Mostrando entradas con la etiqueta Abstracción. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Abstracción. Mostrar todas las entradas

2 de septiembre de 2021

El Arte es la percepción de la naturaleza y de las propias impresiones.

Lo más cierto, lo que produce más certidumbre a un espíritu desolado, es lo que no existe. Lo que menos existencia tiene. La mayor certidumbre, por tanto, proviene de lo que no tiene vida. Como el Arte. Como todo aquello ideado o creado por una mente inteligente, sensible o temerosa que, sin embargo, no alcanzará a comprender cómo desde la vida vigorosa, desde lo más poderoso y perceptivo de la existencia, no se consigue más que decepción, insatisfacción o desesperanza. Y entonces ideará el ser un subterfugio para superar todo eso; para no tener que preguntarse nada de lo que su razón sea incapaz de entender por sí sola. Algo que nunca le cuestione ni le delimite, ni le violente ni le destruya, ni le ignore. Un artificio que represente parte de lo que la vida disponga a trozos fragmentados y efímeros: la belleza más fugaz de un universo incognoscible

¿Por qué la belleza? Inicialmente la belleza fue una abstracción cuando no una utilidad material para adornar la conciencia maldita. En la cultura egipcia, la más antigua de Occidente, descubrieron pronto la utilidad de la belleza. Cuando los faraones quisieron descansar en su eterna morada transitoria, sus arquitectos idearon una estructura colosal tan equilibrada como fascinante. Todo, desde su propia escritura hasta las representaciones pictográficas, tendría un cariz sostenedor de una idea mucho más grandiosa, pero que no alcanzaría a generar ni una moral filosófica ni una religión estructurada (salvo el pequeño periodo de Amarna con el faraón heterodoxo y su único dios monoteísta). Por eso la cultura occidental (llamada mejor así que como cultura europea, ya que aquella fue consecuencia histórica tanto de una semilla griega, europea, como de un bagaje semita originado en la zona más occidental del continente asiático) comenzaría realmente con la abstracción de la belleza. Una belleza por un lado trascendente, espiritual, configurada con la revolucionaria conjetura de lo único, de lo Uno, de lo singular, del monoteísmo de Moisés; y, por otro lado, del pensamiento sofisticado ante las eternas preguntas de los hombres, la filosofía griega tan materialista como idealista. De la fusión de las dos culturas nació Europa. De la obstinación por vislumbrar una belleza abstracta nacería el Arte. De la máxima evangélica de el camino, la verdad y la vida, se pasaría a la máxima griega de la verdad, el bien y la belleza. En ambas se compartiría la verdad como piedra angular de cualquier teoría sagrada o profana. Pero sólo la belleza se asociaría a la verdad a partir de la senda estética que el mundo griego iniciara en el siglo V antes de Cristo. 

Cuando en el siglo XVI el manierista Giorgio Vasari se inspirase ante un lienzo crearía una representación de la caída de Cristo en su camino hacia el calvario. En 1565 el Manierismo triunfaba exultante. ¿Era eso la belleza? ¿Era esa la misma belleza que Leonardo o Rafael habían pintado años antes? No tenía nada que ver. La perspectiva cambió, las proporciones se alteraron, los colores se pronunciaron frente a un escenario aglutinado de formas humanas superpuestas. No era la belleza renacentista, ahora era otra. Pero era también belleza. Sin embargo, había algo más en esta tendencia estética tan revolucionaria: se había vuelto a representar la abstracción, ahora de una forma sutil y encubierta. En la obra de Vasari Cristo mira a una mujer que sujeta un lienzo blanco donde pretende enjugar el rostro ensangrentado de Jesús. Consecuencia de ello, la figura del semblante de Cristo quedaría impresa en ese paño para siempre. El hecho no se relata en los evangelios, sin embargo. Al parecer, en el siglo VIII los primeros cristianos idearon una leyenda propicia para elaborar una reliquia poderosa: la imagen real de Jesús. Así que la mujer del mito sagrado se acabaría denominando Verónica, del latín vera icon, imagen verdadera. Otra interpretación llevaría a denominar a esa mujer Berenice, del griego Ferenice, portadora de victoria. Uno latino, de expresión naturalista: verdadera imagen; otro griego, de nombre judío, una expresión abstracta, un símbolo de poder, de éxito o de victoria. 

En la historia han habido dos pueblos que han contribuido al Arte de un modo muy característico. Uno fue el italiano, con movimientos más elaborados de expresión más verosímil, menos abstracta, más terrenal, aunque también trascendentes o espirituales. Pero otro pueblo, que ha participado de dos influencias continentales, la europea y la asiática, desarrolló una espiritualidad muy acusada, una abstracción especial en su representación estética: el pueblo ruso. Cuando los italianos se cansaron de la estética manierista volcaron sus anhelos en un alarde de perfección sincrética: la Escuela boloñesa. Entonces descubrieron la belleza claramente. El pintor boloñés Guido Reni la representaría en sus rostros femeninos más elaborados, y lo haría además como consecuencia de aquella influencia estética que fue el roce entre el manierismo del siglo XVI y el barroco del siglo posterior. La belleza dejaría de ser entonces una abstracción para convertirse en una realidad plástica definida. En su óleo Retrato de dama como una sibila del año 1640 observamos la muestra de una belleza que no representa otra cosa: ni es una heroína, ni es una santa, ni es una mujer reconocida, tan sólo es belleza. Doscientos años después de elaborar este lienzo Reni, nació en Rusia el pintor Henryk Siemiradzki. El alma rusa es fundamentalmente romántica. Por eso solo a partir de comienzos del periodo romántico el Arte ruso alcanzaría todo su sentido. En su obra clásica del año 1887 ¿La joven o el jarrón?, el pintor ruso consigue expresarnos una dicotomía que el Arte lleva desde siempre en sus entrañas más profundas. 

La obra es extraordinaria por su composición tan clásica como romántica. En un escenario de la Roma antigua un aristócrata se plantea el dilema de qué elegir: o una joven esclava muy hermosa o un elaborado jarrón representando alardes sofisticados en su diseño abstracto. En la obra observamos el decorado de una estancia rodeada de belleza material y artística: esculturas, tapices, objetos, muebles, etc. Es una metáfora para expresar la descripción del concepto de belleza en nuestro mundo. Había que elegir... Años antes el también ruso Karl Briulov (1799-1852) alcanzó a mostrar la belleza de una forma tan clásica como original. En su óleo Amazona presentado en el año 1832 en la Academia de Brera de Milán, el pintor ruso obtuvo la representación de la belleza humana más pagana, terrenal y poderosa de cuantas se hayan compuesto. Subida en un caballo, la modelo se muestra ahora segura, hierática, firme, poderosa y hermosa. La composición es semejante a las grandes composiciones barrocas más geniales del Arte europeo. La admiración de la niña hacia la belleza que mira es aquí una visión trascendental,  esa misma que lleva desde los albores primitivos hasta el desarrollo más abstracto de un romanticismo revolucionario. Catorce años después de que el pintor ruso Siemiradzki pintase su cuadro romántico, casi decadentista, el pintor Kandinsky compuso su obra Otoño. Ahora el mundo retornaba a aquella prolífica exaltación de colores manieristas frente a formas más clásicas. El sentido material de belleza comenzó a definirse de otro modo a como antes. La belleza empezaba a difuminarse ante la celebración abstracta de comienzos del siglo XX. Ya no era necesario ver la belleza para  definirla. Veintidós años después de su obra Otoño, Kandinsky crea su obra abstracta más significativa, En blanco II. Una obra abstracta que ya no representaría ninguna definida forma de belleza, sino sólo un sentido elaborado de las formas y su sentido trascendente, casi espiritual. Ese mismo sentido que los egipcios descubrieron unos cuarenta y cuatro siglos antes cuando pensaran que lo importante no formaba parte de este mundo, sino de otro; un mundo que acercaría mucho más que nunca la idea imperiosa de belleza... 

(Óleo Amazona, 1832, del pintor romántico ruso Karl Bruilov, Galería Tretiakov, Moscú; Pintura manierista Cristo cargando la cruz, 1565, del pintor italiano Giorgio Vasari, Spencer Museum of Art, Kansas; Óleo barroco Retrato de dama como una sibila, 1640, del pintor italiano Guido Reni, Spencer Museum of Art, Kansas; Cuadro ¿La joven o el jarrón?, 1887, del pintor ruso Henryk Siemiradzki, Colección Privada; Óleo Otoño, 1901, del pintor ruso Kandinsky, Museo de Arte de Munich; Pintura abstracta En blanco II, 1923, del pintor ruso Vasili Kandinsky, Museo de Arte moderno de París.)

19 de diciembre de 2020

La abstracción como parte de la magia del Arte Clásico, frente al Realismo o al expresionismo Abstracto.


El Arte es una forma sutil de abstracción. ¿Pero, qué es la abstracción exactamente en el Arte? Es una manera de expresar las formas representadas para que éstas formen parte de una idea estética más amplia. Sin formas definidas naturales el Arte pierde consistencia mimética y real, lo que sucede con el estilo moderno denominado Abstracción. Pero, sin abstracción el Arte pierde el sentido universal de ser una expresión artística que simbolice, argumente y fortalezca la relación estética entre una representación física y su mensaje metafórico. Porque el Arte para ser artísticamente veraz debe sublimar su sentido iconográfico en modelos estéticos diferentes (escenas inconexas o desligadas) dentro de una única y misma representación artística. Es la manera en que el Arte compendia en un solo plano una narración heterogénea o aparentemente inconexa que una alegoría cualquiera, por ejemplo, pueda representar. Cuando el pintor contemporáneo Augusto Ferrer-Dalmau nos regala las maravillosas instantáneas de historia que pinta con belleza, emoción y ternura, alcanzará a reflejar una forma de expresión grandiosa que, sin embargo, no conseguirá plasmar la profunda, misteriosa, trascendente o prodigiosa manera clásica alegórica de expresar el Arte. Para cuando los pintores barrocos quisieron rozar el firmamento de la creación artística más sublime, entendieron que el Arte debía cumplir con dos requisitos ineludibles: la composición más perfecta y la narrativa metafórica o simbólica más inapelable. Sin ambas cosas el Arte se pierde por otros modelos de expresión, respetables, elogiosos, admirables, pero sin la necesaria forma representativa alegórica que hará al Arte de la Pintura la forma de creatividad más conseguida que existe o haya existido. Porque la escultura o la arquitectura, por ejemplo, consiguen expresar cosas, muchas cosas a veces, pero, sin embargo, no conseguirán nunca llegar a compendiar en tan poco espacio físico, como lo hace la Pintura, la mayor grandiosidad expresiva y comunicativa que se pueda llegar a componer con belleza.

El Arte Barroco sería el que comenzaría verdaderamente a combinar los dos requisitos artísticos que harían del Arte pictórico una de las más maravillosas expresiones culturales del mundo. Y esos requisitos son la forma clásica, entendida ésta como la grecorromana, y el mensaje metafórico más sublime. Antes del Barroco, en el Renacimiento, se acentuaría más la forma que el contenido. Pero fue en el Barroco cuando el mensaje sublime sería alzado a niveles nunca antes conseguido con tanta brillantez, belleza y narrativa plástica. Los siglos y las escuelas artísticas pasarían primando una cosa más que otra. Hasta que llegara el último estilo que, auténticamente, se mantendría fiel a ese sagrado binomio estético. El Romanticismo fue el último estadio artístico que consiguiera reflejar el mundo con esos dos aspectos grandiosos del Arte. Con él el Arte alcanzaría los últimos momentos de belleza y mensaje que fueran todavía admirados por un mundo deseoso entonces de ver algo que le sobrecogiera, sorprendiera o emocionara ante una expresión tan abstracta a veces. Después del Romanticismo se siguió con el Realismo, luego el Impresionismo, etc..., pero el mundo no volvería ya a sentir lo mismo, imposible de conciliar la forma plástica con el sentido metafórico sublime de lo expresado. Cuando el pintor Delacroix fuera solicitado por el rey francés Luis Felipe para pintar un grandioso cuadro de historia, el romántico artista no dudaría en que su Arte debía ensalzar la forma clásica con los rasgos alegóricos más ilusorios que pudiera componer. La pintura de Delacroix sería presentada en el exigente Salón de París del año 1841, recibiendo muestras tanto de admiración como de críticas insensibles. Aducían algunos críticos que la obra tenía una extraña composición que la llenaba de confusión, de aburridos colores terrosos y de falta de perfiles definidos. Tan sólo el poeta Baudelaire la defendería escribiendo: posee una brava abstracción...

Dos siglos antes el barroco Charles Le Brun (1619-1690) había compuesto su obra Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia. Con esta pintura el pintor francés dejaría claro el sentido estético que el Arte universal debía tener para serlo. ¿Cómo podía un conquistador entrar triunfalmente y ser alabado a la vez por los mismos habitantes de la ciudad que acababa de tomar? El mensaje histórico fue que Babilonia y sus ciudadanos quedaron encantados de haber sido conquistados por el rey macedonio. Y así el humo reflejado en la obra no es el de los incendios ocasionados por el ejército griego, sino el producido por las llamas de los fuegos elogiosos en homenaje al conquistador. Apenas lo miran, sin embargo, cuando el gran Alejandro desfila orgulloso por las calles adornadas de Babilonia. El pintor barroco había sido contratado por el rey de Francia Luis XIV, y así el pintor entonces compuso al conquistador griego como al grandioso rey francés, divinizado por sus alardes también poderosos. El encuadre es conforme al sentido nada realista o poco realista de la pintura barroca; el contenido artístico es, del mismo modo, conforme a la metáfora simbólica y abstracta de su sentido único: expresar lo irreal desde presupuestos admirablemente formales. Eugene Delacroix, el mejor pintor que llevase el sentido metafórico a una obra romántica, decidió en su obra, a diferencia de Charles Le Brun, plasmar la clemencia que los habitantes de Constantinopla pidiesen entonces, abrumados, a sus crueles conquistadores venecianos. Estos no eran ni un pueblo ni una raza diferente a los conquistados bizantinos, como sí lo fueron los griegos de sus conquistados babilonios. Eran todos cristianos y europeos, los conquistados y los conquistadores, unos de oriente y otros de occidente. Sin embargo, los cruzados no tuvieron ni la piedad ni la clemencia que los griegos de Alejandro Magno mostraron con los babilonios. La obra de Delacroix muestra la terrible violencia y crueldad que unos oportunistas venecianos tuvieron entonces.  El pintor romántico expresaría con una sensibilidad estética extraordinaria la simbólica compasión que tuviese ahora con su mirada alegórica el caballo, esa misma que, sin embargo, su propio caballero no hubiese sido capaz de tener antes.

(Óleo romántico del pintor Eugène Delacroix, Entrada de los cruzados en Constantinopla, 1840, Museo del Louvre; Lienzo barroco Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia, 1665, del pintor francés Charles Le Brun, Museo del Louvre; Cuadro abstracto del pintor ruso Vasili Kandinsky, Composición VII, 1913, Galería Tretyakov, Moscú; Óleo realista del pintor español Augusto Ferrer-Dalmau, Por España y por el rey, Bernardo de Gálvez en la batalla de Pensacola, 2015, Colección Privada.)

21 de septiembre de 2020

Radiografía estética del inconsciente o el sentido más profundo y misterioso de la belleza.



 Para comprobar que la belleza no está en el objeto sino en el sujeto receptor, esta obra nos ayuda un poco a demostrarlo. Creada en el año 1946 por el pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor, expresa de algún modo el sentido estético subjetivo de cualquier representación artística. Obviemos la figura de la diosa Ceres (Deméter en Grecia), ¿no pasaría la composición por ser una obra postimpresionista demasiado avanzada, rayando parte incluso en un expresionismo desgarrador?  Era el momento donde el Arte expresionista conseguía ser una estética socorrida para componer cualquier Arte sin desfallecer por entonces.  El Arte clásico no podía ser ya utilizado sin caer en un tradicionalismo estético, por entonces muy desubicado. El pintor español, director además del Museo del Prado, quiso demostrar que él, que había sido un maestro en la Pintura Académica, podía componer una obra con ciertos rasgos modernistas. Sin embargo, no dejaría que la belleza clásica no fuese representada. Con esta obra realizó una muestra donde reflejó la visión inconsciente de todo lo que podía ser entendido como Arte. Porque no está la belleza en la naturaleza ni en nada real que sea creado con sentido estético por el hombre, está realmente en la capacidad humana de imaginar. La imaginación no es un efecto de creación original, es decir, no inventa realmente nada, aunque hablemos a veces de un mundo imaginario para expresar uno no existente. La imaginación se nutre de la vida real. Imaginamos con la memoria el recuerdo de aquello que hemos visto, vivido o sentido antes del mundo. También de lo que muchas mentes antes que nosotros, lo que es el inconsciente colectivo, han vivido o sentido con fuerza evolutiva. La representación del mundo no está en el mundo sino en nosotros. Lo que sucede es que sólo podemos representar con sentido lo que existe en el mundo. ¿Sólo lo que existe? Sí, porque lo que no existe y es representado no es más que una deformación de aquello que existe. La deformación es una parte diferente de lo que existe. No siempre necesitamos expresarnos con la realidad creada por la experiencia, como no solo podemos amar por la única experiencia de lo vivido... 

¿Por qué el Arte abstracto no ha conseguido desbancar del olimpo artístico al Arte figurativo? A pesar de sus reproducciones y de su proliferación, el Arte abstracto no es más que un marginal modo de representar Arte. La imaginación vuelve siempre a la definición de las cosas amadas o sentidas por el hombre. Y las cosas amadas y sentidas por el hombre son la propia vida conocida. Podemos tener una decoración expresiva de colores extraviados, podemos relacionar formas y colores sin el menor sentido armónico, pero no podemos dejar de reconocer nuestra vida de la manera en que es representada en el mundo. Aunque sea solo una parte de la totalidad estética del mundo. Esa fue la grandeza estética que el pintor Álvarez de Sotomayor consiguió al crear esta obra de Arte. Apeló a nuestra conciencia no desde la fuerza de lo inventado o recreado para admirar una belleza, sino que convirtió esa belleza en una parte artística por la fuerza inconsciente de nuestra naturaleza. La combinación originaria de esta obra (una conjunción de trazos abstractos y belleza clásica), donde lo definido y lo indefinido alcanzará una excelencia estética (lo que es el expresionismo), deja en la mente del sujeto receptor la sensación de que el Arte no es más que la representación inspirada de un inconsciente a veces deformado. Sin formas. Para que acabe teniendo formas debe ser transformado por el sujeto en una expresión real del todo existente. No podemos dejar de ser representados con las formas reales de nuestro consciente porque, de lo contrario, el sentido de la vida pasaría por el deterioro relacional de lo que es entendido por belleza en el mundo. Este es el sentido de la vida o, lo que es lo mismo, la propia naturaleza humana más íntima. Es decir, la prefiguración observada en el ser humano en el desarrollo de su crecimiento completo como una entidad vital real. Y no hay realidad más completa que aquella conseguida en los inicios de la maduración de la vida, cuando la belleza es más objetiva.

El sentido más poderoso de la vida es cuando el ser alcanza su forma individual más desarrollada para así poder crear a su vez vida. Esta aptitud de creación es semejante a la que el ser humano lleva a cabo en el proceso artístico creativo. Precisamente, es en ese periodo humano cuando la belleza alcanza su máximo esplendor estético. Y ésta, la belleza, es lo que hace falta para que el sujeto perceptor de Arte reproduzca una emoción sentida en su más profunda memoria evolutiva. No hay otra forma de poder alcanzar a redimirnos de la maldición sobre la incapacidad de crear, de no volver a crear o de no poder hacerlo ya nunca con belleza... ¿Qué sucede cuando una imagen estética no se corresponde con la representación completa de una imaginación de belleza? Pues que solo una parte de esa belleza de formas será conformada en el consciente. La mente receptora, acumulativa de siglos de evolución inconsciente, se esforzará ahora por imponer un motivo necesario de belleza. La belleza entonces no es más que la verdad necesitada por un inconsciente identificado con la vida. Podemos decorar la belleza, podemos añadir a su recuerdo rasgos parciales de belleza, pero no podemos desterrar la necesidad de conformar una realidad estética lo más acorde posible a los sentidos de la belleza. A la vida percibida no solo por el consciente sino por el inconsciente más originario. Algo, la belleza, que surge siempre que el ser desee comprender además cualquier sentido ofuscado del mundo. Es como una sintonía maravillosa con la que, en medio de un caos disconforme, podamos llegar a componer cualquier realidad del mundo. No hay otra forma de poder satisfacer la imaginación consciente que habita en el inconsciente más oculto de los humanos. No hay otra forma de componer una imagen estética que pueda relacionar una representación con su objeto, una creación con su sentido, un amor con su contrario, o una realidad completa y transmisible con alguna existencia vivida del mundo. 

(Óleo Ceres o Desnudo, 1946, del pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor, Museo del Prado.)

14 de septiembre de 2020

La gloria del Arte la hacen los mecenas y los críticos no el propio Arte ni los creadores.



La influencia artística es una motivación del poder. Es en el Arte donde la fuerza sutil y subrepticia del poder es muy visible y comprobable... a posteriori. Las tendencias artísticas no tienen carácter permanente, lo que no pudo ser una vez no será ya luego. Por eso la influencia es muy poderosa, porque aprovecha el momento justo para ejercer una potestad sobre el mundo, algo que luego, cuando no tenga ya razón de ser, no valdrá más que como una anécdota curiosa adscrita en los anales de la historia. La gloria no es exactamente lo mismo que la historia. La gloria es subir directamente al olimpo de los dioses, la historia, a cambio, es una recopilación de datos que, aunque sean reconocidos con el tiempo, no pasarían al inconsciente colectivo de lo glorioso o de lo grandioso o de lo que influyó o inspiró el espíritu ferviente de una época. Los críticos y mecenas del Arte son los únicos sumos sacerdotes de la cultura, unos poderosos personajes que inspiran el sentido artístico exclusivo de su tiempo. Cuando el Arte influenciado por aquellos es acorde con el sentido artístico de una obra maestra, estamos ante una gloria artística que hace historia para siempre. Cuando no es acorde al sentido indiscutible de una obra maestra solo pasará su efímera gloria a la historia. Pero puede suceder que algún Arte merecedor no tenga influencia ni mecenas como para hacer siquiera historia. Habría que decir ahora que hay dos tipos de historias. La que socialmente es reconocida, la gran historia, y la que no lo es. El que algún Arte pase a una o a otra historia dependerá solo de la influencia que haya tenido, es decir, de la capacidad que, en su momento, no después, haya podido disponer para ejercerla. Pero no es tan simple tampoco el asunto. La gloria es una conjunción de varias cosas diferentes: de mecenazgo, de influencia, pero también de perseverancia del autor en su estilo y de una suerte de cosmopolitismo en su temática artística. Cuando no se dan todas esas cosas el Arte no prosperará como tendencia en el mundo. 

Una generación de pintores nacida en la década de los años ochenta del siglo XIX estaría predestinada a cambiar el Arte por completo. Las tendencias producidas desde entonces superaron en número a las habidas en otros momentos en la historia. Tal fue la insatisfacción y la búsqueda obsesiva de entonces. Pero sólo consiguieron avanzar aquellos que encontraron en la crítica y el mecenazgo el poder suficiente para prosperar. El Arte no lo hacen los pintores, ellos solo hacen cuadros, el Arte lo hacen los poderosos influenciadores que deciden qué les gusta a ellos y a sus acólitos de esa tendencia. La tendencia es como un virus seleccionador, algo que ya no se detiene porque actúa exactamente igual, mutando ideas que alimentan la misma intención originaria: la forma en que el mundo debe ser ahora comprendido o visto en imágenes representativas. Las motivaciones psicológicas o sociológicas darán igual, solo es la identificación de un gusto elitista con una tendencia sustentada gracias al poder que su influencia sea capaz de tener en su difusión. Por tanto podemos afirmar que el Arte, como los pensamientos o las reflexiones filosóficas, son algo reconocido en la medida que su influencia permita su difusión universal. La publicidad lo es todo, y ésta puede llegar a ser tan sutil y eficaz como la persistencia que su poder permita mantener en el tiempo. Al final percibiremos solo lo reconocido en los altares de la exposición encumbrada por la influencia. Cuando el pintor estadounidense Thomas Hart Benton (1889-1975) se enfrentase con su deseo de pintar, buscaría en el pasado artístico los resortes con los que en su propio tiempo podría además llegar a componer Arte. Y lo consiguió. Pero, sin embargo, no prosperaría... Su genio artístico, esa gloria que no llegaría a conseguir a pesar de su grandeza, le llevaría a componer obras en un mundo ya transformado para siempre. Su honestidad, sus limitaciones, sus aspiraciones o sus necesidades, le llevaron a componer una temática excesivamente regional o poco cosmopolita. Pero su Arte propiamente, su estilo, no lo era. Era una suerte de Manierismo moderno que alcanzaría a tener una original expresión de armonía, sentido artístico, comunicación y brillantez creativa.

No pasaría de componer murales para grandes almacenes o compañías del medio oeste de los Estados Unidos. Toda una metáfora de la realidad del Arte cuando no es alzado por los mecenas o santones de los poderes culturales del mundo. Debe entonces refugiarse en los poderes comerciales que no saben ni tienen capacidad de transmitir Arte, sino solo de consumirlo. Sin embargo, cuando el pintor norteamericano Jackson Pollock (1912-1956) se viese obligado a prosperar artísticamente gracias a las ayudas del gobierno norteamericano de Roosevelt en los años treinta, su expresionismo-abstracto sedujo además luego a dos poderosos influenciadores del Arte de los años siguientes. Peggy Guggenheim y Clement Greenberg vieron en ese Arte abstracto de Pollock la nueva visión que el mundo de la posguerra necesitaba para olvidarse de todo, incluso del sentido de lo que podría ser considerado obra maestra de Arte. ¿Qué oculto motivo psicológico podría haber detrás de la influencia de la mecenas Guggenheim y del crítico neoyorquino Greenberg? ¿Dónde estará el sentido real de la motivación hacia un tipo de Arte o expresión artística determinada y no hacia otro? ¿Qué cosa extraña dominará las influencias de lo que deberá ser considerado Arte o no? No es baladí reflexionar sobre esto ya que la formación artística es fundamental para el desarrollo personal de los seres humanos. De hecho, la sociedad que vivimos ahora es heredera directa de la influencia que esos poderosos sacerdotes de la cultura tuvieron entonces. Pero, no fueron los únicos. Aunque aquí nos limitaremos solo al Arte. ¿Quién conocerá la pintura creada por Benton? Fue un estilo artístico que no llegaría a nada, que sólo acabaría demostrando que a veces brillará el Arte entre los perdidos alardes sin futuro de un intento merecedor. La fuerza poderosa de la sociedad de los años treinta, pero sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, llevaría por primera vez en la historia a filtrar o condicionar el gusto artístico que debería ser reconocido o impulsado. Antes se había empezado a hacer, posiblemente, pero fue a partir de entonces cuando se industrializaría, masificaría y comercializaría con los mismos procedimientos que la sociedad utilizaba para cualquier bien u objeto de consumo. 

Los templos del Arte habían sido profanados por esos influenciadores para llevar a cabo la experimentación seductora de su propia codicia artística. Pero esto no es nuevo en la historia. Cuando en el Renacimiento se crearon las grandes obras maestras de entonces fue porque los mecenas así lo quisieron. Así fue también en las otras tendencias clásicas de la historia. Así se crearon las grandes obras geniales del Arte universal. Entonces, ¿qué es lo que sería distinto a partir de los años treinta del pasado siglo? Pues que el sentido del Arte fue empezado a ser utilizado socialmente para influir no solo en el gusto sino en el pensamiento. Eso lo malogró en dos sentidos. Por un lado porque el Arte original y valorable se dejaría seducir por lo ideológico o por lo socialmente comprometido. Y por otro, el peor, porque se empezaría a utilizar el Arte sin el Arte, es decir que, con la excusa de hacer Arte, se comenzaría a describir una forma de creación que fuese más acorde con un nuevo sentido carente de belleza: el de la reproducción ilimitada de las formas. No habría ya límites en nada, tan sólo aquel que permitiera expresar el sentido iconográfico de lo bendecido como Arte: lo opuesto, lo transgresor, lo grotesco. Cuando la comunicación y los medios que pueden sostenerla se hacen libres y globales es cuando la influencia tendenciosa o torticera dejará de tener sentido. La información disponible y libre hace que se pueda acceder a todo lo que haya sido creado en la historia. Entonces es cuando nuestra conciencia verdaderamente se forma y construye con realidades auténticas, no con falsas tendencias ni con influencias determinadas, sino con la verdad de lo que una vez fuese creado por la excelencia. ¿Qué es la excelencia? Lo que solo es capaz de ser originado desde el sentido armonioso más honesto del genio humano. Algo que no es abundante ni poderoso sino existente tan solo desde la genialidad de un momento de inspiración creativa, un instante único expresado donde la emoción, la originalidad, la armonía, la representación y la belleza consigan alcanzar a mantener por siempre una permanente estima.  

(Óleo Pueblo de Chilmark, 1920, del pintor norteamericano Thomas Hart Benton, Institución Smithsonian, Washington, D.C.; Panel de madera al temple Actividades urbanas en un metro, 1931, Thomas Hart Benton, Metropolitan Art de Nueva York; Lienzo expresionista-abstracto Convergencia, 1952, del pintor norteamericano Jackson Pollock, Colección Albright-Knox Art Gallery, Buffalo, Nueva York.)

14 de octubre de 2013

La vida humana es una invención recreada, el Arte lo sabe y acabará decorándola con belleza.



La teoría de que la vida humana puede ser -como en el Derecho jurídico- natural o positiva es tan antigua como la Filosofía. Es decir, que la vida puede ser resultado o de lo que nos viene dado por el exterior o, por el contrario, de lo que creemos nosotros mismos con método y sentido. Porque nada existe si no se piensa, se idea o se crea antes en una mente poderosa.  El filósofo Descartes lo enunciaría con su famosa sentencia: Pienso, luego existo. Pero Pitágoras comprendería también, mucho antes, el extraordinario sentido de la creación como un fin en sí mismo. En la creación siempre hay dos sujetos que la provocan: el que crea y el que lo demanda. Ambos son necesarios para la vida y sus creaciones, porque ambos necesitarán ese fluir que justificará todo lo existente y la propia existencia misma recreada. El psicólogo Mihály Csíkszentmihályi establecería una vez la idea del concepto de fluir en la vida, algo también entendido como la psicología del descubrimiento y de la invención. Para este profesor norteamericano la emoción creativa de, por ejemplo, los pintores o de los científicos se acercaba a la satisfacción ideal que todos necesitamos y que, raramente, experimentamos en nuestra vida. Y a eso lo denominaría el psicólogo fluir, que es un estado mental con el cual el ser humano está inmerso en su propia actividad creadora enfocando así un sentimiento de energía y dedicación absolutas. Ese fluir es una experiencia cargada de objetivo -de sentido- como de concentración y equilibrio. Pero, sin embargo, también de una cierta distorsión de la realidad peligrosa, por tanto de una pérdida del sentido de autoconocimiento, ya que ahora éste -el ser consciente de sí mismo, de su sabiduría y su entorno- no será tan acuciante ni tan ansiosamente requerido por el sujeto. Y no lo será porque ese fluir, algo ahora ajeno a sí mismo, sustituirá al propio ser y a su autoconocimiento claramente, dejando inerme al sujeto en su delirio creativo placentero.

Pero el sujeto perceptor será también un factor imprescindible en todo ese universo creativo de antes. El filósofo griego Pitágoras ya lo diría convencido: La vida se parece a los que acuden a un circo de juegos, unos irán para competir y otros irán para comerciar, pero los mejores irán para observar, estos son los espectadores que ahora visualizan, tocan, escuchan, deducen o piensan.   Transformar el entorno para transformarse -esto hace el sujeto creador-, y percibir el entorno transformado para saber que uno existe y es capaz de sentirlo -esto hace el sujeto receptor o perceptor-. Este extraordinario sentido dual posee el Arte y sus creaciones estéticas. Toda vida humana es también susceptible de ser una forma de invención o de recreación. Para que ese fluir creativo sea efectivo del todo necesitamos que tenga un especial efecto en nuestro interior, que se mantenga en el tiempo y nos haga sentir mejores incluso de lo que somos. Por todo esto el Arte es lo único que, de todos los posibles artificios humanos, consiga llevar ese necesitado fluir hacia los niveles más excelsos de un enriquecimiento interior tanto como a un paroxismo creativo. 

(Fresco Expulsión de Heliodoro, 1512, Rafael Sanzio, donde participó también su discípulo Giulio Romano, Estancias Vaticanas, Roma; Detalle del fresco Expulsión de Heliodoro, Estancia de Heliodoro, Salas de Rafael, Vaticano, Roma; Vista general de la Estancia decorada, Vaticano, Roma; ; Óleo de Giulio Romano, Mujer ante el espejo, 1524, Museo Pushkin, Moscú; Autorretrato de Rafael con Giulio Romano -éste a la derecha, el más joven-, 1518, Museo del Louvre, París; Fresco decorado de Giulio Romano, Sala de los Gigantes, 1528, estancia interior del edificio renacentista, diseñado por él mismo, Palacio de Te, Mantua, Italia.)

3 de septiembre de 2013

El Surrealismo como una forma más de comprendernos a nosotros y al mundo.



A principios de los años veinte del siglo pasado unos creadores artísticos comenzaron a idear una expresión distorsionada  de las cosas del mundo. Y ese matiz -distorsión no irrealidad- es muy importante para comprender el Surrealismo como tendencia artística. Porque lo que empezaron a desarrollar con sus creaciones surrealistas esos pintores modernistas no eran manifestaciones de irrealidad sino una proyección alterada del mundo, del hombre y de sus invenciones. Por eso el término surrealista (sub-realismo, debajo de, en otro nivel del mismo centro) se ajustaría más a lo que aquellos preconizaran con su Arte tan moderno. Cuando queremos exponer manifiestamente la sensación de una experiencia diferente, no asimilada a lo que frecuentan nuestros ojos o nuestro consciente, lo llamaremos, convencidos, surrealista: ¡qué cosa más surrealista!, ¡esto es surrealista! Y cuando lo decimos estaremos haciendo dos cosas, básicamente: comunicar lo incomprensible pero vivido o existente de algo y, por otro lado, alcanzar a tranquilizar así nuestra conciencia confusa, a calmarla ahora con la expresión, casi catártica, que supondrá el pronunciarlo.

¿Cuántas cosas son realmente surrealistas? Hasta tal punto llegaron esos creadores a comprender que todo el mundo era un universo surrealista, que compusieron tantas obras alteradas -distorsionadas de la realidad- que reflejaron con ellas todas las cosas que, se suponen, son realistas... Cuando René Magritte, el gran pintor surrealista belga, compuso su obra Recuerdo de viaje en el año 1955, nos ofreció un paisaje aséptico, limpio, existente en el mundo -la costa sugestiva de una playa y su cielo azul-, con unas piedras desperdigadas que mimetizan ahora, con su substancia surrealista, una vela comprensiva y su soporte real tan manifiesto. ¡Qué tremendo choque de cosas ahí! Pero, sin embargo, así representaría el pintor lo que es el mundo que vivimos; no el mundo real en sí, no, sino el que vivimos ahora nosotros... Y esto es lo que el surrealismo conseguirá expresar en sus obras: desnudar el mundo que nos acoge entre sus límites de la visión interior que tendremos de ello. Por eso el psicoanálisis, propulsor además de esta tendencia artística, fue la textura sólida que utilizaron los surrealistas para sostener o justificar -aunque ellos poco lo necesitaban- frente a los demás sus distorsionadas manifestaciones tan demoledoras.

¿Cómo podemos sobrellevar la vida tan alienante que hemos llegado a construir los seres humanos? Por eso el surrealismo fue una forma de exaltación de lo incomprensible, como lo es el humor, por ejemplo, como lo es también la capacidad para relativizar y sosegar las emociones. Queremos entender las cosas -el mundo científico o realista de lo físico- que nos rodean, y lo estamos consiguiendo cada vez un poco más. Pero, sin embargo, ¿podremos avanzar en comprendernos a nosotros mismos también, a nuestras propias emociones tan profundas y ocultas? Por eso el mejor modo de encontrar una forma de poder soslayar lo incomprensible fue el Surrealismo. Algo que, a veces -las más de las veces-, nos dejará, sin embargo, abatidos e insatisfechos. Y esto es así porque no podemos alcanzar a ubicarlo, a ubicar el surrealismo de la vida en nosotros mismos. Porque lo incomprensible, lo distorsionado o lo que no es real de ningún modo -también lo fracasado, , lo fracasado, lo que no alcanzó a ser real o posible alguna vez-, no podremos, ni tampoco querremos posiblemente, llegar a entenderlo mucho... Sin embargo, es el hecho de aceptar lo que nos pueda suceder -queramos o no- en nuestra vida contingente, fútil y caprichosa lo único que conseguirá reconciliarnos, finalmente, con el mundo distorsionado, incomprensible y misterioso en el que vivimos. Y del  mismo modo con el artífice o cómplice de todo ese entramado vitalista: nosotros mismos.

(Obra de Paul Delvaux, El diálogo, 1974, Bélgica; Óleo El escritorio antropomórfico, 1936, Dalí; Cuadro La tentativa de lo imposible, 1928, René Magritte; Lienzo La vestimenta de la novia, 1939, Max Ernst; Cuadro Armonía, 1956, Remedios Varo; Obra de René Magritte, Recuerdo de viaje, 1955.)

9 de septiembre de 2011

La emoción interior sincera o el sentido auténtico de Belleza.




La verdad se había definido a lo largo de la historia de acuerdo al pensamiento vigente en cada época. Aunque siempre habría existido un concepto para definirla, una característica que ayudaría a distinguirla de alguna forma. Así, por ejemplo, la verdad se entiende por ser la realidad más oculta frente a la apariencia más visible.  Es decir, lo que es en sí algo frente a lo que solo parece ser; o lo auténtico frente a lo recreado artificiosamente o frente a lo que parece ser pero que no es del todo. En Filosofía han existido muchas y diferentes formas de definir la verdad. El filósofo alemán Heidegger afirmaba que: La verdad no es primeramente adecuación al intelecto, se adhiere mejor al sentido primitivo griego de la verdad como un desvelamiento del ser, y esto se produce tan sólo en su estado de autenticidad. Inevitablemente, al hablar de Estética hay que hablar de Belleza. Pero ésta -la Belleza- no es más que una noción muy abstracta de aquélla. Y esto mismo, la abstracción, no es más que tratar de separar la esencia de alguna cosa de sus cualidades no esenciales, es decir, tratar de representar tan solo la esencia de algo en nuestra mente inquieta y curiosa, desdeñando todo lo demás. Por tanto, la Belleza sólo es una parte de la verdad, una parte esencial pero tan sólo una parte de ella. Es muy probable que los elementos más estéticos en la mente del homo sapiens desde el principio de su evolución lo fueran como rechazo a lo diferente, a lo distinto, a lo malicioso o a lo más peligroso de la vida.

Porque entonces lo deforme o inarmónico -se ve en los enfermos, mal nacidos o accidentados- se habría relacionado con lo rechazable o arriesgado por ser doloroso o mortal. Así, es lógico pensar que el hombre siguiera una senda de acercamiento y valoración hacia lo bello, siendo esto expresado en todo aquello que representa un equilibrio en la naturaleza. Armonía que el hombre observaría en su propio entorno natural, en una naturaleza desbordante pero con sentido, una naturaleza que relacionara lo bello con lo equilibrado, con lo hermoso, con lo satisfactorio o con lo benefactor. Pero en el Arte -lo que nos ayuda quizá más a comprender la vida- podemos ahora inferir una corriente artística que fluye desde las cavernas primitivas y alcanza hasta el Renacimiento. En este último momento histórico se llegaría a conseguir la mayor cota de belleza surgida nunca de la mano o mente del hombre. El Manierismo, por ejemplo -tendencia renacentista muy acentuada-, llegará a deformar la belleza más excelsa, la más clásica, la más exquisita del Renacimiento. Esto sucede siempre en el desarrollo de toda actividad humana: cada vez se tiende más y más a evolucionar sin medida, alterando así el propósito inicialmente considerado. De ese modo, el Manierismo alcanzaría un cierto artificialismo estético, un cierto grado de abstracción demasiado intelectual.

Un siglo después del Renacimiento sobreviene en el Arte su contrario, su freno o su oponente. Ahora el Barroco surgiría para ayudarnos a comprender que la Belleza es relativa en los conceptos o en las ideas, pero no en las formas representadas, único equilibrio universal de lo estético. Caravaggio es uno de los autores pictóricos más importantes de este período artístico tan largo. El pintor milanés subrayaría la realidad no solo interior de las cosas sino, sobre todo, la existente crudamente en su exterior, en la más natural, sórdida o dura vida de los seres. Esto también es el Naturalismo, o sea, reproducir la realidad cruda de la vida tal cual es esta, sin recortes físicos ni emocionales; una tendencia artística que reaparecería, incluso, dos siglos y medio después de Caravaggio. Esta tendencia artística naturalista nos manifiesta qué es cada cosa y cómo es realmente, sin mejorarla, sin cambiarla, sin añadir nada a lo representado de ella, pintándola tal y cómo es o se muestra en el mundo real, sin complementos añadidos. Y esta es una de las contradicciones del Arte: aquello que nos emociona -que nos gusta, que admiramos- es independiente de lo bello que sea, es decir, del concepto formalmente representado, es decir, de aquella idea plástica primigenia que se enfrentaba a lo que nos amenazaba en nuestra primitiva existencia paleolítica. Entonces, ¿dónde está la verdad estética? Imposible definirlo sin equivocarse. Quizás lo que debamos hacer es dejar que nuestro emocional sentido auténtico interior nos guíe ante las diferentes señales de belleza que se puedan presentar a nuestros ojos. Sólo así seremos entonces más sinceros, más justos o más auténticos con la verdad.

(Óleo del pintor italiano Ignace Spiridon, 1860-1900, Odalisca; Cuadro del pintor surrealista argentino, nacido en italia en 1932, Vito Campanella, La odalisca; Óleo Española y Caballo andaluz, del pintor contemporáneo español José Manuel Merello, nacido en Madrid en 1960; Óleo del pintor Caravaggio, El dentista, 1637, Palacio Pitti, Florencia.)

18 de octubre de 2009

No hubo posibilidad de desarrollar la inteligencia sin las manos.




No hubo posibilidad de desarrollar la inteligencia humana hasta que las manos fueron adaptadas totalmente en el homo sapiens. Aunque éstas aún no bastarían para conseguir el éxito del todo. Los Neardentales, por ejemplo, fueron un claro ejemplo de eso. Pero nos acompañaron las manos siempre en nuestra historia evolutiva en el mundo. Sin ellas las obras aquí expuestas no habrían sido posible. Quizá por esto los autores más diversos las homenajearon pintándolas. Desde la antigüedad el ser humano, en su fascinación por sus apéndices anatómicos más sutiles, ha dejado huella de la maravillosa capacidad de maniobrabilidad y creatividad que tiene esa parte grácil de su cuerpo. No sabemos muy bien por qué, pero las manos que representa Van Gogh en esta muestra de Arte nos serán más gratas que las que muestra el lienzo de Rivera;  y las de Durero más que las que representan Bayeu y Subías... ¿O, tal vez, sí lo sabemos?

(Imágenes de Pintura rupestre, Cueva de las Manos, Rio Pinturas, Santa Cruz, Argentina; Dibujo de 1476 Estudio de las Manos de una Mujer, de Leonardo Da Vinci, Castillo de Windsor, Inglaterra; Dibujo Study of Praying Hand de Alberto Durero, 1508, Viena, Austria; Lienzo Cuatro Manos, de Francisco Bayeu y Subías (1734-1795), Museo del Prado, Madrid; Obra Dos Manos, de Vincent Van Gogh, Particular, Holanda; Cuadro Las Manos del Doctor Moore, de Diego Rivera, México, (1886-1957), Museo Arte de San Diego, EEUU; Obra Mano apresando un pájaro, de Joan Miró (1893-1983), Particular.)

29 de septiembre de 2009

Un mismo tema y su variación en el tiempo: Arte y leyenda.



Salomé se cita en el Nuevo Testamento como la hijastra de Herodes Antipas (20 a.C.-39 d.C.), tetrarca -gobernante- de la antigua Galilea en tiempos de Jesucristo. Fue famosa ella porque su belleza y su danza azoraban a Herodes, y éste no pudo resistirse a nada de lo que ella le pidiese entonces, ¡incluso hasta la cabeza de Juan el Bautista!, profeta judío y posterior santo, encarcelado por denunciar a Herodes de su concubinato con Herodías, la madre de Salomé. El tema iconográfico se ha representado a lo largo de toda la historia del Arte. En esta muestra quiero visualizar cómo los autores se dirigen ahora por su tendencia y estilo, muy parejados además con su época y sus propias convicciones ideológicas. La expresión es diversa, la idea la misma, ¿o no...? 

De arriba a abajo, de izquierda a derecha: La danza de Salomé, de Benozzo Gozzoli (1421-1497); Salomé con cabeza del Bautista, de Lucas Cranach el Viejo (1472-1553); Salomé de Tiziano (1477-1576); Salomé de Gustave Moreau (1826-1898); Danza de Salomé, de Franz von Stuck (1863-1928); Salomé, de Julio Romero de Torres (1874-1930); Salomé, de Lovis Corinth (1858-1925); Salomé, de Wilhelm Trübner (1851-1917); Salomé, de Julius Klinger (1876-1942); Salomé, dibujo de Picasso (1881-1973); Queen Salomé, de Dalí (1904-1989); Salomé, de Francis Picabia (1879-1953); Salomé, del pintor barcelonés Iago Pericot, nacido en 1929.)