4 de julio de 2020

La belleza del mundo es algo más que una forma estética de belleza.



Domenichino fue un pintor italiano de la famosa y efímera escuela de Bolonia. En ella sus miembros buscaban la belleza clásica que el Manierismo habría ocultado entre sus formas. El Arte para ellos era algo más que pintar, era componer la más excelsa belleza obtenida desde presupuestos intelectuales que materializaban perfecta la esencia más conseguida de las formas físicas. Sin embargo, fueron muy convencionales en sus composiciones, además de interesados en mantener una oferta artística muy demandada por un público poderoso y anheloso de belleza. Domenichino era el apodo de Domenico Zampieri (1581-1641). Fue llamado así por su pequeña estatura pero también, al parecer, por una personalidad tímida y poco atrevida. Esta obra suya, Venus, no está fechada con exactitud, pero es de suponer que sería una pintura encargada por algún noble o magnate poderoso que deseara visionar la belleza de Venus con un estilo artístico tan obsesionado por las formas. Pero Domenichino hizo algo más que pintar una belleza clásica voluptuosa. Además de belleza explícita obsequió su Arte con la otra obsesión de la escuela boloñesa: alcanzar con su pintura el alto rango intelectual de pensamiento que los filósofos o los poetas habrían conseguido en la historia. Y lo consiguió el pintor en esta obra. ¿Qué es lo que representa exactamente? Componer a Venus había sido una obsesión en el Renacimiento. Tiziano y Giorgione, por ejemplo, obtuvieron obras maestras de Venus en sus representaciones de la diosa. Pero, aquí Domenichino alcanzaría a sublimar la representación de Venus como nunca antes, ni después, había sido compuesta. Primero, está ahora la diosa sola, está despierta y nos mira directa. Ninguna obra así de Venus había sido compuesta de ese modo. Aquí, el pintor nos llevará a una dialéctica con ella. Nos enfrentará a su mirada, a su propia conciencia.

Ahora ella misma dejará por un instante de ser el objeto deseado para convertirse en un medio a través del cual descubrir otra cosa. Por eso es ella quien ahora nos desvela aquí una visión de la belleza que no es ella misma siquiera. ¿Cómo puede ser? Venus era la diosa de la Belleza, con ella los pintores habían encumbrado un Arte clásico para mostrarnos sus virtudes estéticas más elogiosas. Sin embargo, Domenichino no hace ahora lo que sus antecesores habían plasmado en sus imágenes sagradas de Venus: representar la Belleza objetiva. El pintor boloñés nos representará ahora la subjetiva... Nos hace una composición donde Venus es un ser personal que, a pesar de su belleza, o por causa de ella, consigue comunicarnos algo ajeno a su belleza. Y lo consigue. Empezaremos a pensar qué es todo eso nada más alcanzar a ver de pronto su belleza. ¿Qué significa ese gesto tedioso o cansado de su mano derecha sosteniendo su cabeza? ¿Qué supone esa actuación donde, con su otra mano, nos descubre ahora otra belleza: un paisaje delimitado, un mundo exterior donde la visión convencional de la vida se manifiesta? El pintor deja claro en su Venus su atribución divina de Belleza y su fecundidad sagrada: pinta dos palomas unidas símbolo de su sentido erótico sagrado, y pinta unos pétalos de flor esparcidos en su lecho muestra inequívoca de pasión o de unión fértil y prodigiosa. Pero, sin embargo, su actitud no es la de una amante deseosa. El pintor italiano nos quiere expresar algo más ahora en su obra barroca. Su escuela quería demostrar el alto sentido artístico de la pintura, semejante a la poesía o al pensamiento lúcido más elaborado de entonces. Por eso Domenichino nos sorprende con una Venus ahora distinta. Es, probablemente, la última Venus del clasicismo representada en una obra. Hasta el siglo XIX no fue de nuevo representada Venus desnuda y tendida en el Arte.

¿Era una contradicción? La escuela de Bolonia había sido una organización artística de progreso, querían ellos avanzar con respecto a lo que se había hecho antes en el Arte. Pero el avance no era material, la estética de la belleza era sagrada, sin embargo. Era un avance formal, pero no en el sentido de las formas físicas sino en el sentido espiritual. Podemos especular o interpretar ahora el sentido iconográfico de la obra de Domenichino, pero tan solo será un vago deseo de verdad ya que la realidad de la obra y su sentido último tan sólo la sabría el pintor, si acaso. Pero, al menos, podemos intentarlo. Es como si Venus nos mostrase aquí su belleza para decirnos: No veis más que lo mismo siempre, cuando hay un mundo que es también belleza. Por eso está ella ahora condescendiente con nosotros, desde su subjetividad de belleza, para mostrarnos con suficiencia divina un paisaje que no es sólo un decorado de algo sino la propia fuerza nuclear del mundo y de la vida. ¿Qué es entonces lo que la diosa de la Belleza Venus deseará comunicarnos en esta obra? Al desvelar la ventana del cuadro nos quiere mostrar así la belleza del mundo, no sólo la que ella representa. Por eso no hay nada humano en la obra. A pesar de no poder distinguir muy bien el paisaje acotado de la ventana del cuadro, es muy seguro que no se aprecia ningún ser humano en su contorno. No es esa la belleza que ahora importa, para eso ella la representa. Es la belleza de la naturaleza, del mundo sin forma concreta, lo que Venus quiere proponernos admirar desde la fascinación propia de su belleza. No es sólo naturaleza, es la vida, sus cosas y sus obras. Hay una conmiseración hacia la vida y el mundo desde planteamientos exclusivamente racionales. Por eso se sitúa su mano en la cabeza, símbolo racional por antonomasia. 

Es una lección que la escuela de Bolonia y su alumno aventajado Domenichino nos propone ya desde hace unos cuatrocientos años. La historia del hombre había centrado la valoración del mundo en la belleza idealizada de las formas, en la riqueza y en la sabiduría. Pero ahora Venus, de la mano del pintor boloñés, nos plantea otra cosa. Es el mundo, el sentido de la vida del mundo, lo que debe ser considerado como Belleza. La fuerza ontológica, filosófica, casi religiosa, del sentido iconográfico de esta obra es radical. Es una glosa sutil y maravillosa a la única realidad de Belleza que importa de veras: el mundo. El pensamiento filosófico de entonces, principios del siglo XVII, estaba caracterizado por Descartes y su racionalidad alumbradora. Por primera vez el sujeto, es decir, la persona ejecutora de cualquier acción y sentido, tenía un papel fundamental en la concepción del mundo y sus cosas. Y es por esto que el pintor le ofrece a Venus ahora un protagonismo inédito en la historia del Arte. Está interactuando ella con nosotros, los destinatarios de la obra. Está mirándonos y su pensamiento nos lo transmite aquí con el gesto decidido de su sentimiento. Porque no es la diosa de la inteligencia Atenea, tal vez la más adecuada para algo así. Es Venus, la diosa de la Belleza, la epítome de todo sentimiento de belleza formal y física. Por esto mismo es la más apropiada para hacernos pensar sobre la magnitud de considerar el mundo como parte fundamental de la Belleza. Es un sentimiento, porque ella es también parte de ese mundo de belleza, ese al cual la vida se aferra siempre sin demora. No representa el mundo un espacio o un ámbito o unas realidades físicas. Es todo eso y mucho más, es un conglomerado de cosas que hacen el todo de la vida en la diversidad más asombrosa. Podía servir un paisaje frondoso y maravilloso para expresar algo así. Pero no se trataba de eso. Se trataba de hacer ver que la belleza admirada, valorada, anhelada -Venus-, era el mejor escenario para poder reflexionar, como lo hace la diosa, sobre la grandeza misteriosa de la extraordinaria belleza que subyace en el mundo.

(Óleo Venus, principios del siglo XVII, del pintor italiano Domenichino, Escuela de Bolonia, Museo Art Gallery de York, Inglaterra.)

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