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26 de febrero de 2020

En estética el menor espacio ofrecerá una mayor grandiosidad y belleza.



Aunque el efecto parezca a la inversa, el cuadro inferior es más grande en tamaño que el primero de la entrada, ya que el de abajo es más alargado horizontalmente que el de arriba. Se encuentra en el Museo del Prado y representa la misma escena y paisaje veneciano que la otra obra, ambas del mismo pintor italiano, Leandro Bassano, y fechadas en el mismo año 1595. Cuando el pintor tuvo que componer lo mismo pero en menos espacio de lienzo, ajustaría y eliminaría cosas con un resultado mayor estéticamente en la obra de la Real Academia que en la del Prado. Es de suponer que la obra de menor tamaño fue realizada poco tiempo después cuando, teniendo que exponer la misma escenificación, no tendría tanto lugar donde poder recrear detalles, incluir más embarcaciones, elementos o cosas. ¿Fue eso exactamente? Si nos fijamos bien no hay menos cosas en una que en la otra obra; y también los detalles y la realización de las formas en la obra del más alargado (Museo del Prado) es incluso más elaborada que en el otro. Pero hay algo en la obra de la Real Academia que la hace finalmente más interesante y más atractiva. ¿Qué es eso? Las obras de Arte apaisadas (alargadas horizontalmente) no resaltan el paisaje tanto, a pesar de lo que puede suponerse, con respecto a las que no son apaisadas de ese mismo paisaje. El cielo tan elaborado con respecto a la otra obra puede influir también en la elección estética de la de menor tamaño. Pero, sin embargo, son dos cosas las que determinarán la diferencia más genial de una obra sobre otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor de hacer la misma obra añadió dos cosas, básicamente, que no había hecho (porque no podía) en la anterior obra. Elevó más su perspectiva (en la obra de la Real Academia es una perspectiva más aérea) y concentró aún más el color rojo en la gran barcaza veneciana y su adyacente comitiva de grandes personajes. Con esos efectos estéticos, un punto de visión más elevado y un color rojo destacable en un ángulo menos cerrado entre la barcaza y la comitiva rojas, hicieron de la obra de la Real Academia de San Fernando una composición estéticamente mucho más conseguida que la del museo del Prado.

Al tener menos espacio de visión se tiende a elevar el observador de cualquier paisaje limitado en lo ancho. Y, por otro lado, al elevar esa visión, los ángulos de las cosas más cercanas resultan más abiertos que cerrados, consiguiendo así una mayor perspectiva o un acabado más elogioso de todo el conjunto. Pero las cosas no son en estética tan simples, hay más elementos que condicionan que una obra esté más conseguida frente a otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor veneciano de recrear una misma escena en un menor tamaño físico, decidió acertadamente eliminar detalles, objetos y colores, con lo que mejoró el resultado final de la obra de Arte. Luego consiguió ampliar su perspectiva verticalmente, con lo que ganaría un paisaje cenital mucho más atrayente que el cielo más empequeñecido y menos brillante que el otro. Las dos obras de Bassano representan una tradicional ceremonia veneciana: el matrimonio del mar con Venecia. El dux y su gobierno embarcan y se dirigen a la entrada del canal para depositar en el mar el anillo de boda que simboliza la unión de Venecia y el mar. Lo curioso es que el pintor hiciera dos obras de la misma celebración en el mismo año, y que las dos obras vinieran a España quince años después de haberlas pintado en Venecia. Luego sabremos que el comprador fue el duque de Lerma, el valido (primer ministro) más corrupto que tuvo España entonces.  Que las adquiriría para él y que a su derrocamiento y defenestración fueron confiscadas por la corona y depositadas en el Palacio Real de Madrid. Es curioso que otro valido o primer ministro de España, Manuel Godoy, acabase poseyendo el cuadro de menor tamaño (Real Academia de San Fernando) el tiempo que estuvo en el poder, eligiendo así el de mayor belleza o de mejor acabado estético de ambos lienzos.

Los límites en el Arte son importantes. Deben éstos ser muy precisos en los laterales y, sin embargo, deben ser imprecisos en el horizonte final. La perspectiva aérea y lineal son elementos compositivos determinantes para elogiar el resultado de un bello paisaje. El punto de fuga es más destacable cuanto más precisos son los límites laterales de una obra. Después las cosas parecen disminuir (no tanto en tamaño como en agrupamiento) cuanto más se eleve la altura de la visión desde donde el pintor compone su obra, porque parecen estar más desperdigadas, se oponen así menos unas a otras que si la visión es más cercana a la superficie de la tierra. Pero, no bastará. Hay que saber elegir además qué cosas o cosa deben estar destacadas frente a las demás. Y el color en esto es muy importante. Es la otra cosa que determina la estética más singular de una obra de Arte. Porque debe haber un color que destaque sobre los otros con la profusión de tonalidades que la vista confunda ahora ante la variedad de cosas representadas. Esto es una genialidad muy apreciable en la composición final de un atribulado paisaje cargado de muchas cosas, objetos, variedades, elementos  o detalles mezclados. Los pintores no siempre tienen en cuenta esas cosas a priori... En este caso el pintor tuvo la ocasión de poder realizar, pocos meses después de finalizar una (Museo del Prado), la misma obra en otra (Real Academia), con lo cual pudo comparar y elegir otra mirada diferente. Una mirada con la que alcanzaría, sin saberlo del todo entonces, la mejor composición que de un mismo escenario tuviera de una misma y diferente obra.

(Óleo La Ribera o muelle de los Eslavos, 1595, del pintor Leandro da Ponte Bassano, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Cuadro Embarque del dux de Venecia, 1595, Leandro da Ponte Bassano, Museo del Prado, Madrid.)

24 de julio de 2019

De sentir a pensar, de emocionar a racionalizar, de sublimar a liberalizar, así se cambió de pintar hace doscientos años.



Hay tres momentos trascendentales en el Arte, tres situaciones temporales en la historia que modificaron absolutamente la forma de expresión artística. El Renacimiento fue la primera, un periodo situado a finales del siglo XV; el Arte Moderno fue la última, un periodo situado a comienzos del siglo XX. Pero hubo otro momento decisivo, el segundo momento trascendental, que coincide con el Romanticismo y se sitúa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Fue un momento muy interesante porque no rompió nada o no revolucionó nada, realmente, en la forma de pintar, como sí hiciera el Arte Moderno o el Renacimiento con sus antecesores. Entonces sucedió que fue el modo no la forma, fue el talante artístico no el concepto, fue el pensamiento no la manera de expresarlo, fue el sentido no el fin plástico. Y no fue el fin porque el Arte seguiría planteamientos clásicos nada evolucionados plásticamente. Pero el sentido de crear algo expresivo o de comunicar algo diferente con lo más intangible fue lo que, verdaderamente, se transformaría en los albores del siglo XIX. El Romanticismo fue solo el disparadero, ya que éste generaría diversos herederos creativos en otras tendencias o maneras de expresar las cosas, algo que variaba de cómo se había hecho antes. El pintor británico George Richmond (1809-1896) es un ejemplo curioso y representativo de esa etapa artística. Completamente fascinado por su maestro romántico William Blake, seguiría ahora el movimiento Los Antiguos. Esta tendencia estuvo formada por seguidores del arte arcaico y espiritual de Blake. Miraban al pasado para componer ahora sus obras no como en el Renacimiento o en el Barroco sino de otra forma distinta. El motivo era el mismo pero la forma era totalmente diferente.

Cuando se había alcanzado ya el dominio del color más perfecto, de la forma más maravillosa que el clasicismo barroco había conseguido en el Arte, luego, en el momento que el Romanticismo revolucionara el Arte para siempre, los creadores necesitaron expresar las cosas de otro modo. El trasfondo era el mismo y las historias eran las mismas; es más, la historia pasada era buscada y necesitada para expresar las mismas cosas pero ahora de forma distinta. Cuando George Richmond quiso componer la leyenda evangélica de la mujer samaritana no duda en hacerlo justo de un modo opuesto a como se había hecho antes. Pero, sin embargo, el escenario era el mismo: la Samaria palestina bíblica de la época de Jesús. El mismo que el Arte había compuesto siempre de esa parábola sagrada. Jesús se dirige a Galilea desde Judea y debe pasar por la región de Samaria, un lugar poco ortodoxo en la religión hebrea de entonces. Tiene sed y ve de pronto una mujer en un pozo. Al pedirle agua se sorprende de que un judío ortodoxo (Jesús era un rabí judío) se dirija a ella, judía heterodoxa. Jesús aprovecha para ofrecerle ahora el agua espiritual de una sed que ella ignora. Cuando los pintores clásicos del Renacimiento o el Barroco compusieran obras parecidas mostraban siempre el carácter tradicionalmente sagrado de un momento como ese. El Guercino (1591-1666) crearía en el año 1640 su óleo Jesús y la mujer samaritana con los perfiles correctos de su clasicismo barroco. La perfección en el diseño de la obra, en el celaje, en los vestidos plisados, en las miradas, en los objetos, en el brocado del pozo marginal y perfecto. El ademán de Jesús, dirigido a ella ahora es el tradicional en la figura sagrada: muestra su mano derecha con su dedo índice hacia arriba indicando así el mundo trascendente que puede calmar la sed necesitada.

Es esa la representación paradigmática de la expresión clásica de una forma comprensible de salvación espiritual expresada en una obra. La receptora del mensaje está ahora escuchando, sorprendida y temerosa, el sentido trascendente. Sorprendida porque no lo espera de un judío; temerosa porque comprende que debe ser la verdad ahora lo que escucha. Menos de doscientos años después, en el año 1828, el pintor George Richmond compone su obra Cristo y la mujer de Samaria. Basado en el mismo capítulo de Juan evangelista, sin embargo el pintor británico crea una imagen donde la metáfora es transformada sutilmente. El pasado se reivindicaba ahora con todo lo que suponía de verdad y de autenticidad, pero se mostraría a su vez de otra forma el mensaje o la metáfora. Jesús se humaniza más en su postura, está más relajado y sentado además frente al hierático semblante de la anterior figura en pie de El Guercino. La samaritana está ahora ensimismada, pensando más que escuchando, racionalizando más que emocionando, lo que se le transmite sereno. Su figura contrasta absolutamente con la barroca de antes, ahora no lleva ella una jarra ni nada en su regazo, hasta descubre el pintor uno de sus senos bellamente. ¡Qué audacia para una imagen tan representativa de lo sagrado! Pero es que esa fue la revolución que se llevaría en el Arte por entonces: se pasaría de emocionar con los colores a racionalizar con la forma. La obra de Richmond parece incluso más arcaica que la de El Guercino, con esos rasgos medievalistas tan antiguos. Pero era en lo único que eran antiguos, en los rasgos, porque en todo lo demás consiguieron expresar entonces las cosas de una forma completamente avanzada. Hasta la mano de Jesús en la obra del año 1828 se pinta dirigida también, como entonces. Ahora su dedo índice de su mano derecha está pintado, como entonces, para señalar algo claramente. Pero ahora no como en la obra barroca, hacia el cielo, sino justo lo contrario, hacia la tierra, hacia un suelo donde ahora transita el agua que da vida al mundo. 

(Óleo Cristo y la mujer de Samaria, 1828, George Richmond, Museo Tate Gallery, Londres; Cuadro Jesús y la mujer samaritana, 1640, El Guercino, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

3 de julio de 2019

Entre el Impresionismo y el Realismo se deslizaría un atisbo de sensibilidad muy humana.



Cuando algunos pintores impresionistas quisieron expresar la realidad deformando solo la atmósfera del conjunto pero no los detalles, obtuvieron una semblanza casi románticamente realista en sus obras. Pero, además, otra cosa que esos díscolos impresionistas lograron fue dar un cariz más principal al ser humano que a cualquier otro asunto, fuese un paisaje u otras formas representadas de las cosas del mundo. En su inspirada visión del Palacio de Westminster el pintor italiano Giuseppe de Nittis (1846-1884) crearía una composición afortunada artística y socialmente. En dos planos adyacentes pero alejados privilegiaría la visión de unos hombres frente al extraordinario, ahora desdibujado por la niebla, relieve arquitectónico del gran palacio londinense. Y para no desentonar con el afamado sentido comercial de su obra artística lo titularía Palacio de Westminster, aunque de ese palacio solo veamos a lo lejos apenas unas afortunadas sombras fantasmagóricas. Sin embargo, las figuras de los hombres apoyados en el puente es tan realista y determinada como impresionista o fugaz es justo la contraria. Pero ahora los seres representados, que están observando todo menos la visión más conocida de ese paisaje, son los personajes menos favorecidos de la sociedad, para nada figuras aristocráticas o burguesas de aquella contrastada y dura época del mundo.

Porque estamos en el año 1878, el momento de mayor esplendor de la sociedad industrializada de entonces, cuando algunos seres humanos padecían sus efectos y, descoloridos en lo estético, formaban el decorado insustancial de una amalgama superflua para el sentido principal de cualquier escenario estéticamente relevante. Pero para entonces, cuando el pintor italiano viaja a Londres y compone su lienzo impresionista, lo transformaría todo con un sutil alarde muy emotivo e impactantemente plástico. Porque ahora le ofrece el color, el relieve y hasta el plano más principal de su composición a los seres humanos, no así a otra cosa representada en el cuadro. Hasta el estético sol, ocultado ahora entre las nubes, es insignificante aquí. Hasta la torre poderosa del conocido palacio londinense es irrelevante aquí. El pintor no la caracteriza sino como un simple esbozo o como un decorado sin fulgor ni perfilamiento destacable. Todo eso se lo dedicaría, sin embargo, a los seres humanos marginados, unos objetos estéticos banales que nunca antes habrían tenido tanto protagonismo figurativo frente a cualquier paisaje. El contraste es tan definido como el que las dos tendencias artísticas supondrían por entonces. El Realismo había sido ya encumbrado para cuando el Impresionismo triunfara, pocos años antes de componer de Nittis este cuadro. En el Realismo sí habían sido los seres humanos más desfavorecidos retratados claramente en sus obras. Pero el Realismo no emocionaría, sin embargo, estéticamente tanto como consiguiera luego hacer el Impresionismo. Pero esta última tendencia, a cambio, no situaría al ser humano muy destacado frente a una naturaleza troncal mucho más poderosa y evidente. 

Esa fue la especial sensibilidad y genialidad que lograría conseguir de Nittis en su obra. Tenía que vender el cuadro y además ofrecer el pintor la semblanza típica -la niebla londinense- del ambiente más conocido y emblemático de Londres, y tenía también que mostrar los rasgos característicos de un Impresionismo rompedor. Pero, aun así, el pintor incorporaría sutilmente en su obra un mensaje despiadado: que el mundo debía estar mucho más para los seres humanos y no éstos para aquél. Expresarlo entonces todo eso con belleza estética era algo muy complicado de hacer. O favorecías la belleza o destacabas la realidad. Si hacías una cosa tendrías más admiradores que compraran el cuadro, si hacías lo contrario te arriesgabas a no gustar ni venderlo. Pero, hacer ambas cosas en su obra fue el reto extraordinario de Giuseppe de Nittis. Sólo apenas un cuarto de la superficie del cuadro está expresando a los representantes de esa humanidad desfavorecida. El resto, la práctica totalidad del lienzo, es el paisaje nebuloso donde el Impresionismo mostraría sus virtudes estéticas. ¡Qué maravilloso cielo seccionado entre un desvaído sol y las nubes poderosas de la atmósfera londinense! Qué extraordinario murmullo visual el de las aguas de un río cuyos rasgos  difieren muy poco del resto del paisaje, como el Impresionismo además  preconizara con su novedosa técnica plástica. Fue todo un alarde de composición pictórica muy logrado y apreciado por entonces. Contrastes evanescentes, sombras débiles, siluetas mortecinas, paisaje desolador y colores  desplegados o atenuados por la espesa bruma. Todo ese virtuosismo estético fue muy conseguido en una obra de Arte que manipulaba el tiempo y el espacio para, con ellos, hacer ahora una cosa inédita: expresar socialmente el Impresionismo más humano en una obra de Arte. Porque la parte creativa de la obra, el escenario limitado del parapeto de un puente donde unos hombres se apoyan ahora sin deseos, sin admiración de ese paisaje  o  sin ninguna vinculación estética con éste, es justo lo que el creador más destacaría en su ambigua obra impresionista. Nada puede ser más relevante en una iconografía, sea impresionista o no, que la representación emotiva de un ser humano en su paisaje furibundo. No por ser una parte o elemento más de un decorado artístico, sino por ser el trasunto fundamental de la representación pictórica más emotiva de un cuadro. 

(Obra impresionista-realista del pintor italiano Giuseppe de Nittis, Palacio de Westminster, 1878, Colección privada.)

4 de abril de 2018

El único creador del paisaje de sus sentimientos es el ser motivador de los mismos.



Ante la brusquedad de la vida, incluso ante sus demoledoras fuerzas escondidas, pero lacerantes, los humanos buscarán refugio y calma. No es más que el evidenciado modo humano vulnerable de reaccionar ante un entorno abrumante y cuestionador. Para representar una escena legendaria narrada en los evangelios, la tempestad calmada, el pintor flamenco Jan Brueghel el viejo (1568-1625) compuso en el año 1596 un pequeño óleo sobre bronce. Pero, sin embargo, habría creado con él una grandiosa obra de Arte. Lo que hace al Arte una visualización diferente de cualquier representación de la vida es su fabulosa mentira extraordinaria. El naturalismo en el Arte -ver la realidad como es, sin fisuras, de la forma más natural- no conseguirá más que emocionarnos. A cambio, todo estilo artístico que prime belleza, equilibrio, pero también irrealidad, sueño, alegoría y sentido -finalidad- conseguirá, además de emocionarnos, hacernos pensar en la misteriosa influencia de un sutil mensaje destacado. Porque debe haber un mensaje sutil en la representación no naturalista y debe estar significativamente destacado. Debe existir también belleza, pero ésta tiene que ser exagerada, grandiosa, armoniosa. Y luego, por fin, el sueño -una imaginación vinculante-, algo imprescindible para poder así subjetivarla. Con él combinaremos irrealidades con realidades, posibilidad con indiferencia o sutilidad con sentido. Y todo esto es lo que veremos -con el sueño del Arte- en esta obra renacentista Cristo en la tempestad del mar de Galilea.

Un paisaje favorecedor de lejanía y de cercanía, de fuerza e intimidad, se nos representa a la mirada sorprendida. En la obra de Jan Brueghel no hay ahora, para ser una terrible circunstancia dramática -la tempestad de un mar embravecido-, ninguna sensación personal que produzca una atrocidad natural de un escenario cruel o atronador. Pero, sin embargo, el pintor compone un entorno marítimo sobrecogedor incluso sobre oscuros trazos tornasolados. ¿Qué hay ahí que haga expresar una sensación personal tan diferente? Es ahora el mensaje sutil de un personaje sagrado que, dormido serenamente, destacará sobre los demás. Esto no tiene sentido en una representación naturalista. Pero en una representación que no lo es tiene un especial sentido alegórico: nada agresivo y exterior puede existir que trastorne o altere el motivo fundamental de una existencia interior confiada y serena. Pero aquí, entonces, ¿cuál es el motivo alegórico? Nuestra propia decisión personal. Para el ser humano la representación de la vida, de la vulgar vida que vive y no otra cosa, es una alegoría de lo que veremos en este cuadro renacentista. Porque se encuadra el paisaje en un entorno despiadado que, aunque los efectos producidos en los otros -y en nosotros- socaven duramente el ánimo de la existencia, no se corresponderá ahora, sin embargo, con ninguna sensación inquietante para el personaje principal de la representación artística. La tempestad desoladora no estará manifestada o expresada, sin embargo, sino entre los trazos retorcidos de un paisaje aún mayor... 

Artísticamente, la obra es maravillosa porque dispone de un fuerte contraste plástico en su textura, expresado con los colores destacados de las vestimentas de los personajes o con el bello paisaje gris-azul-verdoso de un entorno marítimo desolador. En la abigarrada barca los apóstoles temerosos buscan ahora para salvarse la inexistente fuerza nuclear de lo sagrado. Es inexistente porque la buscan ahora fuera de ellos mismos. Para subrayar este efecto el pintor, como en la parábola, duerme ahora al personaje fundamental de la obra. No está ahí manifestada la fuerza nuclear de lo sagrado aunque lo esté. Sólo estarán ellos, los seres que buscan ahora consuelo entre sus gestos inútiles y desasosegados. El pintor fue un especialista en crear grandes paisajes motivadores. Por eso mismo no deja de ser un paisaje estimulante... aun representando una fiera tormenta pavorosa. Pero solo la representará el pintor levemente porque la belleza interior de la obra es ahora superior a cualquier otro fenómeno estético en la obra, o mejor, es su propio reflejo. Ni siquiera en la oscuridad... Brilla ahora incluso una ciudad al fondo sobre las laderas hermosas y blanquecinas de una cordillera montañosa. Hasta las otras embarcaciones parecen disfrutar con su rumbo entre la tempestad primorosa; como las aves, como los peces o como las suaves olas ahora tiernamente encrespadas sobre la orilla del fondo. Parece una sublime contradicción todo eso: parte invitará a quedarse y parte obligará a huir... Es como el pintado cielo poderoso de la obra: formas nubosas oscurecidas que ocultan ahora, sin embargo, un tenue y ardiente sol que resistirá, sin embargo, la prueba poderosa de una brava existencia incomprensible. Esta misma luz poderosa que hará brillar también la ciudad blanquecina maravillosa del fondo.

Porque estará aquí representada la sensación de la fuerza poderosa del ser ante los desafíos retadores de sí mismo. Como en la obra renacentista, el ser humano es perseguido a veces por dos sensaciones diferentes... Porque existen dos sensaciones en la vida humana como existen dos impresiones en esta iconografía: una lo es de cierto y la otra solo una obtusa, vaga o tenebrosa sensación demoledora. Por un lado estará la impresión pavorosa que el pintor representará con el movimiento; por otro la impresión segura, que el pintor expresará con la quietud. El movimiento está en la vela arremolinada de la barca, en las nubes ensombrecidas de parte de un cielo fugaz y negativo, en los brazos tensos de los apóstoles atemorizados o en las olas alternadas con colores diferentes. La quietud, a cambio, está en la firmeza de las rocas kársticas del paisaje primoroso, en las siluetas de los edificios arraigados del fondo, en la atmósfera acogedora de un paisaje esplendoroso, en la luz atravesada de un sol insobornable o en la serena ensoñación de un sueño poderoso. Es esta la representación de una obra universal que consigue ahora belleza, equilibrio, irrealidad, sueño, alegoría y sentido reflexivo. Nos ofrece ahora, entre la emoción de sus colores y sus formas, una reflexión profunda para los seres humanos contingentes: que las sensaciones de temor y de sorpresa solo estarán motivadas por nosotros mismos, que no se pueden hallar fuera de uno mismo ni su causa ni su fuerza. Que el ser humano es el único creador del paisaje de sus sentimientos... Como Jan Brueghel lo fuera con su maravilloso, armonioso y colorido paisaje sobre bronce.

(Óleo sobre bronce Cristo en la tempestad del mar de Galilea, 1596, del pintor flamenco Jan Brueghel el viejo, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

12 de octubre de 2017

El Arte como una de las creencias más precisas sobre espiritualidad y vida.



¿Qué es creer?, ¿significa depositar tu confianza, tu admiración, tu compromiso y tu esfuerzo vital -psicológico, emotivo, intelectual- en algo distinto a ti? Algo poderoso, además. Es decir, algo que no puedes ser sino solo percibir y que dominará tu carácter y el sentido de tu vida mientras lo sientas. Así podríamos definir, por ejemplo, el ejercicio personal de la creencia. Pero ese sentimiento interior (digo bien, sentimiento, porque se padece, se necesita y se busca ávido para calmar, para esperar o para desear) surgiría muy pronto en la historia del ser humano. Antes incluso de que la civilización llegara a organizar un sentimiento como ese. Por tanto, es una cualidad especial de lo humano. Creer es consustancial a lo humano. ¿Es que se necesita creer en algo, en lo que sea, siempre y en cualquier circunstancia? Sí. Por esto el ejercicio de la creencia ha sido lo que más ha contribuido -y sigue contribuyendo- a condicionar la convivencia y satisfacción humanas. El problema es que la creencia no hace distingos en nada de lo que se pueda creer. Hay seres que llegarán a creer en cosas inverosímiles, otros en cosas fútiles y otros más, peor aún, en cosas peligrosas, lamentables o dañinas. El peor síntoma de una creencia es aquel que necesita del otro para justificar la suya. Es decir, aquella creencia que para sentirla, vivirla o desarrollarla tratará siempre de condicionar, alterar, trastornar o anular la vida o el pensamiento de los demás, del otro, del semejante o del contrario, para poder sentir que la creencia de uno tiene sentido y puede prosperar. 

A comienzos del siglo XVII los pintores del movimiento barroco descubrieron el extraordinario poder del mensaje alegórico del Arte. ¿Mensaje alegórico? La pintura había sido utilizada por la Iglesia durante gran parte del siglo anterior para prosperar en un mundo enfrentado por las creencias. Así se compusieron maravillosas obras de Arte, independientemente de lo sagradas o no que fueran. Hay que insistir en la equidistancia del Arte, es decir, en la capacidad que tiene el Arte para ser solo Arte, sin estar vinculado a un propósito o a una ideología o a una creencia. Pero, claro, hablamos de Arte con mayúsculas, de excelencia artística, no de cualquier forma representada iconográficamente. Por tanto, la alegoría, una forma de expresar algo utilizando expresiones que nada tienen que ver con ese algo, fue una de las temáticas más utilizadas por los pintores que deseaban transmitir alguna cosa sin menoscabar el sentido estético del propio Arte. Así se confeccionaron obras alegóricas donde se trataba de aunar belleza estética con mensaje sutil. Jan Brueghel el joven (1601-1678) no llegaría a ser tan reconocido en la historia como lo fueran su padre y su abuelo, el genial creador Pieter Brueghel el viejo. Pero, sin embargo, utilizaría su talento para algo que el Arte sabe hacer sin tener que llegar, necesariamente, a la excelencia estética: componer alegorías inteligentes. 

La época de Brueghel el joven fue aquella donde los pintores comenzaban a reivindicar su labor como una tarea más intelectual que artesanal. El Arte tiene eso especial que hace de una obra plástica una concepción espiritual (espiritual en el sentido de algo que llegará más allá de lo intelectual) que pueda servir al ser perceptor para cuestionarse, para identificarse, para comprenderse o para mejorarse. En algún momento del primer cuarto del siglo XVII Jan Brueghel el joven compuso su obra La Abundancia y los Cuatro Elementos. Los elementos de la naturaleza habían sido definidos desde la antigua Grecia: el aire, la tierra, el fuego y el agua. El poeta español Pedro Calderón escribiría: En quien un mapa se dibuja atento; Pues el cuerpo es la tierra; El fuego el alma que en el pecho encierra; La espuma el mar, y el aire es el suspiro...  En estos versos se perciben las cuatro formas conceptuales genéricas de entender la vida y el mundo de los seres humanos: la forma material, el soporte físico del mundo, lo marchitable y pasajero (la tierra); el aspecto intelectivo, trascendente, no necesariamente eterno en su representación aunque sí en su esencia (el fuego); lo moldeable, lo adaptable o lo asimilable, lo vivificador (el agua); y, por último, lo invisible, lo necesario, lo interior y exterior a la vez, lo espiritual, aunque también lo efímero en un momento y en un mismo lugar (el aire).  

Pero el pintor quiso antes de nada plasmar una Alegoría de la abundancia no de los elementos. ¿La abundancia? ¿Qué es eso? Pues no dejar de poseer o disponer de lo necesario cualquier sistema, organismo o ser. Pero, si nos fijamos bien, los cuatro elementos no son abundantes.  Y, sin embargo, el pintor quiso relacionar la abundancia con los elementos. Lo quiso hacer desde la óptica de lo precisos que éstos son para vivir. Es de comprender que la abundancia de ellos sería una creencia o un deseo propio de cualquier vida próspera en el universo. Pero, solo una creencia. Una alegoría...  En la obra barroca de Brueghel vemos sutilmente los cuatro elementos representados. Aunque lo que más se ve es la abundancia. Esto parece una contradicción, pero el Arte es así de contradictorio, como la vida. Los cuatro elementos están ahí representados, pero es ahora la abundancia lo que más veremos entre las figuras, el paisaje, los frutos o los animales del mundo. Ahí están los peces, los vegetales, el ganado, la caza, las plantas, las flores...  

Todo abunda y todo se regenera sin solución de continuidad en un universo perpetuo. Pero, sin embargo, no, no es así la realidad. Los elementos no son eternos y esta es la grandiosidad espiritual representada en la obra del creador flamenco. Podemos criticar la composición de la obra, podrá gustarnos más o menos su color, su tensión estética o su luz, pero hay algo en la pintura de Brueghel que no se ve tanto y determina gran parte de lo que encierra y el Arte es capaz de ofrecer. La sutileza con la que el pintor compone los cuatro elementos es muy original. La tierra es la materia más representada en la obra: desde los propios seres físicos hasta los árboles, las plantas, la vida latente o la espectacularidad de aquella abundancia natural. El agua está localizada en una parte concreta del lienzo: es la ninfa altiva que, con su caracola marina, deposita el líquido elemento sobre una tierra fecunda y bella; también en el río, que desliza los peces y es fuente de vida sobre ese paisaje feraz. El aire es el cielo donde una diosa volando se muestra poderosa llevando entre sus brazos a un hombre. Y ese hombre es Prometeo, el amigo de los hombres, el semidiós que transporta -como lo hace aquí- el fuego para alumbrar la vida, los misterios o la apasionada voluntad del ser humano por desear aquello que no podrá alcanzar sin empezar a creer en ello...

(Obras del pintor barroco Jan Brueghel el Joven: óleo La Abundancia y los Cuatro Elementos, siglo XVII; y óleo La Abundancia -una obra donde podemos observar la figura de una mujer con seis pechos, símbolo de la abundancia, una figura que, siendo grotesca, no llegará a ser estridente ni ofensiva gracias al Arte sutil de este creador-, 1625, ambas obras maestras en el Museo Nacional del Prado, Madrid.)

16 de septiembre de 2016

La idealización es la esencia innata por aglutinar lo imaginado en un único momento de esplendor.



A mediados del siglo XIX los pintores estadounidenses necesitaron encontrar su sentido artístico en el mundo. El Romanticismo fue la tendencia que más arraigaría en los Estados Unidos -coincidió con su inicio como país-, sobre todo gracias al gran creador de paisajes que fuera Thomas Cole (1801-1848). Su influencia llegaría a muchos colegas que vieron en esa forma de crear paisajes el mejor modo de expresar ahora emociones pictóricas. Pero no eran trazos de Romanticismo exactamente lo que ellos hacían. No habría desgarro romántico, no habría fuerza tenebrosa o no habría emociones heroicas en sus obras. Sí había, a cambio, una extraordinaria manifestación natural en sus paisajes, una muestra efusiva ahora de naturaleza feraz y magnánima. Pero de una naturaleza, sin embargo, que no influiría en la suerte vital o existencial de los humanos, tan sólo en la representación de su belleza. Y de este modo surgiría la Escuela del río Hudson, una tendencia pictórica que llevaría a algunos pintores americanos a recrear los hermosos y fieros paisajes de su país. Pero, también fue una reacción espiritual al avasallador impulso de la cantidad de descubrimientos científicos llevados a cabo en esa época positivista. 

Frederic Edwin Church (1826-1900) llevaría esa obsesión sentimental de fijar imágenes grandiosas de paisajes al sentido más armonioso de compaginar una escena natural con la emoción más íntima. Un romántico, pero sin serlo del todo en absoluto. Quizá venga bien analizar a este creador tan sutil para distinguir el Romanticismo de algo que podríamos llamar algo así como Intimismo, si es que se puede utilizar este término para señalar una tendencia pictórica romántica. El Romanticismo se puede considerar como la manifestación de la esencia interior permanente del ser humano llevada a enfrentarse a la efímera fuerza de una naturaleza indomable. El Intimismo, a cambio, podría definirse como la fuerza expresada de una naturaleza permanente enfrentada a una idealizada esencia interior sentida ahora, sin embargo, de un modo efímero. La sutil diferencia en ambos casos es la medida del momento sentido por la esencia interior del ser humano. En el Intimismo la fugacidad del momento de su emoción interior es infinitamente mayor -su fugacidad no su esencia- que en el Romanticismo. Durará poco esa sensación íntima frente a la emoción más poderosa del entorno natural. Y esto es así porque el supuesto Intimismo sería un sentimiento más íntimo o pudoroso a diferencia del impúdico sentimiento romántico. Pero, a cambio, la fuerza expresiva de la naturaleza en el Romanticismo es más fugaz que en el Intimismo. En el Romanticismo durará menos el impacto natural que la propia emoción personal de los seres. En el Romanticismo no existe pudor alguno con la emoción personal, a diferencia del Intimismo, que prefiere desnudar la naturaleza antes que la emoción.

Porque para el Romanticismo lo más importante es el ser humano, su emoción permanente y descubierta frente a la sensación salvaje, pero efímera, del entorno natural. Para el Intimismo el entorno natural es algo más duradero, por eso se destacaban más los feraces paisajes en el Intimismo que las propias emociones que ese paisaje ocasionase en el ser. En ambos casos -en el Romanticismo y en el intimismo de la Escuela del río Hudson- se darían las dos cosas, naturaleza y emoción, pero una primaría siempre sobre la otra en cada caso. En el Romanticismo la emoción personal; en el Intimismo la naturaleza o el paisaje. En el otoño del año 1867 el pintor Edwin Church y su joven esposa Isabel Carnes inician un viaje de dos años por Europa y Oriente medio. Recorren Siria y Palestina y visitarán Petra y Jerusalén. Además viajarán por Atenas y navegarán por el Egeo. En sus visitas el pintor realizaría bocetos de lo que viese así como tomaría fotografías -que él haría o compraría- de los lugares que visitara o no. El caso fue que, de regreso a Nueva York, llevaría el pintor a cabo un lienzo que fecharía en el año 1877 y titularía El mar Egeo. El pintor norteamericano realizaría entonces su obra de Arte según las características del sentido que su romántica tendencia intimista tendría, justo así como contrapunto al emotivo paisaje romántico por excelencia.

En el paisaje de El mar Egeo lo que vemos ahora no es un paisaje real de un escenario real o existente. Pero, sin embargo, partes de ese escenario sí existen en el mundo real (a la izquierda vemos una roca tallada de las ruinas existentes de Petra y al fondo, hacia la derecha, veremos la Acrópolis ateniense). Es decir, que el autor llevaría el paisaje retratado de su lienzo a la mayor idealización de un bello entorno posible, una ensoñación de una idealización poética del entorno ajustándose ahora, sin embargo, a partes existentes de paisajes regionales determinados. También expresaría el pintor un intimismo emocional frente a ese paisaje, pero un intimismo muy pudoroso y contenido, algo más material que formal. Lo que expresaría el pintor en su obra fue la mayor idealización emotiva posible de un paisaje romántico para ser eternizado de belleza. Y es idealizado porque, como el propio concepto de idealidad supone, es más lo fugaz de su sentimiento -una sensación humana intelectual y pasajera- que lo permanente que de su sentido natural y material retratase en la obra. Porque no existe en la realidad geográfica lo que expresa el pintor Church en su obra, por tanto no puede desaparecer o desvanecerse nunca. Lo compone con la ternura de un paisaje eternizado y vibrante -por la idealización de algo que no existe- que dura más que la propia emoción extrovertida que pueda traslucirse -lo que sucede en el Romanticismo- en un lienzo con sensaciones, sin embargo, tan profusas como semejantes al sentimiento romántico.

Por eso hay más motivos para admirar los retazos de una arquitectura intimista en un lienzo como este, algo que no irá más allá plásticamente de una emoción expresada ahora sino en algo más íntimo o más reservado, o más pudoroso o más interior. Una sensación emotiva que durará muy poco porque no es más que una ensoñación fugaz -como el arco iris desvanecido que veremos al fondo de la obra-, algo que buscará, sin embargo, más la grandiosidad del paisaje, su eterno sentido poderoso, que la fugaz sensación pudorosa del paisaje en una emoción romántica. Es decir, la magnificencia de no albergar ahora una emoción personal, más efímera o insostenible en el intimismo, que la propia impronta natural del poderoso entorno idealizado. Mucho más insostenible la emoción que las piedras monumentales de ese elogioso mundo retratado, aunque sean elementos claramente ruinosos. Un mundo ruinoso que se mantiene, sin embargo, fijado para siempre en el hermoso paisaje idealizado del cuadro intimista. Un mundo este ahora del todo deslavazado y sin sentido -no existe un lugar así salvo en la idealización iconográfica del artista-, un mundo opuesto también al propio del pintor y su tiempo positivista, desvaído entonces a causa de los avances indecorosos -contra el entorno y su espíritu sosegado- de una ciencia y de un progreso técnico tan deslumbrantes como impersonales, o tan insensibles como estéticamente faltos de espiritualidad.

(Óleo El mar Egeo, 1877, del pintor norteamericano Frederic Edwin Church, Metropolitan, Nueva York.)

2 de septiembre de 2016

El contraste para distinguir las cosas o el sentido espiritual escondido tras lo sublime.



Existió una época en que componer una imagen artística estaba exento de cualquier tipo de afectación emocional, sentimental, épica, espiritual, heroica o humanística. Aunque habría que decir mejor que fueron solo algunos pintores de esa época, profundamente ilustrada -racional-, los que así, de un modo tan aséptico, plasmaron en una imagen el sentido más impersonal, natural, real o meramente artístico de una obra de Arte. Claude Joseph Vernet (1714-1789) fue un representante ejemplar de ese tipo de creadores ilustrados. Murió el mismo año que la Revolución francesa cambiase el mundo para siempre. Pero antes de eso vivió en el más anestesiado, desprendido, alejado, frío, gris, razonable, armónico, pausado, medido, minucioso, insensible o elogioso mundo dieciochesco. Sin embargo, él sería uno de los primeros pintores que vislumbrase ahora lo emotivo en un cuadro. Es decir, el prerromanticismo insinuado apenas, el más abstraído entonces, aquel que reflejaría, sin embargo, una reflexión más que una sensación. El alarde estético que dentro de una escena general, que para nada invitaba al individualismo, la auto-conciencia o algún vago impulso interior, tendría entonces más un sentido material que formal. Una razón de ser entonces de un mundo sin necesidad todavía de ser comprendido de un modo trascendente. Solo terrenalmente. Para identificarse ahora con él tan solo de una forma exteriorizada, con toda su fuerza o con toda su belleza, con toda su dureza o con toda su pasividad, pero sin sentimientos.

Fue la época más racionalista de la historia, influida entonces por la filosofía de Kant, cuyo pensamiento cambiaría la forma de ver y entender el mundo. Nada estaba fuera del control racional del hombre, ni su esencia siquiera. No habría espacio para lo inmaterial ni sentido alguno fuera del ámbito material de lo humano. El hombre no podría llegar a alcanzar o expresar otra cosa que lo que fuese racional o material: la naturaleza y su mundo conocido o por conocer. El sentimiento apenas existía como concepto, tan sólo existía la moral. Solo el orden de las cosas del mundo, su armonía y su sentido propio, aquello que le daba vida o le ocasionaba la muerte. Esta tendencia racional fue haciéndose poderosa en el pensamiento y en el Arte. Aun así, al dejar de lado la importancia espiritual de lo sagrado -aunque se siguiera creyendo en Dios- el ser debía encontrar ahora otras cosas, o alguna cosa, para llenar ese camino desandado de antes. Fue la mañana del domingo 1 de noviembre de 1755 cuando, verdaderamente, Europa cambiaría en su percepción espiritual del mundo y sus cosas. Entonces se produjo un terremoto cerca de Lisboa de magnitud tal  -9 grados en la escala Richter- que las iglesias de la capital portuguesa, que estaban llenas en ese momento, sepultaron inmisericordemente a todos los creyentes que, resguardados en el templo sagrado, se acercaban, deseosos, al sentido más consagrado del mundo.

Así que desde entonces recorrería por Europa la sensación, inevitable y decepcionante, de que el hombre habría sido abandonado -o nunca protegido- por las fuerzas poderosas de lo sobrenatural. Otras cosas, entonces, debían ser ahora aferradas por el hombre para no perecer sin asidero vital. Por eso el prerromanticismo ejercería un anheloso poder de seducción. ¿Qué podría entonces ayudar a un hombre tan desolado? Dos cosas lucharon desde entonces para llegar a ser ese resorte sustitutivo: la razón y la emoción. La razón ganaría temporalmente la batalla. La emoción buscaría, poco a poco, su refugio en el corazón del hombre. Cuando el pintor Vernet decide componer paisajes de marina, algo que conjugaba exotismo, aventura, belleza, naturaleza y lucha, no dudaría en realizar el contraste fabuloso de dos secuencias artísticas diferentes. Por entonces -década de los setenta del siglo XVIII- el Arte buscaba sobre todo decorar, no emocionar ni formar. Los momentos de otras cosas heroicas o míticas ya se habían hecho antes, y ahora tan solo se quería materializar en una imagen el mundo natural tal como era. La belleza de las cosas individuales no era para Vernet el sentido de la imagen artística. Dejaría escrito el pintor esto: Otros pintores saben cómo pintar el cielo, la tierra, el océano, pero no saben cómo pintar una imagen. Dejó claro así el creador francés su sentido completo -y racional- del efecto visual de una imagen artística. 

En el año 1767 compone Vernet su lienzo Tormenta en la costa mediterránea. Era sugestivo poder contemplar -en un mundo sin posibilidad de ver los sucesos que ser testigo de uno- las escenas dramáticas que no todos pueden vivir en presencia. Así que la poderosa y terrible tormenta de una costa asesina era entonces un espectáculo sublime, donde ahora los seres padecían, lucharían o caerían abatidos por la fuerza descomunal de una naturaleza desatada. Y aunque lo racional primaba sobre lo emotivo, es evidente que alguna sensación -de sentidos, de pulsión percibida por los ojos- habría de ser provocada por la visión de ese espectáculo natural en la emoción humana. Cuando la visión era el horror o lo más espantoso, el concepto estético que ocasionaba era llamado lo sublime. Cuando lo visto no causaba eso sino lo contrario, paz, calma, agrado o sosiego, el concepto estético provocado era llamado lo bello. Y para distinguir lo bello de lo sublime qué mejor que verlo junto y compararlo. Así que en el año 1770 Vernet crea su otra obra Calma en un puerto mediterráneo. Ahora es la belleza la que resplandece aquí sobre cualquier otra cosa. Y nos ayuda a comprender una peculiaridad de lo estético. ¿Lo contrario de lo bello es lo feo? No exactamente. En principio, porque lo feo no existe como tal en la estética. Es tan solo un efecto estético lo bello o lo sublime. Fijémonos bien. ¿Qué obra de las dos expuestas de Vernet alcanzará a ser más elogiable?

¿No es ese mar encrespado y fuertemente verdecido de la tormenta terrible mucho más seductor que el calmado del otro? ¿No nos seducirá más ahora contemplar las fuerzas que hacen girar las ramas de los árboles, de las olas, los barcos, las nubes o las personas? ¿No tiene un cierto sentido metafísico ese cielo de la tormenta donde la oscuridad ennegrecida contrasta ahora con el pequeño y celeste cielo azul de la derecha? La puesta de sol del lienzo de la calma llegará a conquistarnos con su poder amarillento. Pero nada más. Es belleza, magnífica belleza, pero, sin embargo, la magnitud de la escena tormentosa, sus matices artísticos, sus diferentes cosas interactuando con la fiereza del instante tan aterrador, llegarán a reproducir en quien lo mire ahora otra cosa superior a la belleza: lo sublime. Y esto mismo, sin haberlo querido exactamente así el pintor racionalista, llevaría a un cierto sentimiento emotivo de introspección interior que, tiempo después, los románticos alabarían y justificarían satisfechos. Si no hay asideros sagrados donde acoger un espíritu atormentado, ¿qué otra cosa puede advenir así para sustituirlo? Por esto el racionalismo impulsaría, sin quererlo, un romanticismo necesitado que viese en lo sublime la fuerza sobrenatural de lo intangible. Y desde entonces funcionó. Sólo que habría un problema: que los seres que llegaran a satisfacer ese sentido sublime debían ahora, a diferencia de la fe, de poseer otra cosa, un cierto sentido romántico en una sensación de percepción que viese un sentido espiritual donde los racionalistas veían, tan sólo, una mera armonía estética.

(Óleos del pintor francés Claude Joseph Vernet: Tormenta en la costa mediterránea, 1767, y Calma en un puerto mediterráneo, 1770, ambos en el Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

10 de agosto de 2016

Cuando el estado de ánimo confiere su bello sentido por la visión concreta de un recuerdo primitivo.



¿Qué hace que una representación pictórica produzca o no una especial sensación de calma su visionado? Hay algunas evidencias que pueden ayudarnos ahora al observar estas dos obras de uno de los pintores más enigmáticos del barroco francés, Nicolas Poussin (1594-1665). Entre los años 1649 y 1651 compuso el creador francés barroco más clásico sus obras Paisaje con calma y Paisaje con edificios. Es curiosa la denominación de los dos paisajes, porque en ambos hay edificios. Incluso en la titulada Paisaje con calma observamos edificios que también disponen de un carácter acusado para describir así el paisaje, pero, sin embargo, acabaría titulándose éste Paisaje con calma. La inspiración del pintor le llevaría a crear, componer, disponer o realizar de una especial forma las cosas ahora en su lienzo. Esas mismas cosas que, en otros momentos -sin esa inspiración tan genial-, no podría alcanzar a realizar con la mínima excelencia o elogio estético. Y por eso la obra de Poussin -la primera de las imágenes de esta entrada- fue llamada, inevitablemente, Paisaje con calma y no con edificios. Ya habría por entonces -mediados del siglo XVII- una polémica con la Pintura de paisajes. Estrictamente, el paisaje en una obra de Arte es el fondo del cuadro, es el decorado anejo a lo representado como principal, es decir, el entorno emblemático donde los personajes históricos o legendarios trazan, gracias a los pintores, sus vivencias narrativas. Así se hizo siempre en el Arte. También en los casos en que dejara de ser solo un mero decorado, como fuera el caso del colega de Poussin, el también francés Claudio de Lorena, un creador que pintaría los decorados, sin embargo, como si fuesen el sentido más importante de lo narrado y no otra cosa. Pero aquí, en la obra Paisaje con calma del pintor Nicolás Poussin, no hay nada que contar ni nada que narrar, ningún sentido histórico que glosar, ni sagrado ni pagano ni mitológico.

¿Quién se hubiese atrevido a mediados del siglo XVII a llevar a cabo una pintura tan insulsa narrativamente? Porque ahí no se describe ahora nada que perfile un sentido épico consagrado, algo muy necesario por entonces para justificar una representación pictórica barroca de excelencia. Incluso los paisajes con tormentas llevarían motivado el sentido trágico del momento, la venganza de los dioses por ejemplo. Pero, y aquí, ¿qué destacaría especialmente para justificar así una representación estética en un lienzo barroco? Nada. No hay nada relevante que contar o que narrar en este lienzo. El magno edificio principal que vemos ahora resaltar ante el pico kárstico del fondo, no existe en ningún lugar de Francia ni de Europa, es del todo un edificio imaginado por el pintor para su obra. Dada su magnitud y grandiosidad en la obra, era un alarde atrevido situarlo en un lienzo barroco sin hacer referencia a ninguna edificación conocida, histórica, legendaria, épica o poética. Luego están los seres humanos representados, personajes que debían ser conferidos a algún sentido narrativo, histórico o legendario. Pero aquí, en este Paisaje con calma, ninguno de los seres humanos representados hacen mención a ningún hecho legendario o histórico, ni tampoco expresarán un rasgo moral o sagrado, o de ninguna otra clase de clasificación ética, para ser pintados en un lienzo barroco. En primer plano vemos un pastor, un personaje simple y sin carácter o rasgo especial alguno relevante estéticamente. En planos posteriores vemos también dos jinetes a caballo, y, algo más atrás, otro pastor desdibujado. No existe ningún personaje que simbolice ni represente cosa alguna que deba hacer referencia a algún sentido estético preciso. Es decir, a alguna virtud o a algún simbolismo épico o filosófico digno de representarse. En fin, a alguna cosa que nos permita contar o describir narrativamente algo relevante y que tenga algún sentido contarlo.

Sin embargo, en la obra de Nicolas Poussin Paisaje con calma hay expresado algo especial que justificaría un lienzo tan bello como este. Para ver esto debemos entender ahora algo que, inconscientemente, los seres humanos llevamos inmersos en nuestro cerebro primitivo desde los tiempos del homo sapiens. Hay un momento temporal del día en el que el color de la tierra, producido gracias al reflejo de los rayos inclinados del sol y al mismo color del sol y su efecto de luz, producirá una sensación sedante en nuestro estado de ánimo ahora acongojado. Pero, no bastará solo eso en un lienzo artístico para poder producirlo. Debe haber representado además un escenario principal comprendido entre una elevación y un valle, es decir, un lugar que enmarque así un espacio acorde ahora para serenar, con esa misma luz de antes, el ánimo adecuado para poder percibirlo. Hay que añadir también, gracias a la evolución cultural llevada a cabo por la civilización, una especial sensación visual motivada ahora por el contraste sugestivo entre un paisaje natural y un paisaje artificial, inspirado éste aquí por la grandiosa construcción elevada tan equilibrada como poderosa. Por último, es fundamental incluir el necesario y vital elemento acuático, uno donde las aguas serenas de, por ejemplo, un estanque reflejen ahora algunos de los elementos representativos del lienzo, como los árboles o las propias creaciones edificadas por el hombre, configurando así con todo ello una obra emotiva y poéticamente necesaria. Y todo esto en un entorno donde ahora la vida relucirá sin fragmentarse, sin distraerse o sin dispersarse con otra cosa que con armonía, sosiego y calma. Y es así como el paisaje de Poussin subtitulado con calma representa el más extraordinario sentido estético para expresar, sin embargo, una narración moral, psicológica, antropológica o filosófica maravillosa. 

Es imposible mirar esta representación pictórica y no sentir la calma que el autor quiso reproducir en ella. Es una sensación estética muy especial la representada en este paisaje, algo que el creador francés supo componer así para llevar su representación artística al recuerdo más profundo o primitivo de nuestra especie humana. Porque es algo físico más que espiritual lo que se presiente, sin embargo; es esa forma en la que un escenario natural representado nos lleva ahora a ese lugar físico agradable, sereno, vivificador y nostálgico de antes; ese espacio utópico recordado ya así por el inconsciente colectivo de los humanos y evolucionado luego por el hombre y su cultura. Recordado físicamente y justificado emocional y culturalmente luego así, porque el placer visual sensitivo conllevaría un placer psicológico y existencial extraordinario. No sucederá exactamente lo mismo con el otro paisaje de Poussin, el titulado Paisaje con edificios. Esta otra obra barroca se encuentra en el Museo del Prado, fue adquirida por el rey español Felipe V en el año 1722 y llevada al Palacio de la Granja de San Ildefonso en Segovia. El paisaje en esta obra es lo principal del sentido estético del lienzo, pero, a cambio del anterior, los personajes ahora expresarán cosas relevantes -narrativas culturalmente- que lo diferenciarán claramente de la otra obra anterior de paisaje. No hay certeza, pero de los tres personajes en primer plano uno puede ser el filósofo Diógenes el cínico. Esto matiza el sentido de la obra con un rasgo narrativo, a pesar de haber sido titulada, simplemente, Paisajes con edificios. Pero, analicemos aquí aquellos elementos que condicionaban el ánimo antes.

Existe aquí también un fondo montañoso y elevado, pero está demasiado alejado del valle como para establecer aquel efecto requerido de antes. Existe también un cielo celeste y poéticamente nuboso, pero no reflejará ahora la luz del atardecer como antes, no es esta luz la inclinada de antes. Debe ser una luz matutina, por lo tanto poco inclinada o poco focalizada como antes. Los edificios son más variados que antes, pero aquí no existe ahora ninguno grandioso que pueda contrastar así con el paisaje. Luego, el agua de su estanque no es lo suficientemente grande ni éste está especialmente centrado como para sosegar, ahora, con sus aguas ningún espíritu ya necesitado de calma. Por último, algunos troncos de árboles aparecen ahora cortados en el suelo, fragmentados o heridos alejando así el motivo de una posible calma con su alterada ruptura. El colorido es muy diferente en este lienzo además, es más terroso, es otoñal ahora y menos brillante, distinto del otro por completo a causa del desequilibrio de colores entre el cielo y la tierra, ya que antes éstos eran mucho más sosegados o calmantes. Todo esto hace a este otro paisaje de Poussin un mero y vulgar paisaje irrelevante, menos justificado o menos bello y, por supuesto, mucho menos sosegado e inspirado que el de antes.

(Óleo Paisaje con calma, 1651, del pintor barroco Nicolas Poussin, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU; Lienzo de Poussin, Paisaje con edificios, 1651, Museo del Prado, Madrid.)

18 de marzo de 2016

La pintura romántica: una descripción gráfica de un instante que observa un sujeto imposible.



Eso es lo que la Pintura más intimista o  más personal es a veces, esa que nadie puede llegar a ver, realmente, desde ningún lugar físico creíble mientras se esté llevando a cabo su creación. Salvo su propio autor... Porque es imposible, por ejemplo, componer esta obra de Turner desde donde se ve ahora la escena retratada -¿quién puede mirar con detalle y sosiego desde el lugar donde debía estar su autor situado ahora con esa fuerte tormenta?-, o, también, el personaje ensimismado de la obra de Friedrich, que no se dejaría ver por nadie así de absorto y melancólico mientras camina solitario. Ambas obras pertenecen a la tendencia romántica, un estilo y momento pictórico y emocional que se vivió en la primera mitad del siglo XIX. El Romanticismo es visto en estas dos obras con toda su fuerza, tanto interior como exteriormente. El ser humano más íntimo y personal es ahora aquí el verdadero y único protagonista del acontecimiento artístico, o como autor o como protagonista. Pero, sin embargo, cómo es posible eso mismo, intimidad existencial, si es precisamente ahora la Naturaleza, y no el ser humano, quien más se prodiga o se representa en estas obras de Arte.

En el caso de Turner la Naturaleza es desasosegante, alarmante y vigorosa. Puede ser dominada con alguna acción física decidida, con alguna técnica náutica -el viraje o maniobra del piloto naval- que permita controlarla. Pero también con la audacia, el coraje y la satisfacción personal que el propio acto suponga. En el caso de Friedrich la Naturaleza no es vencida ni dominada ni satisfecha porque apenas es alarmante o poderosa en esa escena tan íntima. Aquí es otra naturaleza la que prima en la obra, es la esencia interior del ser la que es controlada -autodirigida- por el propio personaje representado. El Romanticismo en el Arte son también colores sorprendentes, que no se ven así en la vida real, que sorprenden ahora y no son percibidos con los ojos sino con la emoción más intuitiva. Una emoción que en ese preciso momento -no en otro- llegaremos a sentir brevemente. Los pintores románticos se esforzaban en hacer notar especialmente esa emoción como nunca antes se hubiese representado en un lienzo. Turner en su obra transformará todo proceso natural de cualquier reflejo luminoso. El agua no es de ese color dorado que vemos en su obra, ni el cielo tampoco tiene ese color amarillo. En su obra el pintor británico relatará la leyenda de un personaje holandés famoso por ser un gran almirante de los mares -Cornelis van Tromp-, pero que aquí ahora no nos cuenta un hecho histórico importante ni una gesta que merezca ser recordada en los anales heroicos de la historia; sólo nos muestra una recreación cotidiana de una admirable habilidad marinera muy emotiva. El resto en su lienzo romántico no importará para nada.

Caspar David Friedrich es el pintor alemán romántico por antonomasia. El Romanticismo alemán es intimismo, sobrecogimiento, decepción, pero, también esperanza. En su obra Un paseo al atardecer el pintor David Friedrich vaga a través de su propio personaje rodeado ahora de un paisaje que no atormenta ni alarma para nada. En su lienzo representa la finitud de la vida -la muerte- por un lado, y, por otro, la infinitud más primorosa -la vida eterna- y desconocida.  Ambas cosas se enlazan ahora sin solución de continuidad, es decir, sin límites o sin contornos precisos porque todo es aquí lo mismo. La gran roca superpuesta en la superficie de la tierra -por los hombres no por la Naturaleza- es un túmulo prehistórico de finitud, que alude ahora a la fuerza humana que supuso colocarla ahí, una fuerza ya desaparecida pero ahora permanente en la piedra. Las ramas desnudas y sin vida de los grandes árboles cercanos al paseante desentonan con el esplendor de una luna poderosa, cuya penumbra ilumina tenuemente los alineados robles del fondo llenos ahora de hojas, vida y esperanza. Porque es ahora aquí otra la fuerza necesaria: la emocional,  la interior del ser humano, no la exterior de una Naturaleza vibrante, pero, sin embargo, más inanimada.

En ambos lienzos románticos intimistas el hipotético observador es ahora un sujeto imposible. No podría estar físicamente ahí viendo a la vez lo que se retrata. El pintor es ahora el único sujeto virtual que, con su interior capacidad emocional y sensible, verá la escena imposible... Sin testigos que puedan, desde ese lugar imaginario, vislumbrar así la escena del lienzo. El pintor lo hace aquí exclusivamente para el Arte y para nosotros, seres que ahora veremos todo eso con algo de asombro. Un asombro que sentiremos al percibir en esos lienzos la extrañeza de su realidad. En Turner con la poderosa transformación antinatural de sus colores diferentes. Es la sensación visceral de una escena natural tan feroz como esa, con su vibrante dinamismo desalmado -las ráfagas de agua chocando unas con otras violentamente- al ver ese color tan raro ahora para cualquier ser sorprendido al percibirlo. Ahora es aquí la emoción más fugaz de ese único momento dinámico lo que el pintor romántico fijaría para siempre en su obra.

No importan otras cosas en las obras románticas. Por eso los románticos no se preocupaban de ser comprendidos, o de ser confundidos, por nada que ellos expresaran con su propio Arte. Porque el sentimiento romántico es personal, nunca colectivo. El objetivo romántico de sus obras va dirigido hacia el interior más íntimo del ser.  Se siente o no se siente cuando se vean... No todos los que vean sus obras comprenderán -emocionalmente- el sentido que ellas poseen en sí mismas. Pero es que a los creadores románticos tampoco les importaba demasiado eso. Ellos sabían que el observador no tendría que existir ahí para que las imágenes emotivas románticas pudieran existir. Ellos entendían que solo la emoción o las sensaciones más viscerales podrían ayudar a asimilar su sentido en la mente observadora de aquellos que quisieran vislumbrarlas. Para eso fueron hechas sus obras de Arte. Para entenderlas como lo que son:  un instante eternizado de grandeza para la emoción más perceptiva de belleza íntima.

(Óleo del pintor romántico inglés Turner, Van Tromp vira para complacer a sus maestros, 1844; Óleo del pintor romántico alemán Friedrich, Un paseo al atardecer, 1835, ambas obras en el Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

25 de febrero de 2016

La muerte de Eurídice: una mirada diferente de las cosas que sólo el Arte es capaz de homenajear.



La muerte de Eurídice es el mito principal de Orfeo. La cultura y el Arte, los medios para divulgar los mitos de la Antigüedad, siempre glosaron la imagen, el relato, los cantos o la música que reflejaba la muerte de la mujer de Orfeo y su búsqueda en los infiernos. En el Arte los pintores Rubens, Corot, Tintoretto y otros plasmaron la figura de Orfeo y Eurídice o huyendo ambos, o sosteniendo él a ella, o muertos los dos. Esa era la leyenda, el mito transmitido y el sentido universal y más conocido de esos dos personajes mitológicos. Porque es el aspecto esencial de esta leyenda lo que más sabremos, y lo que las obras artísticas más se habrían encargado de representar. Pero, sin embargo, ¿qué más hay en el mito, qué otras cosas diferentes a las conocidas hubieron, o qué otros personajes existieron y padecieron además esa leyenda? Y, también, ¿dónde y por qué sucedió toda esa historia legendaria? Porque la leyenda conocida destacaba siempre la tragedia de los dos amantes, Orfeo y Eurídice, y llevaría siempre a Orfeo a tratar de recuperar de las garras de la muerte a su amada, algo muy vinculado con los grandes misterios de todas las mitologías antiguas, paganas o no. El orfismo, por ejemplo, fue en la antigua Grecia una secta dedicada a preparar las almas de los humanos para garantizarles una vida eterna y feliz. Luego, con el cristianismo triunfante, el mito alcanzaría a propagarse en los sagrados misterios de la nueva religión, incluso asociando la figura de Orfeo a Cristo. Y en todas las representaciones artísticas siempre destacando la fatídica muerte de Eurídice, su trágica bajada a los infiernos y su audaz y frustrada salvación por Orfeo.

Orfeo fue un personaje insólito en la mitología griega. Era, a diferencia de todos los demás, un ser bondadoso, encantador, músico, un ser casi perfecto. No era un dios, pero casi. Tan maravilloso era Orfeo que el dios Apolo le favoreció con sus dones. La lira era para Orfeo un instrumento eficaz con el que apaciguar las fieras, porque hasta los ríos, las rocas y los animales, todas las cosas salvajes del mundo, le escucharían extasiados a su paso por el monte. Su gran confianza en esta cualidad especial, dominar con su música las cosas feroces de la Naturaleza, tal vez fue lo que le llevaría a pensar que podría vencer de la muerte a su amada Eurídice. Y el Arte, la mitología, la religión y sus misterios llevaron a glosar su gesto heroico y su grandioso motivo -la muerte de Eurídice-, pero, sobre todo, su terrible final. Y en todas las obras artísticas -musicales, poéticas, literarias, teatrales, operísticas, pictóricas- se reflejaría siempre así el mito. Pero, sin embargo, solo el Arte pictórico es capaz de ir lateralmente y mirar las cosas de otro modo. Es el único, tal vez, que puede hacerlo sin desmerecer nada.  Algún pintor del Renacimiento, como lo fue Jacopo del Sellaio (1441-1493), realizaría una vez una representación de la muerte de Eurídice muy sorprendente e inédita: el momento mismo de su accidente mortal y el traslado posterior a la entrada del Hades. Se relata la leyenda en distintas escenas de distintos momentos temporales, algo habitual en el Renacimiento y el Manierismo temprano. Aquí aparece Orfeo muy alejado hacia la izquierda, comunicándole a otros personajes la terrible tragedia de su amada.  Pero justo al lado de ella está ahora, sin embargo, otro personaje: Aristeo. En la obra renacentista vemos el paisaje arcádico, ese lugar maravilloso que contrasta tanto con la terrible tragedia. Pero, veamos otra pintura también del mismo mito, el maravilloso lienzo manierista La muerte de Eurídice del pintor Niccolo del Abatte (1510-1571). ¡Qué paisaje más idílico es ese! ¡Qué extraordinario lugar el reflejado para ese escenario pictórico! ¿La muerte de Eurídice, de quien sea realmente, en ese plácido, tan bello y bendecido lugar? 

Fijémonos en el paisaje de la obra manierista, en las montañas, en el mar, en el cielo, en el bosque verdecido y tranquilizador. ¿Cómo es posible que algo malo, trágico, triste y desolador pueda suceder ahora en ese fantástico paraíso retratado? Hasta unos edificios elegantes y majestuosos, que simbolizan la civilización equilibrada y ordenada, aparecen orgullosos y benéficos al fondo de la escena manierista. Sólo en el primer plano de la obra vemos una persecución, pero esta podría tratarse de un juego amoroso o de un acceso de amor desaforado. A la izquierda del lienzo observamos a unas jóvenes retozando, alegres y confiadas. Incluso el cuadro nos confunde ahora con una bella Eurídice -sabemos que es ella por el título de la obra, que está ahí y que muere- desnuda y tumbada sugestivamente a la derecha de la confusa persecución narrada. Pero, nada que nos haga pensar, al pronto, que sea una muerte o una tragedia lo que es representado en la obra. En el mito, Eurídice vivía en Arcadia, un lugar griego idílico y majestuoso para sentir la paz, el amor, los cantos y la felicidad del mundo. Por eso el pintor nos muestra un paisaje maravilloso, con la representación de un escenario prodigioso, sosegado, atrayente, deseoso, natural y ajeno a todas las maldades o desastres del mundo. Ahora debemos conocer un poco la leyenda del mito para ubicarnos. Orfeo se uniría a la ninfa Eurídice y ambos vivirían felices en un mundo ajeno a toda maldad, la Arcadia. Allí cantaba y tocaba su lira él y paseaba y disfrutaba de su vida ella. A ese lugar idílico llegaría una vez Aristeo, un dios menor de la Naturaleza y de sus artes agrícolas, cultivador además de abejas y olivos. Un personaje llevado ahora por una pasión lujuriosa a enamorarse. Y se enamoró de Eurídice inevitablemente. La desearía tanto que la perseguía sin cesar por el bosque arcádico. Entonces un día Eurídice, huyendo de él, pisaría una pequeña serpiente venenosa y moriría fatídicamente.

Las hermanas de Eurídice, unas bellas dríades -ninfas de los árboles-, hicieron perecer en venganza todas las abejas cultivadas de Aristeo. Éste acudiría luego a su madre, Cirene -en la obra los dos caminan juntos a la derecha del cuadro-, una madura ninfa conocedora de la Naturaleza, que le aconseja a su hijo que visite al sabio adivinador Proteo, un viejo que aparece ahora sentado junto a un ánfora de agua -Proteo era hijo del dios del mar Poseidón-. Proteo le recomienda sacrificar unos animales para calmar el espíritu moribundo de Eurídice. Luego observaría Aristeo cómo de las vísceras descompuestas de los animales sacrificados saldrían abejas renacidas volando -el sentido renacedor de las cosas y de la vida en el mito-. El pintor manierista compuso esta escena trágica-bucólica con la belleza manifiesta que más podría crearse en un paisaje renacentista, con la delicadeza además que solo el Manierismo fuera capaz de ofrecer. No hay muerte ahí, verdaderamente, aunque veamos a Eurídice tendida y sin moverse en el suelo arcádico de la obra. No hay drama tampoco, no hay infierno incluso. No está Orfeo -ni nadie- ahí para poder tratar de auxiliarla o salvarla.  Sin embargo, el pintor sí incluye a Orfeo en el cuadro: está él más alejado, hacia la izquierda de la obra, solo y rodeado de animales que escuchan, serenos, sus bellas melodías musicales. Y de ese modo completaría el pintor su sentido metafísico en su bello cuadro manierista, un sentido que sólo este Arte pictórico podía llegar a crear sin algaradas: el de plasmar una serena mirada diferente de las cosas trágicas. Porque las cosas no son estereotipadas ni unidimensionales, no son unilaterales ni tienen una única mirada ni una única realidad. Todo es susceptible de verse siempre de otro modo distinto. Toda historia o leyenda o vida o hecho o visión, pueden ser expuestos siempre de otra forma diferente. Una forma que nos haga pensar de una manera distinta, una que nos haga sentir o ver las cosas de una forma distinta ahora a como nunca antes la hubiésemos visto o sentido.

(Óleo La muerte de Eurídice, entre 1552 y 1571, del pintor manierista Niccolo del Abatte, Museo National Gallery, Londres; Lienzo del pintor renacentista -quattrocentista- Jacopo del Sellaio, Orfeo y Eurídice, 1480, Roterdam, Holanda.)

14 de diciembre de 2015

A lo largo del curso de la historia lo cierto es que el amigo del hombre es siempre el hombre.



Aunque parezca una contradicción los propios medios productores de un desastre cambiarán lo necesario luego de pensarlo bien, para mejorar ahora aquello que ellos antes habían deteriorado decididos. Ante las terribles consecuencias, por ejemplo, en el cambio climático producidas por el consumo desaforado de carbono terrestre, llevado durante años por una economía poderosa y egoísta, esos mismos medios productores -las empresas y estados inescrupulosos- llevarán luego a buen fin las transformaciones que sean precisas para, mejorando el mundo, poder continuar ellos ganando. Porque no es por altruismo, ni por un sagrado deber moral, ni por fraternidad global ni por esas cosas románticas que nunca en la vida económica han sido, sino tan sólo por el mismo interés económico de siempre por lo que cambiarán. Ese interés que compensará ahora para cambiar de opinión, de producir o de vivir. Pero es que es así, sin embargo, el único sentido de progresión en la historia. Porque sin desastre no hay avance tampoco. Sin pérdida no hay transformación. Y es que vivimos mucho más inmersos en lo que se podría llamar historia cuantitativa o diacrónica (la contabilidad, la renta, el grano o el beneficio), que en lo que se podría entender por historia cualitativa o sincrónica (el pensamiento, la conciencia de lo eterno o de la belleza o del Arte).

En la historia de la humanidad los inicios más tempranos de civilización se dieron en el oriente próximo, justo en la parte más occidental de Asia. Ahí, en lo que se ha dado en llamar Creciente fértil (Egipto, Mesopotamia y Siria), prosperaría el sedentarismo, la agricultura, las ciudades, la escritura o el comercio. Pero también existieron otros lugares en el mundo donde pronto se dieron también todas esas cosas, excepto dos de ellas: la escritura -la compleja no la ideográfica- y la organización compleja de las ciudades. Y esos dos sitios alejados del Creciente fértil fueron la llanura aluvial china y el sur del desierto de Gobi al pie del Himalaya. Es decir, en China y en la India. Y un elemento fundamental para poder entender el progreso del hombre fue su alimentación. En el Creciente fértil pronto la humanidad descubriría el trigo, el primer cereal cultivado por el hombre. Su grano era más grande entonces que el de ningún otro cereal conocido, imposible de prosperar salvajemente si no era cultivado (el viento no podría elevarlo y trasladarlo para ser fertilizado por sí solo), y por lo tanto un grano con mayor capacidad nutritiva (cuantitativa pero no cualitativamente). Sin embargo hubo otro cereal, uno que crecía fácilmente de modo salvaje (su grano es mucho más pequeño) y que se utilizaba en África desde los primeros momentos del homo sapiens. Sólo consiguió ser consumido luego y cultivado en la India y en China, pues el trigo no llegaría a ser utilizado en estas regiones asiáticas hasta dos mil años después de ser conocido en la cuenca oriental del Mediterráneo.

En China podía prosperar este cereal en regiones de escasa lluvia y poca fertilidad de suelo, incluso crecería en los suelos salinos. Xiaomi es la palabra china para denominar al mijo. En China su medicina fue anterior a todas, y el mijo tendría además un valor de bienestar físico además de nutritivo, ya que era fácilmente digerible por no contener la proteína del gluten. Además su consumo combatía la cándida, un hongo unicelular cuya infección produciría la micosis. En Europa también se consumió en la antigüedad el mijo, entre otras cosas porque era un cereal de duradera conservación. En Venecia, en la alta edad media, se conservaba el mijo almacenado en fortalezas lejos de la costa, llegando incluso así hasta durar veinte años su almacenamiento. Cuando el transporte mejoró ya no era necesario su almacenamiento durante tanto tiempo y los cereales cultivados en ciertos lugares pudieron ser consumidos en otros. Por esto el mijo dejaría de tener sentido práctico y su consumo en Europa declinaría frente al poderoso trigo nutritivo. Hoy, cuando son conocidas las ventajas del mijo, su consumo se considera beneficioso para la salud humana y se incrementará, poco a poco, su producción y su comercio. Lo que no era antes importante lo es después...

Cuando el pintor Turner (1775-1851) comprendiera el sentido de progreso como un movimiento crearía su obra Lluvia, vapor y velocidad. Expuesta en el año 1844 -aunque compuesta años antes-, fue por entonces una revolución a los ojos que no estaban aún acostumbrados a ver algo tan poco visible, tan farragosamente disperso entre colores que parecían no estar acabados. Con Turner los impresionistas tienen una deuda artística parecida a la de Manet, pero sobre todo mucho más antigua. Para el pintor romántico inglés la luz lo es todo. En este lienzo es lo principal la luz, aunque no lo parezca tanto. Turner glosará o expresará, sin embargo, aquí mucho más la velocidad, el movimiento, el cambio de espacio o de lugar para transportar ahora la vida, las cosas, las emociones, las ideas o las sensaciones. En su lienzo romántico vemos a un tren cruzar ahora por el puente de Maidenhead, un viaducto inglés construido en el año 1838 para ese tren tan primitivo. Veremos la chimenea de la locomotora y por eso sabremos que es un tren lo que ahora vemos. Para Turner el detalle principal es el único detalle importante, lo demás lo tendremos que adivinar.  La lluvia es otro elemento importante en este cuadro, veremos trazos leves e inclinados de líneas delgadas en un cielo asolado de brumas doradas. Brumas que ocultan ahora el azul celeste desperdigado del fondo. Y suponemos o presentiremos que esos trazos leves de líneas delgadas serán finas ráfagas de lluvia. El vapor era por entonces la causa de la velocidad, de esa rapidez que conseguiría el hombre con su artefacto y que acabaría empezando a consumir ávidamente aquel carbono peligroso.

Pero, no es esta la única velocidad que aquí veremos. En el río cruzado por el puente de Maidenhead se vislumbra ahora una pequeña barca en la parte izquierda del lienzo. Y en la parte derecha extrema del cuadro, al otro lado del tren, el pintor dibuja -apenas se distingue por la falta de contraste- algo que parece una liebre corriendo. Tres formas de entender aquí la velocidad. Una lenta y sosegada, otra menos lenta, pasajera y fugaz en su contienda con la vida y las cosas, y, por último, la de la naturaleza, la que era la más veloz de todas por entonces. Y es este aquí ahora el contraste. Para que veamos bien las cosas siempre hay que contrastar, aunque no las veamos bien del todo. En el Arte, lo único que permite hacerlo así, esas mismas cosas más tarde o más temprano se acabarán viendo. Puede que al ver por primera vez un cuadro no veamos bien algo, pero seguro que al verlo luego mejor después acabemos viéndolo. Con la luz pasará lo mismo. Para Turner la luz lo es todo, porque cómo si no veremos algo. Pero, ¿qué vemos ahora en esta obra de Arte si no es lo que pinta el artista exactamente igual a como es en la naturaleza? Pues la luz reflejada o refractada. Solo la luz. Por sus reflejos o por los diferentes efectos cromáticos en las cosas, vistas ahora éstas como se verían de no poder ser vistas detenidamente, como por ejemplo en un fugaz movimiento a los ojos del que las mire desde un lugar en movimiento. Es como cuando miramos perpendicularmente hacia una ventanilla desde un vehículo a gran velocidad: no veremos más que ráfagas de colores. Lo que sin poder aún experimentarlo -las velocidades en su época no eran tan rápidas- Turner intuiría genialmente entonces en su mente tan artística y prodigiosa. Como el progreso humano.

(Óleo Lluvia, Vapor y Velocidad, 1844, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, National Gallery, Londres.)

2 de mayo de 2015

El conocimiento puro, metafísico e inmortal frente al perentorio, inconsecuente, engañoso o fútil.



El pintor flamenco Joachim Patinir (1480-1524) fue uno de los que mejor utilizaría el Arte para comunicar metafóricamente el sentido del universo. Gracias a su modo sensible de pintar nos seducirá la mirada con su profusa forma de componer y colorear un lienzo. Y para eso el paisaje es el mejor escenario posible: ni un interior, ni un retrato, ni una ciudad ni una cosa. Solo un paisaje grandioso, con horizonte, un cielo, montañas, agua, animales, plantas, rocas, seres... Los colores dejan ahora claro las sensaciones que deberán experimentar los que observen cada parte del lienzo: el azul, en su escala más alta, será la bendición de lo soberbio; luego seguirá el blanco, después el verde esperanzador, para seguir con un verde más oscurecido; y aún más tarde llegará el marrón, para seguir después con el tétrico negro y, luego, finalmente, acabar con un mínimo ardiente tono enrojecido. En ese orden el creador desarrollará su universo cromático-dialéctico (el dualismo del bien y del mal en el universo). Pero, sin embargo, el creador en su obra renacentista, en su maravilloso Arte metafórico, no será radical ni maniqueo. Los colores además, como los seres, como toda cosa descubierta en el mundo, serán ahora circunstanciales, pasajeros, fenomenales; serán todos ellos aquí aparentes, temporales o efímeros.

Porque lo verdaderamente importante en ese universo pictórico de Patinir es otra cosa: lo que no se ve. El mejor cuadro es aquel que pintará mejor lo que no se vea. Como en el mundo. El filósofo alemán Schopenhauer (1788-1860) establecería su propia teoría filosófica del Arte. Viene bien ahora para comprender algo el Arte y su forma de interpretarlo. Escribía el pensador alemán en su obra El mundo como Voluntad y Representación: Cuando erguido por la fuerza del espíritu uno desiste de limitarse a la razón, cuyo último objetivo es la relación para con la propia voluntad, no considera ahora el dónde o el cuándo o el por qué o el para qué de las cosas, sino única y exclusivamente el qué. Tampoco se interesa por lo abstracto o por la conciencia de las cosas sino que, en lugar de eso, consagra todo el poder de su espíritu a la intuición, enfrascándose por entero en ella y dejando que quede colmado por la serena contemplación del objeto natural, se trate de un paisaje, un árbol, una roca, un edificio o cualquier cosa. Y entonces uno se pierde en esos objetos íntegramente, esto es, se olvida de su individuo concreto, de su voluntad personal y sólo sigue como puro sujeto, como nítido espejo del objeto. Es como si éste -el objeto- estuviese ahí solo, sin nadie que lo perciba y, por tanto, no se puede disociar del ser que lo intuye, sino que ambos devienen en uno. Así la conciencia se ve ocupada y colmada por una única imagen intuitiva y lo que se acaba conociendo no es ya una cosa singular (concreta, pasajera) sino la idea, la forma eterna (su esencia). Y justo por ello lo asombrado no es ya el individuo, pues se ha perdido en tal intuición, sino un puro sujeto de conocimiento, avolitivo, indolente y atemporal.

¿Cuántos pintores conseguirán hacer o expresar con su Arte lo que escribió el pensador alemán? Patinir es de los pocos creadores que lo logran. Y su obra maestra El paso de la laguna Estigia es un ejemplo maravilloso para verlo. Ahora es aquí la mitología cristiana y grecorromana la que viene a ayudar al pintor en su creación artística renacentista. Aunque más bien la romana que la griega. Porque los griegos antiguos no creían en el infierno como un lugar malvado para sufrir las almas eternamente. Ellos pensaban que habría un oscuro lugar de tránsito del que todo procedía y al que todo retornaba -el Érebo-. Para los héroes, sin embargo, sí que existirían lugares terrenales apartados o privilegiados donde poder vivir una felicidad eterna. Fueron los romanos quienes utilizaron luego el sentido del dios griego Hades -deidad de la Tierra interior, de lo que se oculta debajo- para idear un lugar tenebroso y penitenciario. Este cambio se produjo durante el Imperio romano de Augusto (en el siglo I) y fue su mejor poeta -Virgilio- quien glosaría ese hecho para llevar a cabo una transformación moralizante en la sociedad que el emperador Augusto deseara para su nuevo orden mundial. El Hades -el infierno- se dividía en tres zonas: los campos Elíseos, el Tártaro y los prados Asfódelos, según fueran héroes virtuosos -campos Elíseos- o malvados culpables -Tártaro- o un lugar intermedio (futuro purgatorio cristiano), los campos o prados Asfódelos, un sitio que permitiría al alma dirimir sus tribulaciones para encarar uno u otro camino final. 

El Hades se idearía como un lugar subterráneo lleno de ríos, lagunas, prados, orillas y rocas ígneas. El Éstige fue un río situado en el Tártaro adonde las almas eran transportadas por un barquero, Caronte, un anciano tenebroso que impediría que los vivos pudieran volver a embarcar. Luego dirigía las almas a la entrada de un submundo aún más oscuro, guardado además por un perro terrible de tres cabezas -Cancerbero-, un submundo que era el lugar donde las almas sufrirían los castigos causados por sus terribles faltas. Fue fácil desde el mundo romano elaborar luego -al advenimiento del Cristianismo- una teología cristiana adaptada a esa escatología. Y desde el mismo sentido pagano idear un cielo cristiano -lo que era el Elíseo-, un infierno -el Tártaro- y un purgatorio -los prados Asfódelos-. Y con el conglomerado renacentista de ambas mitologías el pintor Patinir elaboraría su obra de Arte. ¿Fue una obra moralizante? ¿Fue una obra tétrica? ¿Fue una obra de un concepto final definitivo? ¿Qué cosas hay en esta obra que disuadan a los seres que vean el cuadro de ser pecaminosos? Porque el lugar al que se dirige el barquero es un bosque verdecido de árboles frutales, pájaros hermosos y una maravillosa orilla con una ensenada apaciguada y tranquilizante. En su barca Caronte transporta  ahora el alma, representada como una figura humana muy pequeña, hacia donde ella misma mira sosegada y segura. ¿Es una elección propia del alma ir hacia allí? Si no es así, ¿tomada entonces por quién? Parece que, con su propio cuerpo, Caronte impide al alma mirar hacia el otro lado, hacia el opuesto lado del Paraíso sagrado. ¿Es una decisión tomada solo por el alma? ¿El alma decide entonces hacia dónde quiere ir?

Es fácil comprobar en el lienzo de Patinir cómo los ángeles de la izquierda, situados en la orilla del Paraíso verdadero, están ahora tratando de que el alma se dirija allí, hacia donde ellos están. Vemos a uno subido en un montículo que mueve ahora sus brazos para avisarle. ¿Bastará eso para avisar al alma? No, no tiene mucho sentido porque el alma parece estar ya decidida, mirando ahora curiosa y satisfecha la parte derecha del cuadro, la orilla sosegada del Hades donde se sitúa el purgatorio de los prados asfódelos. Un lugar encantador y seductor, un sitio confuso pero que prepararía, con temporalidad limitada, el paso luego hacia el lugar deseado finalmente. Pero eso es aquí lo descriptivo, lo fenomenológico, lo que se ve. Pero no es así la verdad real porque oculta la obra el paraje abrupto, oscuro, tenebroso, marrón, negro o rojo, que se verá al fondo de la derecha del cuadro. Un animal disforme (mitad perro, mitad cabeza de mono) que aparece en la parte inferior derecha del cuadro, debajo y oculto por árboles frutales, es un demonio infame que espera que el alma, como terminará haciendo, se confunda ahora con todo lo que vea. Pero no ve el alma lo que sí estamos viendo ahora nosotros, los seres que hemos alcanzado, con el visionado de la obra de Arte, un conocimiento puro, un saber nada aparente. Y el sintético sentido de todo esto es que cualquier elección no llevará más que a un mismo lugar, el origen y el final de todo, ese lugar que envuelve un mismo trayecto infinito...  Lo demás es experiencia, sufrimiento, engaño y olvido. La fuente que se ve al fondo, en el paraíso verde-azulado de la izquierda del lienzo, es ahora la fuente blanquecina del río Leteo, una prodigiosa fuente cuyas aguas míticas tienen el poder de hacer olvidar el pasado y, por lo tanto, de conceder a los seres la eterna juventud deseada.

El pintor renacentista debía transmitir el mensaje conocido, el mensaje racional, aquel que la moral del momento obligaba a disponer con su doctrina inflexible. Pero, sin embargo, Patinir va más allá de eso y consigue anticipadamente lo que el filósofo alemán insinuara siglos después: que el verdadero conocimiento no es el que vemos aparente y directo, no, es el que las cosas nos transmiten con sus preclaras y conocidas sensaciones (en el caso de la obra de Arte sensaciones iconográficas, con símbolos figurativos, colores metafóricos o mitologías descriptivas y tendenciosas). El conocimiento auténtico será el que nos llegue por la vía más introspectiva de una bella imagen grandiosa o de un paisaje sugestivo y misterioso. Con la decidida elección que es transmitida por la serena figura de un alma tranquila sin atisbo de ser un espíritu atormentado por la desgarradora vida que su pasado le hubiese condenado a tener. Por eso la fuente del Leteo mana sus aguas aquí solitaria, ajena y abstracta, justo en el límite más azulado del paraíso sagrado de la izquierda del lienzo. Nada ni nadie podrá dejar de ser -de tener memoria- ni de perder la única cosa que le conecte con su individualidad pasajera...  Porque nada importará nunca más que nada para alcanzar la auténtica conciencia, esa que llevará al sujeto a conseguir el conocimiento esencial, el más eterno, el más puro, el más difícil, o el menos asequible.

(Óleo El paso de la laguna Estigia, 1520, del pintor flamenco Joachim Patinir, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra, Patinir, 1520, Museo del Prado, Madrid.)