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3 de marzo de 2024

La mirada frontal frente a la ladeada ocultará el misterio estético, mediatizando ahora la belleza del Arte a cambio de la real.


 

Cuando los pintores desean representar la belleza más objetiva, generalmente en el retrato subjetivo, primarán siempre el detalle frontal frente a cualquier otro. Entonces el sentido estético más misterioso sucumbirá ante la radiante y única belleza de los rasgos representados. En el Arte, sin embargo, la Belleza no se puede personalizar jamás, está difuminada y expresada en todos y en cada uno de los matices de una insinuada obra artística. La belleza, por lo tanto, es y no es Arte...  Me explico. Existen dos clases de belleza, la objetiva y la subjetiva, pero entendidas ahora desde el punto de vista del objeto representado, no del sujeto perceptor. En el Arte el objeto representado debe disponer de vida estética propia, independientemente del observador. La belleza entonces estará desligada de quien la mire. No será ya la sensación psicológica que inspire un deseo o una admiración, sino la suma de una emoción interior que exprese ahora la representación estética elaborada de una proporción, de una nostalgia, de un misterio y/o de una sutileza. Es una recreación de belleza no la belleza en sí. La Belleza en el Arte no puede prevalecer en una sola cosa, sino que debe mostrarse en todos y cada uno de los elementos estéticos que una representación dispone en su pequeño universo plástico. No puede además interactuar con el observador, como lo hace un retrato, aunque éste, no obstante, disponga de belleza.  

Así, la belleza retratada subjetiva es el retrato, una forma de Arte, por supuesto, algo que adquiere también proporción, misterio, tal vez nostalgia, pero no sutileza... La sutileza es una especial grandiosidad del sentido estético que una obra de Arte consigue cuando es una representación anónima. Es decir, cuando no está personalizada en alguien, lo que es un retrato, aunque ese alguien no se conozca incluso, pero sí sus rasgos evidenciadores. La sutileza en el Arte no es eso, es una forma de abstracción, es despersonalización, es encubrimiento. La perfección estética, de hecho, se sitúa lejos de lo sutil, acercándose así mucho más a lo subjetivo, o personalizado, de un retrato poderoso. El Arte es, sin embargo, algo multifacético, como sabremos muy bien desde su amanecer contemporáneo: puede tener mil caras demostrativas de su genialidad estética. Sin embargo, cuando la representación artística está sesgada desde el perfil imperfecto de una imagen incierta, lo que es el perfil estético retratado generalmente, surge ahora la belleza del Arte no la del personaje, exista o no. Y surge además con toda la maravillosa capacidad que tiene una representación estética para ser expresión de un mensaje implícito e inspirador, mucho más que para tenerla de una imagen explícita y sugerente, aunque también disponga de belleza.

El perfil es siempre la mitad de la verdad, es la partición de la naturaleza en una mitad desconocida ahora, sesgada por su arbitrariedad elegida (solo una mitad decidida se representa, la otra se oculta decidida). La verdad, sin embargo, no es nada por sí mismo, sino que siempre tiene sentido real en relación a algo o a alguien. Y esta relación debe existir siempre para que la verdad prevalezca. Pero, el Arte no tiene nunca nada que ver con la verdad, tan solo con la belleza...  Y la belleza estética, artística (no natural), nunca es perfección sino sólo sutileza creativa. Por eso el cuadro del pintor francés Jean-Jacques Henner posee más belleza de Arte que el retrato del cuadro del pintor cordobés; siendo éste, sin embargo, un maravilloso retrato artístico de la belleza frontal de una bella mujer. Pero en éste se agotará pronto esa belleza, la sensación de esa belleza. La miraremos deslumbrados por su belleza natural, única, retratada, medida, clara, cierta, deseosa, perfecta, pero no descubriremos nada más oculto en ella. Su misterio deslumbrante, si lo tiene, dejará de tenerlo muy pronto sustituido por la perfección de unos rasgos estéticos extraordinarios, aunque carente ahora la obra del universo misterioso e infinito que el Arte dispone, siempre, con los alardes objetivos de una representación acorde a la sutil belleza estética, una belleza ésta más intemporal, más impersonal, más sublime y eterna del mundo. Y lo es por su mediatización estética ahora de una belleza real en otra dividida, perdida, difuminada ya en el todo artístico de una obra completa, no subjetiva sino objetiva desde el propio Arte, lo que hace que la belleza prevalezca eterna, oculta tras la metáfora sublime de una narración más completa donde el color, el contraste, el desdén también, supongan la conjunción más artística de una visión rota, además, por la ausencia de vinculación personal entre el objeto artístico y el sujeto admirador de esa sutil belleza.

(Óleo Estudio de una mujer de rojo, 1890, del pintor Jean-Jacques Henner, Hermitage, Rusia; Óleo Retrato de una dama, 1925, del pintor Julio Romero de Torres, Colección Pérez Simón, Madrid.)

16 de diciembre de 2023

Lo real se transformará en un vacío al no poder sustituir lo vivido por lo representado, lo sentido por lo expresado, la vida por el Arte...

 



Era el comienzo de un siglo esperado y temible, entusiasmado y desalentador, era la consecución de un descubrimiento de siglos anteriores que no habían sido sino la antesala, la búsqueda, la ilusión, o la realidad, de una sentida sensación demoledora... Cuando el poeta austríaco Hugo von Hofmannsthal sintió, en el año 1902, que el mundo que hasta entonces había amado se iba desmoronando poco a poco en su frágil memoria fértil, comprendió aquellas palabras finiseculares o milenaristas, pronunciadas siglos ha por otros espíritus semejantes, que habrían enfrentado la realidad del mundo a la idea más brillante, la ilusión justificadora a la memoria trastornada o desvanecida, la belleza demudada por la representación infinita. Y entonces el poeta publicaría su novela Carta de Lord Chandos. Era una triste epifanía de la verdad desconocida, de la separación brusca, disruptiva, de la sensación y de la palabra. Hofmannsthal expresaba por entonces una angustia vital que todos los siglos de cultura, belleza, representación o entusiasmo diligente, no habrían podido sanar en un espíritu humano tan necesitado de sentido y de belleza. El personaje de su novela, Lord Chandos, decide no volver a escribir más palabras aparentemente bellas que ahora, para él, son ya incapaces de poder alcanzar, mínimamente, a reflejar la sensación inspiradora por la que fueron buscadas desde siempre. Fue una crisis, además, que el poeta austríaco no habría solo descubierto él. A finales del siglo XIX el mundo representado saltó por los aires... Fue una admonición un tanto abstracta de algo que, apenas quince años después, se convertiría en toda una realidad explosiva -saltar por los aires- con el terrible acontecimiento de la Primera Guerra Mundial. Historia y vida, pensamiento, literatura y Arte. 

¿Con la palabra escrita o pronunciada sucede también lo mismo que con el Arte visual? ¿Qué hay de verdad en que la sensación de la búsqueda del sentido, del significado, ha de ser también distinta o no de la del referente, del significante? Si hay un hastío por no conseguir vivir lo representado verdaderamente, qué sentido tiene la belleza descrita como manifestación abstracta y resumida de la propia vida o del mundo. ¿Fue la belleza culpable por no haberla entendido bien lo que ella significaba? ¿O es la insatisfacción, es decir, es la incapacidad de poder alcanzar esa sagrada belleza que llevaría a algunos afortunados a poder componer, de algo abstruso y desordenado, toda una extraordinaria creación brillante, bella y sublime? Platón fue el primero en describirla, el primer hombre en pensar y definir la belleza y la satisfacción además de la belleza. Identificaba el bien con la simetría, con la proporción y con el equilibrio. Los griegos, los artistas griegos, no hicieron más que representarla, satisfechos, siguiendo a su maestro pensador más extraordinario. Pero, el mundo cambió. La historia lo señalará además no añadiendo ningún efecto demoledor, incluso, al paso de los siglos hasta la llegada del año 1000 después de Cristo. Sí había sido demoledora la terrible transformación de una sociedad europea romana y civilizada en una sociedad europea cristiana desmembrada o fragmentada de civilización heredada. El Arte entonces se hizo cada vez más abstracto, menos representado de belleza humana porque ésta no era más que la causa de una desilusión estética... Las palabras y los signos definieron entonces una armonía celestial, universal, global, donde lo representado no era el ser humano ni sus deseos, sino la grandeza de lo sublime más abstracto. Así, el Arte islámico, desde el siglo VIII, desarrollaría geometrías infinitas llenas de esplendor simétrico universal. Así, el Arte bizantino imitaría lo abstracto representado en iconos sagrados, o denostaría la representación de esos iconos. Así, el Arte medieval cristiano buscaría primero la desnudez de las paredes clásicas o, tiempo después, la luz matizada a través de las ojivas luminosas de un brillante esplendor catedralicio. 

No, no había en el pensamiento europeo artístico satisfacción a nada de eso. Cuando las edificaciones del gótico alcanzaron a celebrar aquella belleza de proporciones extraordinarias, el anhelo de belleza seguiría igual de vacío que antes.  El Renacimiento no surgió sino que se desarrolló, paulatinamente, como un feto artístico que duraría no menos de cuatrocientos años en crecer, entre los años 1200 al 1580. Cuando verdaderamente dejó de crecer fue a finales del siglo XVI. Entonces sucedió una cosa que no ha vuelto a suceder jamás en el Arte. Se enfrentó el ser humano al Arte como nunca antes lo había hecho. Casi alcanzó a satisfacerle... El pintor Louis de Caullery nació en uno de los lugares europeos más desarrollados artísticamente. Amberes fue parte de la monarquía española, un lugar que recogía el impulso norteño con el color italiano y la sublimidad española. Pero es que, además, el Arte europeo se encontraba por entonces buscando la belleza entre la metáfora sofisticada manierista y el sentido narrador más realista del barroco. Entre ambas fuerzas el pintor flamenco Caullery trataría de conseguir representar lo que tantos siglos se había perseguido. ¿Lo consiguió? En absoluto. La belleza es inasible, el Arte es momentáneo, como lo son los versos y sus palabras escogidas que emigran ya, inevitablemente, por los reveses de una fantasía temporal adolecida de unos sentimientos insostenibles. Aun así, en el museo del Prado existe una genial obra suya, La Crucifixión. Tal vez nos sirva, o me sirva, mejor dicho, para poder describir una realidad expresiva muy peculiar, tanto abstracta como figurativa. Si nos fijamos bien en la obra, no hay belleza en los rostros de Caullery, tampoco en sus figuras, en sus movimientos ni en su aglomeración excesiva. ¿Qué hay, entonces, para representar, sin embargo, una extraordinaria semblanza de lo que el Arte consiguió una vez? ¿Es, tal vez, aquella definición de Platón: proporción, simetría, equilibrio? Sí. Lo consiguió, posiblemente, con los matices oscuros de unos colores fuertes y lo consiguió, también, con la fuerza expresiva de la globalidad frente a la representación de la unidad... Una abstracción figurativa. 

Pocos años antes de que el poeta austríaco publicase su desesperada novela desalentadora, otro creador austríaco, Maximilian Lenz, compuso su obra pictórica Un Mundo. La ideación de esta pintura habría deambulado antes ya por siglos para poder llegar desde la proporción sublime de Caullery a la simbología intimista de Lenz. ¿Seguiría persiguiéndose aquella belleza? La belleza sufrió por entonces un homicidio inevitable. Ya que no había podido conseguirse apoderar de ella desde la representación, ésta trataría de buscarse dentro del sujeto y no tanto fuera de él. Pero, sin embargo, esto era regresar a la belleza platónica... No fue el ser humano capaz de resolver este dilema, ya que esa interiorización requeriría una espiritualidad desarrollada, algo que se iba además diluyendo por las grietas demoledoras de un advenimiento científico, técnico y social nunca vistos antes. Y, de ese modo, el pintor Lenz crearía un lienzo que mostraba ahora la desunión del mundo con el sentido más interior de la vida del ser humano. No había forma ya, estaba la representación de la belleza perdida entre la sensación infinita por poseerla y el sueño eterno por evolucionar. El pintor no consiguió triunfar en el Arte, más allá que como una mera instrumentalización industrial de su genio artístico. Marcharía antes de pintar el cuadro a Buenos Aires para poder trabajar dibujando sellos de correos. Años después volvería a su país para trabajar como diseñador del Banco de Austria y componer así los billetes que llevaron al auge y la caída de aquella misma sociedad perdida. ¿Sería todo eso una cruel metáfora existencial y artística que llevaría al mundo a renegar para siempre de conseguir alcanzar la belleza? 

(Obra simbolista Un Mundo, 1899, del pintor Maximilian Lenz, Museo de Bellas Artes de Budapest; Lienzo manierista-barroco La Crucifixión, 1603 (?), del pintor Louis de Caullery, Museo del Prado.)


10 de septiembre de 2023

La Belleza no es transmisible a la sensación inmediata, tampoco a la observación ingenua, traducible o descubierta.



En la historia hay semejanzas comparativas que pueden hacernos reflexionar sobre la realidad. Una realidad que nunca dejará de ser la que es, a pesar de que todo se acabe disolviendo entre las apariencias temporales de lo porvenir. La época que vivimos tiene mucho que ver con el final del siglo XVIII y comienzos del XIX. El Arte, además, puede ayudarnos a comprenderlo. Mejor aún, es lo único que puede hacerlo verdaderamente. Porque aunque los hechos históricos son irrepetibles, el Arte no lo es, necesariamente, como no lo es tampoco la naturaleza humana.  Así, sólo es repetible, de alguna forma, el sentido representativo del mundo, el sentido estético del mundo, también de las cosas vividas interiormente. Si el mundo es Voluntad y Representación (como dijo el filósofo Schopenhauer), la representación es la misma esencialmente siempre, incluso aunque cambien los hechos, las situaciones o las maneras de verlo todo, la vida del ser humano tiende esencialmente a repetirse. La voluntad es la misma siempre, ésta no cambiará nunca, aunque no la veamos, sino sólo sus efectos demoledores. Cuando el escultor francés Jean-Antoine Houdon quiso crear -representar- vida sin tener la opción real de poder crearla, se decidió por esculpir la realidad más objetiva, más descriptiva, naturalista, académica o clasicista, de su época finisecular. Nacido el escultor en el año 1741 en Versalles, el Neoclasicismo por entonces comenzaba a vibrar como la única forma plástica de representar el mundo y su naturaleza sorprendente. Nada se podía hacer en el Arte entonces sin acudir a la realización de lo que los ojos veían sesgados por una luz clarificadora, por un resplandor que desvelaría todo haciendo deslumbrar la vida y el mundo y evitando, así, cualquier atisbo posible a la imaginación. Había Belleza entonces, por supuesto, pero también había verosimilitud descriptiva exagerada, algo que, en ocasiones, bordeaba la Belleza para, sin ella, compensar con lo sublime de la verdad lo que el Arte entusiasta no podría llegar a resaltar sin belleza. La sociedad comenzaría a escindirse, el Arte también. El racionalismo, el sentido de una razón poderosa que explicara la vida y el mundo, llevaba en aquel siglo la semilla de una visión fragmentadora de la sociedad. La fe, que había imperado sin fisuras durante siglos, empezaría a sustituirse, despiadadamente, por una razón demoledora. La intuición por la razón. La compasión por la sórdida ideología incuestionable. El erotismo por la pornografía. Fue un momento histórico de vértigo, de incertidumbre, de apasionamiento. De proliferación nacionalista, de pérdida de valores, de transformación lingüística, histórica, social y política. De revolución, de ruptura, de guerras impredecibles y de esperanzas contrapuestas. En el Arte se había llegado a la culminación más clásica de componer el cuerpo humano y la naturaleza. El Clasicismo se dejaría impregnar de todo avance y de una razón escudriñadora de la verdad. Houdon fue un escultor clasicista que llegaría a reproducir la realidad según el racionalismo más desvelador de una naturaleza dominada. Se especializaría en el Ecorché, una técnica artística que fue iniciada ya en el Renacimiento, cuando el clasicismo alcanzó a experimentar la representación más exacta del mundo. Leonardo da Vinci fue un extraordinario ejemplo de esto, del desollamiento de lo representado más descriptivo. La anatomía sin piel y con los músculos visibles comenzaría en el Arte una nueva dimensión estética. Jean-Antoine Houdon esculpió en el año 1767 en el Hospital de Francia en Roma una figura humana desollada que causó sensación. Sin embargo, él no había hecho sino seguir la tradición clasicista renacentista de ese tipo de figuras anatómicas que se representaban en grabados en madera, por ejemplo, que ilustraban el tratado de Andrea Vesalio De la estructura del cuerpo humano, Basilea 1543. Houdon donaría su escultura a la Academia de Francia para facilitar el estudio de anatomía a los jovenes artistas. Así, se acabaría especializando en la reproducción más verosímil de la naturaleza humana. Sus bustos de personajes importantes apasionaron por sus detalles tan realistas. Fue el caso de su escultura de Voltaire. En el año 1778 el filósofo francés regresaría de su exilio en Suiza a París enfermo y con ochenta y tres años. Houdon le pidió entonces que posara para él. Lo que el escultor realizó fue extraordinario: reprodujo fielmente el demoledor estado físico de Voltaire días antes de fallecer. 

Houdon se dedicaría compulsivamente a retratar en mármol las figuras de personajes de su tiempo, y esto le haría muy conocido y famoso. Con todo esto el clasicismo se decantaría entonces claramente por la verosimilitud, por la representación más fidedigna de la naturaleza. Un realismo exagerado, artístico, creativo, individualista, pero sin ninguna otra emoción ajena a su representado. Sin sentido trascendente. En el Arte, como en la vida, hay dos formas de comunicar: o la mediata o la inmediata. La inmediata es aséptica, es demoledora, crítica feroz de lo escueto por veraz, simple y revelador. Lo mediato fue lo que el Arte compondría siempre, sin embargo, cuando los creadores, sobre todo en la pintura, buscaron la belleza sutil o desgarrada en las imágenes metafóricas, alegóricas, ensoñadoras o misteriosas. Y en esa época finisecular Europa explosionaría social, política y culturalmente. Sin embargo, en el año 1783 Houdon hizo algo extraordinario. Quería realizar una alegoría sobre el invierno y le salió una demostración maravillosa de lo que es el Arte, de lo que la representación artística debe suponer: un mensaje emotivo y trascendente a la propia figura representada. Todo lo contrario que era esculpir bustos individualistas con el más descriptivo detalle anatómico. Esculpió a una solitaria joven aterida de frío cubierta sólo por un velo que no evitaría, sin embargo, mostrar parte de su belleza. Con esta obra Houdon transformaría por completo el sentido estético al que había dedicado y dedicaría toda su vida. ¿Fue sólo una alegoría del invierno? ¿Se cansaría el escultor de mostrar la cruda realidad sin otra connotación que la veracidad inmediata de la vida? ¿Fue una premonición, tal vez, de lo que el mundo perpetraría a la belleza? La escultura de Houdon consiguió entonces ofrecer algo más en un mundo mediatizado por la sumisión a la reproducción clásica de la naturaleza. Pero, sobre todo, realizó algo nunca visto hasta entonces en el Arte clásico: representar oculto lo principal descubriendo lo secundario, lo no eminente, lo accesorio, lo erótico marginal. Pero si el escultor neoclasicista quería representar una alegoría invernal debía cubrir parte del cuerpo sin desmejorar el sentido clásico de belleza. El frío es sobre todo racional, superior, por eso la joven cubre así esa parte de su cuerpo. Su velo no es lo suficientemente grande para protegerla entera del frío. Pero tampoco el Arte clasicista permitiría una representación sin elogiar desnuda parte de la belleza. 

Consiguió Houdon algo entonces que hoy seguiremos planteando en controversia en nuestro mundo tan desestabilizador. El filósofo actual Byung-Chul Han nos dice: El objeto es bello en su envoltura, en su velo, en su escondite. La crítica artística no debe levantar el velo, sino más bien alcanzar la verdadera intuición de la belleza únicamente a través del conocimiento más preciso del velo en cuanto tal. La belleza no se transmite ni a la sensación inmediata ni a la observación ingenua. Ambos procedimientos tratan de alzar el velo  o de mirar a través del velo. Sólo se alcanza la intuición de la belleza como misterio conociendo el velo en cuanto tal. Para conocer lo tapado hay que volverse antes que nada al velo. El velo es más esencial que el objeto tapado... A la belleza le resulta esencial el encubrimiento. Por eso la belleza no se deja desvelar. Su esencia es la imposibilidad de ser desvelada.   Hoy los pensadores más avezados vuelven a reivindicar lo que la belleza fue entonces como prodigio y salvación. Luego de que el escultor francés consiguiera la gloria por su esfuerzo artístico desgarrador, la revolución francesa a partir de 1789 llevaría a prodigar la verosimilitud en aras a menospreciar la sutileza de un desvelamiento providencial...  La crudeza, la imagen aterida del frío, vencería a la belleza surgida de la emoción de un erotismo revelador que buscase la representación ensimismada de una alegoría ficticia. El mundo pronto descubriría con el Romanticismo la forma de sacrificar la sutileza de una belleza para poder desarrollar el apasionamiento representativo estético más demoledor. No sacrificaría la belleza del todo, la suplantaría, la transformaría, la utilizaría para justificar sus planteamientos. Pero el mundo habría cambiado por completo para cuando los campos sangrientos de batallas, europeos y americanos, no tuvieran ya más que expresar que la destrucción, la deformación, la falsedad o la desidia. ¿Dónde quedaría entonces aquella sutil belleza velada parcialmente donde la vida prodigaría otra forma de llegar a entenderla? 

(Detalle de la escultura en mármol Alegoría del invierno, 1783, Jean-Antoine Houdon, Museo Fabre, Montpellier, Francia; Escultura completa, Museo Fabre, Francia; Escultura en bronce La friolenta (La friolera), 1787, Jean-Antoine Houdon, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York (vista anterior y posterior); Detalle de la escultura del Museo Metropolitano, Nueva York.) 

5 de marzo de 2023

El Arte o como Belleza o como dolor, como recuerdo estético maravilloso o como alarde plástico-crítico-terapéutico.







 


El morboso atractivo de lo paranoico en el Arte es una forma de vanguardia estética que puede suscitar la perenne dialéctica peregrina entre la modernidad y el clasicismo. El pintor sueco Carl Fredrik Hill (1849-1911) tuvo el profundo infortunio de padecer una esquizofrenia paranoica a finales del siglo XIX. Cuando su espíritu creativo le llevase antes a París en el año 1873 recibiría la influencia estética del romántico y realista Corot, también la del paisaje verdecido de la escuela de Barbizon, así hasta derivar pronto en la maravillosa pintura impresionista de su admirado Daubigny. Paisajes que compuso Hill con la fuerza extraordinaria del contraste lumínico de un color ahora, sin embargo, un tanto sombrío. Pero, pronto el Impresionismo y su exultante fuerza maravillosa, con sus colores vibrantes, optimistas y vivificadores, llenarían las composiciones artísticas de un joven Hill enamorado fervientemente de la luz y de los cielos infinitos... Recorrería las riberas del Sena escudriñando el contraste entre un cielo sin límites y un río delimitado; caminaría sosegado entre los bosques misteriosos que albergaban la sabiduría, el sentimiento y la placidez de un mundo encantado y deseoso. Así crearía obras sugerentes y sorprendentes, creaciones impresionistas que, sin embargo, acabarían iluminando más el interior que el exterior de lo que su espíritu albergaba. Cinco años después de llegar a Francia, el pintor sueco empezaría a padecer unos ataques psicológicos que le llevarían a ser diagnosticado de una esquizofrenia paranoide. Desde 1878 a 1883 estuvo internado en un hospital de Dinamarca y luego en otro de Suecia. Tiempo después, desahuciado, se mudaría a casa de sus hermanas y su madre en Lund, en donde viviría hasta su muerte en el año 1911. Es en ese período, desde 1878 hasta su muerte, cuando su obra artística cambiaría radicalmente.

 Cuando un pintor compone desde su interior más reptiliano, inconsciente o enfermizo expresará casi siempre antes que nada la vaguedad y la profundidad de su espíritu simbólico, abstracto o menos definido y dirigido ahora hacia su interior, que frente a la majestuosidad estética más bella, emotiva o sugerente y dirigida ahora, sin embargo, hacia el exterior, hacia los demás, hacia todos nosotros... El Arte o se comunica hacia los demás o se comunica sólo hacia uno mismo. Cuando lo hace hacia uno mismo las interpretaciones, críticas o enseñanzas estéticas serán tan subjetivas como inconsistentes; sin embargo, cuando lo hace hacia los demás el brillo de la eterna luminosidad de una belleza extraordinaria mostrará la maravillosa estela de un Arte sublime y poderoso. Bien sea como una muestra del inconsciente humano, de su fuerza interior o de una interpretación útil terapéutica, el Arte producido en circunstancias demoledoras para un ser humano que sufre y siente es la muestra temática de un dolor, de una maldición o de una oportunidad plástica para interpretar, con ella, una cierta pulsión estética interesada. ¿Con qué deseamos convivir estéticamente, con la oscuridad demoledora de un infortunio lastimoso o con la brillantez enamorada de un colorido atardecer? El pintor sueco Hill mostró en su juventud impresionista un alarde estético magistral con sus geniales desequilibrios sombríos de un color natural muy diferente. Esa belleza, esa sugerente y enriquecedora belleza estética, es la que debemos recordar de un creador que no pudo vencer, con su Arte, el terrible estigma de un dolor.

Carl Fredrik Hill nació en Lund, Suecia, en una familia de cinco hermanos donde él fue el único varón. Dos de sus hermanas murieron a una temprana edad, pero especialmente le fue muy sentida la pérdida de su hermana Anna. Tanto fue ese dolor maldito que se ha creído que contribuiría a la psicosis paranoica que el pintor alumbrase a finales del año 1877. ¿Qué dolor es preciso sentir para poder crear una obra que muestre el profundo e inquietante malestar de un espíritu terriblemente destruido? El Arte tiene ejemplos en la historia de grandes, o no tan grandes, creadores que plasmaron sus agonías interiores en un lienzo artístico. La agonía interior demoledora es una enfermedad, no una inspiración estética... No es necesario beber alcohol en cantidades exorbitadas para que un poeta pueda llegar a componer, inspirado poderosamente, la belleza lírica más estimulante. No es necesario que un pintor deba tener esquizofrenia paranoide para que pueda llegar a expresarse con una exclusiva genialidad sublime. Es la mente del observador, la del crítico y la del oportunista la que utilizará luego esas creaciones especiales para, ahora con ellas, elaborar un alarde crítico estético dirigido hacia la nada o hacia la admiración más inútil de una expresión ahora muy novedosa. Algo que, sin embargo, debería disponer mucho más de respeto íntimo artístico que de una expresión estética universal y recordada. Porque recordar a Carl Fredrik Hill por sus maravillosos paisajes especiales tan luminosos, emotivos e  íntimos es un reconocimiento sincero al Arte y al propio artista, alguien que, una vez, se inspiraría sensible ante los colores vespertinos de un cielo por entonces mucho más esperanzado, infinito o poderoso. 


(Obras de Arte todas del pintor Carl Fredrik Hill: Óleo El árbol y un recodo del río, 1877; Pintura Otoño, 1877; Óleo El Sena con álamos en su orilla, 1877, todas en el Museo Nacional de Estocolmo; Cuadro Ruta de París II, 1877, Gallery Thiel, Estocolmo; Óleo Hermana Anna, 1877, Museo Nacional de Estocolmo; Obra Variaciones familiares, 1888, c.a., Colección particular; Obra Paisaje con león, 1889, c.a., Museo de Arte de Malmö, Suecia; Óleo Los últimos seres humanos, 1890, c.a., Museo Nacional de Estocolmo.)


7 de agosto de 2022

El Arte como combinación de cromatismo y composición perfecta es, además, el todo menos justificado hoy de un mundo sin belleza.



El Arte se enriquece de las motivaciones humanas tanto como de los artificios naturales de unos elementos pictóricos ad hoc. Ambas cosas son versátiles, son inconstantes, son azarosas en la propia creación y consecuentes así con la propia vida. El valor del Arte clásico, entendido éste por aquel Arte compuesto por la mano frágil e inerme del ser humano desvalido, es único, poderoso, un valor que se sustenta precisamente en su capacidad de no haber sido creado más que por la decisión humana y sus limitadas posibilidades técnicas. Cuando observamos una obra de Arte clásico sabemos que no hay más que habilidad, elementos naturales y procedimientos limitados a lo humano. Porque el Arte pictórico, especialmente, no es sólo lo que se expresa sino cómo se expresa. Hay forma y fondo, al contrario por ejemplo que la creación literaria, en donde sólo hay fondo. Los nuevos procedimientos técnicos para crear Arte, para expresar el fondo artístico, tienen la versatilidad de ser una expresión estética pero no mantienen la maravillosa forma con la que el Arte clásico compuso sus obras desde la más rudimentaria técnica artística. En este paisaje de Rembrandt la creación está sublimada por las combinaciones naturales y humanas tanto de su expresión como de su composición estética. Si no hubiésemos visto muchas obras de Arte y, de pronto, viésemos esta pintura del maestro holandés, la revelación sublime de un efecto visual tan extraordinario nos llevaría al éxtasis artístico más conmovedor. ¿Podemos admirar una escena como esa en la vida real? No exactamente. Porque la combinación de elementos y el instante fijado devienen cosas que no se mantienen en el momento temporal de la visión de un paisaje determinado en el mundo real. Es el artificio creador que se añade al expresivo natural de un mundo conocido o familiar al observador admirado el que puede ser transformado por el Arte. La luz compone reflejos, matices y radiaciones peculiares en el efecto natural de observar un mundo natural que hallemos, azarosos, en nuestro deambular cotidiano por la tierra. Pero no dispondrán nuestros ojos la posibilidad de combinar todos los efectos a la vez en un paisaje que, además, no durará más de unos segundos el poder admirarlo sin reservas. En el Arte, a cambio, todo eso está disponible para el observador ávido de percibir las manifestaciones que el pintor supo combinar y expresar con sus recursos estéticos.

¿Qué sucede para que el Arte no nos haya conseguido descolocar para siempre con el instante motivador de un mundo admirable tan solo limitado al pequeño espacio que vemos de un artista pictórico? El ser humano está mejor diseñado para captar la amenaza que la belleza. Los sutiles detalles armoniosos del Arte de Rembrandt, por ejemplo, necesitan tiempo y dedicación estética para percibirlos sin confusión. ¿Sin confusión? El Arte confunde tanto como la vida, pero la confusión que no conlleva un peligro no es profundizada por las neuronales actitudes humanas para la percepción estética. Por eso el interés ante lo estético en el mundo de hoy ha ido cada vez más derivando hacia lo sórdido, lo grotesco, lo abrupto, visualmente llevado a lo más amenazador que pueda seguir estimulando las reacciones que obliguen al cerebro a fijar su atención sin condiciones previas. No es más que una forma de supervivencia, que, a pesar de los avances en la vida del ser humano, sigue siendo la única forma de poder y querer entender pronto y sin matices las señales visuales que el mundo nos transmita sin condiciones. La Belleza en el Arte clásico obliga a mirar con ojos transformados desde la amenaza a la sublimidad estética de un sentimiento adquirido. Pero para ello requerimos saber que ese sentimiento es necesario para enriquecer el estado estético de un ser rodeado de amenazas. No hay solución para el Arte ni para la percepción artística en un mundo lleno de amenazas que no lo parecen o que no mantienen el mismo perfil formal que la belleza estética. Ya es hora de profetizar que la belleza no es natural y que la percepción de ella fue adquirida por la necesidad emocional de unos seres desestimulados sin ella. No se trata solo de engrosar la vanidad autosatisfecha de unos seres privilegiados que pueden coloquiar sobre Arte. Se trata de educación estética y ésta solo puede adquirirse cuando la amenaza no sea lo principal que atraiga la percepción natural espontánea de unos seres desamparados por el fingimiento de la supervivencia. La predicación visual está hoy más alejada de la belleza que nunca. Por eso observar estas obras se hace necesario para la adecuación de un mundo que no participa de la sensación estética combinatoria de formas, matices, cromatismo, composición y belleza.

Para la totalidad del mundo el Arte es solo una reliquia arqueológica cuando no un valor económico patente. No podemos percibir la totalidad en el mundo, sin embargo, porque no es la mejor combinación perfecta de una expresión estética profunda. La totalidad hoy está en el dinamismo de una información fugaz que no se consolida en ningún caso, que no es nada permanente, que no deviene como recurso estético sino como un subterfugio para exorcizar la amenaza... Nunca fue eficaz enfrentar la amenaza con lo transido de fugacidad estentórea y violenta. ¿Por qué los creadores de Arte se impregnaron de sosiego estético con el equilibrio del color, la luz, las formas y las sombras transmitidas desde la mejor totalidad de una belleza sublime? ¿Buscaron lo que no existía en el mundo?, ¿o existía pero no era percibido con los elementos sensibles precisos para poder sostenerla? En la obra de Rembrandt la fugacidad de lo natural y de lo artificial es sojuzgada por el puente sólido de piedra que une la luz percibida con las sombras ocultas. Hay aquí una llamada al artificio, a la transformación de un paisaje natural que puede ser ahora la mejor opción para alcanzar así a justificar la belleza. Porque es injustificable en un mundo sin ella, en un todo que no consigue unir las partes conmovibles con la acción determinante de una estética poderosa. La totalidad entonces, con la fuerza combinatoria de una decisión estética sensible, llevará la visión de un mundo inarmónico a la mejor forma de expresarlo por el hecho simbólico de un cuadro limitado ahora por sus formas. Esto realiza Rembrandt con su obra Paisaje con puente de piedra muy sutilmente. Lo vemos y vemos así el horror y la belleza, el esplendor y las sombras terribles de un mundo conflictivo. También veremos la amenaza, pero no la amenaza que sugiere la atención por la sumisión de un estímulo embriagador de fuerza bruta que la soslaye; no, sino la amenaza que subyace en el mundo sobrellevada ahora por la sutil emoción de una belleza creada. Porque las formas están combinadas en Rembrandt con un artificio estético tan magistral que el oscuro matiz que representan las partes del mundo amenazador que refleja están atenuadas por la totalidad genial de un universo estético sobrecogedor que, ahora, sólo lo transformará en belleza.

(Óleo Paisaje con puente de piedra, 1638, del pintor holandés Rembrandt, Rijksmuseum, Amsterdam.)


27 de abril de 2022

El espejo de Venus o la búsqueda inconsciente de un paraíso perdido.




El Arte compuso siempre a la diosa Venus frente a un espejo, que no sostiene ella, para mirarse en él satisfecha. Y debe ser así, sin que ella lo sostenga, para simbolizar aún más la imposibilidad de mantener consigo el reflejo poderoso de un sentimiento tan perturbador. Porque la huella de esa imagen no es más que la historia imposible del género humano por querer reencontrar el sentido trascendente de un paraíso perdido. Es un reflejo engañoso, es la imagen reflejada de algo que no es, pero tampoco dejará de serlo. Como el concepto del Paraíso, algo que es y no es. Porque el sentido paradisíaco del mundo es falaz, es una mentira útil que requiere ser utilizada para persistir entre las asoladas incertidumbres del mundo. Cuando algo existe y persiste lo bastante como para sostenerse por sí mismo, el sentido de su utilidad no es más que una mentira útil porque es algo del todo imposible. Nada de lo que existe persistirá y nada se sostiene por sí mismo, porque todo necesitará de cosas que le ayuden a ser y prosperar. Una de ellas es la identidad, algo que se obtiene de la propia vida y del azar. Cuando el ser se auto-identifica realza su existencia y consigue el sentido propio de su Paraíso, una conformidad maravillosa de satisfacción, personalidad y realización creativa. Este concepto de Paraíso tuvo su mitología grandiosa y su realidad estética en la historia. Sin embargo, la expulsión del paraíso es la razón de ser histórica más consistente con la vida, porque no hay vida ni identidad sin expulsión del paraíso. Su sentido es este, ya que la identidad es posible solo cuando la vida se estimula o por la desesperación, o por la confusión, o por la ilusión o por el deseo. La fuerte necesidad de encontrarse consigo mismo, con la identidad, hace al ser humano creer posesionarse del mundo y de sí mismo. Esta es la búsqueda inconsciente del paraíso perdido. En el alarde artístico que los seres humanos han llevado a cabo en la historia, la diosa Venus simbolizaba ese reflejo inconsciente perdido. Porque la Belleza no es más que aquel sentido más identitario de la vida y el mundo. Perderla es perder el sentido de ser y estar. Por otro lado, la única manera de confirmar la identidad es alcanzar a verla a través del reflejo fiel de lo no poseído.

Como el propio concepto de Paraíso, algo que no se posee y, sin embargo, se vive, se puede vivir. Esta particularidad hace al Paraíso una excepción maravillosa. No lo poseemos pero pertenecemos a él. En el concepto paradisíaco este es su sentido, podemos vivirlo pero no podemos poseerlo. El concepto de Belleza es igual, algo que se refleja pero que no se posee. Por esto el sentido del espejo, necesario para poder confirmar la propia existencia. En la metáfora estética, la diosa Venus se observa como una mujer que confirma su identidad. Esta identidad además reflejará la Belleza, algo que no es suyo tampoco. Como el paraíso, como un lugar encerrado entre límites, al igual que el espejo, y que determina la realidad existencial que refleja. Pero nada de eso existe verdaderamente, como el sentido del espejo, que no es más que una reflexión opuesta de otra cosa distinta... La expulsión del Paraíso es la reafirmación de este mismo sentido poderoso. No hay expulsión porque no hay paraíso, como no hay identidad aunque sea reflejada en un espejo. El sentido de identidad y de paraíso van unidos, pero ninguno de los dos está fuera sino dentro de cada ser humano; individuos que, perdidos, creerán inconscientemente que ambas cosas son lo mismo. De ahí la búsqueda permanente de identidad semejante a un paraíso. Cuando Rubens compuso su Venus y Cupido hizo figurar la mitad del reflejo del rostro de Venus en el espejo que sostiene Cupido. De este modo el genial pintor flamenco simbolizó la imposibilidad de identidad real, aquí representada por el mero reflejo parcial de un espejo. Venus, sin embargo, pulsa su emoción, su identidad, una y otra vez ante la fuente privilegiada ahora del reflejo de su belleza. Cupido no se cansa de sostener ésta tampoco. ¿Qué sostiene Cupido realmente, el espejo, la identidad, la belleza o el paraíso? Para el dios de la unión poderosa el sentido del engaño es fundamental. Hay que forzar la ilusión hacia lo que parece que es aunque no lo sea. Como el Paraíso...

Trescientos años después de la obra de Rubens, el pintor alemán Franz Von Stuck creó su obra La expulsión del Paraíso. Con su modernismo simbolista Von Stuck nos expone una magnífica interpretación del mito bíblico. Ahora los seres humanos son alejados de sí mismos, sin belleza, sin identidad, sin paraíso. El dios Cupido es sustituido aquí por el arcángel cumplidor del designio divino. El espejo es cambiado por la lanza flamígera que, sostenida también, rechaza, a diferencia del espejo, el opuesto reflejo maldito. Sin reflejo poderoso no hay más remedio que dirigir la visión hacia otro destino distinto. En el Arte la metáfora del reflejo poderoso es parte de lo que le da su sentido estético y virtuoso. Por esto no es más el Arte que una frágil reminiscencia del paraíso perdido, y los pintores buscarán, al igual que los seres perdidos, la razón poderosa de reflejar la identidad, la esperanza y el sentido infinito. Sin embargo, el reflejo estético no siempre conlleva una estremecedora fuerza que pueda sostener, indemne, la salvación o la gloria. Por esto la obra simbolista es manifiestamente más real que la barroca. En aquella no hay espejo ni reflejo engañoso sino oposición, confusión, discordia y lamento. El sentido ahora se transforma por completo. El paraíso, el concepto metafórico del Paraíso, ha sido desvelado y romperemos así, con su visión estética de la expulsión, el sentido mendaz y falso de un paraíso. La identidad ahora es suficiente por sí misma, sin necesidad de soporte ajeno ni de gracia irredenta. Venus ha sido sustituida por Eva y el espejo maldito por la resistencia personal. Con la ventaja que el Arte nos ofrece para comprender sus símbolos, llegaremos, por fin, a ver el espejo fiel en la obra simbolista y el espejo falaz en la barroca. 

(Óleo Venus y Cupido, 1611, Rubens, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Cuadro La expulsión del Paraíso, 1890, del pintor simbolista Franz Von Stuck, Museo de Orsay, París.)


24 de abril de 2022

La fuerza de los colores de un crepúsculo brillante reflejará el ánimo ansioso de una vida y su momento.



La justicia artística es un concepto sin sentido. Muchas obras de Arte se han podido realizar sin merecer apenas una reseña perdida entre las paredes deslucidas de algún museo del mundo. Pintores han habido muchos y, a veces, algunos han pasado a la historia sin un especial adorno extraordinario. Este maravilloso paisaje del pintor Richard Wilson (1714-1782) es un ejemplo de eso y de la capacidad de combinar unos colores dispersos con una composición espectacular, amplia y difícil. En el año 1775 pintaría este maravilloso paisaje italiano de memoria, ya que su estancia en Italia había sido veinte años antes de comenzarlo. Para cuando lo pinta su vida no era una maravillosa vida sosegada de  un pintor consagrado y establecido con éxito. Había padecido dificultades por su inestabilidad económica y se sentía perdido y desolado cuando, por fortuna, al año siguiente, la Real Academia de Londres le obsequia con un puesto de bibliotecario en su institución. Pero, antes de eso tuvo la inspiración de crear una obra con la que consiguió componer la sentida expresión de un ánimo íntimo necesitado de vida. No es Romanticismo, no es Neoclasicismo, no es Realismo, es todo eso junto y mucho más lo que trató de expresar con su pintura. Fue la luz prodigiosa de una puesta de sol brillante matizada  de nubes dispersas a través de un cielo tenue infinito de vida. Porque aquí el cielo triunfa además en la totalidad del paisaje: dos terceras partes del lienzo lo cubre. Luego son las distancias, la perspectiva, la profundidad... Todo eso junto a la elección de un escenario natural y de un momento únicos. Es un paisaje y es mucho más que eso. ¿Será una intuición? ¿Será que el estado de ánimo del pintor es expresado para ser percibido luego con colores que ganarán sobre las formas o sobre los alineamientos? No hay nada más que colores, distancias y magia emotiva. Con ello el pintor expuso la mayor expresión emocional de un ser humano creativo que buscará en las formas dispersas el mejor sentido estético para la justificación de una vida.

Es la constatación de un mundo representado que el Arte consigue expresar para calmar el ansia humana de tratar de conciliar ánimo con vida.  Porque aquí el ánimo es ahora la misma vida... Este, el ánimo, se dirige, por ejemplo, hacia la elevada edificación aislada de la izquierda para mirar sus delineadas formas imprecisas y tratar ahora de sentir su calma. También hacia la brillante y plateada ribera del Tiber a la que, desde lejos, cualquier observador admirado dirigirá sus ojos con sosiego. Es la silueta además del ciprés orgulloso que, sereno, tratará así de elevarse hacia un cielo infinito. Son también unos personajes empequeñecidos que, ajenos, no pueden ya ver ahora la belleza completa de todo eso. ¿Es una alegoría del Arte insatisfecho? El paisaje de Wilson no es solo la imagen realista de un escenario definido, la vista del río Tiber y la ciudad de Roma al fondo, es la necesidad de expresar algo muy distinto con un paisaje reducido de luz que solo el Arte consigue transmitir con belleza. Es la voluntad creativa que persigue la conciliación de la vida con el ánimo del que la observa. Entonces, el universo expresivo creará un mundo que solo existe en el sentimiento artístico de un instante y un espacio únicos. La luz es ahora parte del dominio de un esplendor conseguido por la combinación de formas, tonalidades y planos distintos. Todo esto es obtenido además con el reflejo tenue de una luz crepuscular inducida, algo que los impresionistas conseguirían cien años después incluso. Pero que Wilson lo expresa ahora genialmente, con la textura de un paisaje donde apenas consigue distinguir, por su secuencia tonal magnífica, unos colores de otros. Así puede hacer más sensible aún el escenario crepuscular dominando su luz partes estéticas de los diferentes espacios del paisaje magnífico. Porque, como en la propia vida, existen diferentes espacios que apenas se solapan en uno, pero un solo momento único reflejado en él. Esos espacios diversos reflejan una respuesta de luz a la expresión concreta de ese momento único. Es como el ánimo humano, que también se expresará definido por el tiempo, por la luz y por las distancias imprecisas.

Hay un abismo aquí entre la fuerza concreta de una luz crepuscular con su horizonte herido y la grandiosidad de un paisaje abierto, profundo y espectacular. Porque no hay sombras y las hay, porque no hay luz y, sin embargo, aún la hay, porque no hay vida aún y sí la hay... Porque hay una luz en el universo representado que, sin embargo, se opondrá muy pronto a la continuidad de su luz.  Es una belleza herida porque su luz no presentará aquí ya toda la variedad de formas que la hacen expresiva. Porque son ahora partes incorporadas a un momento de luz y no la luminosidad global cuya consecuencia consiga luego del mundo su completa silueta. Esto hace crear una imagen maravillosa por ser distinta ahora, por ser la expresión de un deseo más que de una realidad precisa. Es el deseo de persistir a pesar de su imposibilidad por el momento crepuscular que su luz impone al mundo. El pintor lo busca y persigue con el mismo afán que su ánimo trata de conciliar algún sentido herido con el sentido del mundo.  Aquí el sentido es la luz que luchará por mantener las formas imprecisas de un mundo reflejado que fluye distinto. El mundo ahora es la realidad que las distancias y las tonalidades consiguen mantener del transido paisaje infinito. El pintor descubrió con su inspiración estética la fuerza de un mundo que podría expresarse más por un desánimo infinito que por las formas reflejadas de un paisaje profundo. La luz reflejada por los colores dispersos es ese ánimo necesitado de fuerza que vencerá ahora, sereno, por la grandiosidad de un atardecer tan bello y poderoso. ¿Hay mejor tonalidad elegida para unos colores desperdigados ahora por un paisaje crepuscular que combine formas con ánimos o representación vital con algún oculto sentido misterioso?

(Óleo Una vista del Tiber con Roma en la distancia, 1775, del pintor galés Richard Wilson, Centro de Arte Británico de Yale.)


18 de abril de 2022

Una nota negra en un paisaje soleado, hermoso en líneas y proporciones, como un obelisco egipcio...


Eso escribió Vincent Van Gogh de este lienzo suyo un año antes de morir: Es como una nota negra, como una mancha oscura en un paisaje bañado por el sol, pero es una de las notas oscuras más interesantes, la más difícil de llevarse bien que se pueda imaginar... Qué metáfora de la vida más simple y más profunda. En su torbellino por aunar emoción, vida y Arte el pintor desesperado encontraría en los cipreses la inspiración que antes había encontrado en los girasoles. Sin embargo, a diferencia de los girasoles, que pinta siempre aislados y solitarios, los oscuros cipreses los pinta en su entorno natural, rodeado de un paisaje prolífico, abundante y entusiasta. Ahora su espíritu, en una situación personal de sosegada resignación vital, se acercaba mejor así a una calma serena expresada por los colores arremolinados tan expresivos de esos árboles. Entre el amarillo y el verde, ahora gana el verde en las tonalidades buscadas por el pintor holandés. Un verde oscurecido como un referente existencial poderoso, como una razón de vivir, o como una fortaleza arraigada a la vida, dirigida ahora, segura y firme, hacia un infinito cielo distinto. No hay seres humanos en la visión que el pintor tuvo de ese paisaje inspirado. Sólo la fuerza de lo inanimado, de lo que permanece más, de lo que no padece, de lo que persiste poderoso. Hay una búsqueda y una afirmación, hay un sentimiento vago y una realidad luminosa en esta composición estética. Con su estado de ánimo el pintor huye hacia el color arremolinado, torcido, curvado, impreciso, cosas que justifiquen la vida y sus misterios ocultos. No hay sentido lineal recto en casi nada, ninguna cosa lo tiene para conseguir una consecución firme entre un antes y un después, entre una posición y otra distinta. Ahora la realidad es sinuosa, es una formación de líneas que deben ser hermosas y cuyas proporciones puedan asociarse a una belleza más simple. No hay nada completado, todo está por hacer, por finalizar, por llegar a ser en el instante sagrado de la composición estética. Así, el Sol es sólo una pequeña franja de circunferencia amarilla. Pero el Sol está ahí, porque su reflejo es fundamental en el sentido estético del paisaje inspirado del artista. 

Es un maravilloso sortilegio sobre la incapacidad de ver otra cosa que no sea belleza entre las siluetas sinuosas de dos cipreses solitarios. Pero que es la única verdad que desea expresar el pintor con su paisaje. En el contraste de los cipreses frente al paisaje ganará el espíritu atormentado del artista. Es la dificultad que el pintor busca para justificar el sentido incomprensible de la existencia. Ese contraste es la vida misma, es la fuerza por persistir que los cipreses disponen en un lugar que nada tiene que ver con su propio sentido. Hay una luz poderosa que llena las formas y las proporciones de una naturaleza revuelta, inquieta, feraz y luminosa. Nada puede evitar su grandeza ante la realidad sórdida de una vida desperdigada ahora con formas diferentes. Y entonces surgen los cipreses para añadir una nota oscurecida que consigue fortalecer el sentido justificador de un paisaje distinto. Tiene que ser así, una rareza entre las formas que completen ahora el mundo proporcionado y natural en que vivimos. La metáfora de los cipreses en Van Gogh es su particularidad especial para poder existir entre farragosos escenarios diferentes. Este contraste, esta dificultad, acabará absorbida por la forma en la que los mismos colores consiguen justificarlo todo. Porque no hay un Sol así, no hay un cielo así, no hay montañas así. Todo está contrastado con la realidad y su propio sentido visual en el mundo. No se puede ahora sino mirar de otro modo ese contraste y esa dificultad. Eso buscaría el pintor desolado ante las hermosas proporciones aparentes de un mundo sin completar del todo. Porque nada lo está en la obra realmente, ya que faltan partes o faltan reflejos que definan así un universo satisfecho. Como en la vida...

También como la sensación trashumante del pintor en sus años finales, trastornado por la dificultad de encontrar un sentido a lo que vive, a lo que hace. Es como su búsqueda del paisaje perfecto conseguido por la luz, por las formas, por los colores o por la esperanza de hallar en todo el sentido real de lo existente. No hay nada sino contraste, y el pintor lo descubre encantado entre las notas oscurecidas de dos cipreses diferentes. Con ellos compuso su sentido real de lo que para él era belleza. No era proporción, no eran líneas perfiladas que acojan ahora un paisaje perfecto. Era el contraste, la nota oscurecida que consigue devolver el sentido perdido a las cosas, a lo que no se entiende bien, a lo que no hace más que desear buscar un escenario especial que pudiera justificar el Arte con su atormentada vida. Lo encontraría entonces entre los cipreses elevados hacia un cielo distinto. Es como si la luz no fuese originada por el Sol sino por el mundo, es como si el contraste no fuese originado por las notas oscurecidas de unos cipreses distintos sino por la propia vida. Así se inspiraría el pintor en aquel verano de 1889, cuando le faltaba aún un año para desaparecer. Quiso expresar todo más con los colores que con las formas. Los buscaría compulsivo entre tonalidades diferentes de un universo distinto, realizado con partes de las siluetas fragmentadas de las formas que representarán, ajenas, la vida sin la vida. Con ellas compuso un paisaje extraño. ¿Sería el único desatino? Los cipreses no son el único enfrentamiento aquí entre un universo previsible y un espíritu atormentado. Hay algo más que expresa un sentimiento que por entonces el pintor buscaría y seguiría buscando: un sentido sublime a todo lo existente. Fue como una esperanza, como una sinfonía, como un canto, como una sosegada melodía distinta. 

(Óleo Los Cipreses, 1889, de Vincent Van Gogh, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.)

16 de abril de 2022

Cuando la espera es en el Arte una forma de evasión transformada en una salvación requerida.


 

Cuando el Arte empezaba a cambiar el rumbo de su representación estética, el pintor Jean-Pierre Laurens (1875-1932) seguiría expresando sus creaciones con los trazos tradicionales de sus clásicos maestros. En el año 1905 crearía su obra La expectativa, o La espera, un lienzo absolutamente inclasificable. Su iconografía es ahora transtemporal, es decir, traspasará el momento temporal concreto para situarse en un tiempo transversal indefinido. Ni la vestimenta ni el recinto nos definen claramente el momento ni el lugar representados. Pero esto es necesario al pintor para poder expresar el sentido confuso de la obra. Estas representaciones consiguen traspasar el instante para poder alcanzar otro instante distinto, de esta forma el sentido estético puede conseguir emocionar, elogiar, confundir, o dejar indiferente. En este caso lo que consigue el pintor es confundir con el momento fijado en su obra. No hay emoción realmente, no llega el pintor a conseguir que nos emocionemos. Pero no nos dejará indiferentes. La espera o la expectativa es, como en esta representación, un arma de doble filo. Hay en la obra una salvación y una evasión entrelazadas... Porque la emoción, que no sentiremos al verla, sí la dispone el personaje. Es una emoción engañosa, un tipo de emoción que no es más que una huida inconsciente de los seres causada por la imaginación de una ilusión aparente. El engaño nos lo trasladará a nosotros y, con él, no conseguiremos sentir nada más que belleza. 

La simple composición del personaje sentado en el alféizar de una ventana gótica llegará a inspirar un instante de equilibrio y belleza. Esa sorpresa estética es la única emoción, ya que no hay ningún sentimiento en la obra que consiga otra. No sabemos si es alegría o tristeza, no sabemos si es una sensación de promesa o de incertidumbre. El pintor tratará de expresar la confusa manifestación de emociones que encierra la actitud de la espera. Y por la misma naturaleza de la espera hay dos caras enfrentadas, complementarias, en la actitud de la expectativa. Por un lado confianza, salvación, pero, por otro, la confusa sensación de una evasión oculta. En el Arte será igual. Su representación subjetiva consigue transformar, en este caso al revés, una evasión inconsciente en una salvación efectiva. Ahora es la evasión lo que es inconsciente aquí, que, como en el Arte, no somos conscientes de que supone una evasión. En la vida es diferente. Pero en el Arte la imaginación terminará salvándonos, y lo hace porque no existe el tiempo para poder comparar el sentido de lo incomprensible. En la vida ese sentido temporal nos confunde porque nos hace pensar que una espera supone una salvación, cuando no es más que una evasión indecente. En la obra vemos la expresión de una expectativa conseguida estéticamente por la lejanía con la que el personaje se distancia de todo. Ni mira por la ventana ni desea leer, ni se aferra a otra cosa. Sólo hay expectativa. Una sensación indefinida por el hecho de no ver ahora lo que causa esa espera. 

La visión ahora es tan confusa como la espera, porque existe una sensación y no existe, porque hay reflexión y no la hay, porque la mirada está alejada de cualquier cosa que no persiga su sentido: no ver nada más ahora que lo de su mente ávida. No hay una realidad visible, no puede haberla cuando la imaginación sobrevuela el momento por la sensación inconsciente. La representación está dirigida hacia el interior no hacia el exterior subjetivo, es por lo que la interpretación psicológica en esta obra es una acertada forma de poder entenderla. El personaje oculta todo su cuerpo con un ropaje oscuro, tal vez reflejo de su estado personal. También su posición es determinante, está sentada firme entre los muros poderosos de un lugar resistente. Es aquí la metáfora del inconsciente poderoso, que es el firme estado interior donde reposan las emociones inventadas. Con su mano derecha está expresando la actitud firme de que su expectativa no conseguirá variar por nada. Está asentada sólida y definida en ese momento que, para ella, a diferencia de para nosotros, no es nada confuso. Nada de afuera la altera, ni a ella ni a su momento. Y esta espera sobrevenida no es más que una forma equivocada de salvarse aferrada a una engañosa evasión alejada de la vida. El pintor nos permite no emocionarnos. No conseguimos percibir nada emotivo ante la visión extraña de un momento indefinido tan confuso como es la expectativa. Esta es la grandeza de la obra, que no nos determina a sentir lo mismo que el personaje, alguien que con su imaginación llevará a perseguir un evasivo engaño inconsciente. En nosotros no. En la percepción de esta obra ese engaño no resultará lesivo para nadie que lo mire, todo lo contrario. Porque es la evasión representada no la salvación lo que es ahora inconsciente. A cambio, sí es una salvación requerida su visión estética, para esto nos acercamos al Arte, para obtener, con una grata visión estética, una salvación deseada con algo que no precisará, sin embargo, el propio Arte: esperar nada.

(Óleo La expectativa o la espera, 1905, del pintor francés Jean-Pierre Laurens, Museo de Bellas Artes de Mulhouse, Francia.)

13 de abril de 2022

Una última visión impresionista fue inspirada en la senda emotiva de un sentido reflejo luminoso.


 Había sido expuesta esta obra impresionista durante una muestra en Nueva York poco antes de fallecer el pintor, teniendo muy poco éxito o interés entre los que acudieron a verla por entonces. El día después de la clausura de la exposición, Edward Henry Potthast (1857-1927) sería encontrado ya sin vida en su estudio neoyorquino. Su obra Junto al Mystic River había sido finalizada ese mismo año, así que es muy posible que fuese esa la última visión estética que el pintor tuviese en su vida. Se había formado con los impresionistas franceses y estadounidenses que, a finales del siglo XIX, buscaban otra forma de componer combinando naturaleza vibrante con algún escenario íntimo. Potthast había compuesto lienzos inicialmente donde la vida y el mar enmarcaban un ambiente humano lleno de colores y olas vibrantes. Pero esas olas le persiguieron toda su vida creativa como una senda vigorosa y misteriosa que justificaría la innovadora utilización del color y de sus nuevas técnicas impresionistas. Era la fuerza artística y también vital de buscar un sentido al mundo con la creación ahora de formas, reflejos, tonos y agua. Pero esto no lo descubriría pronto en su vida, pues no sería hasta el año 1908, con cincuenta años, cuando la luz y el reflejo de la costa de Nueva Inglaterra le llevaría a crear las obras por las que fue más conocido. Hasta que compuso en el año 1927 Junto al Mystic River, donde cambiaría por completo ya su estilo: de aquella sensación vibrante de playas coloreadas con seres humanos alegres pasaría a la serena visión profunda de una escena íntima distinta. Y esta visión fue la última que, probablemente, tendría en su vida. La obra es de ese tipo especial de creaciones que se caracterizan o aprecian por disponer de una sola parte estética valorable en la misma. Porque esa sola parte estética es ahora muy especial en su obra, consigue con ella culminar o justificar el sentido artístico completo más emotivo de la misma. La genialidad artística entonces se sublima y es expresada por algo que destaca especialmente sobre la mediocridad del resto. En esta última visión de Potthast esa parte única estética era el reflejo solar inclinado y amarillento sobre las aguas color lavanda de un estuario tranquilo.

Con ese reflejo genial consigue llegar a expresar el sentido espiritual más inspirado de su obra impresionista. Sin ese reflejo no hay más que oscuridad, mediocridad, atonalidad o falta de impulso estético. La grandiosidad del Impresionismo fue conseguida en su obra con esa parcialidad plástica genial por el pintor norteamericano. Ese reflejo en las aguas del estuario determinará el camino por el cual la visión, tanto del personaje meditabundo como de nosotros mismos, llevará a encontrar la sagrada senda espiritual oculta de lo más misterioso del mundo... Porque, al fondo, no hay ya más que un tenue oscurecimiento en el horizonte final, ahora sin contraste, del melancólico cuadro intimista. De hecho, no existe contraste en la obra más que con el negro tono ensombrecido de un muelle, de unas barcas y del sutil oscuro personaje. Un horror..., sin el reflejo inspirado y conseguido por unas olas serenas y amarillas tendidas ahora plácidamente.  Es así como la visión y el sentido íntimo más personal coinciden en el estético reflejo poderoso que ahora lo cambia todo, lo sustituye todo, por el único incierto sentido trascendente que existe en el mundo...  Y el Impresionismo vino a salvar al personaje, al pintor y a nosotros mismos. Cómo aspiran ya los ojos perceptivos la sinuosidad generosa de unos tonos amarillentos, compulsivamente rítmicos, que se desplazan, apenas continuos, hasta el horizonte lastimero y final de un oscuro paisaje. Allí desaparecerán de la vista. ¿Desaparecen, realmente? Porque, si observamos bien la obra, parecen continuar levemente hacia un cielo indistinto de unas sombras ajenas sin apenas ruptura. La elección de los colores en el Impresionismo es tan arbitraria como el sentido personal que de la visión de una cosa tenga un espíritu subjetivo. Aquí el pintor eligió ese tono oscurecido lavanda para hacer, con él, una suerte de monotonía universal de un virtual mundo misterioso. Luego eligió el negro para reflejar las cosas del mundo que tengan ahora vida y, luego, ya no la tengan... Y, por último, el amarillo, ese esperanzado color brillante para hacer con él una infinita y profunda senda poderosa. Tres tonalidades nada más para el total de una obra impresionista. Tal vez, no se necesiten más para expresar el sentido universal de una parcial visión sosegada del mundo. 

Para el año 1927 la creación artística había cambiado totalmente, el Impresionismo ya no era una opción creativa innovadora. Fue utilizada entonces como recurso y como habilidad. Como habilidad porque era lo que el pintor más conocía y había aprendido de sus maestros. Como recurso porque no existía otra posibilidad plástica mejor que esa tendencia para poder expresar un sentimiento tan íntimo. Expresar un sentimiento con el Impresionismo es posible porque el contraste que aquél requiere para serlo es el mismo que éste dispone para componerlo. El contraste en el Impresionismo consigue destacar profusamente algo sin desmerecer el conjunto equilibrado de la obra. Y no lo desmerece porque no hay, realmente, equilibrio alguno que desmerecer... Las tonalidades en el Impresionismo son arbitrarias, no naturales, y, por tanto, no importa ya qué cosa contrasta con cuál, porque todo en esta tendencia es visualmente entendido, conseguido y aceptado. La genialidad se consigue cuando ese contraste arbitrario es capaz de poder alcanzar a sosegar los espíritus rebeldes más desasosegados. Y el pintor Potthast lo obtuvo con ese contraste reflejado genialmente entre las aguas adormecidas de un estuario y su vibrante sendero de olas amarillas. Es así como compuso una visión plenamente justificada para conseguir un paisaje sombrío, lastimoso y emotivo como es este atardecer tan meditabundo. Pero el personaje de la obra observa ahora, sin embargo, esa senda iluminada en el agua con un sentido tan melancólico como lleno de esperanza. Porque puede ser el pintor y puede ser también cualquiera de nosotros. Y así es, así como fue esa última visión estética tan inspirada.

(Óleo Junto al Mystic River, 1927, del pintor impresionista Edward Henry Potthast, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

8 de abril de 2022

Un triángulo de Belleza donde las miradas confluyen, cercanas, hacia un único lugar estético.


 

Entre las múltiples composiciones de una obra de Arte esta de Lubin Bauguin es extraordinaria. Es ahora un triángulo rectángulo cuya estética es asombrosamente original. No es solo la geometría sino los gestos, las formas de los gestos, la posición de las figuras, las tonalidades y la serena ambientación espiritual de un espacio sublime. Es pleno Barroco y, sin embargo, las influencias manieristas, venecianas y renacentistas se combinan con el atrevimiento caravaggista. El pintor francés alcanza con esta obra cierta modernidad elogiosa. Hay un escenario sagrado sobre una composición pagana, hay ángeles alados con figuras humanas. La capacidad creativa del Barroco no ha sido superada en la historia. Es una tendencia demasiado completa para definirla en pocas palabras. Tratar de definir el Barroco después de ver esta obra es imposible. ¿Qué decir de él, que es la imperfección sublime de una perla diferente? Tal vez si entendemos imperfección por salirse de la norma. ¿Tiene esta figura de María la imagen clásica de las vírgenes representadas en el Arte? No. Si extraemos su figura, si la aislamos del conjunto, ¿no parece una ninfa mitológica de leyendas arcádicas que descansa abstraída a la espera de que algo suceda en el bosque? O quizás una Venus mitológica con su Cúpido travieso molestando suavemente.  O, incluso, Ariadna perdida en la isla de Naxos después de haber sido abandonada. Pero no, es María con la figura de un San José oscurecido al fondo, de los pequeños Jesús y Juan y de la madre de éste, Isabel, que mira ahora arrodillada ante ella. Aquí la espiritualidad está sublimada, llega a romper una representación sagrada típica para trascender la obra a una composición universal de Belleza y Arte.

Es una obra donde la individualidad es totalmente anulada por la relación tan íntima de los personajes. Los personajes están intercomunicados, hay una razón para estar ahí y mirar lo que miran. Es el gesto de las miradas lo que lleva a esta pintura a ser una alegoría sutil del Arte. Hay que mirar decididos para ver lo único que merece ser visto. Como en el Arte. Las formas lineales del paisaje contrastan con las curvas de las figuras del cuadro. En un caso con la solidez de la roca elevada, rotunda y cuadrilátera, justo detrás de las figuras; en otro con las formas cuadradas de las montañas del fondo. Esas formas contrastan y se conciertan con el triángulo compositivo de las figuras del cuadro. Geometría y miradas, sacralidad y paganismo, juventud y vejez... La figura ajada de la madre del Bautista contrasta con la rosada tez de la madre de Jesús. Es la oposición de esos elementos lo que lleva a sublimar el sentido de una alegoría del Arte. Para que una composición artística sea elogiosa debe incluir el contraste de las formas. Un enfrentamiento que sorprenda y realce la belleza. El mundo combina cosas distintas y son justificadas por la relación de unas con otras. El fondo simple, duro, recto, ajeno y amenazador contrasta con el plano suave, ondulante y sereno de las figuras. El contraste a su vez entre las propias figuras forma el otro enfrentamiento de la obra. Y luego está el color que, a pesar del deterioro de la obra y su desvanecimiento, la lleva a trascender su época para llegar, incluso, hasta las postrimerías de un Rococó extravagante.

Es la universalidad más elogiosa que una obra Barroca pueda llegar a tener. Todas las miradas confluyen alegóricamente en un mismo lugar: la propia obra. Con ese alarde sugerente obtuvo el pintor un resultado genial por su capacidad para relacionar figuras, miradas, gestos y espacios distintos. En esta obra es el espacio lo que, además de la mirada, es venerado especialmente. El tiempo concreto no está representado ahí. La pintura de Lubin Bauguin consigue romper fronteras temporales para incluir todas las épocas. Ahí está el Realismo naturalista del siglo XIX también. Pero también el Manierismo, el Renacimiento. Hasta el Romanticismo con la figura del ángel o la languidez sosegada de María. Así hasta llegar incluso al Modernismo de Cèzanne o el Cubismo con las formas geométricas insinuadas... La capacidad de Bauguin de trascender con su obra al propio Arte fue extraordinaria. Consiguió representar la Sagrada Familia y homenajear al Arte inmortal. Sin embargo, no pasaría el pintor francés a las glosas elogiosas del Olimpo más reconocido. Este es otro ejemplo más que esta pintura nos ofrece:  la incongruencia que la representación artística tiene con el mundo. No hay verdad sino entre las ocultas creaciones que, a veces, impiden valorarlas sin pretensiones. Porque no se trata de competir sino de admirar, no se trata de pujar sino de emocionarse... Y todo ello tan solo al ver ahora la maravillosa composición triangular compuesta por unas figuras diferentes.

(Óleo sobre madera Sagrada Familia con el Niño, San Juan Bautista, Santa Isabel y tres figuras, 1640, del pintor francés Lubin Bauguin, National Gallery, Londres.)


3 de abril de 2022

La Belleza en el Arte es relativa, posee tres causas distintas que producen tres efectos diferentes.





El Impresionismo es la mejor tendencia artística para evaluar la Belleza en el Arte, para discernirla estéticamente, para tratar, en definitiva, de comprenderla mejor.  El Impresionismo tiene la cualidad de ser muy subjetivo, y esto ayudará a distinguir mejor las diferentes formas en que la Belleza pueda reflejarse en un cuadro. En este caso podemos comparar tres pintores de esa etapa, aunque cada uno con los rasgos propios de su formación e inclinación estéticas. Samuel Colman, Claude Monet y John Singer Sargent. Colman (1832-1920) fue un paisajista norteamericano impregnado de las formas románticas de su país y de las nuevas tendencias impresionistas. Monet (1840-1926) es el pintor impresionista por excelencia, verdadero artífice de las teorías impresionistas, de las formas que los colores pueden expresar según el momento del día, del año o del reflejo indeterminado de la luz del sol. Sargent (1856-1925) fue el pintor más atrevido por su versatilidad, por su capacidad de extraer la impresión desde cualquier faceta diferente de la vida. Con ellos podremos comprobar que la Belleza, por ejemplo, tendrá en el Arte al menos tres maneras de considerarse. En el caso de Colman y su obra Torre vieja en Avignon, la Belleza está en la atmósfera de la obra, en sus formas geométricas acordes a la visión romántica de un escenario sugestivo. Está también en el momento elegido por su cualidad de equilibrar el cielo con la tierra, la luz con la oscuridad. Está en la nostalgia y en el sentimiento vaporoso de un instante sobrecogedor. Ahora es el color, son los colores matizados de sombras, ocres y líneas rectas que llevan a producir un efecto embriagador por su onírica sensación placentera y sedante. La Belleza es cultural aquí, es geométrica, es histórica, tiene rasgos que la hacen motivadora de sueños, de acogida temporal, de vivencia, de espíritu indeterminado que vaga ahora por las sosegadas aguas de un remanso de paz y de sosiego. La Belleza es aquí causada por la combinación magistral de elementos humanos y naturales, en una magnífica composición inspirada y sostenida por el tiempo como sentido y como alarde.

En Monet y su obra El río Petite Creuse la Belleza no está en nada de lo anterior, ni en la atmósfera, ni en la geometría ni en las formas. Su causa ahora es otra y los efectos que nos producen también son otros. En esta obra impresionista por excelencia la Belleza no está originada por nada en concreto. De hecho no hay un origen como tal, es solo el efecto que produce lo importante. Pero, no obstante, veamos cuál podría ser su causa, la causa aquí de la Belleza. Es la luz difuminada de la mañana. En la obras genuinamente impresionistas la luz es siempre matutina. Esa podría ser aquí la causa. Pero una luz que no se verá sino reflejada por la multitud de elementos naturales que, combinados sin concierto, acabarán creando la mejor sintonía, sin embargo, que un mundo abundante de reflejos pueda componer en un instante. La Belleza ahora está expansionada totalmente, no hay una parte de Belleza, no hay nada seccionable, es la totalidad la que está ahora expresando, radiante, la Belleza difuminada por todas las áreas estéticas del lienzo. No hay ninguna parte que sea más que otra, no hay contraste, toda tonalidad es la causa y es el efecto que producirá la Belleza, y que será completada en la mente ávida de multiplicidad, de diversidad, de la fascinación por la transformación ahora de la luz reflejada en cada  cosa. Su efecto es el más optimista y el más benéfico por su alejada sensación de cualquier cosa que no tenga ahora nada que ver con la multiplicidad, con la luz reflejada y con las formas mezcladas tan poderosas. Porque aquí no hay separación, no hay oposición, no hay otra cosa que conjunto, que pertenencia, que fortaleza ante la variedad que nos produce la impresión de estar ahora mirando tanta diversidad expresada, sin embargo, como si fuera una única y completada cosa. 

Luego estará la Belleza independiente, la prodigiosa por ser su causa una sola, por no tener otra cosa más que su mera fuerza simbólica. En la obra de Sargent vemos el retrato de una mujer real, Elizabeth Ebsworth. En él hay elementos estéticos de una composición brillante, armoniosa, sugerente. Los trazos impresionistas de una combinación radiante entre el vestido y el decorado tan simple de un retrato. Pero aquí, sin embargo, la Belleza es completamente objetiva, es única, es determinante, es el simbolismo más fiel del reflejo de una mujer y su retrato. La Belleza ahora no es tanto artística como personal, no podemos obviar que es una bella mujer la que, soberanamente, reina ahora por completo entre las formas representadas en la obra. Su causa es ella y su efecto también. Podremos elogiar su pose, podremos elogiar el efecto del vestido sobre su cuerpo, la elección de unos colores semejantes, su combinación y su efímero contraste. Pero no hay más que un lugar para significar la Belleza en esta obra, y es la efigie de una hermosa mujer entre las formas sublimes de su retrato. No es ahora la Belleza subjetiva, como lo era antes, en las dos obras impresionistas de Colman y Monet. No, ahora es la más objetiva de las bellezas, la que no puede sustraerse a otra cosa, la que no necesita otra cosa. La que no nos enseñará nada, la que no nos llevará lejos ni cerca, la que producirá la satisfacción más primigenia por ser la primera, la auténtica, la profunda Belleza. Su fuerza aquí es ella, no otra cosa, aunque lo fuese, aunque quisiésemos mirar otras cosas u otras posibles cosas estéticas. ¿Cuál es la más original Belleza? En el Arte no hay Belleza original. Es relativa, es la muestra de causas diferentes. En un caso es la imaginación que fluye ante el contraste de las formas, en otro caso es la totalidad de la luz reflejada de las formas, y, por último, es la forma misma, la única, la más definida, la individual, o la más eterna belleza de la forma.

(Óleo Torre vieja en Avignon, 1875, de Samuel Colman; Cuadro El río Petite Creuse, 1889, del pintor Claude Monet; Retrato de Elizabeth Ebsworth, 1897, del pintor John Singer Sargent, todas obras del Instituto de Arte de Chicago.)