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28 de diciembre de 2020

La premonición de Seurat no fue la técnica elegida sino la forma en que la sociedad acabaría convirtiéndose.


 El Impresionismo había surgido apenas quince años antes de que Seurat compusiese su obra premonitoria. Había surgido el Impresionismo de la visión rupturista de los pintores por mostrar una parte del mundo, esa que nunca antes nadie se habría detenido a exponer en un cuadro. ¿Qué visión era esa tan deconstruida? Pues la del momento fugaz añadido a cualquier evento del mundo mínimamente relevante. Porque todo lo representado antes habían sido o la vitalista escena humana prodigiosa o la grandiosa natural de un paisaje del mundo. Nunca se había fijado en una obra la parte del mundo que no tenía nada importante que describir. Nada importante excepto esa forma luminosa que ahora vibraba insigne en un lienzo impresionista. Era ahora lo importante el medio transmisor, no el emisor ni el receptor en lo visible del mundo. Era todo lo que antes no se paraba nadie a mirar... Los pintores impresionistas hicieron la revolución estética más radical que se pudiera crear en aquellos años del siglo XIX. Con ellos se acabaría de golpe el sentido, se acabaría el mensaje, se acabaría el contenido, se acabaría todo por lo que antes los creadores habían mostrado la pasión estética más arrebatadora: el mayor éxtasis artístico de lo más grandioso. Así que ahora, a cambio, cuando los seres humanos, cansados de la agitación de la imagen artística grandiosa, fueron a buscar la más sosegada, distante, elusiva, marginal, evanescente o sesgada imagen que se pudiera obtener del mundo, alcanzaron a componer la estética más exitosa que un incipiente Arte moderno pudiera hacer por entonces. El Impresionismo fue el Arte moderno de la segunda mitad del siglo XIX. El rechazo fue absoluto por los críticos y el público, nadie pensaría por entonces (1870) que ese Arte marginal pudiera siquiera progresar. Sin embargo, los impresionistas nunca se desanimaron y llegaron a evolucionar con múltiples variaciones de su propio estilo. 

Georges Seurat (1859-1891) fue uno de esos innovadores impresionistas que se obsesionaron con el modo en que el color se representa en un lienzo. Los colores, antes de los impresionistas, se habían compuesto y preparados en la propia paleta por los pintores. Antes de que el color final decidido se fijase en el lienzo se obtenían sus resultados en la paleta, nunca en el cuadro, ni, por supuesto, en el ojo del espectador... Esto último fue lo que el Impresionismo lograría verdaderamente: que los ojos del receptor de una obra fueran el agente efectivo del resultado final de la tonalidad de cualquier parte del mundo. Seurat iría mucho más allá todavía. Entendería el original artista que la composición de una obra de Arte no tenía nada que ver con las formas geométricas tradicionales: ni con las líneas, ni con las gradaciones, ni con las manchas, ni con las pinceladas ni con las matizaciones. Tan sólo con el punto geométrico... Así que ahora con los puntos y sus colores representados se formarían la trama, la forma, la audacia artística y la expresión más determinada de una impresión estética. El Puntillismo, sin embargo, no fue más que una innovación pasajera en el Arte, no consiguió más que una novedad técnicamente curiosa. Fue la adaptación científica de los colores y sus combinaciones para obtener una creación impresionante. Pero, a diferencia de lo que Leonardo da Vinci había teorizado ya en el siglo XV, el Puntillismo de Seurat revolucionaba el sentido estético de los colores absolutamente. Lo hacía ahora con el tiempo, un elemento impresionista por excelencia, pero, también con el espacio. Con el Puntillismo de Seurat había que alejarse lo bastante para no confundir el color con los puntos geométricos, la técnica con el objeto final, o el sentido inexistente con la forma estética.  A diferencia del Impresionismo, el Puntillismo era formal o plásticamente más geométrico, más equilibrado, aséptico y rígido antropomórficamente, muy desnaturalizado. Así logró el pintor Georges Seurat en el año 1886 finalizar una obra paradigmática del Neoimpresionismo puntillista, Una tarde de domingo en la Grande Jatte. La técnica puntillista aquí es totalmente visible, no la oculta el creador francés con nada que pudiera dejar de sentir aquel espíritu innovador de una forma equilibrada y científica. 

Una modernidad muy avanzada fue el Puntillismo de Seurat, una técnica impresionista que aturdió en los años finales del siglo XIX. Sin embargo, no prosperaría en el Arte. Los pintores postimpresionistas ganaron, finalmente, la batalla a los neoimpresionistas. Cuando los impresionistas más díscolos, los postimpresionistas, descubrieron la emoción del momento, no solo su evanescencia sino su emoción más humana, obtuvieron la aceptación artística más elogiosa, aunque ésta nunca la tuvieron en vida. Fue el caso de Van Gogh, de Gauguin, luego de Cezanne. Pero antes de eso, apenas unos años antes, el pintor más entusiasmado con la forma coloreada causada por multitud de puntos, consiguió llevar a cabo la premonición más profética de todas las habidas en la historia del Arte. Y no fue por la composición asimétrica de la obra, ni, tampoco, por su estática forma milimétrica de componerla. Tampoco lo fue por la sensación de quietud o calma. No lo fue por su perspectiva cónica, tan profunda y desentonada. No lo fue tampoco por la crítica social a unas maneras burguesas hipócritas, como la que se pueda deducir de la acompañante femenina (con la extravagancia del mono domesticado, algo que se asociaba entonces a una prostituta) del caballero altivo del primer plano. No lo fue, del mismo modo, por el contraste de diferentes clases sociales, unidas por el instante estético compartido en la sombra. No lo fue tampoco por el sombreado de una parte del lienzo, la más cercana al espectador, opuesta a la de atrás, símbolo tal vez de una sociedad más atribulada frente a otra más animosa (los colores cálidos muestran en el Puntillismo, decía Seurat, más alegría frente a los fríos, que designan un seco histrionismo). No, no fue por todo eso por lo que el pintor neoimpresionista se adelantara, con su premonición estética, a lo que sería la sociedad muchos años después: una sociedad sin atisbos de comunicación física, sin emociones, sin desencanto siquiera, sin mezcolanza, sin masificación. Con distanciamientos, con soledad compartida, con la languidez obtusa de la meditación subjetiva de cada uno de los detenidos miembros de la misma. Así la presintió Seurat sin proponérselo, sin entenderlo entonces, solo con los alardes pictóricos de su audaz técnica. Con los atributos estéticos desasosegados e inquietos de una representación premonitoria, de una profecía terriblemente autocumplida, unos ciento treinta y cuatro años después...

(Óleo sobre lienzo Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, 1886, del pintor neoimpresionista francés Georges Seurat, Instituto de Arte de Chicago.)


17 de diciembre de 2013

La creación dentro de la creación o cuando el autor inmortaliza dos veces el Arte.



¿Qué le llevaría al pintor francés Georges Seurat (1859-1891) a pintar una parte de una de sus obras dentro de otro cuadro suyo, aunque fuese ahora -magistralmente- sólo una parte oblicua de aquélla? Este creador neoimpresionista quiso siempre ser muy original y elaborado en su trabajo, delimitando cada artificio pictórico con una nueva plástica perfección milimétrica. En su época estaba ya triunfando absolutamente el Impresionismo, pero él consideraba esta tendencia demasiado intuitiva o azarosa, nada determinada a como, entendía él, todo Arte debería componerse para poder serlo. Y serlo era disponer de la medida perfecta y, por tanto, de la cantidad correcta de precisos elementos unitarios representados de una determinada forma y color. Y así fue como el Puntillismo llegaría a ser una tendencia artística impresionista, aunque por muy poco tiempo, para llegar a sorprender con su nuevo alarde tan modernista. Cuando compone en el año 1886 una de sus obras más representativas, Tarde de domingo en la grande Jatte, los críticos argumentaron la frialdad de sus paisajes y la falta de vitalismo de sus figuras tan despersonalizadas. Así que Seurat, decidido a demostrar lo contrario, al año siguiente crearía su otra obra puntillista Las modelos. Quiso demostrar ahora la viveza del cuerpo desnudo femenino con la perfección estilística de su recurso tan modernista. Pero, no pudo menos que reivindicar además su otra obra puntillista del año anterior. Así que la pintaría de nuevo, parcialmente y en un segundo plano de la obra, para dejar claro así que la creación no puede ser vista con los ojos del prejuicio artístico, sino comprendida con los ojos racionales de la nueva impresión.

Pero es que la creación dentro de la creación ha sido un recurso muy utilizado en la historia del Arte. A veces exageradamente. Como el que llevara a David Teniers (1610-1690) a pintar no una ni dos, sino decenas de obras dentro de una gran creación pictórica barroca. La reproducción de obras de Arte dentro de una creación final puede tener diferentes interpretaciones. Una es la de Seurat, es decir, aquella en la que el autor desea destacar alguna obra suya particularmente. Pero otra es cuando el pintor desea ahora destacar la de otro autor o autores diferentes. Aquí pueden haber dos posibles resultados: el que la obra reproducida dentro de otra obra sea fiel a la de su original creador o que no lo sea. Porque el creador final, el último, es el que la pinta ahora de nuevo no el que lo hizo entonces. Y es por lo que el pintor atrevido -el último- puede decidir ahora justamente ser o no fiel al original. En este caso fue una generosa muestra de aprecio lo que hizo Teniers en su gran lienzo de la galería de pinturas al ser, ahora, muy fiel a sus colegas. Pero no ser fiel en absoluto también lo es.  En estos casos hay también parte de generosidad, porque no hay que olvidar que, en estos casos, probablemente sea aún mucho mayor la genialidad que en el otro. Y es mayor porque lo que el creador siempre debe hacer es crear y no copiar. La maestría de Teniers consistió en realizar su obra utilizando lienzos de otros pintores como partes elementales de su composición. Hay genialidad en esto, sobre todo por la gran cantidad de lienzos retratados en su obra. Pero Vermeer (1632-1675), sin embargo, hizo otra cosa diferente. Representaría en su óleo Alegoría de la fe una crucifixión del pintor flamenco Jacob Jordaens, pero entonces esta obra traspasada no fue para nada fiel a su original. Y, después de pensarlo, entiendo que debe ser así mejor el resultado, que la no fidelidad a la obra existente no se trata de no generosidad o desprecio sino de todo lo contrario. Porque para ver la obra original no hace falta más que ir a un museo o verla en una imagen reproducida. Además, haberla copiado puede crear una controvertida e inútil comparación. Pero Vermeer sólo la expuso narrativamente en su cuadro, algo desdibujada y muy diferente al original, adelantándose así a su tiempo como un alarde por entonces muy expresionista para representar, gráficamente, la visión tan solo esbozada de otra cosa.

En su Galería de Pinturas el pintor flamenco Teniers reproduce audazmente obras de grandes maestros del Arte. Aparecen en su obra cuadros de Tiziano, de Giorgione, de Tintoretto, del Veronés, de Leonardo, etc... Y todos los reprodujo con enorme responsabilidad, ya que, a diferencia de Vermeer, Teniers no pintaría una creación diferente utilizando una obra ajena para, secundariamente, adornar otra. No. Ahora Teniers crearía una gran obra cuyo único sentido son las propias obras retratadas. Algo muy diferente. Y en eso estuvo su genialidad. Uno de los cuadros retratados en su enorme lienzo es la obra Diana y Calisto del pintor Tiziano, la obra más grande que pinta Teniers en su lienzo y que se ve ahora de frente y centrada. Pero, ¿cuál fue la elegida por Teniers de las dos obras que, de ese mismo título, pintara Tiziano? Porque este pintor veneciano pintaría dos obras parecidas con ese mismo título y temática. Una de ellas fue la creada en el año 1559 para el rey Felipe II de España. Era una obra inspirada en la serie Metamorfosis del escritor romano Ovidio. El lienzo permanecería en la corte española hasta que el rey Felipe V en el año 1704 lo dona al embajador francés. Pasaría luego a los duques de Orleans que la terminan vendiendo en la sangrienta Revolución francesa, antes de ser guillotinado en el año 1791 uno de sus duques. La adquieren entonces unos aristócratas ingleses que la mantuvieron en sus salones egregios hasta que, finalmente, fue vendida a la National Gallery de Londres. Pero, sin embargo, esta obra no fue la pintura que reprodujo Teniers en su Galería de Pinturas.

El pintor flamenco compuso su gran obra en el año 1653 basada en una galería de pinturas existente en Bruselas, la del archiduque Leopoldo Guillermo de Habsburgo, que aparece retratado además. Fue la pintura un regalo para su primo -otro Habsburgo- el rey Felipe IV de España. Es decir, que crea Teniers en su obra todas las pinturas que este archiduque poseía en su colección flamenca. Pero si existía una obra llamada Diana y Calisto de Tiziano en la corte española, ¿fue ésa la que retrata entonces? No, fue otra Diana y Calisto que Tiziano realiza en el año 1566 para el tío-abuelo del archiduque, el emperador Maximiliano II de Habsburgo. Esta es la obra que aparece en la gran creación barroca de Teniers y no la otra. Curiosamente, la otra obra es la mejor creación artística de las dos, la cual llegaría a cotizarse por muchos millones de euros cuando la adquiere la National Gallery. Pero el realizar obras parecidas es otra curiosidad del Arte, ya que nunca los artistas crean, en sus duplicadas obras, lienzos exactamente iguales ni en su composición ni en su calidad artística ni en su magisterio. Siempre habrá alguna diferencia, algún añadido o alguna variación artística. El caso es que la obra de Tiziano inmortalizada por Teniers dentro de su creación del año 1653 es la otra versión que aquel hiciera en el año 1566. Obra de Arte que hoy guarda entre sus muros el Museo de Historia del Arte de la ciudad de Viena, aquella metrópoli austríaca y vetusta desde la que los Habsburgo mantuvieron su anacrónico y debilitado sacro germánico imperio europeo.

(Óleo El archiduque Leopoldo Guillermo en su Galería de Pinturas, 1653, David Teniers el joven, Museo del Prado; Obra Diana y Calisto, 1559, de Tiziano, National Gallery, Londres; Cuadro Diana y Calisto, 1566, de Tiziano, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria; Óleo La Crucifixión, 1622, de Jacob Jordaens; Óleo de Vermeer, Alegoría de la Fe, 1674, Metropolitan de Arte, Nueva York; Obra Tarde de domingo en la grande Jatte, 1886, Georges Seurat, Chicago, EEUU; Cuadro de Seurat, Las Modelos, 1887.)

22 de junio de 2012

Lo que centrará nuestra atención de una imagen o lo que el Arte determinará nuestra mirada.



¿Por qué miramos algo más o antes que otra cosa? Los creadores diseñarán su pequeño universo creativo determinando qué cosa debe ser objeto de nuestra atención más ineludible. ¿Cuál debe ser  el motivo  central de una obra o hacia dónde debe dirigir antes el observador su mirada? ¿Dónde centrará la atención el creador entonces para expresar mejor eso?, ¿qué cosa hará primar antes en su creación?, ¿qué sentido principal gobernará la mirada con la que miremos ahora el cuadro? Todas estas cosas nacen de la inicial inspiración artística del creador. El motivo principal es la mágica y artificial manera de seducir ante lo desconocido que el Arte y sus creadores aprovechen. Unas veces los creadores representarán el motivo principal albergando la mayor parte del escenario creativo con algo exótico. En estos casos el pintor alcanzará -o no- una sutil genialidad al compartir esa parte atrayente o exótica con el sentido fundamental de la obra. Eugene Delacroix consigue en Jaguar atacando un caballo hacer fijar nuestra mirada en el felino amenazador y sorprendente de su obra. Junto al jinete forman en la romántica obra un solo cuerpo iconográfico destacable. Proyectan así, sin distracción alguna, la figura emblemática estética principal del lienzo romántico que completará y justificará la obra. 

En otras ocasiones el pintor no deja otra opción que mirar lo único que hay en su obra, aunque ello no atraiga inicialmente ahora la mirada especialmente. Porque todo lo demás es ahora aquí la nada. Como en esta creación modernista de Dalí, una obra de Arte impropia de él por su aparente clasicismo y claroscuro propios de otras tendencias anteriores. Pero aquí el pintor surrealista nos fuerza a no distraernos con ninguna otra cosa que no sea el único objeto representado. Sin embargo Dalí no decepciona. El original pintor español siempre trataría de sorprender con sus creaciones originales. En su desconocida obra Mejor la muerte que la deshonra determinaría el pintor que los ojos del espectador conecten pronto con su mente cognitiva. Hacerlo es fácil ya que al no distraer con otra cosa alcanzaremos a desvelar el misterio surrealista de ese hallazgo. Luego Goya nos representa una majestuosa escena -de una época donde la enseñanza se lastraba con el castigo- compuesta con partes diferentes de un mismo concepto iconográfico: el aula dieciochesca de una escuela infantil. Aquí una multitud de niños representan parte del universo de la obra, porque es el maestro ahora, descentrado, hierático y distante, el que justificará la sentencia tan grotesca del mensaje artístico. Pero no es éste ni los niños ni el aula oscurecida lo que nos atraiga ahora la mirada; no, es el trasero descubierto del alumno castigado. Aquí Goya nos desnudará, sin embargo, a todos nosotros, a los que estamos viendo sorprendidos su misteriosa obra.

Más adelante vemos una obra del pintor Thomas Cole, un pintor que usaba el paisaje para destacar otras cosas diferentes al mismo. En su lienzo El buen pastor dibuja las figuras bíblicas de unos personajes sagrados, pero ahora empequeñecidos frente a la grandiosidad, sin embargo, del maravilloso paisaje. A pesar de la espectacularidad del entorno natural, sólo son ahora aquellos personajes quienes absorban aquí la mirada del espectador. Después observaremos los lienzos postimpresionistas e impresionistas de Seurat y Renoir. En el caso de Seurat vemos una obra que distingue claramente unas figuras atrayentes. Estas son las que aparecen en primer plano, algo lógico. Pero, sin embargo, las figuras secundarias están ahora  aquí más iluminadas, proyectadas por la luz del sol mucho más que las otras figuras, las aparentemente principales -estas más sombreadas-, en un efecto magistral que las representará majestuosas y justificadoras ante todo lo demás. Pero es Renoir, el gran maestro impresionista, quien consigue la genialidad más asombrosa con nuestra mirada en su obra El molino de la Galette. Con este grandioso lienzo obtuvo el creador francés algo muy difícil de conseguir en una pintura multitudinaria llena de personajes diferentes y situados en distintos planos. Todos ellos se ven ahora aquí iguales frente a todos, todos son importantes en la obra, ninguno destacará así por encima de nadie. Nuestra mirada está ahora absorbida en cada rostro y silueta, en cada forma, gesto o sensación humana retratada. Es la inspiración creativa más elaborada y genial que consigue aquí el creador impresionista: no centrar ahora nuestra mirada sino en el conjunto de la obra, en la multitud completa, en todos y en cada uno de ellos, seres que, anónimamente, serán ahora lo único y lo más importante.

(Óleo del pintor romántico francés Eugene Delacroix, Jaguar atacando un caballo, de 1855: Cuadro Mejor la muerte que la deshonra, 1945, del pintor surrealista Dalí, Fundación Gala-Dalí, Figueras, España; Lienzo de Goya, La letra con sangre entra, 1777, Museo de Zaragoza, España; Óleo El buen pastor, 1848, de Thomas Cole; Cuadro puntillista de Seurat, Tarde de domingo en la isla de la grande Jatte, 1884, Museo de Chicago, EEUU; Óleo de Renoir, El molino de la Galette, 1876, Museo de Orsay, París.)

7 de enero de 2012

La argucia ante la probidad y el hallazgo ante la ofensa: el fauvismo de Matisse y el olvido de un creador.



Al ver por primera vez la Alhambra granadina, el pintor francés Henri Matisse (1869-1954) escribiría en el año 1910 a su mujer: Estoy contento de haber visto Granada. La Alhambra es una maravilla. Ahí he sentido mi más grande emoción. Un amigo español de Matisse, el también pintor Francisco Iturrino, le había recomendado hacer un viaje por España, particularmente a Andalucía, entre los años 1910 y 1911. Seis años antes, en 1904, Matisse había compuesto una obra influida ahora por el Puntillismo -una forma peculiar de postimpresionismo-, pero, sin embargo, desbordantemente colorista y muy diferente por la simplicidad y la sutileza de sus trazos. Matisse titularía la creación pictórica como Lujo, calma y Voluptuosidad, unas líricas palabras que fueron parte de un verso, compuesto cuarenta años antes, por el poeta decadentista Baudelaire: ¡Hija mía, mi hermana, piensa en la dulzura de ir a vivir juntos allí! ¡Amar sin cesar, amar y morir en ese país a ti parecido! Los soles mojados, los cielos nublados, para mi alma tienen los encantos tan misteriosos de tu traidora mirada, brillando a través de tus lágrimas. Allá todo es orden y belleza, lujo, calma y voluptuosidad.

Expuesta la obra en París en el año 1905, sus fuertes colores alarmaron los ojos de un público acostumbrado al suave fluir de las obras de antes. Así que los críticos que descubrieron el espectáculo de color abigarrado no supieron más que calificar la obra como una pintura llena de fiereza, de una fiereza febril, agresiva y ofensiva. De ahí el término que acabaría por denominar ese nuevo estilo artístico, fauve, fiereza en francés: Fauvismo. Pero nadie supo por entonces entender que todo eso acabaría por convertirse pronto en el estallido más revolucionario en la historia del Arte. Ese nuevo estilo generaría una belleza cromática que conseguiría atraer a muchos otros creadores en los siguientes años. Muchos acabarían por utilizar esta nueva tendencia para manejar los colores con la libertad que nunca ellos habrían imaginado antes. Algunos comprendieron que lo que habían querido hacer antes con los colores era lo mismo que ahora se estaba consiguiendo hacer con esta tendencia. Y hallaron que eso era el fauvismo, lo mismo que sus espíritus artísticos habrían deseado hacer antes, ignorantes entonces de que pudiera existir algo así en el Arte. Pero, finalmente acabarían por hallarlo en el Fauvismo.

El pintor Francisco Iturrino González (1864-1924) fue uno de ellos. Viajaría el pintor español hasta Bélgica sin saber muy bien qué encontrar ni dónde. Allí estudiaría pintura y se acercaría a la Flandes histórica y contemporánea del Arte. Luego llega a París, ¡y descubriría a Matisse!, y entonces su vida cambiaría para siempre... Siente el pintor que puede llegar a crear lo que nunca antes supuso saber cómo hacerlo. Sin embargo, su vida acabaría siendo un intento malogrado tanto en lo personal como en lo artístico. Varios de sus hijos y su esposa fallecieron antes que él. Más tarde, llegaría a padecer una enfermedad que acabaría con su vida sin llegar a ser reconocido como artista. Nunca fue reconocida su obra ni pudo vivir de ella, entusiasmado, sin embargo, al encontrar al fin toda aquella inspiración cromática que tanto le apasionara.

Cuando la diosa griega Hera descubriese que el dios Zeus -su esposo- sentía una ardiente pasión por la bella Ío, acabaría transformando a la ninfa en una indeseada y nada erótica ternera blanca. Para estar segura Hera de que el dios no la volvería a transformar en una bella amante lujuriosa, le encargaría al gigante Argos que la vigilase día y noche. El gigante poseía además de una fuerza extraordinaria una visión permanente y poderosa. Pero, sobre todo, disponía Argos de una personalidad fiel y confiada para con su diosa. Fue un eficaz servidor de Hera, ya que sus cien ojos le permitirían estar siempre atento a todo lo que pasara a su alrededor. Así que la diosa, segura de su elección, pensaría confiada en que Argos guardaría a la transformada y antes hermosa Ío. Pero el astuto Zeus no dejaría que nada se interpusiera en su deseo. Mandaría llamar al hábil y taimado dios Hermes para conseguir vencer al gigante Argos. ¿Pero, cómo podía vencer Hermes algo que no descansaba nunca, gracias a mantener la mitad de sus cien ojos despiertos mientras la otra mitad dormía? Sólo se le ocurrió una sencilla estratagema: se disfrazaría Hermes de pastor y engañaría al gigante con la serena intención de contarle mil historias aburridas. Acabaría así por conseguir que Argos cerrara, por fin, inofensivamente todos sus ojos permanentes.

La diosa Hera (Juno en la mitología romana) quiso recordar para siempre la memoria del abnegado gesto de su leal sirviente. Cuando le entregan la cabeza de Argos degollada por el decidido Hermes, dedicaría Hera todo el tiempo preciso en quitarle, uno por uno, los cien ojos mortecinos al gigante para colocarlos, vibrantes, en el plumaje desplegado y hermoso de un bello Pavo Real. Así homenajearía la diosa el recuerdo más vivo de aquel que muriera confiado en sus poderes. El pintor flamenco Rubens inmortalizaría en su cuadro Juno y Argos la tierna escena mitológica. Porque así aparece la diosa griega, ferviente y dulce tomando ahora entre sus manos los cien ojos de Argos. La magnífica obra ilustra una composición extraordinaria: aparece el cuerpo degollado del gigante a los pies de la diosa como el gesto fiel de un servidor leal. Exhibe Argos una pose confiada, recordándosele así en la obra que murió por hacer lo que debía. La diosa reconoce su leal entrega sacrificada porque Argos había conseguido hacer algo muy virtuoso: ser el más leal de los servidores. Decidida y orgullosa, no entiende la diosa mejor recuerdo para la memoria de Argos que mantener la visión de sus ojos entre las bellas alas de un Pavo Real. Aunque nadie supiese nunca de quiénes fueron esos ojos y por qué alguna vez fuesen entregados bellamente. Y  así esta leyenda es ahora también como una metáfora, como un augurio estético de lo que le sucediera al Arte clásico como consecuencia del advenimiento del Arte moderno...

(Obra fauvista de Henri Matisse, Odaliscas, 1928, Suecia; Óleo del pintor barroco Rubens, Juno y Argos, 1611; Cuadro El Paseo, del pintor simbolista -influido por fauvismo- Franz von Stuck; Autorretrato, del pintor español Francisco Iturrino, 1903; Lienzo de Henri Matisse, Lujo, calma y voluptuosidad, 1904, París; Óleo fauvista Concierto moruno, 1912, del pintor Francisco Iturrino; Cuadro del pintor Francisco Iturrino, Can-Can, 1898; Óleo fauvista La bailarina, 1906, del pintor André Derain.)

17 de marzo de 2011

La identidad transformada, su esencia permanente, las ruinas y el Arte.



En la tarde del 29 de julio del año 1773 se produjo un movimiento sísmico en la capital de la Capitanía General de Guatemala. La fuerza del terremoto fue tan grande que acabaría destruyendo muchos de los edificios de la ciudad, llamada desde su fundación siglos antes Santiago de los Caballeros de Guatemala. Según cuenta la historia, cuatro días después del terremoto el Capitán General, don Martín de Mayorga, presidió una Junta General para tomar las decisiones adecuadas sobre los daños ocasionados por el seísmo. Acudieron a ella las autoridades civiles y eclesiásticas, ésta última representada por el entonces arzobispo de Guatemala, don Pedro Cortés y Larraz, nacido en Belchite, Zaragoza, en el año 1712. Don Martín de Mayorga era partidario de desmantelar y abandonar la ciudad trasladándola a otro lugar lejos de allí, pero se encontró con la dura, tajante e inflexible oposición del arzobispo Cortés. Como resultado de esa reunión, se decidió comunicar al rey Carlos III y al Consejo de Indias de la situación tan peligrosa de las edificaciones y de la necesidad de levantar una ciudad en otro lugar, lejos de los volcanes que rodeaban la antigua capital dañada de Guatemala.

En diciembre de ese mismo año hubo una repetición sísmica, algo que reforzó la posición de los que apoyaban el traslado de la ciudad. En enero del año 1774 se acabaría aprobando por el Consejo de Indias un traslado interino, eventual, de toda la ciudad guatemalteca. Ahora no se trataba ya sólo de levantar una nueva ciudad a decenas de kilómetros de allí, lo que se cuestionaba era la supervivencia de la antigua población. El arzobispo lucharía durante años enviando misivas a Madrid, a la corte, al rey, a los obispos, al Consejo, a todos, para evitar el desmantelamiento de lo que quedaba de aquella hermosa y antigua ciudad guatemalteca, fundada además allá por el año 1543. En el año 1777 don Martín de Mayorga estaba tan presionado por el obispo Cortés, que llegaría a escribirle al mismísimo rey la siguiente apelación: Difícil es describirle a su Majestad los estragos que ocasiona la inflexibilidad de este caballero y el empeño que ha contraído para atraerse a los demás a su causa. Sin embargo, el arzobispo don Pedro Cortés y Larraz tuvo que acabar abandonando su ciudad con destino a España, ante la resolución firme y definitiva de la Corona. Acabaría sus días en la diócesis de Tortosa, falleciendo en el año 1787 en Zaragoza sin volver a ver su antigua ciudad desmantelada.

En el año 1779 el nuevo virrey de la Nueva España, Bernardo de Gálvez, ordenaría el desalojo y la total demolición de la ciudad antigua de Guatemala. Afortunadamente, años después, esas órdenes no acabaron por cumplirse del todo. Y, con el tiempo, la antigua ciudad se convirtió en un enclave mantenido y conservado por algunos criollos y otros colonos nacidos allí. Esto permitió que siguiera existiendo la antigua ciudad a unos cuarenta kilómetros de la Nueva Ciudad de Guatemala, la actual capital del país. En el año 1979, casi doscientos años después de aquellos hechos, la vieja ciudad, la llamada Antigua de Guatemala, fue declarada por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad. En filosofía se entiende por identidad la relación que mantiene cada cosa consigo misma. Sobre todo la identidad cualitativa, la esencial, la que tiene que ver con sus elementos más intrínsecos, con lo que es algo en sí, sin tener en cuenta la simple y superficial apariencia. Sin embargo, cuando se define una igualdad, cuando dos cosas son idénticas, en matemáticas por ejemplo, se acepta que los dos miembros deban ser iguales. Pero, también cuando en una misma organización sus miembros cambian, son ahora otros, aquella organización sigue siendo la misma de antes, sigue teniendo su propia identidad... A esta curiosa paradoja se le ha dado en llamar Paradoja de Teseo.

El famoso barco con el que el héroe mitológico Teseo regresó de Creta con los jóvenes rescatados del Minotauro, fue conservado durante muchos años por los atenienses en dique seco. Éstos mantenían el barco reponiendo las tablas estropeadas por otras nuevas. Entonces, algunos filósofos discutieron sobre la identidad de las cosas... Mientras unos argüían que el barco de Teseo seguía siendo el mismo, otros defendían que ya no lo era. La cuestión aparecía de este modo: si se hubiesen sustituido todas las tablas del barco, ¿estaríamos ante el mismo barco de Teseo? Y si las maderas antiguas, las sustituidas después de haberse almacenado, se hubieran utilizado para hacer otro barco, ¿cuál sería, de serlo alguno, el original, el auténtico barco de Teseo? El escritor británico Douglas Adams (1952-2001) escribiría en el año 1991 su obra Mañana no estarán: en busca de las más variopintas especies de animales al borde de la extinción. En su ensayo literario escribiría el autor británico: Una vez en Japón fui de visita a un templo en Kyoto, y me sorprendí al observar lo bien que el templo había resistido el paso del tiempo desde que fuera construido en el siglo XIV. Entonces me explicaron que en realidad el edificio no había resistido, ya que había sido quemado dos veces hasta los cimientos en este siglo. Entonces pregunté, ¿o sea, que no es el edificio original? Al contrario, por supuesto que es el original, contestó sorprendido. ¿Pero no se incendió?, insistí. Dos veces, respondió. Pero, entonces, ¿cómo es posible que sea el mismo edificio? Siempre es el mismo edificio, contestó. Y tuve que admitir que era el mismo edificio. La idea del mismo, su finalidad, su diseño, son conceptos inmutables, son la esencia del edificio.

Con los seres humanos sucederá algo parecido. Cuando nos reflejamos en un espejo, ¿qué veremos, realmente, nuestra identidad o lo que parece que es? Lo que somos, lo que verdaderamente somos, no tiene nada que ver con las apariencias. Por esto las rozaduras del tiempo no deberían ajar la esencia auténtica de cada ser humano. Lo que parece y vemos no tiene por qué ser ni la identidad, ni el valor, ni la justificación de una vida humana. En arquitectura, por ejemplo, se ha discutido mucho sobre la conveniencia o no de reformar las ruinas históricas y artísticas de la antigüedad. En algunos casos sí se ha hecho. Por ejemplo, con el histórico Puente Romano de Córdoba (España). En otros las ruinas, como en Antigua de Guatemala, San Juan del Duero en Soria, Itálica en Sevilla o Belchite en Zaragoza, se han mantenido tal y como el deterioro del desamparo de los años las han dejado. En Belchite, Zaragoza (España), nacería aquel arzobispo don Pedro Cortés, el mismo que luchara por no abandonar a su suerte su antigua ciudad centroamericana. Casi ciento sesenta años después, una guerra civil destruyó su pueblo natal. Y aún hoy así sigue... En Belchite se llevó a cabo en el año 1937 una de las batallas más sangrientas de la guerra civil española. El pueblo fue declarado entonces ruina nacional en conmemoración de aquella batalla. Hoy, como un monumental pueblo fantasmal, nos demuestran sus ruinas las contradicciones de las identidades, de las preservaciones o de las falsas maneras de consagrar un patrimonio cultural deteriorado. Un patrimonio que, sin embargo, siempre debería ser conservado, disfrutado... y habitado.

(Cuadro barroco de Rubens, El aseo de Venus, 1615; Cuadro del pintor ucraniano actual Michael Garmash, Belleza intemporal, figuración; Óleo de Paul Signac, Mujer peinándose, 1892, Puntillismo; Cuadro del impresionista Degas, Madame Jeantaud frente al espejo, 1875; Fotografía actual del Puente Romano de Córdoba (España), ya reformado; Fotografía del archivo municipal de Córdoba del Puente en los años cincuenta; Fotografía de una iglesia ruinosa de Belchite (Zaragoza); Fotografía de la ruina de la antigua iglesia de San Martín de Tous en Belchite, de estilo mudéjar; Fotografía actual de la ciudad Antigua de Guatemala; Fotografía actual del Arco de Santa Catalina y el volcán de Agua, en Antigua de Guatemala; Cuadro con el retrato del arzobispo don Pedro Cortés y Larraz, siglo XVIII.)

4 de febrero de 2011

El retrato más auténtico sólo esbozado, universal, algo anónimo y permanente.



Los creadores artísticos que después del Impresionismo decidieron sólo insinuar el rostro fueron aquellos que, a principios del siglo XX, liberaron el retrato de su realidad visual, de la total semejanza del retrato con el retratado. Fue esa la época artística de los trazos y de los colores sin dibujo, sin contornos y sin detalle. Esa misma época artística que tanto el Fauvismo como el Cubismo -como el Postimpresionismo- pretendieron esbozar más que reproducir fielmente la imagen artística del retratado. Pero, sin embargo, esa imagen solo esbozada es con todo la mejor representación de la ideación artística de un retratado. Es la muestra ahora de algo estético que, por su propia naturaleza -expresar a un ser mudable y cambiante-, debería con ello su paradigma individual -su esencia personal inmudable- permanecer así eterno para siempre. El retrato que identifica y fija temporalmente al retratado no es más que una parte de sí mismo, tan solo una sola parte de lo que es su compleja y multifacética vida completa. El retrato esbozado o el retrato que con pocas pinceladas, o sesgadamente, imprime ahora el rostro del modelo es, al contrario del fidedigno, el más universal de todos los retratos. Pero, sin embargo, debe reconocerse ahora algo en el retratado, no como en el estilo simbolista o en el abstracto que deformarán absolutamente toda imagen personal, sin poder siquiera percibir ya la mera sensación material de un retratado.

Fue otra cosa lo que consiguieron hacer los creadores postimpresionistas de principios del siglo XX, algo muy genial y especial con su Arte progresista y tan seductor estilo por entonces entre impresionista y otra cosa diferente... Consiguieron hacer intemporal y permanente la figura representada del modelo retratado. ¿Quiénes somos en verdad, el que representamos en la fresca juventud, en la ardua madurez o en la serena vejez? ¿Cómo somos en verdad? ¿Somos ese semblante sombrío de aquel día maltratado, o somos el iluminado brillo de aquel otro momento excelso que nos tocó vivir? De ese modo, en este Arte modernista la innovación sugestiva que los autores postimpresionistas lograron plasmar en sus retratos se hace verdaderamente fiel al concepto más universal del retratado. Ese perfil o ese contorno ahora sólo vagamente insinuado, apenas esgrimido entre trazos y colores diferentes, lograría con ello eternizar así la imagen para siempre y, por tanto, mantener inidentificada a un mero espacio temporal la presencia del ser ya completo y permanente. Sin los rasgos que lo aten a un tiempo y sin el perfil que lo fijen a una única emoción. Es así como perdurarán. Así es como se idealizarán los retratados, como se mantiene ahora, a cambio, su esencia más auténtica para siempre, tan sólo ahora bosquejados frente a lo efímero, a lo erosionado o a lo transformable.

(Cuadro de Picasso, La madrileña, cabeza de mujer joven, 1901; Cuadro del pintor francés Raoul Dufy, 1877-1953, Retrato del Artista, 1901; Óleo del pintor italiano Umberto Boccione, 1882-1916, Retrato de mujer joven, 1916; Óleo del pintor francés Maurice de Vlaminck, 1876-1958, Retrato de Derain, 1905; Cuadro de Seurat, El pintor Aman Jean como pierrot, 1883; Cuadro del pintor español Roberto Domingo, 1883-1956, Una pintora, Academia Julien, Paris, 1890?; Cuadro del pintor Toulouse-Lautrec, La pelirroja de blusa blanca, 1889; Óleo de Salvador Dalí, Tieta, retrato de mi tía, 1920; Cuadro del pintor español Nicanor Piñole, 1878-1978, Pepita y el ganso, 1912.)

1 de febrero de 2011

La luz que salva en las tormentas, sus misterios y los lugares más aislados del mundo.



En la época en que el antiguo Egipto comenzara un auge marítimo con el resto del mundo griego -en el siglo III antes de Cristo- sus costas, tan planas y sin relieve que permitiera divisar bien el litoral, obligaron a los egipcios de la dinastía helénica a construir uno de los faros más grandiosos de toda la historia. Frente a la ciudad fundada por Alejandro de Macedonia, Alejandría, existía una pequeña isla a la que llamaban Faro. ¿Qué fue primero el nombre o la construcción? Cuenta una antigua leyenda que el rey de Esparta, Menelao, llegaría a esa isla por primera vez y preguntaría a un nativo cuál era el nombre del dueño del islote, a lo que el egipcio contestó Pera'a, que significa Faraón en lengua egipcia. Pero Menelao entendió Pharos, y es por lo que acabaría llamándose así en griego la pequeña isla frente a Alejandría. A pesar de haber sido construido en el año 250 a.C, el Faro de Alejandría no fue destruido sino por un terremoto en el siglo XIV de nuestra era, siendo imposible reconstruirlo nunca más, al utilizar sus demolidas piedras en el año 1480 un sultán de Egipto para levantar un fuerte militar. Así que el Faro más antiguo en funcionamiento dejaría de ser el de Alejandría para serlo La Torre de Hércules, el que construyeran los romanos en el siglo II en Galicia (España) para ayudar a navegar en esas difíciles y traicioneras aguas. Los fareros, esas personas solitarias encargadas de su funcionamiento, han sido los seres humanos más aislados que trabajo alguno les haya obligado nunca a hacer. Individuos que, a veces, han tenido que protagonizar historias y leyendas que, aún hoy, siguen siendo todo un misterio.

En el año 1899 se construyó un faro en la pequeña isla británica de Eilean Mor, en las islas Flannen, las Hébridas, Escocia, a casi treinta kilómetros de la costa más cercana. En este caso se consideró, dada la lejanía del lugar, que en la pequeña isla estuviesen cuatro fareros. Cuando uno de ellos enfermó una vez, tuvo que ser sustituido por otro que fue enviado pocos días después a la isla, el 26 de diciembre de 1900. Su sorpresa al llegar el sustituto fue creciendo, al comprobar ahora que ninguno de los tres fareros se encontraba en la isla. Todos habían desaparecido. El Consejo del Faro Norte, responsable de su administración, dictaminó entonces que los tres hombres habrían sido arrastrados por una enorme ola del mar. A pesar de la inconsistencia del dictamen, ¿cómo fue posible que los tres a la vez fuesen ahogados por el mar?, era la única explicación racional posible. En las islas Bimini, en las Bahamas, los fareros que atendían el faro de Great Isaac Cay, una pequeña isla en el extremo norte del archipiélago, desaparecieron para siempre en el año 1969. El 4 de agosto de ese mismo año los guardacostas encontraron la isla desierta. Es cierto que un huracán, el Anna, pasó muy cerca de allí, aunque algunos afirmaron que, antes de aquel 4 de agosto, se habría desviado ya para entonces toda su fuerza hacia el Atlántico. Pero, desde entonces, luego de aquel extraño suceso, el faro de esa pequeña isla caribeña no ha vuelto a ser habitado ni utilizado jamás.

En la costa suroccidental de Inglaterra se encuentra la localidad de Plymouth, y cerca de allí, muy cerca de unos acantilados abruptos, se sitúa el Faro de Eddystone. Enclavado en un lugar azotado por fuertes vientos y tormentas, se terminaría de construir en el año 1696. Sin embargo, una enorme tempestad destruyó el faro completamente en el año 1703, y se volvería a construir luego dada su importancia marítima en el año 1706. Un buque inglés, el Victory, se estrellaría en el año 1744 contra unas rocas cercanas al faro y no pudo impedir abatir por entonces la estructura del Faro de Eddystone. Pero, las desgracias de este faro no acabaron ahí. En el año 1755 se produjo un incendio que se desarrollaría fuertemente gracias a la cantidad de madera que parte de su construcción disponía. Al parecer, el farero de Eddystone, un sorprendente anciano de 94 años, al tratar de extinguir el fuego tuvo la desgracia de caerse y tragar así, fatídicamente, parte del plomo derretido que se desprendió del tejado ardiente. Falleció a los pocos días y de su inerte estómago, según cuentan en el Museo de Edimburgo, le sacaron luego un pequeño lingote de plomo, una pieza que se guarda desde entonces en ese museo escocés. Se volvió a reconstruir el faro en el año 1759, pero unas grietas producidas a causa del lugar tan poco sólido en el que se situaba obligaría a elegir un nuevo y más resistente emplazamiento. Se asentó un siglo después sobre unas rocas más apropiadas, en el año 1889, desde donde aún continúa alumbrando a todos los buques que, por allí, navegan ahora a salvos con su luz.

(Cuadro del pintor actual ecuatoriano Manuel Leniz León Cedeño, El Faro; Óleo del pintor puntillista francés Georges Pierre Seurat, Final del embarcadero, Honfleur, 1886; Ilustración de una recreación del antiguo Faro de Alejandría; Fotografía del Faro de la isla Great Isaac Cay, Bahamas; Fotografía de principios del siglo XX del Faro de Eddystone, Plymouth; Fotografía actual del mismo Faro de Eddystone, con un helipuerto añadido; Fotografía de La Torre de Hércules, antiguo Faro romano aún en funcionamiento, La Coruña, España; Fotografía actual de la isla de Eilean Mor, Islas Flannan, Escocia, con su faro.)