que exista una belleza observada, debería existir también un observador que la admirase...  Como en el Arte. 

(Óleo Betsabé en su baño, 1594, del pintor manierista Cornelis van Haarlem, Rijksmuseum, Ámsterdam; Cuadro del pintor academicista Jean León Gèrôme, Betsabé, 1889, Colección Privada)