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2 de octubre de 2020

La conciencia no es más que un relámpago brillante entre dos eternidades de tinieblas.

 


El Greco pintó a María Magdalena no solo una vez sino varias. Fue para el pintor cretense una inspiración estética compulsiva. Pero solo en una de ellas compuso una imagen genial por su belleza, por su simpleza y por su creativa inspiración mística. Es la extasiada figura que compone el pintor y refleja, simbólicamente, la representación paradigmática más universal de la existencia humana. ¿Quién mejor que una santa pecadora para componer un ser tan desesperadamente inconsistente de certezas? Está ahora ella situada entre dos espacios que expresan la incertidumbre humana más trascendente o misteriosa. A la derecha de Magdalena (nuestra izquierda en el cuadro) sitúa el pintor un cielo tenebroso de nubes oscurecidas, con rasgos de una vaga luminosidad silenciosa. A su izquierda destaca el pintor la calavera de la muerte, con un fondo terrenal aún más oscurecido todavía. El cielo impenetrable por un lado y la tierra maldecida por otro. ¿Es que la existencia no es más que un instante poderoso y relampagueante entre dos eternidades de tinieblas? La audacia y brillantez de El Greco se transforma en un misterioso universo de incertidumbres. La única certeza visible son las manos entrelazadas de Magdalena, lo demás es desolación espiritual, encubierta ahora por la piadosa inclinación de un rostro que, sin embargo, no describe ninguna piedad compulsiva. Sus rasgos tienen la virtualidad de un temor humano, de un miedo indescifrable, impreciso o sin sentido. Miran sus ojos hacia un lugar tan lejos como la mera sensación de seguridad que no halla en sí misma. Su figura está dirigida ahora hacia la tierra oscurecida de la muerte, sus manos hacia la tierra, su mirada hacia las nubes. ¿Dónde está la verdad, finalmente, para una existencia postrada y sin certezas? 

Con esa forma de procesar instantes estéticos El Greco resume una sensación difícil de desterrar del alma humana: que la incertidumbre siempre está un minuto antes que la vaga ensoñación de una verdad misteriosa. Y ese tiempo es suficiente para producir una inquietud trascendental. Y esto, si acaso, expresa ahora una esperanza, no una certeza. El pintor toledano lo sabía y buscaría en la estética de su Arte innovador poder ocultarlo. No lo hace con desgarro ni con fiera irreverencia. Sus colores, sus formas, sus contrastes sutiles, hacen que  no veamos más que el éxtasis místico de una frágil persona. Por eso Magdalena es tan acorde con la intención del pintor de crear una imagen de humanidad vulnerable. Hay una dualidad que El Greco utiliza siempre en sus obras de Arte. ¿Quién mejor que María Magdalena para representarla? Esa dualidad propia de ella, esa doble cara de debilidad humana y de salvación espiritual, de caída y de redimida, hace de su figura un poderoso talismán para el pintor manierista. Esa dualidad la prolonga el pintor hacia un sentido universal misterioso, un lugar donde la conciencia está pugnando por dilucidar alguna luz, aunque sea limitada, parecida a un relámpago, como la propia existencia humana. Existencia frágil y situada ahora entre dos realidades del mundo, como lo son las representaciones evidentes del origen y el final de todo. Estas evidencias las compone el pintor en su obra en un contraste estético destacado donde suavizará la figura frágil y encantadora de la santa misteriosa. Si obviamos su figura, si quitamos la imagen de ella del cuadro, ¿qué nos queda? Sólo la oscuridad, apenas iluminada, y la muerte. 

Es la grandeza de la existencia lo que el pintor celebra en su obra. Es la existencia humana lo único que puede exorcizar el misterio de la dualidad incierta del sentido universal del mundo. A ella se aferra la figura femenina al unir sus manos en un gesto de serenidad más que de piedad o éxtasis. En su obra lo que más desea expresar el pintor misterioso es que la vida humana es lo único verdadero ante el desatino de lo incierto del mundo. Para expresarlo mejor no hace corresponder la parte inferior de su figura con la superior de su rostro. En su rostro hay temor y duda, en sus manos seguridad y ternura. En su rostro hay deseo de saber, en sus manos certeza impasible.  A esos gestos manieristas el pintor recurre para describir lo que no se puede traducir claramente.  Consigue el pintor de las sombras hacer brillar una luz misteriosa entre los entresijos de una incertidumbre tenebrosa. Una luz que no está en la claridad de la eternidad celeste, sino entre las manos firmes de la figura desolada y ausente de certezas. Ese relámpago de existencia humana es lo único que el pintor hace brillar con su oscuro cuadro... sin certezas. No hay más certidumbre que la que el ser mismo pueda elaborar con su existencia, aunque ésta no sea más que una pequeña luz tenebrosa, tan espiritual, entre dos eternidades de tinieblas.

(Óleo María Magdalena, 1585, del pintor El Greco, Museo de Arte Nelson-Atkins, Misuri, EE.UU.)

14 de mayo de 2020

La genialidad en El Greco es atrevimiento, originalidad, contraste, equilibrio y relación.



Esta obra de Arte de El Greco fue una de las primeras que hiciera en Toledo a su llegada a España en el año 1577. ¿Cómo le permitieron hacer una representación sagrada tan original para la primada catedral de Toledo? Realmente la rechazaron, pero con sutilezas. Se negaron a pagarle la cantidad establecida pero nunca retiraron la obra ni dejaron de poseerla. Una cosa era la teología y otra el Arte. A pesar de las obtusas reticencias dogmáticas, siempre hubo en Toledo mentes privilegiadas que supieron entender la diferencia. Nunca se había pintado en toda la historia del Arte occidental a Jesús dentro de un grupo humano tan denso, donde además su cabeza fuera sobrepasada por otras en un gesto de falta de primacía teologal. Sólo el Arte bizantino y sus características iconográficas, que hacen rodear a las figuras sagradas a veces con otras figuras, se habría atrevido a hacerlo así. Como griego que era, El Greco conocía esas formas de pintar lo sagrado, así que no dudó en recrear desde una perspectiva occidental lo que él sabía podía hacerse desde una perspectiva oriental. El Greco fue, tal vez, el mayor personaje ecuménico que la historia del siglo XVI había dado al mundo cristiano. A este atrevimiento se añadiría otro, el de componer así a tres figuras femeninas que habían tenido que ver con Jesús. Pero ahora las hace partícipes de un momento muy dramático en la pasión cristiana: cuando Jesús es despojado de sus vestiduras para ser azotado vilmente. Otra barbaridad evangélica. Los teólogos de Toledo se negaban a aceptar esa participación femenina en ese momento tan sensual. Es por lo que El Greco, genialmente, las compone mirando ahora no a Jesús sino a un madero de su cruz que un sayón está ahora preparando para colgar su cuerpo. Es curiosa la preferencia de El Greco por los rostros humanos apiñados formando un fondo denso que contraste con el motivo principal. Así debía componer el pintor a la humanidad, a los otros... Para El Greco la responsabilidad humana en los hechos graves del mundo debía ser representada sin singularidad. Los verdugos aquí son ahora meros comparsas en el trágico escenario de las cosas inevitables. Son todos, toda la humanidad, la que está ahora ahí participando agrupada, incluso por omisión, en el descalabro ignominioso de un drama tan insigne.

El equilibrio lo consigue El Greco con sus colores y sus formas imprecisas. Es cierto que El expolio utiliza colores fríos (azules, verdes o grises), pero dispone también del rojo y del amarillo, ¡y de qué modo! Con el rojo de Jesús llega a equilibrar la frialdad de los otros colores. Así obtiene el equilibrio necesitado para una composición tan imprecisa. ¿Y la relación? El pintor cretense se obsesiona por relacionar las cosas: cosas sagradas con cosas paganas; cosas heroicas con cosas viles; cosas reales con cosas anacrónicas; cosas pintadas con nosotros... Jesús aparece ahora como un hombre condenado, no como un dios ni como un ser privado de sus limitaciones. También relaciona la cronología de las cosas del mundo, pintando un guerrero con su armadura de la época del pintor como si fuera un soldado romano del siglo I, o incluso las picas y sus puntas de armamento y los yelmos mismos, tan anacrónicos para la época de Jesús. Luego las miradas de algunos personajes (algo habitual en otras obras de El Greco) hacia nosotros, hacia los espectadores del cuadro. Así nos relaciona el pintor con la obra, así nos hace partícipes también de la responsabilidad en un suceso tan trascendente (un personaje se atreve incluso, no muy seguro, a señalarnos). ¿Hay una representación más sublime para mostrar la injusticia humana ante un ser humano único, sea éste o no sea un dios, o algo sagrado incluso? No pudieron rechazar la obra de Arte. Rechazaron su atrevimiento tan desconsiderado. En alguna ocasión he leído u oído que El Greco descalificaba a Miguel Ángel como pintor. Es duro asimilar esto. Miguel Ángel, todo un genio del Arte. Pero, si se piensa bien, hay algo de verdad en ese juicio tan atrevido. Miguel Ángel sobre todo fue un excelso escultor, El Greco en esto no cuestionaba nada. Otra cosa es pintar... Aun así, sigue siendo duro el juicio descalificativo de El Greco. Las pinturas de la capilla Sixtina son extraordinarias. Pero, no todas, ni globalmente, ahí estará el asunto que El Greco planteaba. ¿Había atrevimiento en la pintura de Miguel Ángel?, sí; ¿había originalidad?, también; pero, a cambio, no habría contraste ni equilibrio ni relación. Para el Arte de la pintura estas cosas son fundamentales. No solo en las formas sino en los colores, y mezcladas ambas cosas además. Todo eso es lo que conseguía hacer El Greco, y, sin embargo, pocos pintores llegaron a conseguir. Ni siquiera Miguel Ángel. No como aquél.

En los gestos reconocemos a El Greco. Observemos como consigue hacer mirar a los personajes hacia donde él desea que miren. Así relaciona dentro de la obra unos con otros. Pero también afuera, como cuando hace mirar hacia nosotros a algunos personajes retratados. Pero también en las posturas de los personajes. Agachados, inclinados, torcidos, con el cuello girado, con las manos o los brazos articulados en formas reconocibles, a pesar de sus estiramientos o alargamientos anamórficos. La manera de componer de El Greco es longitudinal, por eso sus cuadros son más altos que anchos. Para él el mundo es vertical no horizontal. ¿Qué sentido tiene crear un paisaje si éste no mantiene una sincronía entre una parte superior y otra inferior? El mundo tiene niveles que deben representarse desde lo más bajo hacia lo más alto. La vida va siempre así, las cosas son así, las obras son así. Pero ese contraste, como el que utiliza en sus obras geniales, va ahora desde lo terrenal hacia lo espiritual, va desde lo inferior hacia lo superior. Y esto lo rompe El Greco aquí, sin embargo, representando a Jesús no en la parte más superior. Por eso el contraste debe ser ahora destacado, debe ser realzado, aunque no esté arriba. Tiene que existir ese contraste no solo representado con los colores sino en las formas, algo que persigue, por ejemplo, una ruptura con las líneas verticales más significativas de la obra. Así el brazo del verdugo que comienza a desnudar a Jesús, así la mano imprecisa que nos señala a nosotros, así la figura torcida y plegada sobre sí que está ahora horadando la madera del suplicio final. Con ella, con esta ruptura formal inferior, nos asombra el pintor dejando claro aquí la terrenalidad del nivel más bajo de la obra. Por eso el atrevimiento de pintar a las tres figuras sagradas femeninas fueron el argumento teológico más inapelable contra la pintura. ¿Tan cerca de lo inferior, tan lejos de lo sagrado? Para El Greco no hay duda. El mundo es como es con independencia de lo sagrado. Todo debe aparecer en su obra. El universo genial de su pintura no puede abstraer nada en ella. Ni siquiera la desfachatez humana. ¿Cómo pintarla mejor? ¿No se supone que es una barbaridad haber condenado a un hombre como ese? Pero, también a su mensaje. ¿No es una salvación lo que después acontecería? Por eso El Greco equilibra aquí esas dos contradicciones. ¿Hay alguna imagen aquí de lamento exagerado, como, por ejemplo, sí las hay en otras obras parecidas de la pasión de Cristo? Este es otro contraste y otro equilibrio y otra relación. La maldad inferior terrenal es pura anécdota ante una salvación poderosa de lo superior. Para destacarla la relacionaría verticalmente y la equilibra así entre la mirada de Jesús hacia arriba y las miradas de las tres marías hacia abajo. Nada dejará de tener sentido en el universo del pintor cretense. Todo está relacionado siempre. Hasta la cruz aparente de dos brazos izquierdos, formada ahora por el ser superior más elevado y por el más inferior e infame de los representados. 

(Óleo El expolio, 1579, del pintor manierista El Greco, Catedral de Toledo, España.)


28 de marzo de 2020

La audacia más artística en la cultura clásica y tradicional de la España del siglo XVI.



El Greco fue uno de los artistas más originales de toda la historia del Arte. Pero, no sólo a él se le debe el que esas obras innovadoras, atrevidas o alejadas de la forma y la medida de lo clásico fueran conocidas y reconocidas en el mundo, sino también a los personajes que hicieron posible que ese Arte fuera creado, apoyado y expuesto a los ojos de todos aquellos que quisieran verlo (los templos, sin ser un museo, permitirían entonces poder admirar las obras pública y gratuitamente). Fue posible todo ese Arte gracias a la diócesis toledana, el cliente más importante y el mecenas más decidido que tuvo el pintor cretense. El Greco sin la Contrarreforma y sin sus amigos de la Archidiócesis de Toledo no hubiese llegado a ser lo que fue, y, por tanto, no podríamos admirar sus obras extraordinarias y su enorme talento artístico innovador. Para valorar las cosas hay además que situarse históricamente. El Retablo de la iglesia del Colegio de la Encarnación de Madrid (Retablo de Doña María de Aragón) es, sin embargo, una anacronía artística del pasado...  ¿Cómo se aceptaron esas obras tan innovadoras para el retablo mayor de una iglesia? Si nos fijamos ahora con una visión contemporánea, ¿no podría pasar mejor por el retablo modernista de una iglesia suburbana de los años setenta del siglo XX que un retablo manierista de cuatrocientos años antes? Pero, sin embargo, fue compuesto ese retablo entre los años 1597 y 1599.  Una absoluta innovación estética para la cultura tradicional y clásica donde fueron expuestas las obras, la iglesia agustina de un seminario de Madrid. ¿No es un elogio extraordinario admirar también a las personas que encargaron, aceptaron y apoyaron todo ese Arte? 

También la Contrarreforma impulsaría a El Greco. Volvamos a situarnos en la historia. La Reforma luterana fue una revolución en la Europa del siglo XVI, lo cambió todo, la sociedad, la política, la cultura, la religión y el Arte. La Iglesia Católica vio peligrar su sentido sagrado en el mundo. Y aunque la Reforma tuvo luego unas consecuencias más políticas o sociales que religiosas, la imagen del Catolicismo se transformaría de la mano de religiosos, teólogos y místicos que fueron mucho más ascéticos, consecuentes, honestos y pulcros que el mismísimo Lutero. Como siempre sucede en la revoluciones, ganarán los oportunistas y la idea original pasaría por el tamiz de lo posible o de los hechos consumados e interesados. El Greco supo entender el sentido de la reforma católica, lo que fue la Contrarreforma, para expresar entonces con sutileza teologal y mística las imágenes tan revolucionarias de su innovadora y brillante manera de pintar. La personalidad de El Greco debió haber sido fascinante para la época. Hoy podemos entender los atrevimientos tan peculiares de los extravagantes artistas modernos, sus manías, sus deseos irrefrenables e irracionales, pero, ¿y entonces?  El Retablo de Doña María de Aragón estaba compuesto de seis cuadros de gran tamaño para la iglesia del Colegio agustino de la Encarnación de Madrid, un edificio expropiado a comienzos del siglo XIX y convertido luego en el edificio del Senado de España. Sus obras fueron trasladas al museo del Prado, excepto la Adoración de los magos, que se encuentra en el museo nacional de Bucarest. Observemos el conjunto de lo que fue aquel retablo y luego cada una de sus obras maestras, ¿no es un universo artístico extraordinario lo que creó El Greco con ese retablo?, ¿no es la consecución total del Arte cada una de sus obras, tan intemporales, con las que ya no se podría ir más allá artísticamente?

Cuando el escritor francés Theophile Gautier vio las obras del El Greco en el año 1840, comprendió que eran unas pinturas que no habían sido lo suficientemente valoradas. Pensaría también que el pintor cretense había sido un personaje un tanto extravagante, un poco loco, aunque sin desmerecer para nada este juicio su genialidad artística, sino justo todo lo contrario, era consecuencia esa maestría artística de esa excéntrica y estrafalaria personalidad. Lo que el mundo luego, sobre todo el Romanticismo, tomaría como un modelo paradigmático de los mayores genios artísticos del Arte. El valor de El Greco es doble, pues no sólo sus obras son una maravilla de composición estética fascinante, de colores, formas, mezclas, narración, enlaces, combinaciones, ajustes, acoplamientos, variaciones o expresiones vibrantes, sino que además fueron  compuestas siglos antes de que nadie se atreviera a deformar las figuras en un lienzo vanguardista. Esa anticipación estética le hace acreedor de ser considerado el más grande y auténtico creador habido en la historia del Arte europeo. 

(Retablo de Doña María de Aragón, todas obras manieristas al óleo de El Greco: La Resurrección, La Crucifixión, Pentecostés, La Adoración, La Anunciación, El Bautismo de Cristo, compuestas para el Colegio agustino de la Encarnación durante los años 1597 al 1599, todas en el Museo Nacional del Prado, excepto La Adoración, expuesta en el Museo Nacional de Rumanía.)

3 de febrero de 2020

El Greco crearía la sublimación de un Arte moderno trescientos años antes en la historia.



El grupo escultórico griego Laocoonte había sido descubierto en las ruinas de Roma a comienzos del siglo XVI. El propio Miguel Ángel cuando lo vio desenterrado y salvado de la ruina se habría maravillado comprendiendo la grandiosidad artística del periodo helenístico. Era la manifestación de la Belleza en todas sus formas tangibles e intangibles. El Laocoonte representaba todo lo que los griegos habían conseguido enaltecer con su concepto universal de la Belleza. No sólo la verosimilitud de unos cuerpos humanos en piedra, no sólo la composición de una acción congelada en el tiempo (la leyenda del ataque de dos serpientes enviadas por los dioses para defenestrar al sacerdote troyano Laocoonte), no sólo su exaltación de la mejor armonía entre el sentido y la forma, sino la representación más digna de una actitud heroica y elogiosa que de un cruel sufrimiento pudiera tener un hombre. La composición escultórica había sido trasladada a Roma desde Rodas en el siglo I para acabar siendo instalada en el palacio-domus del emperador Tito. Siglos de decadencia y ruina habían sepultado la escultura hasta que, en el año 1506, fuese renacida de nuevo para poder ver aquel sentido de Belleza que los griegos tuviesen siglos antes. Pasaría el Renacimiento y pronto llegaría un pintor que inventaría un sentido muy diferente de Belleza. La última obra de Arte que pintase El Greco antes de fallecer fue su obra Laocoonte. Era la única que hiciese de la mitología griega, ya que todas sus obras habían sido religiosas. Pero al final de su vida se decide y pinta ahora algo maravilloso. ¿Cómo se podía pintar en esos años una obra tan innovadora? Hay que situarse en el clasicismo de comienzos del siglo XVII para sorprenderse mirando una obra tan anacrónica para entonces. 

Porque entonces no se pintaba así en absoluto. Haciendo una abstracción estética al sentido que el Arte era por entonces, olvidándonos hoy de lo que sabemos de Arte por sus evolucionados estilos en la historia, ¿habríamos admirado entonces estéticamente una obra así? Hoy la admiramos encantados de ver algo tan sublime, original y fascinante, pero, y entonces, ¿comprenderíamos satisfechos también lo que esos cuerpos inarmónicos, esa composición delirante o ese personaje principal tirado en el suelo sin la mínima dignidad estética, mirando ahora con desesperanza abatida el cómico rostro de una serpiente, representaban de ese modo tan heterodoxo? Con esta sugerente reflexión podemos ahora admirar no sólo la obra sino al creador tan original que fue El Greco. Atreverse a pintar así una obra que suponía además el paradigma de Belleza sublimada, objeto del descubrimiento que un siglo antes había alumbrado una escultura helenística en el Renacimiento. El Greco incluye dos personajes más en su obra aparte de Laocoonte y sus dos hijos. ¿Quiénes son? Sólo podemos elucubrar. El más alejado de los dos está compuesto además con la curiosa representación de dos rostros opuestos. Más misterio enigmático. Para El Greco la pintura debía reivindicar alegóricamente lo que la belleza deliberada había consagrado antes en su expresión estética. Él no pinta a Laocoonte exactamente, utiliza su leyenda para componer otra cosa, lo que él deseaba manifestar en su obra alegórica. No respetaría nada de la leyenda original, incluso podemos esperar que ahora las serpientes sean vencidas por la forma en que son contenidas por las manos de los protagonistas. 

La leyenda contaba que el caballo de madera que los griegos habían dejado en Troya no fue aceptado por Laocoonte, y que por eso sería atacado por los dioses. Pero en la obra no es Troya es Toledo la ciudad que el pintor compone al fondo. El pintor cretense desea que el que mire su pintura tenga que pensar o descubrir un sentido oculto en su obra. Era su arma y su manera de enfrentarse a una sociedad y a una época. ¿Qué representaba Laocoonte? Era un sacerdote troyano de Apolo que renegó de la ofrenda que los griegos dejaron, engañosamente, a las puertas de su ciudad. Se enfrentó con su rey Príamo, con sus correligionarios troyanos y con los soldados de Troya. Él fue el único que se atrevería a negar la bendición de ese regalo de los griegos. Una alegoría de como a él mismo le sucediera cuando se enfrentara al gusto artístico de su rey (Felipe II rechazaría algunas de sus obras), a la jerarquía toledana o al provincianismo cultural de una época oscura. Nadie hubiese hecho una pintura como esa por entonces, salvo él. Ya le quedaban pocos días de vida y hasta su hijo debió luego finalizarla. No podemos saber qué representan los dos personajes misteriosos de la derecha. Algunos críticos hablan de Adán y Eva. ¿Por qué? ¿Sería una sublimación de una redención tardía? Como los primeros seres de la genealogía cristiana caída en desgracia, los personajes troyanos son ahora aquí una alegoría parecida. ¿Se equivocaron ellos también? Para la tradición de la caída de Troya se equivocaron, y por eso acabaron atacados mortalmente por los dioses griegos. Pero para la gloriosa tradición artística de belleza clásica, ¿se equivocó Laocconte? No porque Laocoonte fue fiel a sus principios éticos de firmeza ante la ofuscada traición de unos dioses díscolos. Esto fue reconocido por el pathos griego que elogiaba el heroísmo personal recio y determinante, gestos reconocidos por su belleza representada ahora ante el dolor más terrible. Había defendido su opinión y murió Laocoonte defendiendo a sus hijos atacados por viles serpientes asesinas. El Greco conocía bien la leyenda y la simbología de aquella sagrada belleza helenística. Aun así no dejaría que sólo la belleza clásica fuese elogiada sólo por su grandeza física. Ahora, además de su peculiar manierismo sublimado, perdonaba el error humano añadiendo los primeros seres defenestrados en aquel paraíso primigenio. Uno de ellos mira la escena terrible con la afectación de comprender que eso mismo, una culpa, fue lo que a él le sucediera. La otra figura lo duda, y en esa dubitativa actitud el pintor no supo más que componer un bifrontismo alegórico, uno para poder disentir ahora de que lo que estaba sucediendo fuera o la consecuencia de un error perdonable o el de una terrible culpa desastrosa. 

(Óleo Laocoonte, 1614, El Greco, Galería Nacional de Arte, EEUU; Fotografía del grupo escultórico Laocoonte y sus hijos, Escuela de Rodas, periodo helenístico, Museo Vaticano, ilustración de Jean-Pol Grandmont.)

4 de septiembre de 2019

La semejanza de una inspiración solo tuvo su mismo momento artístico en los inicios del Barroco.



Fueron dos personalidades distintas, fueron dos creadores muy diferentes solo acompasados por el momento de la creación y de una raíz artística extraordinaria: la escuela de Venecia. En un caso, Doménico Tintoretto (1560-1635), por la fuerza poderosa de la formación veneciana de su propio padre, el gran Tintoretto; en el otro, El Greco (1541-1614), por la influencia veneciana que tuviera en sus inicios pictóricos en Italia. Pero, nada más. Uno es un pintor grandioso, original y absolutamente innovador y anticipado. El otro tan sólo un desconocido pintor veneciano a la sombra de un genio como su padre. Pero, en una ocasión, ambos pintores tuvieron una parecida inspiración contemporánea. Doménico (curiosamente el mismo nombre que El Greco) pintaría su Magdalena penitente en el año 1600 o 1602. El Greco compuso su San Jerónimo al final de su vida, en el año 1614. Un período artístico fascinante por el choque de dos enormes bloques telúricos del Arte: el Renacimiento y el Barroco. De la violencia de ese choque surgirían maravillosos creadores y grandes obras de Arte. Pero veamos la afortunada similitud de estas dos obras de Arte barrocas. Pero solo similitud casual, ya que, muy seguramente, El Greco no habría visto el lienzo de Doménico antes de componer su San Jerónimo (ni lógicamente después). Son ahora las semejanzas y las diferencias, pero, sobre todo, es una oportunidad para elogiar aún más la genialidad magistral de El Greco por un lado, un caso único en el Arte; y, por otro, la inspirada y exquisita obra de Doménico Tintoretto, una creación muy poco conocida de un pintor, al mismo tiempo, no muy conocido tampoco.

Desde el mismo ángulo superior izquierdo de ambos lienzos surge la luz espiritual que nutre la necesitada voracidad interior de ambos sagrados personajes. Para mayor similitud, los dos personajes pasaron a la leyenda sagrada como penitentes consagrados. Aquí están además ambos elevando ese mismo estado semejante místico para la mayor exaltación artística de su éxtasis penitencial. La grandeza de estos dos pintores, salvando las distancias artísticas entre ellos, es sublime al merecer la visión de una inspiración espiritual compuesta, sin embargo, en cada caso, por el gesto específico de su propio género. En la Magdalena la belleza es acentuada por la sagaz composición de un medio cuerpo compungido por el abrazo de sus manos ante el momento crítico de iluminación espiritual. En San Jerónimo la fuerza de la iconografía es representada ahora por la sorpresa que obliga al santo a girar su cuerpo enjuto y sin vigor hacia la poderosa luz sagrada. No hay ahí belleza más que en el conjunto de una composición extraordinaria. En la Magdalena, a cambio, es el gesto y su belleza, tan femenino como humano. En San Jerónimo es el Arte completamente el que brilla ahora, sin otra cosa más que sus fabulosos colores y formas innovadoras. Porque El Greco no necesitará nada más en su obra de Arte que las formas y los colores para representar la belleza genial más extraordinaria. No tiene más que inspirarse en el mismo punto de fuga y componer así, genuinamente, sus trazos originales y sus colores artísticos tan expresivos para hacer con todo ello una creación sublime. Doménico, a cambio, necesitará componer un escenario detallista y bello para completar así la misma inspiración artística espiritual.

Uno es mediocridad artística inspirada y completada gracias a una afortunada composición estilística espiritual. El otro es genialidad plástica en todos los sentidos creativos que puedan darse en una obra artística como esta. Coincidieron ambas obras en la inspiración espiritual y en el momento de la creación artística, inicios del Barroco. Coincidieron además en la composición y en la fuente de la exaltación de la mística sagrada de los dos santos penitentes. Pero, nada más. Uno es una bella realización de la Magdalena en un momento naturalista de éxtasis espiritual. El otro es una obra maestra de Arte. El Greco hace muchísimo más con menos. Dómenico exagera y centra en exceso lo que una mirada exoftálmica completa sin mucho acorde estético elogioso. Aquí la inspiración y la composición consiguen lo que el detalle y los elementos iconográficos sustraen sin complejos al acabado final. Aun así, la obra Magdalena penitente es interesante por la verosimilitud de un gesto auténtico de misticismo espiritual muy humano y realista. Es el Barroco con sus promesas iniciales de tendencia rupturista de un estilo alejado del mundo como lo fueran el Manierismo o el Renacimiento. Pero nos sirve ahora también para valorar, comparativamente, el magnífico fenómeno estético y artístico que supuso El Greco. En su obra San Jerónimo las formas se subordinan aquí al conjunto estético general. No hay nada que pueda hacernos ahora elogiar los posibles elementos, separadamente, en que se compone la obra final. Sólo el conjunto es posible aquí de traducir en lo artístico consiguiendo finalmente un resultado plástico maravilloso, algo inconcebible en el Arte si no hubiese existido el Manierismo. Porque en el Manierismo fue el todo lo único elogioso siempre, frente a cada parte o elemento compositivo sin definición, por sí misma, clásica valorable. El Greco es un pintor manierista pero, al final de su vida, obtuvo un sentido colorista que le acercaría al Barroco más expresivo. Aquí, en las formas es un pintor manierista, en el color es uno barroco. Por eso esta pintura del santo anacoreta es un ejemplo extraordinario del resultado de aquel sismo tan maravilloso que supuso el paso del Arte del siglo XVI al XVII, o sea, de las formas al color, de las partes clásicas al conjunto estético más elaborado.

(Óleo Magdalena penitente, 1600, del pintor Doménico Tintoretto, Museos Capitolinos, Roma; Obra San Jerónimo, 1610-1614, El Greco, National Gallery de Arte, EEUU.)

24 de febrero de 2018

El Greco se adelantaría al Arte moderno, al contemporáneo y cualesquiera otro evolucionado del mundo.



Hay una forma eficaz de ver las cosas artísticas: simplemente se miran y se percibe ahora si atraen, gustan y si nos transmiten algo. Pero, no nos podemos quedar tan solo en eso. Sin tener en cuenta el contexto, su tiempo histórico y sus circunstancias no podremos saber, es decir, comprender en su totalidad, lo que la representación artística nos comunique especialmente para clasificarla o valorarla sin error. La obra de Arte La Anunciación de El Greco del año 1600 y ubicada en el museo de Bellas Artes de Budapest, es una de las muchas obras que el pintor manierista hiciera de esa temática sagrada. ¿Solo sagrada? La estética de este pintor extraordinario es, sin embargo, inclasificable. Vivió en el paso de un Arte sofisticado a un Arte natural. Y llevaría las dos características a una representación genial en los últimos años de su vida. Las dos, la sofisticada y la natural, la manierista y la barroca. Porque el Arte es también combinación, amalgama, universo; es totalidad en lo particular, es contraste, es belleza ubicada y desubicada, es sensibilidad y riesgo estético.  En esta obra particular -de la temática sobre la anunciación de María hizo decenas de cuadros, todos distintos- alcanzaría El Greco la mayor sublimidad para una temática tan sagrada como esa. ¿Cómo se pudo pintar con esa liberalidad colorista y esa simpleza compositiva a finales del siglo XVI?  Porque en ese momento histórico el Manierismo era lo más avanzado a que se había llegado en el Arte. Y se aceptaría a medias esta obra tan innovadoramente heterodoxa. Pero entonces, con esta obra tan expresionista de El Greco, ¿hacia dónde se dirigía el Arte? Fue imposible llevar a cabo por entonces ese avance  estético. Cuando el pintor muere en el año 1614 se acabaría un alarde expresionista tan precoz en el Arte.

Fijémonos bien en esta obra universal. En ella está todo lo que es el Arte, también está toda una epifanía monumental de una estética novedosa para el mundo. Y una forma de libertad... ¿Existió un creador más libre artísticamente que El Greco? ¿Quién se hubiese atrevido a pintar de ese modo tan extraño en pleno año 1600? En el siglo XX vale, pero, ¿en el siglo XVI? Imposible. Hay muchas obras así de El Greco, casi todas genialmente extraordinarias. Pero esta pequeña obra encierra entre sus bordes una genial obra maestra del Arte universal. Porque es una representación sagrada y no lo es. Es una obra sofisticada y no lo es. Es una obra natural y no lo es. Es todo eso a la vez. Parece tan simple la obra, pero esta simpleza la hace más genial aún. Más con menos, la máxima soberbia del Arte. ¿Qué vemos ahí? Traduzcamos un poco la obra, mejor dicho, interpretemos la genialidad de esta obra manierista. Hay dos figuras humanas ahí representadas. ¿Humanas? Sí, humanas, aunque una no lo sea tanto. Pero, sin embargo, lo parece ahora aunque sea el ángel Gabriel el que, según la iconografía, está anunciando a María su maternidad divina. Representa ahora una figura muy humana por su gestos. Por otro lado está la representación de María, aquí una mujer tan normal y vulgar como sus vestimentas y gestos puedan serlo. Ambos personajes se están ahora comunicando entre sí. Esta es una antropología decisiva en la obra: los seres humanos se comunican, se expresan, se transmiten mensajes y se relacionan con un lenguaje. María además está leyendo un libro: la representación cultural de cualquier experiencia -interior o exterior- muy humana transmitida ahora por un escrito. 

Sociedad y cultura pero sin olvidar la trascendencia del mensaje iconográfico. Aquí es representada esa trascendencia por la volatilidad de lo místico en las alas del ángel y la paloma, símbolos de lo elevado que alcanzará la altura suficiente como para pasar a otra esfera superior. Pero, nada más. Esas alas, curiosamente, son los únicos elementos más naturalistas -pintados más conforme a la naturaleza realista- del cuadro de El Greco. Bueno, no. Hay dos cosas más que están también así pintadas: el jarrón y las tijeras del cesto. El resto está todo transformado por la deformación sublime anamórfica de El Greco. Todo eso además hay que combinarlo en la obra para que la estética que representa alcance su culminación artística más extraordinaria. Lo que hace a este Arte más genial para haber podido avanzar sin menoscabo. Por eso el Arte Moderno no consiguió prosperar tanto como este. Porque el Arte de El Greco no moriría nunca bajo las lozas veleidosas del gusto artístico. Por otro lado, el Arte más comprendido es también una expresión luminosa del mundo conocido. Y el mundo natural que conocemos por nuestros sentidos es reflejo de un haz poderoso de luz que producirá colores, y éstos, luego, serán así el contraste maravilloso con el que poder distinguirlos. Porque para que distingamos además las cosas en el mundo natural necesitaremos del color, ¿da igual el que sea o no? El cielo es celeste, de acuerdo, pero no especialmente así, tan fragmentado, como lo veremos ahora configurado apenas con unos trazos en el lienzo manierista. Sin embargo, el atril de lectura de María es marrón como lo es el tono de la materia natural con lo que está hecho, la madera. Todo eso es parte de la combinación mezclada y contradictoria de la obra. Ilusión y razón, abstracción y sentido. También el contraste entre las cosas inferiores -las que están pintadas abajo- y las superiores -las que se representan arriba-, es decir, que el naturalismo pictórico brillará más en la mitad inferior y la sofisticación manierista-expresionista lo hará mejor en la superior.

Simpleza y combinación sublime. Color y simbología mística. Metafísica y terrenalidad. Diálogo y silencio. Misterio y transparencia. Incluso ritmo. Sí, hay una música vibrando en esta obra manierista. El ángel parece sostener una melodía sublime a la que ella responderá luego con su tino.  Si vemos la obra al pronto, ¿qué sentimos? ¿No sentimos acaso una paz tan sosegada que, apenas nos recuperemos de ella, pensaremos que no existe otra cosa en el mundo capaz de sentirla así? Pero, también está lo inferior para recordarnos ahora que somos seres mortales, sufrientes, caducos, oscuros y efímeros. Que solo elevándose uno de sí mismo y de sus miserias -con el Arte por ejemplo- es posible la felicidad o el sentido más placentero de la vida. Da igual hacia dónde se eleve uno, con tal de hacerlo. En el lienzo de El Greco la mano del ángel sostiene ahora una dádiva comunicativa prodigiosa. Deberemos trasladar nuestra capacidad vital hacia algún sentido trascendente, sea el que sea, con tal de que la vida nos justifique así cualquier sentido inteligente para vivirla. Todo eso transmitirá la obra de Arte de El Greco. Nos lo expresa el pintor especialmente además con sus colores sorprendentes, antes de que Rembrandt nos asombrase luego con los suyos. Pero aquí, a diferencia del bello detallismo barroco del holandés genial, hay un sentido de dualidad místico-terrenal en forma de colores y trazos expresionistas. Colores y gestos relacionados con la deformidad y naturalidad de sus trazos atrevidos o con la simpleza estética más elaborada y universal de todas las habidas.

(Óleo sobre lienzo La Anunciación, 1600, del pintor El Greco, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

28 de diciembre de 2016

La evolución de un genio, El Greco, o el arcano de encontrar lo sublime en el Arte.



La historia de uno de los genios pictóricos más extraordinarios es uno de los arcanos más interesantes habidos en el Arte. ¿Cómo se atrevió a pintar así, de ese modo tan avanzado y tan moderno, con una forma tan innovadora para entonces? El recorrido vital y artístico de El Greco va de oriente a occidente, desde el este hacia el oeste. De Grecia a Venecia primero, después a Roma y, por último, a España, donde culmiraría extraordinariamente su Arte. Y este camino existencial, este recorrido personal y artístico en sentido único, le llevaría también a desarrollar un itinerario creativo que acabaría alcanzando las cimas más elevadas de la sublimidad y del genio artísticos. Aunque por entonces -finales del siglo XVI y los siguientes tres siglos- pocos entendieron su maravillosa forma de pintar y componer -tan heterodoxa y excelente- una obra maestra de Arte. Es en Venecia donde El Greco aprende a manejar los colores y la perspectiva. ¿Hay mejor sitio para eso? Ya se habían manejado ambas cosas muy bien en el Arte renacentista veneciano, pero El Greco ahora quiere hacer algo más. Los genios lo son en parte porque caminan por un sendero no usado antes. La obra artística de El Greco es extensa y elogiosa pero hay un periodo concreto de su vida -el recorrido transversal de oriente a occidente desde el año 1567 al 1577- donde se puede observar la evolución estética más acusada de toda la historia artística del Arte europeo.

Y para verlo compararemos tres obras de El Greco de la misma temática y nombre: La curación del ciego. Primero, apreciaremos más la primera obra expuesta no solo por ser la mejor de las tres o porque mejor defina su estilo, sino por ser la de mayor resolución virtual ahora su imagen. La primera cronológicamente compuesta con ese título -la tercera presentada en esta entrada- fue realizada por el gran pintor en Venecia durante el año 1567, actualmente expuesta en la Galería de maestros antiguos de Dresde (Alemania). Luego están las otras dos obras, la segunda y la primera de la entrada, ambas creadas en Roma y con la fecha de su autoría muy poco clara artísticamente. La segunda está radicada en la Galería Nacional de Parma (Italia) y en su web indica una fecha alrededor de 1573. La primera de la entrada, sin embargo iconográficamente de un estilo más elaborado -más avanzado-, está en el Metropolitan de Nueva York y su web especifica alrededor de 1570. No es la primera vez que existen incongruencias en la cronología de obras de un mismo autor. Si la evolución de un pintor es tan acusada como la de El Greco sus creaciones deberían disponer esa misma evolución temporal. Porque es el tiempo el parámetro que define mejor la secuencia de la evolución artística de un creador. Aquí se observa un contraste estético muy acusado en la evolución artística de El Greco en su obra del año 1567 -Galería de Dresde- comparada con las otras dos, algo lógico por ser una obra anterior. Pero observemos bien esta obra del año 1567 pintada en Venecia.

Los rasgos más característicos de El Greco no están ahí todavía. ¿En qué se diferencia esta obra de sus maestros venecianos? En muy poco. El Greco acaba de llegar a Venecia proveniente de un mundo bizantino -griego y antiguo- que no tenía ni idea de la perspectiva, ni de las formas de las figuras, ni del color ni del naturalismo renacentistas. Y El Greco en su obra La curación del ciego del año 1567 -Museo de Dresde- manifiesta más lo aprendido entonces en Venecia: perspectiva correcta, figuras anatómico-correctas y un cielo más espacioso que las construcciones como fondo de la obra. Pero la obra tiene sorpresas a pesar de no ser la estética propia que identificaría el personal estilo de El Greco. Las figuras principales, Jesús y el ciego, están ahora descentrados a la izquierda del lienzo. Más a la derecha un grupo discute la escena anterior. Pero detrás, en otro nivel y plano, la perspectiva sitúa a dos seres sentados distraídos del motivo principal y situados en el mismo centro de la obra. Esto confunde ahora la escena sagrada con un rasgo misterioso que, independiente de su evolución estética, mantendrá El Greco casi siempre en sus obras. 

Pero no, algo no funcionaría aún en el propósito o el talante artístico que El Greco deseaba conseguir en una obra. Años después, cuatro, cinco o seis años después, El Greco pinta el mismo tema sagrado de antes, Curación del ciego -Museo de Parma-, en la ciudad de Roma. En la capital del Arte del siglo XVI el pintor más original de todos se acerca ahora a la pintura de Miguel Ángel, al manierismo más poderoso de los creadores romanos. Y entonces cambia su perspectiva, evita ahora incorporar en su obra detalles intrascendentes -como el perro y las bolsas de antes-, ahora solo pintará personas, figuras humanas que configurarán siempre el único universo de sus obras. Pero es ahora, sin embargo, la perspectiva mucho más feroz y el primer plano será más destacado sobre los segundos o terceros planos. Descubre así el pintor algo muy poderoso en esta obra, un alarde artístico muy moderno para entonces: perfilar un plano principal con todos los detalles y esbozar los planos secundarios solo con los mínimos detalles. El fondo ahora es apenas como un tapiz esbozado. Lo relevante debe ser ahora lo primero que veamos en un cuadro, lo demás -como el fondo- no interesa tanto al pintor ahora. Hasta el cielo disminuye en tamaño frente a una arquitectura más poderosa y más inclinada, acusando así la profundidad y lejanía necesarias esa perspectiva. Pero la escena representada en esta obra del Museo de Parma también ha cambiado con respecto a la del año 1567 (Museo de Dresde). Ahora el grupo humano de la derecha está más cercano a Jesús, que a su vez éste, junto al ciego, están más centrados en el lienzo. Pero el pintor quiere seguir componiendo detrás los dos personajes sentados y distraídos de antes, ahora mucho más alejados y empequeñecidos en esta obra. 

Esos dos personajes sentados que aparecen en la obra del año 1567 -Museo de Dresde- centrados y cercanos -por lo tanto relevantes en una pintura, lo sean o no-, tienden a confundir ahora por el hecho de estar sin ninguna relación dialéctica con la escena principal -el milagro de dar visión a un ciego-, el asunto primario. Este efecto fue luego una característica iconográfica de El Greco: ofrecer sentido de distancia o desdén manifiesto de algunos personajes hacia la figura sagrada principal o hacia el motivo espiritual más trascendente de la escena. Pero en la siguiente obra, la de la Galería Nacional de Parma del año 1573, esos mismos personajes están ahora tan alejados que pierden su relevancia iconográfica. Los alejará el creador para no confundir ahora la centralidad de la obra. Pero, a cambio, debe incorporar algo más el pintor en la obra para seguir destacando esa desatención tan humana hacia lo espiritual... Y lo hace el creador cretense con la figura dorsal inmensa del hombre a la izquierda de la imagen de Jesús. Un personaje de espaldas que ahora señala con su brazo izquierdo algo fuera del cuadro. Representa ahora aquí el desinterés -aún mucho más al estar cerca de las figuras principales- tan necesario para mostrar el desdén espiritual que el autor quería subrayar y criticar en su obra de Arte.

Pero es en la obra del Metropolitan Art de Nueva York  (titulada La Curación de un ciego, ca. del año 1570) donde El Greco consigue llegar a la mejor evolución de su Arte manierista. Pero, ¿cómo es posible que esta obra sea anterior a la de la galería de Parma? No puede ser. Veamos los brazos del ciego por ejemplo. ¿Son esos brazos trazados en su evolución estética por un pintor tan manierista como El Greco? Porque la evolución debe ir siempre hacia adelante, nunca hacia atrás. En esta obra del Metropolitan los brazos, los dedos y las figuras son más alargados. El mismo hombre que señala algo fuera del cuadro dispone de un perfil más manierista en la obra del Metropolitan -año 1570- que en la obra de Parma -año 1573-. Además, el brazo que señala lo flexiona en la obra del Metropolitan haciendo más acusada la perspectiva y elegancia del gesto manierista. Los colores los apreciamos más gracias a la extraordinaria conservación y resolución de la obra del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En un detalle de esta obra -la que debía ser más evolucionada cronológicamente ya que lo es artísticamente- observaremos la liviana forma de pintar algunas figuras. Por ejemplo, los personajes sentados dialogando distraídos y alejados de la escena principal tienen una transparencia formal que resalta aún más el misterio de la obra del año 1567: aquel desdén espiritual de los personajes sentados con respecto al motivo principal de la obra. Pero aquí el pintor cretense quiere hacer un alarde aún más acusado con el personaje de espaldas señalando algo fuera del lienzo para comunicar en su obra la insensibilidad espiritual de algunos seres. Insensibilidad que apenas se vislumbraría antes con alguna relevancia entre los perfiles desdibujados -en planos secundarios- de los otros lienzos manieristas del genial pintor cretense.

(Óleo La Curación del ciego, ca. 1570, El Greco, Metropolitan Art de Nueva York, EEUU.; Óleo Curación del ciego, alrededor de 1573, El Greco, Galería Nacional de Arte de Parma, Italia; Obra al temple, La Curación del ciego, 1567, El Greco, Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde, Alemania; Detalle del óleo La Curación del ciego, ca. 1570, El Greco, Metropolitan Art, Nueva York.)

29 de enero de 2015

Sobrevolando el espíritu por encima de todos, de los grandes, de los ángeles, de sus colores...



Aquí podemos comprobar la resolución extraordinaria de estas imágenes del Museo del Prado. Debían verse bien ahora los colores de El Greco. Es algo necesario para entender la entrada anterior del mismo pintor, donde no se alcanzaba del todo a ver la maravillosa tonalidad de este gran creador manierista. Porque es en esta obra maestra donde más se puedan descubrir no ya los colores sino la utilización de ellos para crear cosas diferentes: sutiles tonalidades como propias formas reflejadas en volúmenes perfilados de belleza. Otros reflejos, otras gamas, otras gradaciones, hacia los azules, los malvas, los bermejos, los amarillos, los grises, los verdes... Y, sin embargo, no son sólo los colores, o sus formas, los que hagan de esta obra una obra maestra del Arte. La historia de este lienzo es la historia del comienzo de El Greco en España. Durante su estancia anterior en Italia conocería en Roma al español Luis de Castilla, hijo natural del deán de la Catedral de Toledo, don Diego de Castilla. Entonces Luis le habla a su padre de las maravillas artísticas del pintor cretense. Y es cuando don Diego le solicita su labor creativa para el retablo de una iglesia en la ciudad de Toledo: la iglesia de Santo Domingo el antiguo. Estamos en el año 1576 y España brillaba en el orbe mundial como nunca nación europea lo hubiera hecho antes. Y este retablo de Toledo fue un maravilloso escenario donde plasmaría el pintor todo su misterioso, bello y sutil Arte manierista.

Compuso varios lienzos para ese retablo toledano. Imaginemos el hecho artístico: una pared, no muy grande, soportando cinco obras maestras del Arte. Pasarían ahí, en la iglesia de Santo Domingo el antiguo, estas obras los siglos en silencio, resguardadas del paso del tiempo sobre gruesas paredes y sus anchos marcos toledanos. Se mantuvieron estas obras de El Greco esos años con todo su vigor estético, con toda su fuerza y con todo su fulgor artístico, eternizados así por unos elegidos y fijados pigmentos cromáticos, tan emocionantes como duraderos. Y así hasta que llegaron los franceses de Napoleón en el año 1808 y lo cambiaron todo. Ellos descubrieron entonces la España tan artística, un país tan cercano y tan lejano a Francia. Descubrieron que la nación europea que invadían tenía, calladamente -a diferencia de Italia-, una de las colecciones de Arte más fascinantes del mundo. No pudieron evitarlo y se enamoraron artísticamente del país al verlo. Comenzaron expoliándolo, pero, luego, al marcharse, continuaron buscando y comprando aquel maravilloso Arte. Fueron los franceses los que crearon a principios del siglo XIX un mercado en España que no existía por entonces: la compraventa de obras de Arte. Hasta la aristocracia y el propio rey se contagiaron de ese fervor comercial y artístico en España. ¿Quiénes fueron los proveedores de ese Arte?: la Iglesia, una institución siempre necesitada de fondos y sensible a los galanteos monetarios de los oportunistas.

De ese modo, dos de los cinco lienzos del retablo manierista de Toledo, los dos más grandiosos, La Trinidad y La Asunción, fueron enajenados o vendidos durante la primera mitad del siglo XIX. Los que hoy se ven en Toledo son copias de los mismos. ¿Dónde están, entonces, los originales? En Chicago y en el Museo del Prado. Pero lo importante es que hoy los podemos ver fascinados, y, desde aquí, desde esta entrada, al menos este lienzo que vemos ahora, denominado La Trinidad. Y, ¿qué veremos? La representación de un dogma católico, de una verdad de fe reconocida por la Iglesia Católica desde sus inicios en el siglo IV. El dios único cristiano poseerá tres formas de expresión, pero una sola realidad. Nunca pudo ser representado muy bien eso en el Arte de un modo claro, solo a través de símbolos, o triángulos decorados, con mensajes o grabados referentes a ese dogma. Comenzaron a expresarlo los pintores del siglo XV.  Verdaderamente, fueron ellos los que crearon las primeras composiciones figurativas de este curioso dogma católico. Aunque ya los bizantinos y su peculiar Arte lo iniciaron tímidamente. Pero, luego, los italianos siguieron avanzando en esa representación trinitaria tan compleja. ¿Cómo hacer una representación de tres personas sagradas y, a la vez, de una solo? ¿De qué forma hacerlo estéticamente?

La mayoría de las veces, con las figuras antropomorfas de Dios y Jesús, y, después, el Espíritu Santo representado como una paloma sobrevolando ambos personajes. Pero separados entonces los dos -Padre e hijo- con sus figuras definidas, uno siempre algo más alejado del otro. Fue el renacentista alemán Alberto Durero el primero que uniría los dos en el año 1511: abrazados tras la sufrida pasión de Cristo. En esa obra de Durero se inspiraría El Greco para hacer, en el año 1579, lo mismo. ¿Lo mismo? No, exactamente lo mismo no. Porque el pintor cretense iría mucho más allá...  El creador alemán había representado centrados a los dos personajes fundamentales de la Trinidad, y, sobrevolando a ambos, al Espíritu Santo en forma de paloma. Alrededor de aquellos están los ángeles, separadas un poco sus figuras, formando un coro que rodea ahora respetuoso el sagrado sentido de los dos personajes principales de la Trinidad. En El Greco, a cambio, su Trinidad es absolutamente diferente: todos los personajes están juntos, formando ahora un único grupo cerrado. Hasta un ángel se permitirá tocar con su mano el hombro sagrado de Dios...  Es una composición compacta, donde aquel dramatismo de la escena de Durero no se percibe ahora en El Greco. Porque en la obra manierista de El Greco los gestos son más comprensivos, más compasivos, más justificados o amables, sentidos todos, además, como los de unos seres más humanos que divinos.

Y el Espíritu Santo representado sobrevuela aquí por encima de todos...  Se eleva ahora en forma de una blanca paloma perfecta, la más perfecta paloma sagrada quizá nunca representada así en toda la historia del Arte. Tan perfecta está pintada la paloma de El Greco, como aquellos detractores críticos suyos desearan que fuese, sin embargo, pintada toda la obra del creador cretense. Es tan perfecta, tan armoniosa, tan natural, tan majestuosa, tan brillante esa paloma que, con todo ese maravilloso alarde artístico clásico, el creador más original del Manierismo magnificaría el sentido iconográfico sagrado del propio Espíritu Santo. Un sentido aquí más prevalente, incluso, que el de las otras dos sagradas -más grandes doctrinalmente- representaciones de la Trinidad. Pero, también, más prevalente que todas las representaciones sagradas de siempre, o que todas aquellas que configurasen, antes o después, aquel mismo sentido místico de siempre. Un atrevimiento estético y místico que el pintor más original de la historia se permitiese, con su Arte innovador, poder crear sin prejuicios...

(Fragmentos del lienzo de El Greco, La Trinidad, 1579; Óleo La Trinidad, del pintor manierista El Greco, 1579, Museo del Prado, Madrid.)

27 de enero de 2015

La quintaesencia del Arte la descubrió un creador incomprendido, un ser anticipado y diferente.




Es una barbaridad que los museos no faciliten imágenes en alta resolución de sus obras catalogadas. Uno de los pocos museos de todo el mundo que lo hace es el madrileño Museo del Prado. En la era de la comunicación y la imagen global ésta es una asignatura que los años culminarán alguna vez. Para entonces,  para los afortunados que lo puedan ver, será una maravillosa epifanía del Arte, algo que acercará aún más a las grandes obras maestras de la historia. Así que, hoy, sólo puedo ofrecer estas pobres imágenes de una de las composiciones más extraordinarias producida por el más extraordinario de los creadores del Arte manierista. Sí, extraordinario. Porque lo fue, porque El Greco tuvo la genialidad de diferenciarse del resto con algo más que con sutilezas o con técnicas. Se dijo de él que no quiso pintar como el gran Tiziano, que ya existió uno así, tan grandioso con su Arte clásico, y que El Greco debía ahora imaginar cómo hacerlo de otra forma... Es una crítica que por entonces algunos le hicieron argumentando que el pintor cretense dejaría de hacer composiciones equilibradas, comprensibles, naturales o clásicas para hacer así, de esa forma tan particular de pintar, una confusa, desordenada, chirriante y poco brillante obra.

Pero como él sabía pintar, como era algo que dominaba, El Greco pudo luego hacer con sus obras lo que quiso -como lo hiciera Picasso-, es decir: diferenciarse con algo más que con su moderna técnica, distinguirse además con la mayor originalidad que un creador hubiese nunca tenido entonces. Hay dos obras suyas fuera de España, bueno, hay muchas, pero me refiero aquí a dos que son concretamente muy parecidas, casi idénticas, y tituladas ambas obras igual: La Oración en el huerto de Getsemaní. ¿A quién se le hubiese ocurrido pintar a los apóstoles empequeñecidos dentro de una nube redondeada sobre la tierra? ¿Quién hubiese pintado entonces una roca que no parece una roca?, ¿a quién se le hubiese ocurrido pintar una obra que lo único que tuviese de naturalidad fuesen unas ramas o las hojas en un monte un poco ensombrecido? Porque la luz es otra cosa utilizada por el creador toledano de un modo muy personal y anticipado. Pero, no solo eso. Uno de los detractores que tuviese El Greco en España lo fue el humanista, escritor, poeta, políglota, matemático, músico, teólogo y clérigo José de Sigüenza (1544-1606), todo un gran intelectual entonces. El rey Felipe II lo nombra bibliotecario del  Monasterio del Escorial, un lugar por entonces, pleno siglo XVI, que fuese el más privilegiado centro de cultura archivada del mundo. Pero no fue Sigüenza un reaccionario cultural, llegaría incluso a ser encausado por la Inquisición por haber utilizado evangelios apócrifos para sus sermones..., o por usar también un lenguaje evangélico -a pesar de ser poeta- mucho más claro, directo y sin añadidos que suavizaran o hicieran más comprensible el contenido sagrado. Esto y la cercanía e influencia cultural al rey de España hizo que muchos sintieran envidia de él. Y todo eso le malograría. Sin embargo, no pudo evitar que una simple opinión de gusto personal sobre la estética de El Greco hiciera de José de Sigüenza un muy injusto crítico del pintor. Influyó en las decisiones artísticas que Felipe II tuviese sobre el Arte de El Greco. Como lo hizo cuando denostase la obra de este pintor El martirio de san Mauricio y su legión tebana, aludiendo entonces a cuestiones teológicas su crítica artística. No podía ser que un santo, decía Sigüenza, pareciese en el lienzo manierista tan humano o tan poco sagrado: todo eso contribuiría a que los que viesen la obra no les apeteciese ahora rezar, sino verla...

Todas esas cosas y su técnica, su novedosa y sorprendente técnica para entonces, así como una personalidad muy peculiar, hicieron que El Greco no fuese reconocido hasta muchos siglos después, cuando los románticos del XIX comenzaran a ver en él otras cosas y esa genialidad tan desconocida. Y estas dos obras tan parecidas nos ayudan aquí, como todas las suyas, para percibir ahora algo más de ese rechazo y de esa genialidad. Una de las cosas que el padre Sigüenza afirmara entonces es muy posible que no se alejara mucho de la verdad. A la vista de sus obras, los lienzos de El Greco no servirían tanto para recoger el ánimo cristiano y rezar a la santidad representada. Y esto es así porque este pintor expresaba la personalidad de los santos y de todos sus personajes como la de cualquiera de nosotros. No distinguía absolutamente nada, iconográficamente, en la representación de un ser humano o divino de la de otro cualquiera, aunque fuese incluso un dios. Sin embargo, el misticismo y la espiritualidad de El Greco fueron uno de sus mayores alardes creativos. ¿Entonces, por qué ese contraste? Pues porque este pintor misterioso reflejaba la divinidad en toda su obra pictórica, en todos sus elementos y no en ninguno solo.

En La Oración en el huerto, en ambas obras semejantes, se ve sutilmente como está en todo el lienzo la santidad universal que él representaba siempre. Jesús está en primer plano, es la figura principal, pero la magnificencia de lo que supone el sentido espiritual de la creación está aquí, sin embargo, en toda la obra artística, desde un cielo sobrecogedor y su luna poderosa hasta la composición tan excitante y sorprendente de la misma obra. ¿Cómo no dirigir la vista ahora hacia esa nube redondeada y acogedora donde los apóstoles, protegidos, forman el contrapunto a unos soldados que, ahora, reunidos, se acercarán indecisos a lo lejos? Hasta los pliegues de la roca oscurecida se confunden con los de los vestidos, y los de éstos con los pliegues de las volutas de unas nubes ahora diferentes. Y la luz, y los colores... (esos mismos colores que ahora nos dejen algo vislumbrar estas reproducciones imprecisas). Porque ambas cosas estéticas determinan aquí la anticipación y el genio extraordinarios de El Greco. En una escena nocturna bajo la tenue luminosidad de una luna cegada por nubes macilentas se representa en la obra la centrada figura de Jesús, oculta aquí de la luz astral tras una roca pero que su figura aparece, sin embargo, toda ella iluminada ahora sin sentido... Pero es que un rayo de luz le llegará a Jesús desde el ángulo donde ahora un ángel se sitúa poderoso. Y es entonces cuando se reflejará ese mismo rayo en sus colores: ¡y entonces es cuando esos colores cambiarán...! Pero, no son solo los colores de la divinidad los que vibran ante los ojos del observador. La sugestiva túnica amarillenta del ángel compite aquí con los otros divinos colores encarnados o azules reflejados de antes. Y por todo eso El Greco fue un anticipador y un artista místico extraordinario. Acercaría la creación estética a lo que, mucho tiempo después, llegaría a sublimarse luego en la modernidad artística. Pero también fue un muy decidido y sutil filósofo de todas aquellas verdades trascendentes o espirituales. Esas mismas verdades que están ahora ocultas -o manifiestas- entre todas las cosas representadas y tan bellamente visibles de la obra.

(Óleo La Oración en el huerto, 1595, El Greco, Museo de Arte de Toledo, Ohio, EE.UU; Lienzo La Oración en el huerto de Getsemaní, 1590, El Greco, National Gallery, Londres.)

24 de noviembre de 2014

El romántico gesto de un pintor agradecido y el descubrimiento de otro.



¿Qué peor pesadilla puede sufrir un pintor que llegar a no ver más? ¿Hay algo peor en el mundo para un creador de imágenes artísticas? Esto fue lo que le sucedió al pintor romántico sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857). A los treinta y tres años sufrió una enfermedad cuya consecuencia fue que sus ojos no pudieran ver. Tiempo antes se había marchado muy joven a Madrid, donde ingresaría en la Academia de Arte de San Fernando. Fue uno de los promotores además del efímero Liceo Artístico y Literario de Madrid (1831-1851), una sociedad intelectual que solo duraría veinte años y donde poetas y pintores soñaban con compartir una visión romántica del mundo. Así que, al sentir el pintor que su único sentido de vivir -mirar y ver- podía ir desapareciendo, decidió regresar a su ciudad natal durante el año 1839. Sin embargo, deprimido luego por completo, hasta intentaría suicidarse arrojándose -románticamente- al poético río Guadalquivir. Fue cuando sus colegas, poetas, literatos y pintores, comprendieron que el pintor no podría vivir sin sus ojos. Juntos acordaron colaborar para contribuir al tratamiento que un médico francés ofrecía para su enfermedad ocular. Tiempo después, en el año 1846, decide pintar, una vez curado, una obra con todos los amigos poetas y pintores que habían participado en sanar sus ojos. Eran tantos que mejor los imagina el pintor reunidos y juntos en su estudio de Madrid. Los compone demostrando su gratitud además con el noble gesto de auto-retratarse en la obra: aparece el pintor deteniendo su creación para poder escuchar atento los románticos versos del poeta Zorrilla...

La gran obra, única en el género de un grupo de artistas -en este caso poetas y pintores-, recuperaba la costumbre del barroco holandés donde algunos gremios profesionales se hacían retratar con sus elementos de trabajo. Aquí el pintor lograría crear una atmósfera romántica, donde el poeta Zorrilla lee a los demás. Las palabras no se ven, las presentimos: son las mismas que quisiéramos escuchar de conocidas estrofas o de algún estribillo de nuestra memoria. El pintor debía homenajear a la Pintura también, y lo hizo con el gesto heroico reconociendo a sus amigos con un silencio artístico. Vemos algunos lienzos ubicados en paredes o en caballetes y muestra así algunas obras maestras de la historia. Un estudio imaginado pero donde los cuadros representados son obras de Arte reales, tanto suyas como de otros pintores.

El cuadro de la derecha se titula  El Martirio de San Andrés, una obra manierista realizada por el pintor Luis Tristán (1585-1624). Esta pintura fue una obra de Arte que quedaría olvidada en el silencio resguardado de un museo antillano. Existió la duda sobre su autoría, en algún momento del siglo XX se catalogaría la obra como del pintor Ribera. Sin embargo a mediados de ese siglo se afirmó que era de Luis Tristán, un pintor manierista toledano alumno de El Greco, el único seguidor que tuvo -además de su hijo- el insigne creador cretense. Este lienzo que aparece en la obra de Esquivel tiene las dimensiones que en el cuadro romántico se vislumbra: 279 cm x 173 cm, un inmenso lienzo. ¿Por qué el cuadro dejó de ser conocido de los trabajos de Tristán? La historia cuenta que la obra manierista pertenecía a uno de los amigos del pintor romántico, uno de los poetas que le ayudan en su enfermedad y que el pintor retrata agradecido en su obra -a la derecha de Zorrilla-, don José Güell y Renté. Este poeta, periodista y político español había nacido en La Habana (Cuba) en el año 1818 de padres catalanes. Fue Güell muy activo en política gracias además a su matrimonio -morganático- con la hermana del rey consorte de España, Francisco de Asís de Borbón. 

En el año 1852 dona don José Güell y su esposa Luisa Carlota el cuadro al Colegio de Belén de La Habana, una escuela que pertenecía a la Compañía de Jesús y donde la obra permaneció ajena al mundo. Con la revolución cubana del año 1959 el cuadro de Tristán fue enviado al Museo de Bellas Artes de La Habana, donde se encuentra en la actualidad. Pero nunca una obra de Arte había contribuido tanto a dar a conocer un lienzo, como lo hiciera este romántico cuadro de Esquivel del desconocido cuadro de Tristán. Tampoco nunca un agradecimiento personal había tenido tanta razón de elogiar algo, no solo la de homenajear el maridaje de la poesía y la pintura, sino el de eternizar una obra dentro de otra para reivindicarla. Luis Tristán aprendió de El Greco la forma tan peculiar de componer figuras humanas. Luego derivaría el pintor hacia el Barroco, un estilo diferente al Manierismo de su maestro. En su obra La última cena del año 1620 se observan, sin embargo, los dos estilos juntos. Por un lado el gesto manierista en los personajes, algo propio de El Greco, por otro el acabado naturalista del Barroco en algunos elementos de la escena, como la mesa, el perro, las vituallas o el blanco mantel desplegado mostrando además sus perfectas arrugas.

(Óleo romántico del pintor Antonio María Esquivel, Los poetas contemporáneos, una lectura de Zorrilla, 1846, Museo del Prado; Autorretrato, Antonio María Esquivel, 1856, Museo del Prado; Óleo Nacimiento de Venus -Venus anadiómena-, 1842, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra Nacimiento de Venus, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Detalle de la obra Los poetas contemporáneos, imagen representando la obra El Martirio de San Andrés de Tristán, 1846; Imagen del lienzo original El Martirio de San Andrés, ca.1624, del pintor manierista español Luis Tristán, Museo de Bellas Artes de la Habana; Cuadro La última cena, 1620, Luis Tristán, Museo del Prado; Obra María Magdalena, 1616, del pintor Luis Tristán, Museo del Prado; Retrato de anciano, 1624, de Luis Tristán, Museo del Prado, Madrid.)

23 de diciembre de 2013

Un elogio al más genial de los creadores: la originalidad y audacia de El Greco.



Los grandes pintores de la historia trataron a veces de conseguir aunar comunicación estética con belleza original. Porque, si no, ¿qué otra cosa debiera ser el Arte? Pero, no todos llegarían a conseguirlo. Porque si además transgrede el pintor sutilmente -sin rozamientos desabridos- con la estética más inteligente de todas, o si conmemora la fuerza del amor con la tragedia de la vida, aludiendo tanto al gesto conocido como a la escena confundida, no hubo entonces más que un gran creador que así llegara... Y fue el extraordinario pintor español Doménikos Theotokópoulos, conocido como El Greco. ¿Quién si no? Como casi todos los grandes creadores de la historia, El Greco también repetiría sus obras claramente. Para su óleo Sagrada Familia con la Magdalena pintaría al menos dos obras parecidas. Una en el año 1595, actualmente en el Museo de Cleveland, EEUU; y otra en el año 1613, que se encuentra en el Museo Soumaya de México, D.F. Pero, aunque las dos obras son reflejo idéntico de lo que el autor quiso crear, tienen ambas obras algunas sutiles diferencias. En las dos creaciones hay, sin embargo, una grandeza especial de mensaje estético y espiritual. Veremos así, en ambas obras maestras, por ejemplo, la misma mirada perdida y sugerente de la madre de Jesús.

El creador expresaría así el semblante del ser que sabe ahora que el presagio será cumplido, se quiera o no. Tan distraída en ello está la Virgen que las frutas que le ofrece a su pequeño es solo él ahora quien las mira, airoso ya así para cogerlas. Unas frutas que ella ahora, sin embargo, tomará sin mucha atención entre sus manos. Pero, hay en ambos lienzos otro personaje aún mucho más confuso, el de Magdalena, cuya imagen está ahora junto a la Sagrada Familia. ¡Qué audacia innovadora! ¿A quién, de entre todos los pintores de la historia, se le hubiera ocurrido pintarla en esa escena? Porque este personaje, aquí ligeramente entristecido, no es de la Natividad sino de años posteriores, cuando junto a Cristo adulto caminasen por el mundo y sufrieran sin desvelo la Pasión desgarradora. Sin embargo, El Greco la pintaría justo al lado de la sagrada familia y de su hijo. Y el creador cretense la muestra ahora con una mirada subyugada; una mirada, sin embargo, más acorde con su futuro sometido gesto diferente. Porque la mirada de Magdalena no está ahora aquí perdida o extraviada, como la de María; no, está ahora del todo desolada mientras ella mira, desde lejos, el curioso presagio de saber lo que, luego, se cumplirá con el destino inevitable de sus vidas.  

Qué poder de transmisión de cosas nos ofrecerá El Greco, qué audacia contenida para ofrecer a cada ojo receptor lo que cada ojo quiera ver.  Jamás se enfrentaría el pintor claramente con la teología, ni con el dogma ni con la mitra, aunque supiera utilizar su pintura para decir siempre cosas confusas, inconexas, extrañas o diferentes, tanto como lo fuera así su compleja y elaborada técnica pictórica. Porque el Manierismo greconiano le serviría al pintor español para esconder algunas cosas en sus obras misteriosas. Aquí, como en muchos de sus lienzos, muestra ahora los dedos entreabiertos de algunas de las manos de sus personajes. Por ejemplo, aquí el dedo índice y el dedo medio están exageradamente separados en la mano de Magdalena. Son sus curiosas cosas expresivas, es su especial técnica manierista, esa manera artística de hacer Arte que nos utilizará a nosotros para mirar ahora la obra sin saber qué es lo que quiso, verdaderamente, representar el pintor así con esas extrañas formas estéticas. 

Qué Sagrada Familia más desconcertante ésta, qué poco convencional o devocional sagrada familia para ser realizada en el temprano año 1613. Pero, es genial, sin embargo, todo ese desenlace artístico manierista. Porque, ¿qué hace al Arte el mejor modelo universal de expresión de las cosas del mundo? Sólo estos creadores especiales fueron unos pintores que, como El Greco, supieron combinar con elementos serenos -con belleza sosegada- las diversas y variadas semblanzas sugerentes del mundo espiritual más terrenal del ser humano. Porque aquí la pasión del dolor premeditado se adivina...; porque aquí el gesto de la soledad se muestra ahora sutil en la figura de una Magdalena tan desubicada... Porque aquí además la figura marginal de un José entregado se acompaña ahora, sin embargo, de un fascinante cielo nebuloso tan lleno de grises, tan rudo y deslucido, como en todas sus geniales obras manieristas subyugantes. Porque sólo aquí el pequeño niño dios y su inocencia vibrarán -si acaso- más ingenuos y seguros que los otros sagrados personajes evangélicos. Aunque, eso sí, tan ajeno ahora el pequeño dios a sus designios divinos como a los humanos gestos terrenales de la turbación, de la aprensión, o del futuro sobresalto más inevitable.

(Óleos todos de El Greco: La Sagrada Familia y la Magdalena, 1613, Museo de Soumaya, México, D.F.; La Sagrada Familia con la Magdalena, 1595, Museo de Cleveland, USA; Sagrada Familia, 1588, Museo del Hospital de Santa Cruz, Toledo, España; Sagrada Familia, 1585, Hispanic Society, Nueva York.)

6 de junio de 2013

El creador más espiritual compuso, sin embargo, su obra más sensitiva posible.



¿Cómo pudo El Greco crear algo tan sobrenatural desde presupuestos estéticos tan sensitivos o terrenales?  Pues gracias al Manierismo y su alarde misterioso, que el pintor consiguió alcanzar a unos niveles no antes, ni después, superados en el Arte. ¿Cómo crear una sinfonía sagrada de lo incognoscible como si fuera una mitología terrenal de lo más cercano? El Greco fue uno de los pintores más especiales que hayan existido, dominó su técnica manierista con genialidad y expuso el significado más misterioso de lo que es pintar un cuadro. De lo que es crear -representar en una imagen una idealización original y misteriosa de un objeto, místico o no-, con equilibrio geométrico y colorista, la narración más inasequible a la belleza estética que se pueda asimilar, una narración expresada ahora con asombro, belleza y contraste artístico. Cuando le encargaron en el año 1586 componer la leyenda del milagro del entierro del conde de Orgaz (siglo XIV), sólo sabía el pintor la leyenda que contaba cómo dos santos, san Agustín y san Esteban, habían bajado del cielo para ayudar a enterrar a un conde castellano. Pero, ¿cómo combinar todo eso con misticismo, historia, piedad o arrebato sensible? ¿Cómo hacerlo magistralmente además? ¿Cómo crear una inspirada y genial obra de Arte y no realizar solo un mero retrato hagiográfico? 

Para comprender la obra -situada en una de las paredes de una capilla de la iglesia toledana de Santo Tomé- requiere entenderse dos milagros representados: el que muestra el pintor en su escena inferior -el entierro mundano del conde- y el que se oculta, y se descubre estéticamente, más arriba, con su espléndido, sagrado y mágico cosmos iconográfico. Dos mundos están ahí representados, el espiritual y el terrenal, y se superponen los dos además sin solución de continuidad. No están juntos pero tampoco separados. El alma del conde recorre la inexistente frontera entre esos mundos como un neonato ahora entre los brazos del ángel que lo eleva hacia la Madre celestial. No se cruzan ahora las miradas humanas del mundo terrenal con las del mundo celestial de arriba. Desde la lúgubre tierra mortecina sólo algún rostro se atreve y mira hacia arriba distraído. Los demás no miran nada en concreto, muestran ahora su mirada perdida o enajenada entre las sombras acrisoladas de un milagro por hacerse.  Sólo una figura terrenal -el modelo retratado como Alonso de Covarrubia, amigo del Greco- es el único personaje que mira hacia el cadáver del conde amortajado -¿el verdadero protagonista de la obra?- en su postrado túmulo funerario. Pero existe una mejor descripción, muy peculiar y literaria de esta misteriosa obra de El Greco, la que creo sintetiza aún más su sentido auténtico más terrenal. La escribió en el año 1902 el escritor español Pío Baroja en su novela Camino de Perfección:

Él no creía ni dejaba de creer. Él hubiese querido que aquella religión tan grandiosa, tan artística, hubiese ocultado sus dogmas, sus creencias y no se hubiese manifestado en el lenguaje vulgar y frío de los hombres, sino en perfumes de incienso, en murmullos de órgano, en soledad, en poesía, en silencio. Y, así, los hombres, que no pueden comprender la divinidad, la sentirían en su alma, vaga, lejana, dulce, sin amenazas, brisa ligera de la tarde que refresca el día ardoroso y cálido. Y, después, pensaba que quizá esta idea era de un gran sensualismo y que en el fondo de una religión así, como él señalaba, no había más que el culto de los sentidos. Pero, ¿por qué los sentidos habrían de considerarse algo bajo siendo fuentes de la idea, medios de comunicación del alma del hombre con el alma del mundo? Pero, al salir de la iglesia a la calle, se encontraba sin un átomo de fe en la cabeza. La religión producía en él el mismo efecto que la música: le hacía llorar, le emocionaba con los altares espléndidamente iluminados, con los rumores del órgano, con el silencio lleno de misterio, con los borbotones de humo perfumado que sale de los incensarios.

Pero que no le explicaran, que no le dijeran que todo aquello se hacía para no ir al infierno y no quemarse en lagos de azufre líquido y calderas de pez derretida; que no le hablasen, que no le razonasen, porque la palabra es el enemigo del sentimiento; que no trataran de imbuirle un dogma; que no le dijeran que todo aquello era para sentarse en el paraíso al lado de Dios, porque él, en su fuero interno, se reía de los lagos de azufre y de las calderas de pez, tanto como de los sillones del paraíso. La única palabra posible era amar. ¿Amar qué? Amar lo desconocido, lo misterioso, lo arcano, sin definirlo, sin explicarlo. Balbucir como un niño las palabras inconscientes. En otras ocasiones, cuando estaba turbado, iba a Santo Tomé a contemplar el Enterramiento del Conde de Orgaz... y le consultaba e interrogaba a todas las figuras.


(Detalle de la obra maestra de El Greco, El Entierro del conde de Orgaz, 1587, Iglesia de Santo Tomé, Toledo; Óleo completo y detalles del mismo.)