3 de noviembre de 2020

El Romanticismo fue un desengaño, una falta de sintonía con la realidad.



Las experiencias vitales más significativas de los humanos se traducirán en emociones desbordadas, pero aquellas que no lleguen a cubrir o evitar las huellas del desencanto son las que, verdaderamente, reflejarán las hazañas más terribles de lo más trágico... Así fue como el Romanticismo se enfrentó estéticamente al halago artístico más armonioso del Barroco. Cuando el Barroco quiso pintar la violencia no supo hacerlo de otra forma que con Belleza. ¿Cómo podía representar el Barroco la vida sin belleza? En su obra La caza del hipopótamo y el cocodrilo, Rubens compone la belleza más armoniosa de la vida junto a la crudeza más feroz de la naturaleza. No hay sino un realismo inverosímil en su composición, un realismo estético que expresa un lirismo artístico brillante. No hay mejor estilo que el Barroco para compaginar la dureza de la vida con la belleza elogiosa más exquisita. La explicación está en la cosmovisión del siglo XVII. A pesar de las calamidades y desgracias, el mundo aún no tenía una visión negativa de la forma estética en que fuese visto. La armonía era esencial en toda representación que tuviese a la vida como muestra. Así los colores y las formas, la postura, los engarces de las figuras, el encuadre magnánimo y la composición más medida. ¿No es esta escena dramática barroca una calculada exposición de figuras armoniosas donde la realidad, sin embargo, está disociada de las formas? Para el Barroco la realidad es fracturable en las formas, porque son ahora sus diversas formas las que sostienen una composición agrupada tan imposible, pero genial, absolutamente genial y creíble.

Después de un siglo tan descreído y racionalista como el dieciocho, las sangrientas campañas de la Francia revolucionaria y post-revolucionaria destrozaron además el sentido de la esencia artística clásica. Ya no era tiempo de armonía irreal o de calculadas extravagancias compositivas. Así que el Romanticismo fue un revulsivo que no solo trajo una revolución al alma, sino una transformación creativa del Arte para siempre. En Rubens la manera en que las formas se adecuan al encuadre es casi más una teología que un alarde artístico. El mundo en el Barroco era entendido como reflejo de una dicotomía redentora universal. El bien y el mal están muy definidos y nunca podía dudarse de la victoria de aquél sobre éste. Para los seres humanos del Barroco la desgracia no era más que un accidente pasajero, algo que acabaría tan pronto como la vida fuera transformada en una eternidad. Los seres de la naturaleza tenían una función redentora además. En la pintura de Rubens las fieras fauces de los salvajes animales no son sino meras comparsas juguetonas que apenas dañan a nadie. Todos, animales y hombres, forman una realidad cósmica adaptada a la redención de su existencia pasajera. No hay sangre ni desgarramiento, no hay nada en la obra de Rubens que pueda abrumar el sentido universal de Belleza. Es el genio de la fuerza, del carácter o de la personalidad de cada elemento por pertenecer a su propia esencia. A cambio, no hay ninguna libertad violenta que se sacrifique por la vida o la Belleza. Todo retorna a la vida más tarde o más temprano, y los gestos aguerridos en la obra barroca no son más que un destino estético buscado para encumbrar la única aspiración de una verdad muy creída: la Belleza.

Sin embargo, para cuando los hombres del siglo XIX, alarmados por la orfandad de unas sagradas ideas, antes poderosas, trataron de calmar sus miedos con la razón encontraron en la libertad de la violencia la demostración elogiosa de una estética querida. Entonces la violencia no se sujetó a nada, nada la reprimiría, y así es como la vemos en la romántica obra del pintor Delacroix. En este caso no es la representación alegórica de una teología más bien de un agnosticismo lo que el pintor expresa. Los seres, todos los seres representados, están ahora sumidos en la más salvaje emoción de violencia. La composición romántica no es conforme a ninguna revelación ni a ninguna moral. Ahora solo hay lucha ahí, una lucha sin consideración, sin matización, sin límites. Sin estética ni ética tampoco, solo un enfrentamiento salvaje con respeto a la verdad como única meta. La maldad es para el Romanticismo una justificación para expresar la violencia. Sólo hay maldad, a diferencia del Barroco, y para salvarse de ella la lucha es la expresión más veraz y poderosa que existe. Las fauces asesinas de los animales salvajes corresponden a la realidad de la vida liberada, están hiriendo de verdad, sin fingimiento, sin ternura estética grandiosa. Para el Romanticismo la Belleza no es una excusa poderosa, existe en sus obras solo por ser un efecto estético. La libertad está sujeta a la vida salvaje, violenta y tenebrosa. La verdad no puede desligarse de la belleza, la belleza no puede desligarse de la autenticidad. Para salvarse no hay más redención posible que la fuerza de la verdad auténtica. La Belleza, con el Romanticismo, cede entonces el paso a la autenticidad. No es posible la autenticidad si para ello la Belleza, como en el Barroco, triunfa poderosa. En el tiempo de una sociedad derrotista, industrializada y laica que los años siguientes llevaron a prosperar, ambos estilos -el Romanticismo y el Barroco- fueron olvidados para siempre. En un caso porque la realidad no era semejante a la belleza, en otro porque la autenticidad no llevaba a elogiar nada. Pero para cuando la libertad llevara luego a privilegiar una parte sobre otra, el mundo entraría en un enfrentamiento estético tan desgarrador y melancólico como para no poder llegar a ofrecer ya ningún sentido, ni emoción, ni belleza...

(Óleo romántico La caza del León, 1855, del pintor francés Eugène Delacroix, Museo de Bellas Artes de Estocolmo; Lienzo barroco La caza del hipopótamo y el cocodrilo, 1615, del pintor Rubens, Pinacoteca Antigua de Munich.)

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