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8 de septiembre de 2022

Una metáfora expresionista de la vida entre la maraña existencial de una patria perdida.


 Hace un siglo creadores chilenos crearon en París un grupo artístico para tratar de responder a la maraña creativa que a comienzos de los años veinte latía poderosa en Europa. El Grupo de Montparnasse lo componían pintores que habían sido alumnos del Postimpresionismo pero querían ir más allá. El fuerte color y la transgresión compositiva les llevaron a destacar el Fauvismo, el Expresionismo y el Cubismo. Algunos consiguieron satisfacer su creatividad y otros, simplemente, pasaron a engrosar la marginal historia de aquellos que, sabiendo lo que quieren, no siempre logran expresarlo. Pero hubo un pintor chileno nacido en Valparaíso que, al menos, consiguió la difícil tarea creativa de compaginar innovación con la universal sensibilidad de lo que el Arte persigue con sus alardes. Camilo Mori (1896-1973) llevaría a cabo una pintura en París en 1926 a la que titularía El carrusel de los niños. Tiempo antes un poeta checo, Rainer María Rilke, había escrito: La verdadera patria del hombre es la infancia. ¿Cómo se puede coincidir tanto en dos creaciones artísticas? Porque lo que compuso el pintor chileno fue precisamente eso que escribió el poeta checo, y lo hizo desde la natural y expresiva sutileza que el Arte permite a sus creadores. En su obra hay Impresionismo, Fauvismo, Cubismo y una maravillosa interpretación estética de la naturaleza sagrada de la infancia. Para impresionar el Arte había obtenido de los pintores del siglo XIX la suerte de exponer formas y figuras sin la perfilación clásica de sus maestros. Pero esa eventualidad produjo la más extraordinaria forma de expresar una sombra sin dejar de ser parte esencial de su figura. Ambas se fusionaron, la figura y la sombra, en la poderosa expresión plástica de un reflejo diferente donde la luz nacía de las cosas y no éstas de aquélla. Pero antes de eso el pintor Manet experimentó con el tiempo, con el instante, con la sombra... Revolucionaría la impresión y la expresión clásica pero, también, el sentido comunicativo de lo que una imagen artística podía representar con un mensaje alusivo. Camilo Mori no transgrediría tanto como Manet, pero, sin embargo, conseguiría una vez aludir, serenamente, la mejor impresión expresiva que una simple imagen estética pudiera plasmar en un lienzo modernista. 

Ante la frondosidad de un bosque otoñal oscuro y desolado, la figura colorida de un carrusel infantil destacará recóndita sobre las verticales y solitarias figuras vegetales. Pero no solo los árboles adultos mostrarán su alejado espacio temporal, sino que también los perfiles humanos adultos se oscurecen ahora frente a los coloreados trazos infantiles. Qué maravillosa decantación por aquella patria verdadera que el poeta glosara de la infancia. La obra de Mori es como un canto desesperado por la pérdida o por la lejanía o por la diferencia de una etapa humana y otra. Por eso el pintor titularía bien la obra no sólo como el carrusel sino como el carrusel de los niños, una reiteración necesaria para alinear una cosa enteramente con la otra. Por eso además pintará una figura adulta a la izquierda del cuadro totalmente alejada y solitaria, dirigiéndose ahora hacia ese lugar donde se resguarda la memoria y la holganza. ¿Cuánta metáfora existencial rezume el cuadro modernista? La vida es un desarrollo inútil desde la única forma existencial que tiene sentido padecerla. Porque el pintor elaboraría una aparición maravillosa entre los desolados huecos separados de los troncos oscurecidos que representan ahora ese desarrollo tan inútil y dramático. La vida coloreada destacará por sí sola sin otra artimaña que su propia esencia poderosa. Una esencia radicada en la infancia como momento y como espacio ante la espantosa culminación existencial de una vida desarrollada. ¿Es el desarrollo lo importante? ¿Dónde se empezará a partir esa esencia destacable que no alcanzará a recuperar la fuerza colorida de un instante? El carrusel ahora es la metáfora ante las asoladas figuras desarrolladas. El color es lo fundamental aquí para expresar lo que la vida no puede expresar sin esperar otra cosa que el opaco momento de una tarde... De una tarde oscurecida o de una tarde postergada de las etapas posteriores de la vida. 

El carrusel de los niños está ahora justo ahí dentro de la maraña inevitable de los barrotes temporales que le impiden no moverse y, por tanto, quedarse ahí para siempre. El desarrollo de la vida es inexorable, es imposible eludirlo con nada, ni siquiera con los colores o con la fragancia inspiradora de un escenario diferente. Está atrapado el carrusel como lo están la propia vida, el tiempo o la historia. Como lo están las figuras humanas adultas que ya no son más que una rémora de lo que fueron en tiempos anteriores, cuando su color era tan destacable como lo es ahora en esta esencia expresiva. La infancia es la verdadera patria del hombre, la única, la grandiosa, la que no se desarrolla, la que se mantiene distante y diferente, la que no puede volverse ni progresar sin perder lo único que la hace especial: su color y su fuerza existencial tan poderosa. Con esas sutiles intenciones el pintor chileno modernista compuso una extraordinaria obra de Arte. No pasaría a la gran historia del Arte, aunque mantenga, sin embargo, gran parte de la misma. Su inspiración expresiva nos permite recordar los versos de Rilke con la sutil metáfora de los colores y de las formas. Estas tienen en la obra de Mori una grandiosidad estética sublime porque hacen de un simple paisaje parisino una maravillosa reflexión estética sobre la vida. Lo verdadero, lo esencial, lo definitivo no está desarrollado sino que permanece, eterno, entre los destacables tonos coloreados de un mundo, sin embargo, tan monocolor y oscurecido como el desarrollo o lo imparable que una vida adulta consigan recrear, sin quererlo, con sus inútiles estrofas de lo vivido.

(Óleo El carrusel de los niños, 1926, del pintor chileno Camilo Mori, Museo Nacional de Bellas Artes, Chile.)


20 de mayo de 2022

Ciudades inventadas o invisibles en el Arte con la única finalidad de justificar un espacio.


 


En el año 1972 el escritor Italo Calvino publicaría su novela Las ciudades invisibles. Inspirada en la leyenda de Marco Polo y sus viajes, donde el viajero veneciano describía su encuentro con el emperador chino Kublai Khan. Entonces, un poco para salvarse y otro para fascinar, Marco Polo le narra al Khan las descripciones de algunas ciudades que había visitado y conocía. Pero, sin embargo, tanto las idealizó Marco Polo que ninguna de ellas correspondía exactamente a ninguna realidad. Todas fueron inventadas en su descripción, a pesar de que existieran incluso. Con ese atavío fantástico el escritor italiano compuso su relato inventado basado en aquel encuentro legendario. Pero Calvino titularía su novela mejor como Las ciudades invisibles, y es mejor así, a pesar de que la invención es el único sentido de acabar haciendo visible lo que no lo es. En el Arte la recreación de ciudades casi nunca refleja la realidad, entre otras cosas porque el paso del tiempo las hace luego diferentes. Y es que esa es la cualidad que, además de la perspectiva, utilizan los pintores para permitirse la libertad de transgredir la realidad representada de algo existente. Sin embargo, el Arte no se queda en la transformación temporal o en la del punto de vista, llega más allá para convertir una idea espacial concreta, lo que es una ciudad existente, en otra cosa distinta: la visión emotiva de una expresión estética que asocia el mundo conocido con un espacio diferente. La invisibilidad de Calvino en su novela es otra cosa añadida, donde el Arte sustituye esa no visión real en una visión inventada, entre otras cosas para conseguir dar visibilidad a lo que no lo tiene. Cuando el pintor expresionista Egon Schiele se inspiró en la silueta abigarrada de una ciudad orillada, pintaría su obra Casas junto al río, la ciudad vieja. Sin embargo, con ese título no haría sino elucubrar la identidad concreta de esa ciudad pintada. En su estilo expresionista, la obra refleja el punto de vista alejado de cualquier referencia real a una ciudad determinada. Cuando los pintores buscan componer algo conocido, como un monumento o una ciudad, destacan casi siempre rasgos definidos de algún elemento arquitectónico característico de ese espacio concreto. Esto le da identidad y cualifica la creación artística para poder relacionar una imagen con algún sentido real.

Pero el Expresionismo no busca ninguna relación en ese sentido, para esta tendencia modernista la representación no obedece a la realidad sino al sentimiento, a la emoción, a lo que parte de lo representado pueda expresar dichas sensaciones estéticas. El pintor Schiele compone la imagen de su obra con los perfiles de una ciudad centroeuropea al lado de un río, una ciudad que no tiene ahora la intención de dar a conocer sino de emocionar con su perspectiva expresionista. Luego los críticos decidirán si es la ciudad de Wachau o Krumau, ciudades que el pintor tuvo en su vida la oportunidad de conocer. Pero nada hace a la obra, como el pintor hizo, corresponder una realidad a una silueta artística determinada. Cuando Italo Calvino quiso hacer una novela con los elementos de la obra legendaria de Marco Polo hizo lo mismo. Lo mismo, a su vez, que Marco Polo hizo con Kublai Khan. Era describir la visión imaginada de una realidad incierta, como son todas las realidades que mezclan cosas diversas y nunca alcanzan a definir bien un espacio y un tiempo concretos. Pero, sin embargo, en la expresión estética de una obra de Arte pictórica el tiempo no es exactamente un valor condicionante. Lo mismo que en el caso de Calvino, ya que no relata una visión idealizada de otro momento, sino la idealización sistematizada de ciudades que tienen una realidad por su sentido de poder ser y no por el hecho de haber existido. Ya que haber existido puede cambiar cualquier perspectiva espacial a causa de ser otro tiempo distinto. Aquí no. En el Arte, el pictórico y el literario, la descripción es existente y real aunque nada de ello corresponda con la identidad real o existente de algo. El pintor holandés Jacob Grimmer (1525-1590) reflejaría en sus obras renacentistas el paisaje más como una expresión emotiva que real de un lugar representado. En su obra, a finales del siglo XVI, compone un paisaje con una población europea del norte que recrea la idealización de un lugar inventado. Su visión es tan fantástica que la expresión que da a su obra delimita una población humana muy alejada de su arquitectura. Las casas están vacías de vida, parecen seres o elementos abandonados en contraste con los humanos, con la delineación del paisaje de una pequeña ciudad junto a un río. 

Cuando el pintor romántico Francoise-Antoine Bossuet quiso pintar la ciudad de Sevilla entre los años 1850 y 1860, idealizó un paisaje que nada tenía, ni tiene, que ver con la realidad. Aquí su invención es total, absolutamente romántica. La invisibilidad de una visión real es acorde con la visión estética reflejada por su emoción extrema, como hace además la estética propia del Romanticismo. No existe ese gran edificio, la supuesta catedral sevillana, con esa estructura arquitectónica, ni se encuentra, además, tan cercano a la orilla del río Guadalquivir. Tampoco el puente que aparece en la obra es el verdadero puente de Triana. Todo es inventado, haciendo a una ciudad real del todo invisible... Y no tiene que ver con el paso del tiempo y sus deterioradas situaciones. No, ahora es la expresión de un espacio, la recreación de un espacio que se justifica solo con algunos elementos geográficos de la realidad. Como Marco Polo haría con sus descripciones fantásticas de algunas ciudades al emperador chino. ¿Se hubiese mostrado igual de fascinado Kublai Khan con la realidad si aquel se la hubiese contado del mismo modo real? Seguramente. Entonces, ¿qué sentido tenía haberla transformado? El conocimiento real, la verdadera información que carecía el autor, o, también, el esfuerzo de memoria que supondría una descripción tan detallada con la que poder llegar a fascinar exitosamente. El Arte es así, necesita fluir desde lo conocido para poder describir lo fascinante, pero, como lo conocido es limitado, el sentido entonces de lo que se precisa expresar debe fluir de la imaginación, de la recreación idealizada de un sentimiento estético poderoso. Uno que haga de la realidad otra cosa diferente, un espacio donde ahora coincidan juntos el deseo, la satisfacción y una cierta realidad indolora. En la Pintura la deformación de la realidad es menos elogiada que la imaginación. La invisibilidad entonces es un concepto que expresa confusión, no otra visión diferente de algo. Hay invisibilidad en la imaginación o en la no visión de las cosas, pero no en la falsedad. ¿Cuando Marco Polo describía sus ciudades las falseaba? Posiblemente. Sobre todo porque describía falsedades de las ciudades existentes, no de las que no. ¿Cuando Italo Calvino narraba sus ciudades invisibles las falseaba? No, en absoluto. Construyó sus imaginadas ciudades desde la emoción de un sentimiento novelado: la recreación de cosas con rasgos de verosimilitud pero que son totalmente inventadas. En este caso la creación artística construye una visión sorprendente y emotiva, sobre todo por hacer de algo material un sentimiento con vida fascinante. Al final, es la fascinación del espacio, no la del tiempo. Es el sentido atrayente de una invención, pero es, también, la descripción fascinante de una realidad del todo invisible.

(Óleo Casas junto al río, la ciudad vieja, 1914, del pintor expresionista Egon Schiele, Museo Thyssen, Madrid; Pintura Paisaje invernal con pueblo, siglo XVI, del pintor holandés Jacob Grimmer, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro romántico La catedral de Sevilla, mediados del siglo XIX, del pintor belga Francoise-Antoine Bossuet, colección Privada.)


18 de abril de 2021

Un Arte contemporáneo como reflejo espacial del dolor más individual y desesperado del mundo.



El Arte tiene resquicios innovadores por donde expresar casi siempre sus sentimientos estéticos. Cuando el Arte occidental comenzara su nueva senda en el Renacimiento, el único sentimiento viable por entonces para poder expresar aquel Arte que alumbraba poderoso fue el filosófico más clásico de la antigua Grecia. La Academia neoplatónica de Marsilio Fisino (1433-1499), creada en la Florencia de Leonardo da Vinci, aglutinaría ya una concepción filosófica platónica muy influyente para poder sostener así una estética revolucionaria novedosa como lo fue el Renacimiento, una creación artística extraordinaria nunca antes desarrollada ni vista de ese modo en el mundo. Por entonces la sociedad europea bascularía entre dos polos conceptuales estéticos muy opuestos: la belleza y la muerte. Una, la Belleza, culminada luego en el siglo XVI y basada en los planteamientos clásicos de la Grecia de Platón y de la estética posterior helenística tan primorosa. Otra, la Muerte, basada en el reflejo de la lucha por la supervivencia del ser humano en el mundo; pero no una lucha por la superación del individuo oprimido y vulnerable, sino más bien por la del más fuerte, la del más enérgico y poderoso. Los tiempos evolucionaron muy pronto en el Arte y la Iglesia Católica, en su concilio contrarreformista de Trento, fundamentaría los principios estéticos y éticos del siguiente siglo XVII. Así, el Barroco en el Arte triunfaría con la cercanía conceptual plástica, con el naturalismo preciosista y con la belleza sagrada o profana más excelsa y conseguida. El siglo de la Ilustración desacralizaría luego el mensaje estético y, ante la falta aún de sentimiento, volvería al renacer clásico estético más racional y predecible en el Arte. Sería el Romanticismo el que seguidamente destaparía el sentimiento, pero un sentimiento por entonces ajeno a la sociedad y profundamente arraigado en el individualismo personal más egoísta. Solo Goya alcanzaría a predecir un futuro estético muy diferente... El siglo XIX no sería acorde todavía en su reivindicación de una estética consecuente con el sentimiento más social de los humanos. Solo el Realismo Impresionista supo expresar el sentimiento con el fragor clásico de una estética consecuente. Y así hasta que el Arte Moderno pataleara con sus estridencias estéticas más extravagantes de comienzos del siglo XX. Pero, aun así los conflictos sociales de la primera mitad del siglo XX no pudieron ayudar al Arte a que expresara la verdadera esencia estética de aquella filosofía platónica de finales del renacentista siglo XV: articular la Belleza con algún tipo de sentimiento humano poderoso. Entonces era la muerte; ahora, en la encrucijada estética del siglo XXI, lo será la vida... Pero una vida que reivindique mejor el concepto estético como una nueva forma de sentimiento arraigado. Un nuevo sentimiento del hombre y de su destino en un mundo ya casi conquistado técnicamente en sus esencias reivindicativas necesarias, pero absolutamente ajeno y desolador aún en lo más íntimo y espiritual del ser humano y de sus misterios. Algo parecido a lo que aquella filosofía neoplatónica hubiese predicho cinco siglos antes, con su expresión excelsa en el Arte de la idea o el pensamiento hacia lo absoluto.

Sería el pintor impresionista Toulouse-Lautrec uno de los primeros creadores que transformarían la manera en la que el artista se acercaría al soporte físico de sus creaciones. Muchas de sus obras estaban situadas entre el boceto, el dibujo y la pintura. Aunque compuso muchos de sus óleos sobre cartón, el acabado de esos óleos no era el propio de un aceite sobre cartón. La razón era que el cartón que utilizaba Lautrec para sus obras estaba encolado. Aun así, no todos sus cartones fueron encolados para que el aceite no acabase absorbido por completo. Para el pintor impresionista el soporte era lo de menos. Utilizaría como soporte de sus pinturas madera, conglomerado, lino y hasta cortinas de prostíbulo francés. En la época de este pintor francés (1864-1901) se empezarían a utilizar en la creación de Arte técnicas industrializadas, como lo fueron las pinturas al óleo entubadas o las nuevas técnicas al pastel, la acuarela o el temple. Sería el temple realmente el soporte más utilizado por Lautrec para aplicar el óleo al cartón sin menoscabar ningún efecto plástico. Sin embargo, Toulouse-Lautrec utilizaría tanto la acuarela, el gouache, el óleo y el temple como una única técnica en sus obras impresionistas. Y esa única técnica, llamada mixta, acabaría funcionando muy bien en los albores del Arte Moderno más disruptivo de comienzos del siglo XX. El pintor Paul Klee (1879-1940) nacería en una familia de músicos alemanes. Así fue como en su infancia recibiría una de las mejores formaciones musicales del mundo. Sin embargo durante su adolescencia, en parte por la rebeldía propia de esa etapa personal y en parte porque para Klee la música de entonces (primera década del siglo XX) carecía de significado, decidiría dedicarse mejor a las artes plásticas. Trabajaría con óleo, acuarela, tinta y otros materiales combinándolos en un único trabajo estético. Su obras expresaban poesía, música, ensoñación y hasta palabras... El Expresionismo nacería al mismo tiempo que su obra, donde Klee acabaría alternando el Surrealismo y la Abstracción. Pero no sería esa primera mitad del siglo XX la que retomaría el sentido reivindicador más inspirado de los efectos demoledores de la sociedad sobre el individuo. En la segunda mitad del siglo XX las filosofías moralistas, gregarias o sociales dejarían paso a una inspiración artística y filosófica que tendría al individuo desolado, tan solo al ser humano, como único sentido y como única determinación creativa o reivindicativa. 

El artista sevillano Álvarez-Ossorio Micheo es un ejemplo contemporáneo característico tanto de ese sentimiento renacentista como de esa reivindicación personal, esta misma que el expresionismo intentara en los albores del desesperado siglo XX. En esta pequeña muestra de su obra artística, observaremos la conquista, el sentimiento, la desolación, la fuga, el desvarío, la expresión, el acorde, la osadía y la armonía de unas formas imprecisas. Es el resultado de todo un itinerario en el Arte que llevará a relacionar al individuo con su medio. No es posible la existencia sin una plataforma que la sostenga, del mismo modo que no es posible el Arte sin un soporte que lo exprese. Desde el Cubismo de Rivera y Picasso hasta el alarde anticipador de un genial Goya (en su obra desconcertante Perro semihundido), la obra artística de Micheo alcanzará una fascinación estética sorprendente. El mundo avanzará a veces sin consideraciones hacia lo que otros antes que nosotros tuvieron a bien entender como sentido. Pero, hay creadores, como es el caso de este artista sevillano, que han sido capaces de entrelazar vanguardia con tradición y hacerlo además sin alardes, sin pretensiones, sin confusiones tampoco. Con sentimiento. Con el mismo sentimiento que otros creadores antes que él expresaron como una forma de alarido estético impactante, poderoso, vibrante y esperanzador... Un grito expresivo que nos obligará a reflexionar sobre el sentido de la estética en un mundo que ha perdido ya todo referente con aquel sentido de Belleza de Ficino. Con una genialidad contemporánea original, pero, también, con los elementos estéticos de una expresión necesaria, Álvarez-Ossorio Micheo nos llevará al universo expresivo de la sutil y difícil relación de aquellos dos polos opuestos tan irreconciliables: el de la belleza y la muerte, o el de la belleza y la vida. Elegir uno u otro no es el sentido final del Arte. Por eso los artistas tan solo reflejarán el mundo, no harán nada con él. Un mundo que ellos, sin embargo, verán de una forma que siempre encerrará una pequeña, casi imperceptible, visión muy esperanzada, cálida y luminosa del mismo.

(Obras contemporáneas del artista José Luis Álvarez-Ossorio Micheo, año 2021, técnica mixta sobre cartón o papel: Calle Desolación; Desde la Atalaya; Sin Camino a Casa; Sector A9; Trazas en la Arena; La Huida; Colección Privada, Sevilla, España.)

21 de septiembre de 2020

Radiografía estética del inconsciente o el sentido más profundo y misterioso de la belleza.



 Para comprobar que la belleza no está en el objeto sino en el sujeto receptor, esta obra nos ayuda un poco a demostrarlo. Creada en el año 1946 por el pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor, expresa de algún modo el sentido estético subjetivo de cualquier representación artística. Obviemos la figura de la diosa Ceres (Deméter en Grecia), ¿no pasaría la composición por ser una obra postimpresionista demasiado avanzada, rayando parte incluso en un expresionismo desgarrador?  Era el momento donde el Arte expresionista conseguía ser una estética socorrida para componer cualquier Arte sin desfallecer por entonces.  El Arte clásico no podía ser ya utilizado sin caer en un tradicionalismo estético, por entonces muy desubicado. El pintor español, director además del Museo del Prado, quiso demostrar que él, que había sido un maestro en la Pintura Académica, podía componer una obra con ciertos rasgos modernistas. Sin embargo, no dejaría que la belleza clásica no fuese representada. Con esta obra realizó una muestra donde reflejó la visión inconsciente de todo lo que podía ser entendido como Arte. Porque no está la belleza en la naturaleza ni en nada real que sea creado con sentido estético por el hombre, está realmente en la capacidad humana de imaginar. La imaginación no es un efecto de creación original, es decir, no inventa realmente nada, aunque hablemos a veces de un mundo imaginario para expresar uno no existente. La imaginación se nutre de la vida real. Imaginamos con la memoria el recuerdo de aquello que hemos visto, vivido o sentido antes del mundo. También de lo que muchas mentes antes que nosotros, lo que es el inconsciente colectivo, han vivido o sentido con fuerza evolutiva. La representación del mundo no está en el mundo sino en nosotros. Lo que sucede es que sólo podemos representar con sentido lo que existe en el mundo. ¿Sólo lo que existe? Sí, porque lo que no existe y es representado no es más que una deformación de aquello que existe. La deformación es una parte diferente de lo que existe. No siempre necesitamos expresarnos con la realidad creada por la experiencia, como no solo podemos amar por la única experiencia de lo vivido... 

¿Por qué el Arte abstracto no ha conseguido desbancar del olimpo artístico al Arte figurativo? A pesar de sus reproducciones y de su proliferación, el Arte abstracto no es más que un marginal modo de representar Arte. La imaginación vuelve siempre a la definición de las cosas amadas o sentidas por el hombre. Y las cosas amadas y sentidas por el hombre son la propia vida conocida. Podemos tener una decoración expresiva de colores extraviados, podemos relacionar formas y colores sin el menor sentido armónico, pero no podemos dejar de reconocer nuestra vida de la manera en que es representada en el mundo. Aunque sea solo una parte de la totalidad estética del mundo. Esa fue la grandeza estética que el pintor Álvarez de Sotomayor consiguió al crear esta obra de Arte. Apeló a nuestra conciencia no desde la fuerza de lo inventado o recreado para admirar una belleza, sino que convirtió esa belleza en una parte artística por la fuerza inconsciente de nuestra naturaleza. La combinación originaria de esta obra (una conjunción de trazos abstractos y belleza clásica), donde lo definido y lo indefinido alcanzará una excelencia estética (lo que es el expresionismo), deja en la mente del sujeto receptor la sensación de que el Arte no es más que la representación inspirada de un inconsciente a veces deformado. Sin formas. Para que acabe teniendo formas debe ser transformado por el sujeto en una expresión real del todo existente. No podemos dejar de ser representados con las formas reales de nuestro consciente porque, de lo contrario, el sentido de la vida pasaría por el deterioro relacional de lo que es entendido por belleza en el mundo. Este es el sentido de la vida o, lo que es lo mismo, la propia naturaleza humana más íntima. Es decir, la prefiguración observada en el ser humano en el desarrollo de su crecimiento completo como una entidad vital real. Y no hay realidad más completa que aquella conseguida en los inicios de la maduración de la vida, cuando la belleza es más objetiva.

El sentido más poderoso de la vida es cuando el ser alcanza su forma individual más desarrollada para así poder crear a su vez vida. Esta aptitud de creación es semejante a la que el ser humano lleva a cabo en el proceso artístico creativo. Precisamente, es en ese periodo humano cuando la belleza alcanza su máximo esplendor estético. Y ésta, la belleza, es lo que hace falta para que el sujeto perceptor de Arte reproduzca una emoción sentida en su más profunda memoria evolutiva. No hay otra forma de poder alcanzar a redimirnos de la maldición sobre la incapacidad de crear, de no volver a crear o de no poder hacerlo ya nunca con belleza... ¿Qué sucede cuando una imagen estética no se corresponde con la representación completa de una imaginación de belleza? Pues que solo una parte de esa belleza de formas será conformada en el consciente. La mente receptora, acumulativa de siglos de evolución inconsciente, se esforzará ahora por imponer un motivo necesario de belleza. La belleza entonces no es más que la verdad necesitada por un inconsciente identificado con la vida. Podemos decorar la belleza, podemos añadir a su recuerdo rasgos parciales de belleza, pero no podemos desterrar la necesidad de conformar una realidad estética lo más acorde posible a los sentidos de la belleza. A la vida percibida no solo por el consciente sino por el inconsciente más originario. Algo, la belleza, que surge siempre que el ser desee comprender además cualquier sentido ofuscado del mundo. Es como una sintonía maravillosa con la que, en medio de un caos disconforme, podamos llegar a componer cualquier realidad del mundo. No hay otra forma de poder satisfacer la imaginación consciente que habita en el inconsciente más oculto de los humanos. No hay otra forma de componer una imagen estética que pueda relacionar una representación con su objeto, una creación con su sentido, un amor con su contrario, o una realidad completa y transmisible con alguna existencia vivida del mundo. 

(Óleo Ceres o Desnudo, 1946, del pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor, Museo del Prado.)

14 de septiembre de 2020

La gloria del Arte la hacen los mecenas y los críticos no el propio Arte ni los creadores.



La influencia artística es una motivación del poder. Es en el Arte donde la fuerza sutil y subrepticia del poder es muy visible y comprobable... a posteriori. Las tendencias artísticas no tienen carácter permanente, lo que no pudo ser una vez no será ya luego. Por eso la influencia es muy poderosa, porque aprovecha el momento justo para ejercer una potestad sobre el mundo, algo que luego, cuando no tenga ya razón de ser, no valdrá más que como una anécdota curiosa adscrita en los anales de la historia. La gloria no es exactamente lo mismo que la historia. La gloria es subir directamente al olimpo de los dioses, la historia, a cambio, es una recopilación de datos que, aunque sean reconocidos con el tiempo, no pasarían al inconsciente colectivo de lo glorioso o de lo grandioso o de lo que influyó o inspiró el espíritu ferviente de una época. Los críticos y mecenas del Arte son los únicos sumos sacerdotes de la cultura, unos poderosos personajes que inspiran el sentido artístico exclusivo de su tiempo. Cuando el Arte influenciado por aquellos es acorde con el sentido artístico de una obra maestra, estamos ante una gloria artística que hace historia para siempre. Cuando no es acorde al sentido indiscutible de una obra maestra solo pasará su efímera gloria a la historia. Pero puede suceder que algún Arte merecedor no tenga influencia ni mecenas como para hacer siquiera historia. Habría que decir ahora que hay dos tipos de historias. La que socialmente es reconocida, la gran historia, y la que no lo es. El que algún Arte pase a una o a otra historia dependerá solo de la influencia que haya tenido, es decir, de la capacidad que, en su momento, no después, haya podido disponer para ejercerla. Pero no es tan simple tampoco el asunto. La gloria es una conjunción de varias cosas diferentes: de mecenazgo, de influencia, pero también de perseverancia del autor en su estilo y de una suerte de cosmopolitismo en su temática artística. Cuando no se dan todas esas cosas el Arte no prosperará como tendencia en el mundo. 

Una generación de pintores nacida en la década de los años ochenta del siglo XIX estaría predestinada a cambiar el Arte por completo. Las tendencias producidas desde entonces superaron en número a las habidas en otros momentos en la historia. Tal fue la insatisfacción y la búsqueda obsesiva de entonces. Pero sólo consiguieron avanzar aquellos que encontraron en la crítica y el mecenazgo el poder suficiente para prosperar. El Arte no lo hacen los pintores, ellos solo hacen cuadros, el Arte lo hacen los poderosos influenciadores que deciden qué les gusta a ellos y a sus acólitos de esa tendencia. La tendencia es como un virus seleccionador, algo que ya no se detiene porque actúa exactamente igual, mutando ideas que alimentan la misma intención originaria: la forma en que el mundo debe ser ahora comprendido o visto en imágenes representativas. Las motivaciones psicológicas o sociológicas darán igual, solo es la identificación de un gusto elitista con una tendencia sustentada gracias al poder que su influencia sea capaz de tener en su difusión. Por tanto podemos afirmar que el Arte, como los pensamientos o las reflexiones filosóficas, son algo reconocido en la medida que su influencia permita su difusión universal. La publicidad lo es todo, y ésta puede llegar a ser tan sutil y eficaz como la persistencia que su poder permita mantener en el tiempo. Al final percibiremos solo lo reconocido en los altares de la exposición encumbrada por la influencia. Cuando el pintor estadounidense Thomas Hart Benton (1889-1975) se enfrentase con su deseo de pintar, buscaría en el pasado artístico los resortes con los que en su propio tiempo podría además llegar a componer Arte. Y lo consiguió. Pero, sin embargo, no prosperaría... Su genio artístico, esa gloria que no llegaría a conseguir a pesar de su grandeza, le llevaría a componer obras en un mundo ya transformado para siempre. Su honestidad, sus limitaciones, sus aspiraciones o sus necesidades, le llevaron a componer una temática excesivamente regional o poco cosmopolita. Pero su Arte propiamente, su estilo, no lo era. Era una suerte de Manierismo moderno que alcanzaría a tener una original expresión de armonía, sentido artístico, comunicación y brillantez creativa.

No pasaría de componer murales para grandes almacenes o compañías del medio oeste de los Estados Unidos. Toda una metáfora de la realidad del Arte cuando no es alzado por los mecenas o santones de los poderes culturales del mundo. Debe entonces refugiarse en los poderes comerciales que no saben ni tienen capacidad de transmitir Arte, sino solo de consumirlo. Sin embargo, cuando el pintor norteamericano Jackson Pollock (1912-1956) se viese obligado a prosperar artísticamente gracias a las ayudas del gobierno norteamericano de Roosevelt en los años treinta, su expresionismo-abstracto sedujo además luego a dos poderosos influenciadores del Arte de los años siguientes. Peggy Guggenheim y Clement Greenberg vieron en ese Arte abstracto de Pollock la nueva visión que el mundo de la posguerra necesitaba para olvidarse de todo, incluso del sentido de lo que podría ser considerado obra maestra de Arte. ¿Qué oculto motivo psicológico podría haber detrás de la influencia de la mecenas Guggenheim y del crítico neoyorquino Greenberg? ¿Dónde estará el sentido real de la motivación hacia un tipo de Arte o expresión artística determinada y no hacia otro? ¿Qué cosa extraña dominará las influencias de lo que deberá ser considerado Arte o no? No es baladí reflexionar sobre esto ya que la formación artística es fundamental para el desarrollo personal de los seres humanos. De hecho, la sociedad que vivimos ahora es heredera directa de la influencia que esos poderosos sacerdotes de la cultura tuvieron entonces. Pero, no fueron los únicos. Aunque aquí nos limitaremos solo al Arte. ¿Quién conocerá la pintura creada por Benton? Fue un estilo artístico que no llegaría a nada, que sólo acabaría demostrando que a veces brillará el Arte entre los perdidos alardes sin futuro de un intento merecedor. La fuerza poderosa de la sociedad de los años treinta, pero sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, llevaría por primera vez en la historia a filtrar o condicionar el gusto artístico que debería ser reconocido o impulsado. Antes se había empezado a hacer, posiblemente, pero fue a partir de entonces cuando se industrializaría, masificaría y comercializaría con los mismos procedimientos que la sociedad utilizaba para cualquier bien u objeto de consumo. 

Los templos del Arte habían sido profanados por esos influenciadores para llevar a cabo la experimentación seductora de su propia codicia artística. Pero esto no es nuevo en la historia. Cuando en el Renacimiento se crearon las grandes obras maestras de entonces fue porque los mecenas así lo quisieron. Así fue también en las otras tendencias clásicas de la historia. Así se crearon las grandes obras geniales del Arte universal. Entonces, ¿qué es lo que sería distinto a partir de los años treinta del pasado siglo? Pues que el sentido del Arte fue empezado a ser utilizado socialmente para influir no solo en el gusto sino en el pensamiento. Eso lo malogró en dos sentidos. Por un lado porque el Arte original y valorable se dejaría seducir por lo ideológico o por lo socialmente comprometido. Y por otro, el peor, porque se empezaría a utilizar el Arte sin el Arte, es decir que, con la excusa de hacer Arte, se comenzaría a describir una forma de creación que fuese más acorde con un nuevo sentido carente de belleza: el de la reproducción ilimitada de las formas. No habría ya límites en nada, tan sólo aquel que permitiera expresar el sentido iconográfico de lo bendecido como Arte: lo opuesto, lo transgresor, lo grotesco. Cuando la comunicación y los medios que pueden sostenerla se hacen libres y globales es cuando la influencia tendenciosa o torticera dejará de tener sentido. La información disponible y libre hace que se pueda acceder a todo lo que haya sido creado en la historia. Entonces es cuando nuestra conciencia verdaderamente se forma y construye con realidades auténticas, no con falsas tendencias ni con influencias determinadas, sino con la verdad de lo que una vez fuese creado por la excelencia. ¿Qué es la excelencia? Lo que solo es capaz de ser originado desde el sentido armonioso más honesto del genio humano. Algo que no es abundante ni poderoso sino existente tan solo desde la genialidad de un momento de inspiración creativa, un instante único expresado donde la emoción, la originalidad, la armonía, la representación y la belleza consigan alcanzar a mantener por siempre una permanente estima.  

(Óleo Pueblo de Chilmark, 1920, del pintor norteamericano Thomas Hart Benton, Institución Smithsonian, Washington, D.C.; Panel de madera al temple Actividades urbanas en un metro, 1931, Thomas Hart Benton, Metropolitan Art de Nueva York; Lienzo expresionista-abstracto Convergencia, 1952, del pintor norteamericano Jackson Pollock, Colección Albright-Knox Art Gallery, Buffalo, Nueva York.)

26 de marzo de 2020

La visión a través de algo no es más que la propia visión interior de aquel que mira.



La relatividad es un concepto que revolucionó la ciencia a principios del siglo XX. Einstein trastocaría el universo de la ciencia y destacaría ese concepto que hasta entonces sólo hacía referencia gramaticalmente a algo distinto a lo objetivado, algo que uniría una idea con otra, que lo relacionaba con otra cosa, para definir así un nuevo sentido catastrófico: la relatividad. Catastrófico porque era un concepto físicamente incomprensible. Catastrófico también porque destacaría además el sentido del relativismo en el mundo, un sentido infame, como lo es por ejemplo el relativismo moral. Sin embargo, ubicaba el contraste con otro concepto aún más abrumador: lo absoluto. ¿Existe lo absoluto? Si existe lo relativo, debe existir. Pero, entonces, no sería absoluto... Esta es la contradicción. El sentido trágico. Por esto lo relativo, a parte del empujón de Einstein, avanzaría ganador en la carrera por el concepto más popular en el mundo de la posmodernidad, nuestro mundo atribulado. Todo es relativo. Nos acogerá este concepto como un amante gratificador que comprende nuestra afección existencial más desoladora. Pero, como un amante contingente, solo durará su calor el tiempo justo que el amor mantenga su dulzura fogosa. La relatividad tiene eso, que no es completa, que no es absoluta. Por eso la relatividad necesita siempre de nuevos momentos. El deseo satisfecho es el hijo pródigo de la relatividad. Aun así, preferiremos lo relativo a lo absoluto. Entre otras cosas, como en la ciencia o en la metafísica, lo absoluto se habría llevado demasiados siglos gobernando el mundo sin satisfacer verdaderamente. Así que ya no podría ser una opción muy deseada. 

Si el concepto de lo relativo podía ser catastrófico, el concepto de lo absoluto lo habría sido aún más. Había llevado a enfrentar a los propios seres humanos, había llevado a condicionar la razón para impedir el avance científico o había llevado a encorsetar la mente y la libertad de los humanos. No, decididamente lo absoluto era un concepto que no podía satisfacer los anhelos más necesarios del mundo. Pero, así y todo, con el concepto opuesto de la relatividad tampoco el ser humano conseguiría calmar una parte muy susceptible de su realidad personal: el vacío. Cuando al pintor norteamericano Edward Hopper (1882-1967) le preguntaban sobre sí mismo y su obra artística, contestaba lacónico: La respuesta completa está en el lienzo. ¿Completa? Pero si su obra de Arte es fundamentalmente relativa, ¿cómo podría tener una respuesta completa? En los años veinte y treinta del pasado siglo elaboraría el pintor una visión estética del ser humano y de su entorno situada entre el realismo y el intimismo. Lo que vemos en su obra Once de la mañana del año 1926 es una parte de ese mundo relativo que Hopper reflejaría. Y es relativo porque no veremos más que una parte de esa parte que el personaje retratado observa ahora del mundo. Porque lo que hacemos los que vemos un cuadro es descomponer cualquier posible absoluto que pudiera existir en el mundo. Pero, ¿y el personaje retratado, qué hace ahora? Lo que el pintor consigue, sin embargo, transmitirnos con ese gesto tan particular del personaje: la duda, lo que hay entre lo absoluto y lo relativo. Es decir, que tendremos tres posiciones o conceptos: lo relativo, lo absoluto y la duda. Pero, ¿no es la duda también una forma de relatividad?

Sin embargo, la duda es un camino, una actitud, no varias. Esto lo diferencia de la relatividad. Porque la relatividad es la multiplicidad relacionada, es la encrucijada permanente, es el elegir siempre otro posible camino a beneficio de la voluntad temporal. Es la adaptación acomodaticia al sentido impetuoso de abandonar el vacío, no el de abordarlo con serenidad. La relatividad tiende al movimiento, es uno de sus referentes más descriptivos. Cada vez que nos movemos cambia la posición. Por eso en la imagen de la obra de Hopper no hay ahora relatividad, porque no hay movimiento y el plano subjetivo del personaje retratado es además siempre el mismo: la visión de lo que ve ella desde el lugar mismo desde donde lo ve. Pero en la obra del pintor norteamericano hay algo más. Porque no hay un lugar ni hay una visión ahí, sin embargo. ¿Qué es eso que vemos en la obra? Una habitación impersonal de un edificio impersonal de un lugar impersonal. ¿Qué mira ahora el personaje? Nada, no mira nada concreto. Por eso el pintor modernista no compone, a diferencia del Romanticismo, el objeto visionado ahora por el propio personaje retratado. No vemos lo que, supuestamente, el personaje mira. Es lo que consigue transmitirnos el pintor: no vemos nada nosotros,  ni siquiera el rostro del personaje, ni siquiera su personalidad física (está desnuda la mujer, pero ahora incluso con un desnudo asexual y definitivo). Así, de este modo tan impersonal, compuso el pintor la figura anónima y distante de su personaje. Podremos deducir ahora que la posición que el cuadro toma de las tres opciones existenciales de antes es la duda. No hay relatividad porque no hay movimiento ni visión objetiva de lo que el propio personaje retratado ve, ni definición figurativa del propio personaje tampoco. Pero, a cambio, sí hay un gesto humano muy significativo ahí. El gesto, la postura, la actitud ante el abismo insondable del personaje retratado. Esto es lo que en un lenguaje humano muy conocido para todos se nos define como introspección. Es decir, cuando lo que ve el sujeto no está afuera sino dentro de él. Sin embargo, el personaje retratado está ahora mirando afuera... Esta es la diferencia entre la postura absoluta de la meditación trascendental (sin mirar afuera de mí mismo me dirijo hacia afuera de mí) y la postura relativa de la observación trascendental (miro afuera siempre de mí mismo). La posición inmanente (dentro de mí) sería esa diferencia, esa tercera posición. Es decir, aquella posición y objetivo cuya observación o meditación está siempre en nosotros mismos, no afuera de nosotros. Y ésta sólo puede ser ejercitada desde la actitud de la duda. Porque en nosotros mismos no puede haber nada absoluto, esto siempre está fuera de nosotros, tan solo puede estar la duda. Tampoco nada relativo puede estar porque lo relativo lo hallaremos lejos de nosotros siempre, en los demás, en las cosas, en los deseos, en las evasiones, en la multiplicidad de las cosas existentes. Nos quedará la duda si no queremos colocar todo en un único sentido omnipotente fuera de nosotros, lo que es lo absoluto. Con ella, con la duda, podremos seguir mirando sin mirar o podremos seguir indagando sin hallar, todo eso mismo que hace ahora el personaje tan ensimismado del cuadro.

(Óleo Once de la mañana, 1926, del pintor Edward Hopper, Institución Smithsonian, Museo Hirshhorn, Washington, D.C.)


10 de abril de 2018

El grito desesperado de un poder incomprensible devastado por la comprensión más violenta de los hombres.



Es una satisfacción justificar la labor que hago en este caso más que nunca. Es muy simple: localizar Arte a través de los museos virtuales que exponen sus obras entre la maraña difusa y disgregadora de la imagen digitalizada, seleccionar la obra de Arte que pueda ofrecer emoción, conocimiento y belleza para descubrir, finalmente, la obra escondida entre las múltiples salas virtuales reseñadas y archivadas del mundo. En este caso ha sido todo un descubrimiento, azaroso, virtual, maravilloso. En España disponemos de extraordinarios lienzos de Goya, los hemos visto tanto que hasta su técnica y color, su fuerza y talento nos han llenado el sentido de lo que debe ser una obra de Arte. En Goya su grandeza como creador es absolutamente extraordinaria. Fue el primero de los pintores en descubrir el impacto de la imagen en la mente humana. De la imagen compuesta para eso, una idea traducida ahora en colores, formas, trazos, siluetas y sentimientos. Más aún en una época en la que la grandiosidad artística era otra cosa: era lujo clasicista y belleza sublime llevada a la más armoniosa proporción del detalle. Sin embargo Goya quería exponer otras cosas con sus obras. Para él los trazos pictóricos eran un medio banal para representar algo más importante: la semblanza de un perfil desgarrado de sombras, de contrastes, de oposiciones, de equilibrio inestable o del fragor más indecible en una obra.

Aproximadamente sobre el año 1809, en plena guerra de la Independencia española, compuso Francisco de Goya esta escena sobre aquel conficto bélico. Las escenas bélicas en el Arte fijaban sobre todo el campo de batalla, las efusivas cargas de caballería o los ingentes batallones coloreados de uniformes, pero Goya no crea nada de eso en esta obra bélica. De hecho, en España, para ver escenas de batallas así, habría que alejarse un siglo o dos desde entonces, cuando el siglo de oro pintase sus obras flamantes de victorias gloriosas por el mundo. Ahora, sin embargo, a comienzos del siglo XIX, cuando Goya adivinase la sutilidad del Arte para plasmar ideas a través de nuevas técnicas iconográficas, el pintor español fijaría en sus óleos la representación de un sentimiento sin más decoración que un espacio desalentador y desnudo ahora de fragancias estimulantes. Tendría un motivo muy humano detrás para hacerlo. La crueldad del conflicto bélico franco-español fue alarmante entonces. Nunca el pueblo español había sufrido tanta maldad humana sobre su tierra. Pero Goya va más allá del conflicto en cuestión para utilizar su nueva técnica y mostrarla claramente. Ese modernismo pictórico le ayudaría al pintor a reflejar lo que su idea le apasionaba fijar en un lienzo. No hay referencias ideológicas ahora, ni banderas, ni uniformes -apenas se vislumbran los de los soldados napoleónicos- para mostrar el mensaje universal que su sentido humanista le pidiera al pintor.

Pero esta obra de Arte es, además, una composición extraordinaria. Sobre un perfil del horizonte que divide sinuosamente el lienzo en dos, el mundo se escinde aquí entre un cielo oscuramente poderoso y una tierra oscuramente deshecha. ¿Escindido? Pero si parece lo mismo. Hay oscuridad en ambas escenas opuestas. No hay esperanza. Nada ofrece ahí una solución a esa continuidad tenebrosa. Los soldados disparan sus fusiles en una dirección y los guerrilleros en la opuesta. Enfrentados están sin ninguna separación, sin ninguna tregua. No es un campo de batalla, la población desarmada sufrirá entonces también la cruel guerra terrible. Como en la modernidad, el desorden humano ocupa ahora el lugar inexistente de aquella clásica representación armónica del Arte. Componer la desolación entre la desolación escénica hace a la obra mucho más impactante. Pero, no bastó. Sólo reflejaba el deseo inspirador de un genio tan humano como era Goya. ¿Quién compraría entonces esta obra? Ni siquiera los que sobrevivieron a esa afrenta espantosa. Tuvieron que pasar los años y ver entonces la grandeza iconográfica detrás de una obra universal. ¿Sólo iconográfica? En absoluto. Para Goya el Arte era una forma de transmitir un mensaje humano a los oídos inhumanos del mundo. En el lienzo vemos un enfrentamiento humano terrible aglutinado en una parte localizada -la parte inferior- del mismo, siguiendo, como un reflejo, el perfil del horizonte tan desnudo del lienzo. Los seres luchan ahora decididos sin terror, abatidos por la conformidad de un sentido comprensivo que les ha llevado a eso. Otros padecen sin luchar enfrentados a un mal comprensivo también para ellos, y lo hacen así porque entienden que la vida es parte inevitable de eso mismo.

¿Qué podría decir el pintor ante la imposibilidad de cambiar tanto entendimiento? ¿Cómo hacer ver lo imposible ahora? Y lo comprendió Goya. Pintaría, en el filo sutil de ese horizonte dividido, el perfil aterrador de un ser humano que ahora levanta aquí sus brazos. Pero, sin embargo, no los levanta como los otros seres abatidos que comprenden lo que hacen. No, los levanta desde la incomprensión más absoluta, lo hace con el deseo más atronador de un silencio tan poderoso, profundo como fantasmagórico. Ese personaje solitario, fuera del sentido narrativo de la obra, eleva ahora sus brazos ahí para gritar al mundo, sin ruido, sin coherencia, sin destino casi: ¡basta!, ¡basta ya de tanto horror y tanto odio! Nadie le ve, sin embargo, nadie le oye, nadie. Tan sólo nosotros, los que vemos el cuadro. Para eso lo pintó ahí Goya, para que las generaciones siguientes lo comprendieran al verlo. ¿Lo comprendieron? No, para nada. El mundo no tiene oídos sensibles lo suficientemente abiertos para eso. Solo la sensibilidad de una imagen, sabría Goya, podría si acaso satisfacer esa demanda tan necesaria. Aun así el cuadro seguirá descansando entre las paredes decoradas del Museo de Bellas Artes de Budapest. Lo verán en su clasificación de Arte romántico español de principios del siglo XIX. Verán su magnífica composición tan modernista para entonces, verán al precursor artístico que fuera Goya. ¿Verán el grito desesperado...? 

(Óleo sobre lienzo, Una escena de la guerra de la Independencia, 1809, del pintor Francisco de Goya, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

24 de febrero de 2018

El Greco se adelantaría al Arte moderno, al contemporáneo y cualesquiera otro evolucionado del mundo.



Hay una forma eficaz de ver las cosas artísticas: simplemente se miran y se percibe ahora si atraen, gustan y si nos transmiten algo. Pero, no nos podemos quedar tan solo en eso. Sin tener en cuenta el contexto, su tiempo histórico y sus circunstancias no podremos saber, es decir, comprender en su totalidad, lo que la representación artística nos comunique especialmente para clasificarla o valorarla sin error. La obra de Arte La Anunciación de El Greco del año 1600 y ubicada en el museo de Bellas Artes de Budapest, es una de las muchas obras que el pintor manierista hiciera de esa temática sagrada. ¿Solo sagrada? La estética de este pintor extraordinario es, sin embargo, inclasificable. Vivió en el paso de un Arte sofisticado a un Arte natural. Y llevaría las dos características a una representación genial en los últimos años de su vida. Las dos, la sofisticada y la natural, la manierista y la barroca. Porque el Arte es también combinación, amalgama, universo; es totalidad en lo particular, es contraste, es belleza ubicada y desubicada, es sensibilidad y riesgo estético.  En esta obra particular -de la temática sobre la anunciación de María hizo decenas de cuadros, todos distintos- alcanzaría El Greco la mayor sublimidad para una temática tan sagrada como esa. ¿Cómo se pudo pintar con esa liberalidad colorista y esa simpleza compositiva a finales del siglo XVI?  Porque en ese momento histórico el Manierismo era lo más avanzado a que se había llegado en el Arte. Y se aceptaría a medias esta obra tan innovadoramente heterodoxa. Pero entonces, con esta obra tan expresionista de El Greco, ¿hacia dónde se dirigía el Arte? Fue imposible llevar a cabo por entonces ese avance  estético. Cuando el pintor muere en el año 1614 se acabaría un alarde expresionista tan precoz en el Arte.

Fijémonos bien en esta obra universal. En ella está todo lo que es el Arte, también está toda una epifanía monumental de una estética novedosa para el mundo. Y una forma de libertad... ¿Existió un creador más libre artísticamente que El Greco? ¿Quién se hubiese atrevido a pintar de ese modo tan extraño en pleno año 1600? En el siglo XX vale, pero, ¿en el siglo XVI? Imposible. Hay muchas obras así de El Greco, casi todas genialmente extraordinarias. Pero esta pequeña obra encierra entre sus bordes una genial obra maestra del Arte universal. Porque es una representación sagrada y no lo es. Es una obra sofisticada y no lo es. Es una obra natural y no lo es. Es todo eso a la vez. Parece tan simple la obra, pero esta simpleza la hace más genial aún. Más con menos, la máxima soberbia del Arte. ¿Qué vemos ahí? Traduzcamos un poco la obra, mejor dicho, interpretemos la genialidad de esta obra manierista. Hay dos figuras humanas ahí representadas. ¿Humanas? Sí, humanas, aunque una no lo sea tanto. Pero, sin embargo, lo parece ahora aunque sea el ángel Gabriel el que, según la iconografía, está anunciando a María su maternidad divina. Representa ahora una figura muy humana por su gestos. Por otro lado está la representación de María, aquí una mujer tan normal y vulgar como sus vestimentas y gestos puedan serlo. Ambos personajes se están ahora comunicando entre sí. Esta es una antropología decisiva en la obra: los seres humanos se comunican, se expresan, se transmiten mensajes y se relacionan con un lenguaje. María además está leyendo un libro: la representación cultural de cualquier experiencia -interior o exterior- muy humana transmitida ahora por un escrito. 

Sociedad y cultura pero sin olvidar la trascendencia del mensaje iconográfico. Aquí es representada esa trascendencia por la volatilidad de lo místico en las alas del ángel y la paloma, símbolos de lo elevado que alcanzará la altura suficiente como para pasar a otra esfera superior. Pero, nada más. Esas alas, curiosamente, son los únicos elementos más naturalistas -pintados más conforme a la naturaleza realista- del cuadro de El Greco. Bueno, no. Hay dos cosas más que están también así pintadas: el jarrón y las tijeras del cesto. El resto está todo transformado por la deformación sublime anamórfica de El Greco. Todo eso además hay que combinarlo en la obra para que la estética que representa alcance su culminación artística más extraordinaria. Lo que hace a este Arte más genial para haber podido avanzar sin menoscabo. Por eso el Arte Moderno no consiguió prosperar tanto como este. Porque el Arte de El Greco no moriría nunca bajo las lozas veleidosas del gusto artístico. Por otro lado, el Arte más comprendido es también una expresión luminosa del mundo conocido. Y el mundo natural que conocemos por nuestros sentidos es reflejo de un haz poderoso de luz que producirá colores, y éstos, luego, serán así el contraste maravilloso con el que poder distinguirlos. Porque para que distingamos además las cosas en el mundo natural necesitaremos del color, ¿da igual el que sea o no? El cielo es celeste, de acuerdo, pero no especialmente así, tan fragmentado, como lo veremos ahora configurado apenas con unos trazos en el lienzo manierista. Sin embargo, el atril de lectura de María es marrón como lo es el tono de la materia natural con lo que está hecho, la madera. Todo eso es parte de la combinación mezclada y contradictoria de la obra. Ilusión y razón, abstracción y sentido. También el contraste entre las cosas inferiores -las que están pintadas abajo- y las superiores -las que se representan arriba-, es decir, que el naturalismo pictórico brillará más en la mitad inferior y la sofisticación manierista-expresionista lo hará mejor en la superior.

Simpleza y combinación sublime. Color y simbología mística. Metafísica y terrenalidad. Diálogo y silencio. Misterio y transparencia. Incluso ritmo. Sí, hay una música vibrando en esta obra manierista. El ángel parece sostener una melodía sublime a la que ella responderá luego con su tino.  Si vemos la obra al pronto, ¿qué sentimos? ¿No sentimos acaso una paz tan sosegada que, apenas nos recuperemos de ella, pensaremos que no existe otra cosa en el mundo capaz de sentirla así? Pero, también está lo inferior para recordarnos ahora que somos seres mortales, sufrientes, caducos, oscuros y efímeros. Que solo elevándose uno de sí mismo y de sus miserias -con el Arte por ejemplo- es posible la felicidad o el sentido más placentero de la vida. Da igual hacia dónde se eleve uno, con tal de hacerlo. En el lienzo de El Greco la mano del ángel sostiene ahora una dádiva comunicativa prodigiosa. Deberemos trasladar nuestra capacidad vital hacia algún sentido trascendente, sea el que sea, con tal de que la vida nos justifique así cualquier sentido inteligente para vivirla. Todo eso transmitirá la obra de Arte de El Greco. Nos lo expresa el pintor especialmente además con sus colores sorprendentes, antes de que Rembrandt nos asombrase luego con los suyos. Pero aquí, a diferencia del bello detallismo barroco del holandés genial, hay un sentido de dualidad místico-terrenal en forma de colores y trazos expresionistas. Colores y gestos relacionados con la deformidad y naturalidad de sus trazos atrevidos o con la simpleza estética más elaborada y universal de todas las habidas.

(Óleo sobre lienzo La Anunciación, 1600, del pintor El Greco, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

1 de junio de 2017

La esquizofrenia del siglo XX o las dos maneras de entender el Arte hace un siglo.



El comienzo del siglo XX fue tan fascinante como aterrador. Para entender bien el mundo que ahora vivimos hay que comprender lo que sucedió en los primeros quince años del pasado siglo veinte. Porque ahí, en esos apasionados años iniciales, se gestaría la más despiadada, contradictoria, terrorífica, visionaria, frustrada, creativa y genial forma de entender el mundo. Jamás un cambio de siglo fue tan esperanzador, tan buscado, tan necesitado, tan apasionado y tan desalentador luego en la historia. Ni el milenarismo del siglo XI es comparable siquiera. Entonces, al advenimiento del año 1000, era una sola cosa lo que abrumaba a la humanidad: el cataclismo bíblico, el colapso espiritual en plena edad media. Pero a finales del siglo XIX se produjeron, sin embargo, las innovaciones tecnológicas y sociales más vertiginosas de toda la historia. Al menos como para albergar una idea del siguiente siglo algo prometedora o diferente a todo lo que se había producido antes. O, mejor dicho, todo lo anterior en la historia desde el Renacimiento valía ahora aún mucho más: la revolución, la transformación, la evolución, el progreso imparable, la ruptura, la búsqueda de la felicidad... Pero, sin embargo, todo ese ambicioso proyecto era demasiado increíble para ser verdad. Los artistas vivieron en ese fascinante momento un periodo desconocido, nuevo, de libertad asombrada, de fronteras imprecisas, de comunicación sesgada, de belleza transformada, o de un cierto desánimo de cualquier asidero formal, algo que pudiera llevar a prolongar en el tiempo una nueva forma creativa para mejor poder expresar las cosas -¿ahora con belleza?- de este mundo.

Porque el anterior siglo XIX había sido extraordinariamente virtuoso en el Arte. Hubieron grandes pintores y maestros que expresaron sus imágenes artísticas con equilibrio, soltura, belleza o formas armoniosas con una composición y expresión muy conseguidas. Las tendencias artísticas siguieron esa norma académica. Incluso, el Impresionismo la siguió a pesar de su transgresión evidente con respecto al Academicismo, la manera por entonces más consagrada de pintar. La creatividad fue también muy elogiosa: las tendencias artísticas del siglo XIX fueron todas fascinantes en sus innovaciones. Fueron muchas de ellas diferentes y opuestas a la vez (el prerrafaelismo y el realismo, por ejemplo), pero todas mantuvieron, sin embargo, una idea básica en el Arte: el reflejo formal de un sentido traducible de la figura humana o de la naturaleza. Se podría expresar lo que se quisiera, la cruda realidad social o la espiritualidad mística o mitológica más sentida, pero en ambos casos había que hacerlo con un criterio figurativo armonioso con la naturaleza. Sin embargo, el inicio del siglo XX rompería todo ese sagrado y no escrito acuerdo tácito en el Arte. Y lo haría con todo, no sólo con el Arte. El vértigo sentido entonces debió ser irresistible: sentir, por ejemplo, cómo por entonces el propio abismo, que no se preveía ni se afirmaba, se podría pasar por lo alto sin caer en él... Pero la sociedad misma no estaba, sin embargo, tan preparada como los propios artistas para dar ese gran salto mortal. Por esto las terribles guerras, conflictos, enfrentamientos, rudezas, holocaustos, desvaloración humana, deterioros, ambivalencias o esquizofrenia social que se sucedieron luego en el siglo XX.

Cuando los pintores norteamericanos de mediados del siglo XIX quisieron pintar con una tendencia propia, idearon el Impresionismo natural. Fue una forma de crear que tomaron con la conciencia de estar expresando las cosas naturales de la vida de una manera sosegada y emotiva. La escuela del río Hudson fue una tendencia así, y hubo muchos pintores americanos que vieron esta forma de pintar como la mejor manera de comunicar belleza con entusiasmo natural. Sin embargo, a finales del siglo XIX, propiciados por la filosofía social de algunos pensadores americanos, un grupo de pintores norteamericanos crearon una tendencia diferente, La escuela Ashcan. Fue la forma en que llevaron al Arte la sensibilidad de una sociedad que aún no habría comprendido el terrible abismo por el que su entusiasmo vital se deslizaría luego. No cambiaron la forma armoniosa, ni el equilibrio académico: solo usaron el Arte para mover las conciencias, para trastocar los elementos más rígidos de la sociedad de entonces. El principal representante de esta tendencia americana lo fue el pintor Robert Henri (1865-1929). No revolucionaron la forma de expresión sino su contenido. Ahora querían reflejar la sociedad real, no la soñada. Sin duda, fue una extraordinaria y elogiosa manera de evolucionar en el Arte. 

En su obra del año 1915 Desnudo oriental, Robert Henri compone una bella mujer con las profusas pinceladas coloreadas más innovadoras para aquel impresionismo natural, ese mismo impresionismo al que se enfrentara años antes. Para él, la innovación era parte de dos cosas: alardes técnicos impresionistas para componer una obra y mirada misteriosa para satisfacer un profundo desencanto. No podía él entender que el Arte pudiera expresar las cosas con la rupturista forma de componer que, muy pronto sin embargo, en esos mismos años del inicio del siglo XX, habían alumbrado decididamente otros creadores. Dos años después de componer su obra Henri, el pintor expresionista italiano Amedeo Modigliani crearía su obra modernista Desnudo sentado. La composición era la misma, y los colores también, y el fondo parecido -incluso Modigliani había sido menos profuso o más minimalista-, pero, sin embargo, la figura de la mujer -de la imagen paradigmática de belleza femenina- estaba ahora totalmente transformada. Había mirada misteriosa también, como en Henri, había desnudo también, había un profundo desencanto en el gesto, como en Henri, pero las formas armoniosas y naturales de la belleza de antes habrían desaparecido ya para siempre.

(Óleo del pintor norteamericano Robert Henri, realismo-impresionismo, Desnudo oriental, 1915, Colección Privada; Obra expresionista del pintor italiano Amedeo Modigliani, Desnudo sentado, 1917, Real Museo de Bellas Artes de Amberes, Bélgica.)

21 de septiembre de 2016

El creador frente al mundo o la expresividad artística como un ejercicio existencial y poderoso.







Uno de los pintores españoles más desconocidos de la historia lo fue el madrileño Luis Paret y Alcázar (1746-1799). Seguidor pasional de la pintura francesa del Rococó, lucharía artísticamente durante toda su vida contra la reaccionaria -para él- tendencia contraria neoclásica. Pero, a diferencia de la frivolidad y superficialidad galante que el Rococó inspirase en el siglo XVIII, Luis Paret trataría de transmitir, a partir de su enfrentamiento con la injusta sociedad de su tiempo, una fuerza muy expresiva con sus obras innovadoras, tanto como lo sería un siglo y medio después el expresionismo sugestivo de principios del siglo XX. Qué otra cosa pueden hacer algunos creadores pictóricos que utilizar sus composiciones para transmitir un mensaje simbólico, ese que ellos piensen salvador de su existencia..., también la de los otros. En el año 1775 el pintor Luis Paret y Alcázar fue exiliado a la isla caribeña de Puerto Rico a causa de su implicación en un affaire de la corte española -un pseudo proxenetismo privado a favor del hermano menor del rey Carlos III-, lugar  en donde viviría el pintor durante tres años. Al regresar a España le impiden residir a menos de doscientos cincuenta kilómetros de Madrid. Entonces el pintor decide vivir y componer en Bilbao hasta el año 1788 cuando se le autoriza poder regresar, por fin, a la corte madrileña. 

En Bilbao realiza su obra sobre cobre La circunspección de Diógenes. La lleva a cabo para acceder a la prestigiosa Academia de Arte de San Fernando. Gracias a su original obra es aceptado como académico en el año 1780, cuando aún no podía regresar a la corte madrileña. Pero el pintor, sabedor de la bondad del Arte para alcanzar el mérito que la vida no le permitiera, realizaría la pintura más impresionante, alegórica y auto-terapéutica que él pudiera concebir. Diógenes de Sínope fue un pensador y sabio filósofo griego contemporáneo de Platón y Alejandro Magno. Pero, al igual que el pintor Paret el filósofo griego sería exiliado también de su ciudad por motivos tan o igual de inconfesables. Al parecer junto a su padre Diógenes acuñaría monedas falsas sin ningún pudor ni reserva. La semejanza de ambos casos radica en el sentido moralizador, transformador o salvador que tuvo en sus vidas luego el acto recriminable. En el primero, el pintor Paret llevaría a cabo a partir de su exilio las mejores producciones artísticas de su vida; en el segundo Diógenes, a partir de su condena, acabaría siendo uno de los más significativos representantes de la escuela de filosofía cínica ateniense.

En la extraordinaria obra de Luis Paret vemos una escena alegórica, por supuesto, pero a la vez vemos una fascinante muestra de Arte de muy difícil precisión estilística. ¿Qué es eso? ¿Rococó? No del todo. ¿Barroco trasnochado? Tampoco. ¿Prerromanticismo? En absoluto. Fue premiada la obra por la Academia de San Fernando porque es imposible no valorar artísticamente algo así. La composición, las diferentes partes engranadas de la obra, las figuras relacionadas, el color aparentemente desgarbado o desperdigado, todo representaba la dificultad de crear algo así y, a la vez, no dejar de ser una grandísima obra maestra de Arte. Es decir, de estar todo en la obra muy bien pintado, con los complicados torcimientos de esos pliegues clásicos o con la imaginación tan desbordante para disfrazar y añadir elementos tan dispares, o con la sutil elección de la noche y su tenebrosidad -metáfora de la vida oscura y misteriosa- o con la fuerza de la figura principal -Diógenes- representada ahora así, sentada, con túnica azul y leyendo un libro. Personaje principal que no lo es por ser las otras figuras secundarias sino por serlo él en sí mismo, por su autosuficiencia o circunspección intelectual -igual le dan a Diógenes los alardes mundanos, las estrafalarias diversiones o las cosas de este mundo para no dejar de ser él quien es y hacer lo que hace-. Pero como en Luis Paret, al igual que su propia vida -el pintor finalizaría su existencia pobre y olvidado-, el mundo a finales del siglo XVIII no iba ya por esa forma de crear o de componer obras de Arte. Y el Clasicismo y el Romanticismo, dos cosas que Paret utilizaría distorsionadas en su obra, acabarían por triunfar claramente en el mundo y en sus formas de expresarlo. 

Cuando el pintor francés -de origen flamenco- Nicolas Tassaert (1800-1874) quisiera triunfar con sus obras en la exigente -mucho más que la española- Academia de Arte francesa, o incluso en otras instituciones oficiales -algo imprescindible entonces para vivir del Arte-, se encontraría con que ninguno de sus cuadros fuera apoyado o premiado por las altas instancias artísticas de Francia. Y esto le llevaría a tratar de sobrevivir de otra forma, como grabador o como litógrafo. Sin embargo, Tassaert fue un pintor que llegaría a crear lienzos bellísimos, obras que ofrecían un compendio artístico de todas las grandes y maravillosas tendencias que habían habido en la historia. Admirador del gran pintor renacentista Correggio (1489-1534), llega a componer la obra Violación de Europa a mediados del siglo XIX con las mismas trazas artísticas que Correggio llevase siglos antes con su obra Júpiter e Ío del año 1532. Porque, en el Renacimiento, Correggio alcanzaría a experimentar con lo clásico y con lo luminoso pero, también, con lo fantástico y lo emocional. En su obra Júpiter e Ío el dios Júpiter -Zeus- abraza a la bella ninfa Ío transformándose aquél en una sutil densa nube oscurecida. Y vemos la mano divina y nebulosa acercándose ahora al cuerpo desnudo de Ío a la vez que vemos el rostro del dios poderoso apenas contrastado claramente. 

Así mismo como Correggio hiciera, el pintor Tassaert compuso su propia obra Violación de Europa. En ambos casos es Zeus el representado, una divinidad griega que en una ocasión se transformaría en una nube y en otra en un toro, como nos cuenta la mitología griega. Pero, sin embargo, en la obra de Tassaert el dios no es representado todo él como una nube inocente sino difuminado ahora entre las formas humanas de su torso y el nebuloso artificio renacentista -propio de Correggio- de su anatomía inferior. La obra es de precaria visualización por no disponer de mejor resolución. Se aprecian, sin embargo, los efectos tonales tan elaborados de los colores utilizados por el pintor francés como homenaje al gran pintor renacentista. En el año 1834 Tassaert compone su obra Muerte de Correggio aprovechando el aniversario de la muerte del pintor clasicista italiano. ¿Por qué Correggio? Tal vez lo mejor sea conocer un poco la vida de este pintor del Renacimiento italiano. A pesar de haber pintado al servicio del ducado de Mantua, Correggio tuvo una vida de grandes dificultades económicas. A diferencia de otros creadores de su época, Correggio mantuvo una gran familia con esposa y varios hijos a los que debía atender, lo cual le obligaba disponer siempre de recursos importantes. El caso es que un día según cuentan las leyendas le hicieron en Parma, ciudad distante a la suya, un pago en metálico de unos pesados sesenta escudos de a cuatro por sus obras, y no dejaría Correggio de pensar en la necesidad urgente de que su familia tuviese pronto ese dinero.

El penoso viaje de Correggio a su ciudad desde Parma, el cual quiso hacer lo antes posible a pesar del calor y sus lamentables condiciones físicas, le llevaría a padecer unas fiebres a consecuencia de las cuales fallecería el pintor en su casa, junto a su familia, en el año 1534. Tassaert había sufrido también, como Paret y Correggio en las suyas, una vida de escasez, injusticia e infortunios personales. Así que no podría aquél más que homenajear a Correggio con dos cosas que, según él, podrían trascender en un mundo cruel, injusto y desalmado: con su poderoso y expresivo alarde artístico clasicista por un lado -Violación de Europa- y, por otro, con su recuerdo más emotivo al infortunio de un creador tan grande -Muerte de Correggio-. Con esas dos obras de Arte el ofuscado pintor francés -acabaría quitándose la vida ciego y enfermo- no conseguiría ser reconocido ni por su exigente mundo artístico ni por la historia posterior. Pasaría Tassaert a ser tan solo uno más de los miles de pintores que tratarían de conseguir aunar inspiración y expresividad artísticas con el sutil mensaje existencial más humano y poderoso.

(Óleo Violación de Europa, mediados del siglo XIX, del pintor francés Nicolas Tassaert, Particular; Cuadro Muerte de Correggio, 1834, del pintor Tassaert, Museo Hermitage, San Petersburgo; Óleo Júpiter e Ío, del pintor Antonio de Correggio, 1532, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria; Óleo sobre cobre La circunspección de Diógenes, 1780, del pintor español Luis Paret y Alcázar, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

1 de enero de 2015

El desgarrado expresionismo frente al sosegado clamor de lo sublime.



Todos habían nacido en el siglo anterior, pero todos vivieron y crearon en los inicios del siglo XX. Establecieron todo lo que el despiadado, esquizofrénico y maravilloso siglo XX supuso en el Arte. Tanto con sus vidas como con sus artes. Fueron herederos de aquel Romanticismo que había surgido un siglo antes de que nacieran, pero que, a principios del siglo XX, no podía llamarse así ya lo que ellos hacían ahora. Fue entonces llamado Modernismo. Era lo más moderno que se hiciera y ellos querían ser los más modernos. Pero lo que hacían no era otra cosa que aquello que habían hecho antes Turner, Delacroix, Byron o Chopin. Algunos nacieron en uno de los lugares más complejos socialmente para nacer en aquella Europa. El continente europeo había vivido la revolución francesa y el liberalismo post-napoleónico, dos cosas que habían cambiado por completo el occidente de Europa. Pero la parte más oriental del continente -el este de Europa- no se dejaría influir aún mucho por esos cambios radicales. Todavía quedarían vestigios del antiguo régimen en esa parte de Europa, ideologías que sobrevivieron a las revoluciones burguesas del siglo XIX. Y el Imperio Austro-Húngaro fue uno de ellos, el más importante vestigio de eso por entonces. Políticamente fue muy rígido, socialmente fue medio abierto y culturalmente fue muy innovador. Una mezcla imposible de prosperar sin desestabilizar a mente alguna. Y en este caldero tan propicio y contradictorio nacieron algunas de las figuras que más cambiaron el siglo XX en Europa.

Una de ellas nació en el difícil entorno de la Viena suburbial de entonces con grandes diferencias sociales y económicas. Emil Schindler (1842-1892) debía haber tomado la carrera militar, una salida económica para familias pequeño burguesas que deseaban prosperar en un mundo jerarquizado y elitista. Sin embargo, él quiso pintar. Debía hacerlo bien. En aquellos años pintar bien era motivo para triunfar en sociedad; otra cosa era triunfar en el Arte, algo que precisaba más que sólo pintar bien. Sólo a partir de los cuarenta años pudo Emil Schindler vivir gracias al Arte. Su correcto impresionismo gustaba a las clases adineradas de Viena, y la monarquía austrohúngara le contrataría en el año 1887 para retratar parte de su vasto, diverso y complejo imperio. Pero, antes de eso nacería su hija Alma, una de las mujeres que más influirían en la vida y la cultura de comienzos del siglo XX. Su padre, curiosamente, no la motivaría hacia la pintura. Emil Schindler trató de que su hija Alma se aficionase a la literatura o a la música. Tal vez vio que la pintura no era, exactamente, lo mejor que a ella se le diese. O, tal vez, comprendió que la pintura por entonces, finales del siglo XIX, dejaría de ser aquel Arte extraordinario para sufrir ahora, como lo hizo, uno de los cambios más radicales que pudiera padecer. Pero, sin embargo, no fue así con la música o con la literatura, artes con los que no se percibían tanto o tan pronto los cambios de la vida, de los gustos o de las tendencias de la sociedad. Y es así porque la pintura es el medio más expresivo y evidente de los cambios sociales y culturales de una civilización, algo que no siempre será condicionado tanto o tan pronto por los gustos o deseos más tradicionales. Y tanto atendería Alma a su padre que se convirtió en compositora y acabaría casándose con uno de los mayores genios musicales de entonces, el gran compositor Gustav Mahler (1860-1911), alguien que revolucionaría por completo la música clásica y los gustos musicales del siglo XX.

Pero, es difícil que personalidades grandes oculten a otras que quieran serlo también. Para Alma Mahler (1879-1964) la música había sido su pasión frustrada. Alguien le dijo una vez: o se dedicaba a la composición de modo decidido o se dedicaba a la vida social. En todo caso, que mejor hiciera esto último para triunfar... Gustav Mahler no pudo seguir seduciendo a Alma tanto como lo había hecho con su sublime y maravillosa música. Apasionada y frustrada a la vez, Alma se envolvería en una adúltera pasajera relación en el año 1910 con el arquitecto alemán Gropius -creador de la escuela Bauhaus años después en Alemania-. Gustav Mahler fallece muy pronto en el año 1911 y ella entonces trata de terminar las sinfonías inacabadas de su esposo. En aquella Viena grandiosa, Alma se convertiría en una deseada viuda, hermosa, joven y de talento, alguien que ambicionaba conciliar dos cosas muy difíciles de conciliar en este mundo: la pasión y el éxito. Un año después de la muerte de Mahler, Alma contrataría para un retrato suyo a uno de los nuevos pintores de aquel Modernismo vienés de principios del siglo XX, Oskar Kokoschka (1886-1980). Ella entonces le tocaría al piano alguna balada romántica de Wagner..., y comenzaron así una atormentada relación. Años después, Alma escribiría: Un día Oskar se levantó contrariado, tomó las fotografías de Mahler y las besaría una por una, fue como una magia blanca para tratar de sosegar los oscuros impulsos celosos de su interior.

Estaba claro que el pintor no pudo soportar la feroz rivalidad -no sólo artística sino emocional- del genio muerto años antes. Kokoschka entraría entonces en una pasión enfermiza por el desdén insoportable de su esposa. Este desprecio amoroso se enfrentaba al absorbente y opresivo, casi expresionista, fuerte deseo de él. Oskar Kokoschka solo pudo calmarse con su obra tan expresiva, emotiva y apasionadamente obsesiva. Como ejemplo de aquella inútil pasión crea su obra de Arte La novia del viento en el año 1913, donde representa, de modo muy expresionista, a ellos dos simbólicamente unidos como unos amantes contradictorios, ella dormida y él despierto. Alma Mahler volvería a dejar de lado la pintura, asustada ahora por la enfermiza forma expresiva de representar su amante sus vidas y su pasión. No pudo dominar aquella pasión tan fuerte, acostumbrada como estaba a tratar con hombres más débiles, sensibles o necesitados. Alma volvería de nuevo con Walter Gropius (1883-1969), con quien se casaría, desesperada, en el año 1915. Pero nunca funcionaría la relación, divorciándose del arquitecto alemán en 1920. Antes de esto, sin embargo, había llegado a sucumbir en los brazos de otra tendencia cultural que su padre también le aleccionara de niña: la literatura. Con el poeta y novelista austríaco Franz Werfel (1890-1945) comenzaría Alma un flirteo cultural que acabaría en matrimonio en el año 1929. Werfel, a diferencia de Gropius, disponía de una convencida pasión por la música, a pesar de ser judío y menos atractivo. Acabaría así Werfel por convencer a Alma, sobre todo a causa del desesperado temor de ella por el paso del tiempo y de la belleza. Sin embargo, a Franz Werfel no le importaba nada todo eso, para él ella seguía siendo todavía aquella extraordinaria mujer, tan esplendorosa y fascinante.

Muy pronto llegaría con los años el gran exorcismo sociológico del siglo XX: la cruel Segunda guerra mundial y sus desastres sociales y humanitarios. Pocos años antes de eso, la Viena liberal y democrática caería bajo la influencia del nazismo. Tuvieron entonces Alma y Franz que marcharse a Francia en el año 1938. Pero, en el año 1940, el país galo también acabaría ocupado por tropas alemanas. Así que decidieron refugiarse en el sur de Francia, lejos del fragor belicista y opresivo del norte. En una pequeña población de los Pirineos franceses fueron acogidos, muy amablemente, por las monjas católicas de un santuario milagroso, Lourdes. Entonces la curiosidad y el agradecimiento del poeta llegaron a provocar en su mente judía una promesa melancólica: si saliesen vivos de Francia llevaría a cabo una gran obra literaria para dar a conocer a todo el mundo la historia de aquel desconocido santuario. Así concebiría Franz Werfel su famosa novela La canción de Bernadette, publicada en el año 1941, cuando llegasen a Nueva York, después de pasar por España y Portugal, camino ahora de su propia salvación y la de Alma.

(Óleo expresionista de Oskar Kokoschka, La novia del viento, 1913, Basilea, Suiza; Óleo impresionista del padre de Alma, Emil Schindler, La canción de la Tierra, 1890; Retrato fotográfico del compositor Gustav Mahler, 1900; Retrato fotográfico de Alma Mahler, 1902; Fotografía del arquitecto alemán Walter Gropius, 1922; Autorretrato, del pintor Oskar Kokoschka, 1919, Leopold Museum, Viena, Austria; Obra expresionista de Oskar Kokoschka, Amantes con un gato, 1917, donde el pintor compuso a Alma y a él como una alegoría de lo imposible; Imagen fotográfica del pintor Kokoschka ante su obra, 1943; Fotografía del pintor Oskar Kokoschka con su esposa Olda Palkovská en Londres en 1939; Cuadro expresionista de Oskar Kokoschka, Londres y el Támesis, 1959, Tate Gallery, Fundación Oskar Kokoschka; Imagen fotográfica de Alma Mahler y Franz Werfel, 1941, Nueva York; Imágenes fotográficas de Alma Mahler Werfel en Nueva York, 1960.)