28 de abril de 2020

La salvación está en el equilibrio entre aceptarlo y elegir salvar a otros de lo mismo.



La leyenda tiene la cualidad de poder adaptarse a cualquier final... El Arte luego la tiene de poder expresar la pasión o la reflexión que lleven o al mayor momento de dolor o al más placentero instante de esperanza. Los seres humanos serán manejados a veces por un destino ingrato consecuencia de la decisión cruel de algunos de sus semejantes. No es ahora la voluntad de un Universo intangible  sino  el desatino malévolo  de una voluntad humana lo que lleva a propiciar un destino terrible. Aun así los deseos misteriosos de un Universo sorprendente llevarán luego, posiblemente, a salvar de la cruel  amenaza...  Fue el caso mitológico de Ifigenia y su trágica griega familia atrida. Cuando su poderoso padre Agamenón decidió marchar a Troya para ganar una guerra, los auspicios le dijeron que sólo podría izar las velas de sus naves ante la tormenta tan fiera que le impedía salir sacrificando a Ifigenia. La leyenda es como el Universo sorprendente, puede tener ahora tantas lecturas como autores diferentes... Inicialmente la hija de Agamenón moriría en el cadalso sacrificada, pero otros poetas idearon que se salvara mejor cambiada ahora por un ciervo gracias a una amable diosa. Las naves griegas izaron sus velas y una vida iba a ser sacrificada por la cruel decisión de un augurio infame. La diosa Artemisa, no obstante, salvaría en un último momento a Ifigenia llevándola al país de la Táuride, donde acabaría convertida en una sacerdotisa de su templo. 

El pintor François Perrier llevaría a Francia el Arte barroco tan decorativo de Italia. En el año 1633 compone su obra El sacrificio de Ifigenia. Es una composición extraordinaria porque diversos elementos iconográficos se combinan para producir emoción y belleza justo en el  momento anterior a la tragedia. Vemos a la diosa Artemisa con el ciervo que sustituirá finalmente a Ifigenia. La pintura maneja aquí las formas y los colores de una manera muy expresiva. Hay diversas formas mezcladas y representadas ahí: regulares, curvas, humanas, atmosféricas, terrenales, divinas, materiales, aviesas o salvadoras... Hay muchos colores también de casi todos los matices cromáticos: verdes, ocres, rojos, amarillos, blancos, grises, marrones, azules... La composición está aglutinada por la configuración tan ajustada de la escena dramática. Todos los elementos de la escenificación del sacrificio están aquí juntos, plasmando casi en un único plano el sentido más artístico de la obra. Están ahí la crudeza, la violencia y su decisión por un lado, pero también están la aceptación, el ruego, la adoración o el candor por otro. Hay dolor y hay esperanza. Hay movimiento y hay quietud, hay maldad y hay bondad en ese cruel instante dramático. La leyenda de los atridas es la historia del linaje trágico de Agamenón. Al sacrificio de Ifigenia se uniría el parricidio y el matricidio más terrible. Después de tanto tiempo como se prolongaría la guerra troyana -casi diez años- la esposa de Agamenón, Clitemnestra, acabaría enamorada de Egisto, un primo de Agamenón. Deciden entonces ambos amantes asesinar a éste a su regreso de la guerra. Cuando Orestes, hermano de Ifigenia, conoce la verdadera autoría de la muerte de su padre, elije acabar con la vida de los asesinos aunque uno sea su propia madre.

Huyendo de las Erinias vengativas por haber cometido tamaño crimen, trataría de encontrar solución a su tormento. El dios Apolo le vaticina a Orestes que la única forma de salvarse era ir al santuario de Artemisa en la Táuride, tomar la estatua de la diosa y traerla a Micenas. El santuario se encontraba en el reino de los Tauros, yendo hacia el este a través del Ponto Euxino (mar Negro) hasta llegar al Quersoneso. Iban con él varios compañeros de Micenas y todos fueron descubiertos al acceder al templo de la diosa. Artemisa había ordenado a Ifigenia que sacrificara a todo aquel que osara entrar a su templo. Cuando los autores del sacrilegio son presentados a Ifigenia, los hermanos se acaban reconociendo. Entonces ella comprende que debe silenciarlo si desea salvar a Orestes. Es ahora cuando en la estética del mito la reflexión sustituye a la pasión malévola. Para esto qué mejor representación de Ifigenia que la del pintor alemán Anselm Feuerbach (1829-1880). En su obra neoclasicista vemos la figura serena de Ifigenia reflexionar ahora sobre el destino que le acontece, solo entre sus manos, para salvar a Orestes. Piensa cómo convencer a los pobladores del reino y a sus gobernantes para poder huir y salvarse con Orestes. Como su hermano a contaminado a la diosa en su intento de tomarla, les dice a los pobladores de la Táuride que la estatua debe ser purificada ahora con agua de mar. También que ante la afrenta sacrílega no debían salir de sus casas para no ser contaminados. Llevaría a los asaltantes con ella hacia un barco para ser descontaminados...  Al final en la tragedia Ifigenia pronuncia esta sutil alabanza: Oh, hija de Latona, sálvame esta vez de ser sacrificadora. Condúceme a la Hélade, lejos de esta tierra bárbara y perdona mi latrocinio. Tú que amas a tu hermano, diosa, piensa que también yo amo al mío.

Era la transformación estética de una realidad trágica por otra compasiva. Era la pasión del Barroco de Perrier convertida ahora en la reflexión del Neoclasicismo de Feuerbach. Dos emociones, la pasión y la reflexión, muy difíciles de reconciliar en la vida. Sin embargo, la tragedia abandonaría por un momento la crueldad que gravitaría siempre entre la maldad de los hombres. Lo haría para, olvidándose Ifigenia de su anterior sufrimiento, poder elegir ahora salvar a otros de lo que ella había sufrido antes. En la obra neoclásica el equilibrio de las formas contrasta con el desequilibrio estético de la barroca. En aquel Ifigenia está eligiendo en libertad ante la visión sosegada de un paisaje de esperanza. No hay otra cosa que esperanza en la visión de la obra clásica, una forma de esperanza muy decidida, auspiciada por la realidad de un mundo, sin embargo, ahora más compasivo que el de antes. Porque aunque no hay otra cosa que maldad en las decisiones de unos humanos que afrentan a otros, no habrá más que salvación, sin embargo, en las decisiones humanas que piensan en los otros. Para el Arte la visión de ambas cosas llevará a comprender el sentido de la vida frente al sentido de la muerte. En un caso es desde la pasión desenfrenada, en el otro desde la reflexión más serena. ¿Cuántas decisiones podían haberse salvado de acontecer esta última cosa? La postura de la vida que toma el Arte es la de mostrar las dos caras opuestas del acontecer humano. Para el Arte hacen falta conocer las dos, para la vida, sin embargo, sólo una es necesario conocerla. Entre medias la salvación seguirá languideciente  a veces por estar apenas vaticinada por la indecisión menos compasiva de los hombres.

(Óleo El sacrificio de Ifigenia, 1633, del pintor barroco François Perrier, Museo de Bellas Artes de Dijon, Francia; Cuadro Ifigenia, 1862, del pintor neoclásico Anselm Feuerbach,  Darmstadt, Alemania.)

24 de abril de 2020

Elegir entre la destrucción o la construcción de algo es el mito artístico de lo posible.



A las orillas del final de un continente imaginario se alzaría sobre la tierra la construcción más grandiosa nunca antes erigida... Cuando el pintor flamenco Bruegel se decidió a crear una obra parecida (la anterior torre de Babel la había pintado en el año 1563, Museo de Historia del Arte de Viena) volvería a componerla otra vez al lado y muy cerca del mar. ¿Cómo si no transportar mejor los ingentes materiales que se necesitaran para construirla? También por la geografía marítima de su tierra holandesa, tan cercana al mar, lo que haría que recrease un paisaje anacrónico y deslocalizado de aquel suceso bíblico tan desastroso. A diferencia de otras obras de Babel, en esta el pintor flamenco apenas sitúa seres humanos visiblemente definibles en su creación. Están ahí, pero no se distinguen bien por la ingente perspectiva tan principal que la obra renacentista dispuso para la torre. Esto realza más la construcción frente a los constructores. Es como si aquélla tuviese vida propia o fuese realmente la que acabase por ser creadora en vez de creada...  Así, sería entonces la destrucción y no la construcción del poderoso engendro endiosado lo que habría animado la vida, los deseos y la voluntad de los hombres. Estos se habrían decidido, por fin, y colaborarían juntos para destruir la poderosa maquinaria divina que, alzada hasta cerca de las nubes, manejaría al mundo, sus seres y todos los designios terrenales. Porque ahora los seres humanos deseaban ser libres, querían dejar de ser controlados por una fuerza ajena que los había dominado desde el inicio del mundo. Y por esto mismo no estaban ahora construyendo sino destruyendo la torre. 

Es casi el mismo sentido bíblico de la torre babilónica. Porque la idea de una creación artificial tan enorme fue luego un fracaso en sí misma, acabaría siendo una demolición gigantesca, un intento malogrado en su propio desarrollo y finalidad. ¿Cómo abandonar algo que había sido alzado con el esfuerzo ingente de tantos sacrificios?, ¿no sería mejor entendido ese suceso de ruptura como algo conforme a la sagacidad de una liberación humana, que a una maldición divina causada por la ambición humana de un gran poder terrenal, sin embargo, apenas creíble? Lo que sucedería entonces mejor fue una liberación, un intento de liberación y no una maldición de la divinidad ante los deseos poderosos de los hombres. Fue la destrucción de un poder divino sobre la humanidad representado por la enorme torre. Lo que llevaría a ser el mito de Babel una realidad más acorde con el destino de los humanos, algo que dejaría a los hombres liberados para poder hablar no solo el lenguaje que quisieran sino, sobre todo, para elegir también entre la construcción más elogiosa o la destrucción más definitiva. Tiene más sentido el mito en la decisión de poder ejercer una libertad humana que en la de querer acercarse a una divinidad. Porque el poder no se entiende mejor como construir juntos algo grandioso que acerque a un dios, el poder es mejor como destruir ahora aquel símbolo endiosado universal que habría manejado, a su albur divino, el sentido terrenal de la vida de los hombres. 

Porque en la obra de Pieter Bruegel (1525-1569) parece que están los seres destruyendo más que construyendo la torre poderosa. Es el gesto de la destrucción desde sus niveles más altos lo que vemos mejor en la obra de Arte.  Vemos entonces ese gesto destructivo desde los arcos más elevados con el que los hombres acabarían, poco a poco, con la opresión de unos dioses o de un dios  por condicionar el sentido de la historia. ¿No se hacen las mismas tareas manipuladoras en la representación para crear como para destruir? En esta obra de Arte es lo que parece, ya que es imposible distinguir el sentido real de una acción figurativa ante las limitaciones de unos trazos pictóricos tan indefinidos. ¿Poder ajeno o libertad propia?, ¿destrucción o construcción...? ¿Cómo saber qué fue, finalmente, lo elegido? En la conciencia legendaria o en su propia historia el ser humano decidió libremente poder elegir para obtener así un fin determinado. ¿Cuál finalidad fue entonces la más realista, erigir una torre para llegar hasta la divinidad o exorcizar un poder divino, representado por la torre, que coartaba la libertad? El mito bíblico planteaba que la voluntad de los humanos, su soberbia constructiva, fuera limitada al determinar Yahvé que se confundieran hablando lenguas diferentes. ¿No era esto una forma de poder divino para mermar la libertad de los hombres? Sólo cuando luego algunos avezados hombres llegaron a comprenderlo empezarían por destruir el engendro poderoso de su propia limitación. 

El pintor renacentista compuso la figura ingente de la torre en un primer plano poderoso. El paisaje es aquí limitado, no es muy grandioso: ni montañas, ni riscos, ni ciudades, ni caminos, solo el horizonte del mar y unas nubes como fondo de la imagen. La tierra y el cielo están divididos equidistantemente en la obra. Una línea imaginaria divide horizontalmente en dos un mundo del otro. Sobre ella se sitúa el temible engendro que el deseo de los hombres decide destruir. Son representados además tres planos o dimensiones del mundo: el celeste, idealizado e inalcanzable; el terrenal, subordinado y contingente; y, finalmente, un poder material simbolizado por la torre y dividido a su vez entre el designio divino y el deseo de los hombres. Ambas voluntades se enfrentan en la erección de un mito que el pintor nos hace intuir con la representación de esas tres dimensiones abstractas. Las mismas que ahora podemos deducir del psicoanálisis freudiano, que desarrollaría los tres conceptos psíquicos del Superyo, del Yo y del Ello. En la obra renacentista el Superyo es la torre poderosa, el Yo estaría simbolizado por la acción de la construcción-deconstrucción. El que sea una u otra cosa depende luego del Ello, del plano terrenal inconsciente que condiciona la vida y el deseo de los hombres. Por ejemplo, ¿queremos mejor dominar la tierra o dominarnos a nosotros mismos? Si fuese el primer caso destruiremos la torre; si fuese el segundo no la destruiremos, la construiremos mejor, seguros, decididos y juntos. 

(Óleo La pequeña torre de Babel, 1568, del pintor Pieter Bruegel el viejo, Museo Boijmans Van Beuningen, Rotterdam, Holanda.)

22 de abril de 2020

El Arte no salva, solo representa la mayor mentira de la mayor verdad que existe.



Justo a finales del siglo XIX el pintor clasicista británico John William Godward (1861-1922) se resistía aún a desfallecer ante la impetuosa ola artística de una modernidad arrolladora. El Arte de la belleza estaba sucumbiendo por entonces, poco a poco, frente a una revolución estética que avanzaba tan decidida como la oprobiosa renuencia de la humanidad a reflexionar sobre lo auténtico... ¿Lo auténtico? ¿Cómo se puede pensar sobre algo que nunca ha existido porque nunca se ha alabado ni glorificado? Y no es ya la verdad, sino lo auténtico. Porque la verdad no es exactamente lo mismo que lo auténtico, como la justicia no es lo mismo que lo justo o la felicidad no es lo mismo que la satisfacción. ¿Qué había sucedido para que la belleza se relacionara a finales del siglo XIX con lo injusto, con lo insatisfactorio o con lo decadente? Tuvo que ver con la propia naturaleza del ser humano. Esta representa siempre a seres inconsistentes, volubles, codiciosos, pérfidos o indecentemente egoístas. ¿Es una crítica demasiado pesimista? No, es solo una realidad antropológica. Algo que es posible revertir, sin embargo, con aquella máxima romana que decía:  no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti. En la antigua Roma el emperador Alejandro Severo (208-235) ordenó grabar esa frase en su propio palacio y en los monumentos públicos de la ciudad. Había sido elevado a césar con sólo trece años dominado por su madre y su abuela tiránicas. Su carácter tranquilo y su tolerancia religiosa no pudieron evitar, sin embargo, que sus propias legiones acabaran con su vida en Germania diez años después. La autenticidad, entonces, ¿qué es? Es el respeto a lo ajeno desde la actitud de un mismo respeto a lo propio. Justo lo que el Arte de la belleza hace consigo y con los demás.

Nos lo muestra desde sus propósitos estéticos alejados, entusiastas, conmovedores, serenos, proporcionados, consistentes, eternos. Sin embargo, no satisface siempre porque no sintoniza la belleza con una condición propia de la naturaleza humana. Los seres humanos tienen una raíz animal que proviene de su inevitable conexión con un entorno desasosegado y su impronta competitiva por sobrevivir. Es algo inconsciente que se hace poderoso y que para evitar sus consecuencias no bastará la educación sino el desagravio... Pero el desagravio es imposible porque nuestro mundo es incompatible con ello. Todo es un agravio al nacer y al vivir en un mundo aleatorio, insensible, desolado e injusto. Por esto nació la belleza artística, el Arte, para recrear lo que también la vida encerraba con los pocos instantes de ternura o emoción que lo humano provocaba. Esa dualidad de la naturaleza humana se convirtió en una excusa poderosa para construir una civilización necesaria. En ella la belleza sería una de sus características evolutivas más inspiradas. Tanto lo fue que el ser humano se acabaría acostumbrando a la incongruente existencia de una belleza artística con su naturaleza criminal o maliciosa. Así empezaría el desdén, la desafección, la renuencia o la desconfianza hacia la belleza. Cuando el pintor Godward, arrebatado de una necesitada emoción por fijar eterna la belleza, tuvo ocasión de reproducirla con la artística forma de una glorificación tan estética, compuso la impronta primitiva de aquel instante tan sublime de armonía tan grandiosa. Para hacerlo contaría además con la colaboración de su mejor modelo, la hermosa actriz Ethel Warwick.

Ethel había nacido en 1882 en el centro de Inglaterra y desde muy joven quiso ser artista. Había contribuido con su belleza a la creación de muchos pintores impresionistas o clasicistas que, a finales del siglo XIX, componían perdidos entre la armoniosa, innovadora o exaltada belleza. Fue Ethel Warwick un paradigma perfecto para llegar a comprender la contradicción de la belleza. Ella la poseía de una forma tan natural, ajena y desenvuelta que no se correspondía con un mundo tan desalmado para tratar de glosar, con ella, la serena incomprensión de su necesidad, de su fragilidad o de su evanescencia. Todo empezó por la contradicción de un mundo tan despiadado. Para expresar una forma de estar en el mundo comenzaría ella a vender su belleza a los artistas que plasmaban esa misma belleza con la que representar justo lo contrario. Esta mercantilización de su belleza la llevaría luego a soportar el agravio desolador más infame de un mundo sin belleza. En el año 1906 se une en matrimonio a un actor y realiza una gira teatral por el mundo. Años después vuelve a Inglaterra y consigue dirigir un teatro londinense, sin mucho éxito. Se divorcia y, abrumada o confundida por su belleza, sucumbe años después, en 1923, en una desesperada situación ruinosa. Acabó sus días a los sesenta y ocho años de edad en un asilo de ancianos al sur de Inglaterra. ¿Dónde radica la expresión inequívoca de la belleza? Sólo en el corazón más profundo del ser humano. Sólo en el único lugar desde donde una mentira pueda llegar a transformarse, emotiva, en una auténtica verdad...

(Óleo La carta (una doncella clásica), 1899, del pintor clasicista británico John William Godward, Colección particular; Fotografía de Ethel Warwirck, 1900.)

16 de abril de 2020

El sentido del presente es a veces una sensación falsa, obtusa, equívoca, desalentadora y aplastante.



El Arte tiene la infinita virtud de lo recreado, de lo inventado, de lo calculado, de lo inspirado o de lo atronador a veces. Y todo eso con rasgos de verosimilitud, una realidad representada para poder producir, en una mente perceptiva abierta a los asombros, otra dimensión diferente traducida ahora por la expresión de un universo íntimo, indolente, distante, pero abierto y desmitificador. El Arte nos servirá entonces para llevar a cabo un golpe emocional que nos haga reaccionar ante lo trágico con el suspiro sublime de unas formas armoniosas. La infinitud del universo artístico es ahora ese sistema referencial salvador que viene a seccionar el cruel momento delimitado por el abismo indecente de un presente aterrador. Porque el presente no es siempre clarificador de la sintonía tan diversa de un mundo universal sin límites. Por eso mismo el Arte nos confundirá a veces, porque tiene límites... No podemos obviar ese límite, es un espacio delimitado por las aristas físicas de su realidad iconográfica. Pero la grandeza del Arte está en eso precisamente, en poder transmitir cosas tan diversas a las meramente representadas en tan poco espacio. Muchas cosas o infinitas cosas en el entramado indefinido de un espacio acotado por sus distancias tan cortas. En esto mismo se parecerá a la vida en ocasiones. Cuando padecemos cosas lastimosas se materializan además en el limitado escenario de nuestra limitada realidad tan condicionada. Entramos entonces en el reino infame del tiempo presente, que nos absorbe ahora, despiadado, para no poder llegar a comprender que la realidad, sin embargo, siempre es algo fluido, dinámico, evolutivo, cambiante y sorprendente.

Los creadores artísticos de emociones, que nos obligan ahora a pensar ante la belleza parcial de un instante tan hiriente, pueden conseguir o no hacernos llegar a ver, antes o después, el mensaje sutil de una contradicción estética ahora no resuelta del todo en nuestro mundo. Esta es la contradicción de la emoción de la belleza. Porque la emoción de la belleza inspirada en un instante no es nunca ni triste ni desolada ni espantosa. Y no lo es por la propia naturaleza de la belleza y del instante: absolutamente cosas evanescentes consecuencia de la propia sensación tan fugaz que lo produce. Cuando percibimos una belleza es exactamente igual que cuando presentimos una emoción, solo estarán motivadas por el momento fugaz de su sentido temporal tan evanescente. Es el presente el que recrea la emoción y la belleza. Pasado ese momento ni lo uno ni lo otro permanecerán así jamás. El pintor holandés Josef Israël (1824-1911) perteneció a un periodo artístico holandés impregnado tanto de realismo, intimismo como de impresionismo. De origen sefardí, Josef Israël abandonaría los grandes personajes históricos para componer seres anónimos perdidos entre las profundas limitaciones de sus vidas. En el año 1878 crearía su obra Sola en el mundo. Y en la representación artística que hace en su obra está la explicación anterior de la contradicción de lo limitado y de lo infinito, de lo bello y de lo que no lo es, de lo doloroso y de lo grandioso... En una humilde habitación decimonónica una joven llora ahora desolada ante el cuerpo moribundo de su padre. Esos elementos iconográficos ubicados en el espacio limitado de la obra determinaban así la emoción y la belleza que el pintor desearía transmitir. 

Y lo consigue principalmente con la imagen definida, emotivamente vinculante, de la joven y su padre. De pronto surge aquí la soledad ante el hecho inapelable de la muerte. Pero ese hecho no lo vemos ahora bien: puede estar enfermo, puede estar dormido, o puede que ella se lamente así ahora por otra cosa. Pero el pintor lo deja claro, sin embargo, con su título aplastante. Ahora, aquí es la definición que elegiremos para establecer una cosa cierta: la vida nos abrumará inmisericorde ante el hecho inevitable más imprevisto. El pintor recrea ahora su escenario, sin embargo, con una bella serenidad que no corresponde con una alarmante situación como esa. El orden, la adecuación de las cosas, la perfección de la atmósfera del cuarto, están ahora desentonando ahí con esa entropía emocional tan espantosa. Hasta podemos imaginar el poco ruido que la escena destilase ahora entre sus sombras. Las cosas representadas en una obra de Arte son como los elementos de una ecuación prodigiosa: nada está de más ni de menos para poder despejar la incógnita. Aparecen en el cuadro impresionista una mesa y dos sillas, con lo que deducimos que nadie más habitará en la estancia. Aparece un armario que resguarda cosas o las distrae de un área vital tan expedita. Hay además un reloj de pared a la derecha del lienzo. Es el tiempo, una magnitud ofensiva y limitante de muerte, pero también  una abierta y descollante poderosa de vida, algo que no hace más que recordarnos dos cosas contrapuestas: la negativa de mirar hacia el momento presente y su esencia ofuscadora, o la positiva y su esencia de pensar ahora que todo pasa y nada es importante.

Luego vemos en el suelo un libro abierto junto a la joven, es ahora aquí el pensamiento puesto en palabras para recordarnos las ideas que hacen diferentes las cosas del mundo. Hay una escalera de pie a la izquierda de la obra. Eso es lo que parece. La simbología es ahora lo importante. El sentido práctico en el Arte no es para nada nunca relevante. Está ahí para elevarse, para subir, para desterrar con ella el presente mortal de un instante amordazante. Pero hay algo en la obra de Arte aún mucho más significativo para descomponer esa aparente realidad tan dramática. Es el ventanal descorrido y poderoso del fondo que no sólo iluminará la estancia sino también cualquier espíritu entumecido ahora por un momento tan duro o paralizante. Es la ventana a través de la cual veremos un mundo exterior apenas definido ahí por los marcos divisionarios de una realidad distinta. Así, ahora todo momento presente se escapará maldecido por ese enlace luminoso hacia el universo infinito y poderoso de lo incognoscible. Nada hay más falso y obtuso que la sensación que define la forma del tiempo que delimita ahora un momento como el único momento existente en el mundo. El reloj nos lo recuerda perenne: la vida fluye siempre y los instantes serán la suma poderosa de un momento tras otro. Por eso la luz que penetra en la estancia ilumina las cosas que la obra define ahora como eternas e insondables. El sentido es justo aquí recomponer una infame frase (Sola en el mundo) con la fuerza indefinida de ese mundo distinto... Con él, con ese mundo de luz que entra ahora por la ventana vinculante, el pintor nos describe otra contradicción más en la obra y en la vida. Que es el mundo ahora aquí el que, por una bella refracción de luz, estará así junto al sujeto para siempre, que no habría nunca dejado antes de estarlo, y que, luego, el tiempo, tan solaz como indolente, volverá una vez más, siempre así, a recordarlo.  

(Óleo Sola en el mundo, 1878, del pintor holandés Josef Israël, museo de Ámsterdam, Rijksmuseum.)

11 de abril de 2020

La injusticia magnánima del Arte debida al tiempo y los prejuicios.



La capacidad de sorprenderse es muy útil para admirar el Arte. La sorpresa en el Arte es lo inesperado que no daña. Todo lo contrario. Supone también un interrogarse cosas. La primera, ¿de quién es esa obra?, la segunda, ¿de qué año o periodo?, la tercera, ¿cómo es posible? El pintor es Giovanni Antonio Boltraffio, un discípulo del gran Leonardo da Vinci que, antes del año 1500 seguramente, pintaría esa obra. No es posible, ¿o sí? La Gioconda la pintó Leonardo incluso años después. Pero, sin embargo, esta obra no ha pasado a la historia del Arte para nada, sin ningún comentario especial ni no especial. ¿No es el Arte una forma de injusticia magnánima? En un catálogo cultural italiano se indica: Retrato de una dama con una copa, entre 1490 y 1510, de Giovanni Antonio Boltraffio. Este pintor fue alumno de Leonardo entre los años 1491 y 1498. En cualquier caso, es un artista que nació, creó y vivió a la sombra de un genio. Esto y los prejuicios artísticos de las distintas épocas hizo el resto. El Arte es como un encaje definido por sus matrices maestras, algo que muestra siempre los rasgos distintivos de su trama directriz. Si algo destacase ahora en esa trama, aunque sea bonito, es descartado sin dudar... porque es, ahora, otra cosa. Luego sucederá que esa cosa no es lo que ahora mismo se quiere para el encaje..., y luego, cuando se pueda querer, ya es tarde para un retal construido a destiempo. Ya no se admirará porque han pasado estilos, desarrollos, muestras y genialidades diferentes. Pasó su tiempo, y no se vio ni se percibió luego nada más que una obra olvidada entre los ingentes matices entremezclados de tantas otras. Y, ahora, ¿qué podemos decir? ¿Se alcanzará a observar la mirada de esta mujer retratada con el sesgo apenas perceptible de una desolación tan grande? Su tristeza es contenida, pero, sobre todo, es genialmente conseguida. Luego está la mano de la dama retratada. ¿Hay una mano solitaria sujetando una copa mejor obtenida en el Arte renacentista que ésta? Claro, ahí estará la injusticia. Sólo son apenas dos cosas ahora destacables en la obra. No, solo dos, no. Hay otra. La anticipación en el tiempo del Arte para componer un retrato de mujer tan intemporal o tan universal o tan acrónico. 

Pero es que es pleno Renacimiento, un periodo que todavía no se destacaba en plasmar emociones humanas tan indefinidas. Tal vez, por esto mismo y su simplicidad es por lo que la obra pasara tan desapercibida. La emoción humana de un personaje que no es nadie conocido además, y cuyo retrato no tiene otra cosa más que una copa sujetada por su mano como cosa destacable. En otro catálogo de Arte se indica en una web que sea el personaje retratado de la reina Artemisia II de Caria. Tiene sentido. Mucho sentido porque entonces la imagen es justificada contextualmente. Artemisia II de Caria fue un personaje del siglo IV antes de Cristo que era hermana y esposa del sátrapa Mausolo. Cuando éste murió sintió ella tanto dolor que fue acabando con su propia vida poco a poco. Ese dolor es el que el pintor reflejará así en su obra. Para alcanzar su fin pensó Artemisia en beber de una copa cada día un poco de las cenizas de Mausolo. Esa es la copa con la que ella misma se consumiría. Pero volvamos al Arte. El retrato del personaje tiene un gesto y una forma de cara demasiado vulgar para la época artística. También por eso, tal vez, no tuvo éxito la obra. Su modelo debió ser una vulgar joven de Milán con un rostro vulgar de campesina o de criada. Tampoco entonces se valoraría tanto la emoción, algo muy secundario por entonces, pleno Renacimiento, sobre cualquier otra cosa. Por esto la Gioconda tuvo tanto éxito, porque carecía de emocionabilidad alguna su retrato. Esta obra de Boltraffio es lo que tiene: emoción. Una emoción a destiempo, pero una emoción muy humana. El Renacimiento entonces no podría ser ni vulgar ni emocional. Qué más da esa mirada tan conseguida, esas sombras de su cara o esa mano tan extraordinaria... Entonces daba igual. Una obra más, un retrato más, sin nada más destacable. 

Sin embargo, es uno de los retratos de mujer emocionada del Renacimiento con una belleza simple y elogiosa extraordinaria. Pero obtiene el pintor la emoción solo por el gesto de la mirada. Y esto no es fácil. En la mirada del personaje retratado está la amargura más incontenible, aquella que no tiene remedio porque no tiene solución. Es el sentimiento doloroso que se ha asumido pero que no se ha superado, y no se ha superado porque es imposible de superar. Se sabe ya todo. Lo sucedido y lo decidido. Ahora, solo estará el cándido dolor que acompaña a la decisión inapelable. Por esto la mano es compuesta así también, de ese mismo modo tan seguro. Firme, sin dobleces, sin artimañas indecisas de ningún refugio inexistente ahora en su alma. La Gioconda mira a su creador y a quien la observa. El retrato de Leonardo consigue, por supuesto, genialidad en su impasible mirada decidida. Pero en Boltraffio, a cambio, consigue describir una decisión interior (hacia un único lugar decidido) que no se corresponde así con su mirada distinta (hacia un indistinto lugar inexistente). La mirada está perdida ahora entre los inútiles intentos por comprender la vida y su trágica existencia. La decisión interior de ella está tomada, sin embargo, por lo mismo. ¿Quién puede comprender el alma humana y sus designios? La mujer retratada, Artemisia, seguirá mirando hacia la nada sosteniendo apenas con sus párpados inútiles una tenue emoción tan indiferente. Gloria de un Arte desde entonces tan desprendido de las dulces y eternas alas de un reconocimiento genial.

(Óleo Artemisia de Caria (Retrato de una dama con una copa), 1494, Giovanni Antonio Boltraffio, Colección Mattioli, Milán.)

7 de abril de 2020

La maldad misteriosa es vencida siempre por el arma invisible del héroe solitario.



En los anhelos renacentistas por dominar el mundo y sus demonios, algunos pintores italianos de ese periodo destacaron la figura heroica de san Jorge. Era una leyenda cristiana del siglo IX que no tendría ya nada que ver con la del santo de Capadocia venerado desde el siglo IV. Porque el soldado romano martirizado por Diocleciano moriría decapitado y sin ningún honor ni gloria. La Edad Media luego transformaría su leyenda, la resucitaría victoriosa para hacer con ella otra cosa distinta. Entonces hacía falta un héroe medieval que luchara contra el mal hereje y consiguiera abatir el enemigo religioso del islam. La leyenda occidental relataba, sin embargo, que existiría un dragón que atemorizaría alguna ciudad cristiana con su impenitente actitud agresiva. Y que siempre que sus habitantes querían tomar agua de la fuente, debían distraer al monstruo ahora con alguna presa entre sus fauces. Al principio utilizarían a todos los animales que pudieron, pero pronto se acabarían éstos, teniendo ahora que sacrificar a algunos hombres. Cuando fue elegida una joven para saciar el hambre criminal del dragón, el poderoso héroe medieval se enfrentaría decidido con la fuerza de su destino más mítico. El mito y su iconografía estaban ya definidos: eran por un lado san Jorge, su espada, su caballo atrevido y su actitud tan heroica de fiel compromiso. Por otro lado el dragón infame y terrorífico, sus crueles alas, sus terribles garras y su fuego o su grito maldito. Y estaría además la joven y bella princesa salvada, pero también los hombres o las víctimas abatidas, y luego el paisaje con montañas, edificios y riscos verdecidos. Cuando el pintor de los inicios del Renacimiento Luca Signorelli comprendiera que el Arte renacentista iba hacia un progreso artístico vertiginoso, continuó, sin embargo, pintando como lo había hecho siempre, con la sensibilidad tan elogiosa de sus inicios. 

Así pintaría Signorelli o su taller durante el paso artístico del siglo XV al XVI, resaltando las dos vertientes artísticas del Renacimiento. La obra San Jorge y el Dragón de Luca Signorelli es una muestra expresiva de la fuerza inicial del Renacimiento. Pero también es la representación de la lucha impenitente de los hombres por querer vencer la maldad de un mundo fiero e incomprensible. En esta ignorancia de las causas de los males del mundo  se materializaba la figura siniestra del dragón. La obra renacentista expresa además otras cosas diferentes. El héroe es destacado sobre la figura de su adversario. No vemos qué arma ni cómo la utiliza san Jorge para poder acabar con el monstruo agresivo. Para esto el dramatismo clásico definía ya que una acción noble no debía ser mostrada nunca en su final más cruento y definitivo. El gesto del héroe es compuesto justo cuando su decisión ha sido tomada pero aún no ejecutada.  Porque el héroe noble no puede aparecer unido a su presa asesina y vil, tan solo impulsado a su destino, solo decidido hacia él. ¿Qué representa el dragón misterioso en la obra renacentista? Lo que elimina la vida y desprotege a la ciudad indefensa. En la obra de Signorelli vemos a unos ciudadanos a caballo a la derecha del cuadro que están alejados de la escena principal. ¿No luchan ellos? La representación renacentista tiene eso, que denuncia cosas con sensibilidad artística. Solo se enfrenta al dragón el héroe solitario. Y a pesar de los cadáveres que el pintor compone con la perspectiva más moderna de aquel renacimiento. Porque ahora las víctimas son expuestas aquí con su imagen más demoledora. El pintor las sitúa claramente en primer plano. Pocas pinturas de San Jorge y el Dragón las muestran de ese modo tan gráfico y vil. La propia sociedad es criticada por el pintor: no cuidarán a sus habitantes los poderosos, esos que ahora se encuentran alejados al fondo de la obra.

La iconografía resalta un paisaje virtuoso, con edificaciones grandiosas y un horizonte benigno y destacable bajo el cielo dulce de un atardecer. Qué lugar tan maravilloso para situar un terrible monstruo asesino. Pero este Renacimiento nos sorprende con el mensaje dadivoso de un mundo floreciente, una maldad taimada y los sublimes trazos de su figura intrigante. La maldad es representada con la sensación indefinida de algo que no vemos del todo en el cuadro. Si no fuera por el deseo firme de la actitud heroica del abnegado caballero, la representación de la obra renacentista expresaría el macabro escenario de una maldición humana indigna y vergonzosa. ¿Nada es posible hacer frente a la maldad poderosa de lo imprevisto o de lo invencible? Porque ahora los seres humanos son abatidos y sus cuerpos mortecinos testigos visibles de un cruel homicidio. Absoluta orfandad infame que encierra ahora un sin sentido solo obviado por la figura irresponsable de un cruel dragón asesino. La muerte es vencida por el caballero solo después de querer salvar a la doncella inocente. En ella se representa la sociedad indefensa y oprimida, esa opuesta humanidad a la otra que no hace más que esperar. Los héroes lucharán solos, para eso son héroes. La fuerza del dragón es la fuerza de la soledad de los héroes. Mientras no estén éstos las víctimas yacerán sin miramientos. Con su imagen salvadora y firme ante la fiera el pintor compone al vencedor de la muerte con el hálito grandioso de una poderosa efigie providencial. ¿Qué pasará mañana cuando el héroe trashumante no acuda decidido a vencer las maldades? La imagen renacentista representaría el paisaje como marco y reflejo de un mundo ajeno a lo dramático, que no recuerda ahora ni el momento ni el lugar ni sus peores alardes. Mejor para eso hacer también que el héroe legendario oculte ahora su armamento. Con ello, con la fuerza invisible de su arma vinculante, el imaginario cultural mantendría siempre bello con ese instante el poder, la fortuna y su sagrada decisión contra lo infame.

(Óleo San Jorge y el Dragón, 1505, del taller o su pintor Luca Signorelli, Rijksmuseum, Holanda.)

3 de abril de 2020

Vivir es estar despierto, aunque equivocado, en una eternidad llena de sueños.



Arato de Solos (310 a.C - 240 a.C) fue un poeta griego de la época helenística enamorado de los antiguos versos de Hesíodo y Homero, aquellos lejanos versos que glosaban la genealogía de la humanidad desde sus tiempos primigenios. Pero ahora, en la época alejandrina de los avances griegos en geografía y astronomía, Arato compuso una obra poética didáctica donde describía los cielos y sus constelaciones junto a una épica del mundo y su destino terrenal. En su lírica genealógica combinaría las formas estelares conocidas hasta entonces con la mitología helénica de sus dioses y diosas más influyentes. Su gran obra didáctica, llamada Fenómenos, es un enorme poema en hexámetros que llegaría a ser tan famoso como lo había sido la Ilíada o la Odisea. Describía una cosmovisión de la humanidad que tuvo una influencia en los siguientes pensadores de la historia. Para relatar la genealogía astronómica de los astros idearía la huida de la Tierra de algunas de sus divinidades para poblar ahora las constelaciones brillantes del cielo. Pero, ¿por qué abandonarían entonces los dioses la morada de los hombres? Para justificar esa decisión el poeta Arato imaginaría la degradación de los humanos en una Tierra llena de crueldades, guerras, enfermedades y miserias. Sólo así podrían sus valedores, los dioses y diosas providenciales, abandonar la convivencia con los hombres en un mundo que antes, sin embargo, habría sido privilegiado y beneficiado con su presencia. Así describiría Arato en su obra la edad dorada del mundo, una maravillosa época donde los hombres gozaban con los dioses de la vida en sus inicios. 

La obra de Arato nos cuenta las tres edades de la humanidad, la feliz edad de Oro, la llevadera edad de Plata y la terrible edad de Bronce. En la edad feliz de Oro vivía la justa y virtuosa diosa Astrea entre los hombres, visitándolos en sus casas y velando para que la inocencia y la verdad brillaran en su mundo. Como hija dadivosa de Zeus, favorecería la vida de los seres humanos así como el equilibrio necesario para que el mundo pudiera avanzar sin errores. Entonces no existían fronteras ni era necesario desplazarse ni nadie se arriesgaba a viajar por el mar tempestuoso. No se envidiaba tampoco nada, ni se deseaba nada, solo vivir en paz en un mundo dadivoso. La diosa se preocupaba de que fuese así y velaba porque la vida prosperase, haciendo incluso que en los corazones de los humanos no hubiese lugar para la culpa. Pero pasaron los años y la naturaleza de los seres se transformaría totalmente en la edad de Bronce. Entonces el alma humana se corrompería y las intenciones de los hombres se volverían malvadas. Así empezaron a producirse guerras, enfermedades y terribles consecuencias. La diosa Astrea no pudo seguir ya entre los hombres. No podía vivir en un mundo plagado de toda esa miseria tan cruel y desgarradora. Decidió entonces marcharse de la Tierra y dirigirse a los cielos para brillar eterna entre las constelaciones de un firmamento donde su luz, al menos, recordara a los hombres su época dorada. Zeus la elevaría a los cielos y la situaría en la constelación brillante de Virgo, desde donde su estrella relumbra cada noche entre las más titilantes luminarias de su cúmulo.

El pintor napolitano Salvator Rosa (1615-1673) fue uno de los artistas barrocos más excéntricos y extraños de la historia. En su etapa final compuso obras con un estilo casi prerromántico y un marcado trasfondo filosófico o simbólico. Una de ellas lo fue su obra Astrea abandona la tierra del año 1665. Con rasgos místicos de cierta semejanza a la iconografía cristiana de la ascensión de la Virgen, la pintura exhibe, sin embargo, una dialéctica pagana muy diferente. Porque ahora la divinidad se marcha abandonando a los seres humanos para siempre. No los protegerá ya. Desde su constelación estelar en los cielos de la noche no hará otra cosa que recordar la luz que en otro tiempo brillase cerca del mundo. Hastiada de la maldad y la obcecación maldita de los hombres, Astrea decidió que así, en un mundo equivocado, no podría vivir sin padecer la terrible influencia de su devenir tan miserable. No confiaría en nadie y decidiría además que solo unos pastores recibieran la herencia que ella le dejaría a la humanidad. En la obra barroca el pintor sitúa a la diosa elevándose del mundo hacia los cielos, entregando ahora los símbolos virtuosos de su bondad. Estos son los emblemas de la justicia, las faces y la balanza. Elementos que ahora un pastor toma entre sus manos aferrándose a ellos en un gesto desesperado por salvarse. El mito de Astrea supuso a partir del Renacimiento un acontecer de significaciones imaginativas y creativas muy oportunistas. Con ellas se justificarían las nuevas eras en la historia. Las que, política o religiosamente, podrían valerse de un mito redentor. Uno que volvería a la Tierra para hacer del mundo un lugar de esplendor glorioso. Sin embargo, la estrella, cuyo sentido refulgente fuese entonces definido por el abandono de una diosa, seguirá brillando desde lejos a un mundo aún equivocado. Un mundo que no buscaría otra forma de vivir más que aquella terrible edad de Bronce primigenia, esa época donde la huella virtuosa de sus inicios dorados habría dejado ya de existir entre los egoístas y lastimeros vientos de su inevitable destino.

(Óleo Astrea abandona la tierra, 1665, del pintor barroco Salvator Rosa, Museo de Bellas Artes de Viena.)