19 de junio de 2020

El designio determinante de los dioses subyace bajo las ansias de libertad de los hombres.



El mito griego fue la epopeya vital de la relación poética entre los humanos y los dioses. Fue una excusa creativa, social, literaria y existencial extraordinaria. ¿Cómo justificar por entonces si no el vaivén azaroso de un mundo racionalmente tan incomprensible? Las causas últimas de las cosas fueron asignadas a unos seres divinos que, caprichosos, alteraban sin justificación la vida sin sentido de los hombres. Sin sentido porque nada de lo que sucede lo tiene, a menos que justifiquemos todo lo que sucede sin desmerecer nada, ni lo malo ni lo bueno ni lo peor. Para aquel pueblo mediterráneo, que no hacía otra cosa que preguntarse cosas, la vida era mejor comprendida si había algo superior a ellos que dominara las formas en que el azar condicionaba el destino de los humanos.  El pintor barroco más clásico, misterioso, mítico y sugerente lo fue el francés Nicolas Poussin. Para él, el mundo debía corresponderse a formas donde la belleza se equilibrase con un mensaje misterioso. Como conocedor de la cultura helénica y del mito, Poussin expresaría siempre en sus obras el sentido más incognoscible que el mundo encerrase en sus formas. La belleza era parte del misterio. El Arte habría venido a satisfacer esa incógnita tan arrebatadora. ¿Hay algo mejor que contestar al misterio de la vida con las formas sagradas del Arte más clásico? Durante el año 1639 el pintor francés acabaría en Roma su pintura La caza de Meleagro. ¿Quién era Meleagro? Conocemos a Ulises, a Aquiles, a Hércules, a Edipo..., pero, ¿a Meleagro? ¿Había sido alguien importante que tuviera una vida excelsa o alguna épica y heroica aventura vital que llevase a consagrar su nombre en las perfiladas y eternas piedras de la memoria? Nada de esas cosas insignes que los héroes hacen para resaltar su vida ante el mundo tuvo Meleagro. 

Entonces, ¿por qué fue motivo para que un gran pintor quisiera resaltar su nombre con el Arte? Por la participación en una cacería que fue decisiva para el orden de un pueblo griego en los inicios de su historia mítica. Antes de que Troya o cualquier otra hazaña griega épica se librase y contase entre los poetas había existido Meleagro. Fue el joven hijo de un rey de Calidón, una ciudad griega situada cerca de Corinto. Su padre, Eneo, reinaba en Calidón con la sabiduría y la moderación propia de un griego prudente. Con su esposa Altea tuvo tres hijos y dos hijas. Uno de ellos fue Meleagro, hábil cazador y fiel devoto de los dioses. Había nacido con el don de la fortuna y nada le podría suceder malo o hiriente. Así se lo habían dicho las diosas del destino, las Moiras, a su madre cuando nació. Sin embargo, le advirtieron a Altea que la vida de Meleagro estaba ligada a un tizón de leña ardiendo. Y que si éste se apagara antes de su tiempo moriría sin remisión. Se cuidaría su madre así de que siempre estuviese ardiendo. Pero, algo sucedió entonces en Calidón. Los reyes debían honrar a todos los dioses al menos una vez al año. Un año Eneo honró a todos pero se olvidó de Artemisa. Ahora el mito se relacionaba con el azar y la pasión, con el profundo misterio de las causas que acechan la vida de los humanos. Un error y una ofensa, una eventualidad involuntaria y una consecuencia inevitable...  Artemisa, enojada, enviaría a Calidón un feroz monstruo asesino en forma de jabalí gigantesco. La muerte, el hambre y la destrucción asolaron el reino. Su rey entonces convocaría a todos aquellos que quisieran acudir para cazar al monstruo. Su propio hijo Meleagro se presentó, también otros reyes y una hábil cazadora, Atalanta, tan certera con su arco como devota de Artemisa, se decía incluso que había sido criada por ella. Y nadie pensaría entonces que toda aquella maldad había sido causada por la ofensa de esa diosa.

El pintor Poussin compuso una obra diferente a las que acostumbraba a hacer de leyendas. Ahora pintaría una multitud organizada con un fin común, cuando siempre había pintado antes seres agrupados y desordenados por la confusión o el misterio. Ahora era una acción decidida, cuando antes había sido una meditación o una sorpresa o una agonía o una placidez o una serena combinación de cosas imperfectas. Decididos los seres humanos se concentran y dirigen juntos hacia el lugar boscoso donde la fiera habitaría desalmada. Y es cuando el destino comienza a forzar las cosas para seguir cumpliendo su designio... Porque pronto abatirán la fiera y todo habría acabado. Ahora juntos los hombres serán imbatibles. Están seguros y confiados, organizados y capaces, con la inteligencia y la determinación que su voluntad les otorgue. Artemisa no era tan estúpida, no podía haber causado algo que no tuviera consecuencias en un sentido definitivo de su determinación. Ahora cumplirá su designio con la ayuda de los mismos seres que lo padecen. Atalanta fue la primera que hirió al jabalí y Meleagro terminaría por abatirlo. Pero como todos habían contribuido a su caza los enfrentamientos surgirían pronto por el trofeo. Meleagro, fascinado con Atalanta, se dejaría llevar por su pasión y entregaría el deseado trofeo a ella. Ofendidos ahora, los hermanos de su madre le criticaron el gesto parcial de él. La violencia llevaría a Meleagro a herir de muerte a sus tíos. Cuando su madre llegó a conocer el resultado de la hazaña, ofuscada por la muerte de sus hermanos, dejaría de cuidar aquel tizón vital hasta apagarse. Así, con la artimaña de las pasiones, de las ofensas, de las venganzas o de las azarosas relaciones enfrentadas, acabaría Artemisa completando su decidida venganza inapelable.

Pero el pintor no se conformaría sólo con componer una concentración de seres decididos para acudir a una caza. Tenía que confundirnos, del mismo modo que la determinación de los dioses nos confundirá. En la obra de Arte, ¿dónde está ahora Meleagro, quién es él? En el caso de Atalanta es fácil adivinarlo, sólo hay una mujer que acude a la cacería y es ella sin duda la que vemos fascinante. En su caballo blanco, con su casco y su arco en la mano la vemos decidida, hermosa y fascinante. Sin embargo de Meleagro, confundido entre tantos hombres, solo podemos ahora elucubrar cuál de todos los jinetes es él. Unos pueden decir que cabalga al lado de Atalanta: o el que está a su derecha o el que está a su izquierda, que incluso lleva los atributos de un guerrero noble. Otros que es el primer caballero centrado, en primer plano con su lanza. Y ya que la leyenda trataba de él, y así se titula la obra, ¿qué mejor opción que esta para saber quién es Meleagro? Pero, sin embargo, el pintor no identifica claramente al ser más atribulado por las trazas misteriosas de un destino inevitable. Al fondo de la obra vemos dos estatuas griegas de dos dioses: Artemisa, la diosa responsable, y Pan, el dios más irresponsable. En un caso es la diosa ofendida que determinaría las acciones de los hombres. En otro caso es el dios de las pasiones, que condiciona los deseos feroces y sensuales más inapelables. El destino no es más que la agrupación imprecisa de varias voluntades en liza. Hay decisiones divinas que proponen o condicionan, pero luego hay decisiones humanas que ocasionan las últimas voluntades de los dioses. El pintor sabría muy bien que la naturaleza humana y la naturaleza divina llevaban en sí las causas misteriosas que hacen que las cosas tengan un designio misterioso. Que este se justifique o se comprenda suponía la misma actuación incierta que la de encontrar ahora a su héroe en su obra.  

(Óleo barroco La caza de Meleagro, 1639, del pintor francés Nicolas Poussin, Museo del Prado, Madrid.)

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