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17 de mayo de 2022

Una radiografía íntima de la existencia humana anticipada genialmente por el Arte Rococó.



A principios del siglo XVIII el Arte no se planteaba otra cosa que agradar con sus creaciones desenfadadas. Pero en el año 1721 el pintor Antoine Watteau compuso un lienzo sobrecogedor con el entorno de una escena de la comedia francesa. Representaba personajes propios de las obras cómicas de entonces, en el espacio natural de un jardín cuidado francés. El cuadro de Watteau expone en primer plano la figura sorprendente de un pierrot, un personaje o figura recurrente del teatro cómico francés. El pintor expresa una situación extraída de su propia creatividad, con los sesgos existencialistas que, para entonces, aún la sociedad no habría llevado a plantearse nada parecido. Si había que retratar a un hombre que representara la existencia humana el pintor alcanzó la genialidad con esta obra. Nadie está mirando al personaje principal, aun a pesar de estar dispuesto éste a representar alguna escenificación cómica. Es la alegoría más estética de la tragedia y la comedia juntas en una obra de Arte. Está detenido el personaje en la interpretación de un papel que parece ignorar incluso. No sabe a qué atenerse pero no deja de estar ahí, esperando algo que nadie, ni nada, le indica, le obliga ni le aconseja tampoco. Su gesto es tan melancólico como cínico. No devuelve la mirada porque no tiene conciencia de que deba hacerlo. Parece esperar algo, parece que hasta que no exista esto la vida no llevará movimiento a sus miembros adormecidos. Los demás personajes están imbuidos de sus papeles con la seguridad que ofrece el guion de una comedia definida. Van a lo suyo sin prestar atención a la figura principal, que el pintor quiere dejar claramente expresada en su obra. Por eso su tamaño es destacado sobre el resto, con el sentido inequívoco de su importancia estética. Pero la representación de este personaje singular no supone nada relevante, no hay nada que haga o exprese él para indicarnos algún mensaje, importante o no. Sólo está su presencia, en ella radica su importancia y el hecho que representa. 

El pintor produjo una obra que, bajo la excusa de la representación cómica, expresa toda la incongruencia de la existencia humana. ¿Dónde está la importancia de lo representado? ¿En qué consiste reír sobre algo que no tiene ninguna gracia? El pierrot no mira a nada, ni es mirado por nada. Únicamente es mirado por nosotros, por el Arte, que obliga a traducir una emoción dentro de otra...  Porque ahora no hay ninguna tragedia ahí, no existe nada en la representación que lleve a pensar en el drama vital de una vida. La emoción es subjetiva y nadie puede definirla ni entenderla. Pero ahora, sin embargo, no hay nada que pueda salvar la mirada de este personaje. El Arte tiene eso, que hace permanecer eterno el semblante congelado por el trazo creativo de un instante genial. La vida humana está representada ahí y, sin embargo, no la vemos. La comedia se enlaza aquí con la tragedia tan sutilmente que no existe ni una ni la otra. Para comprender la escena habría que esperar a ver qué pasó antes, o qué pasará después. Pero esto es imposible en el Arte, no hay manera de saber nada de eso. Lo único que podemos hacer es suponer. Suponer, por ejemplo, que la diferencia entre el plano principal y el resto es determinante para distinguir una vida de su entorno. La vida del ser humano individual y concreto es la única referencia para definir una existencia. El resto, la comparsa que rodea al individuo, no es más que ruido incierto, sombra y fragor. Para la esperanza todo sirve, para la definición no. Pero no somos más que seres rodeados de entorno, de comedia, de personajes entrelazados que, indiferentes, buscan compensar una visión personal limitada con el aplauso o la consigna abierta de los demás, del aforo del mundo. La melancolía del personaje de la comedia del arte que el pintor compone es parte de la contradicción que la obra representa. Porque no es el caso que un comediante tan desenfadado pueda sentir ahora algo tan relevante o trágico... ¿Estará fingiendo? 

Hay una realidad que no tiene que ver con la verdad sino con lo que interesa representar de la vida en un instante. Por eso el Arte ayuda a ver este tipo de incongruencias existenciales, porque aquí no es más que un instante fijado que no admite otros. La vida, a diferencia, admite otros. Y esto la salvará, la hace resistente, la hace posible para redimir la confusa indeterminación de un estado personal tan vulnerable. No llegaremos, como en la obra de Watteau, a definir una expresión parecida al Pierrot porque el tiempo nos auxiliará junto a los otros. Pero el sentido de la verdad de lo que encierra la expresión de este personaje no dejará de decirnos que eso mismo somos nosotros. Para su obra, el pintor se situó a la distancia adecuada donde poder resaltar su personaje preferido. En él expresó toda su técnica creativa para resaltar su figura y el mensaje subliminal... Con la figura representó la verdad oculta, con el mensaje una falsedad descubierta. La ocultación de la verdad es a la vida lo mismo que el desvelamiento de la falsedad es al mundo. El pintor concilió ambas cosas, verdad y falsedad, vida humana y mundo, para poder representar una contradicción y una tragedia. Para vivir hay que manejar las dos cosas de la misma forma que el personaje oculta su verdadera expresión de tragedia y comedia. Por eso no la expresa sino con confusión y dramatización artificiosa. No podemos saber la verdadera emoción que encierra el personaje representado. ¿Está triste verdaderamente, o solo lo finge? El pintor lo deja a la intuición subjetiva de cada uno, como sucede también en la propia vida cuando la verdad nunca es conocida lo suficiente. Al final, el Arte elogia una expresión del propio Arte, esa que lleva a representar una cosa por otra, o que parece otra. Pero, sin embargo, el pintor alcanzó a crear una visión extraordinariamente sensible de la vulnerabilidad humana, esa misma que ofrece entre los matices desenfadados de la comedia burlesca y de un, no tan falso, entorno dramático.

(Óleo Gilles, 1721, del pintor francés del Rococó Antoine Watteau, Museo del Louvre, París.)


12 de mayo de 2020

El tiempo y la belleza suposieron juntos en el Arte un momento de cierto esplendor oscurecido.



¿Por qué hubo una forma artística que no entendería la belleza si no iba delimitada por un claroscuro sobrecogido? Tal vez porque así era más sobresaltada la belleza, más repentina, más inesperada. Porque la belleza en la vida real solo aparece un momento, no es algo que permanezca quieto y disponible cada vez que deseemos contemplarla. Esta sería solo una virtud del Arte, no de la vida. Porque en el Arte lo está siempre para poder ser admirada sin espera. Sin embargo la capacidad del Arte no es de por sí directa (no toda obra, por ser artística, dispondrá de sublime belleza), necesitará de algunos recursos añadidos que el pintor deberá conseguir crear con su maestría estética. Uno de ellos es el claroscuro. Al oscurecer el entorno artístico destacará siempre luego el objeto retratado con belleza. Porque la iluminación supone otro magisterio más:  hay que saber qué iluminar y qué no. Aun así, no bastará para expresar belleza. El pintor tiene que elegir además qué posición, qué gesto, qué inclinación y qué tamaño debe disponer el cuerpo o figura retratado. En el claroscuro de belleza no tiene sentido más que el cuerpo humano retratado. Pues bien, todas esas cosas artísticas las consiguió el pintor italiano Antonio Amorosi (1660-1738) en su obra Muchacha cosiendo. Pero, también otras. ¿Cómo pintar el tiempo? En el dinamismo expresado en algunas obras artísticas se puede representar el tiempo. Pero en esos casos la belleza está en el movimiento reflejado, en el contraste entre lo que está quieto y lo que no. Se consigue expresar, pero estará el tiempo representado en esos casos (obras dinámicas de Rubens, por ejemplo) de una forma integrada en la composición, quiero decir, que los movimientos retratados con belleza formarán parte ahora de ésta, y el tiempo estará desarrollado en cada pincelada genialmente compuesta. Pero en la obra de Amorosi el tiempo está sin movimiento, sin contraste dinámico. Está detenido. Es ese instante el que plasma el pintor expresado por el imaginario ritmo de una cadencia, cuando el momento se sitúa ahora en el periodo intermedio entre dos pulsos temporales representados. Es decir, donde el tiempo ahora se repone detenido antes de que continúe con su alarde. Esta es la sensación fijada ahora por el pintor en la mano de la muchacha sosteniendo la aguja en el instante mismo en que ésta no puede ir más allá. Con este recurso el pintor lograría plasmar el tiempo detenido en su obra. Y lo haría ahora con la belleza sublime de ese gesto detenido de un perfil de belleza.

En el año 1720 el Arte estaba enloquecido a consecuencia de unos cambios sociales y artísticos que condicionaron la forma de expresión de la belleza. El Barroco, periodo de excelencia y exaltación de belleza, había pasado ya. Las inquietudes científicas y sociales estaban también revolucionando el mundo y sus formas. Ahora, después de guerras y conflictos, la sociedad deseaba resarcirse con la inteligencia y no tanto con lo emotivo. Esto marcaría el Arte por entonces. La belleza se debía condicionar ahora a un componente más lúdico que emotivo. Por eso la belleza empezaría a salir afuera, a los paisajes, a los jardines, a la luz. Y el movimiento sería un ardid estético para poder componerla menos pudorosa o menos sobrecogida. Y así el pintor Amorosi se atrevería en ese difícil momento a plasmar la belleza de un modo que ya no se alabaría tanto en el avance que el Arte tuviera con  el Rococó. Por esto a Antonio Amorosi se le califica de pintor tardo-barroco. En la encrucijada de aquel periodo de cambio, el pintor se encontraría abrumado al saber la belleza que el siglo pasado había alcanzado y ahora habría dejado. En esta pintura tardo-barroca la belleza está sobrecogida porque no quiere o puede sobresalir como antes. Por eso ahora el tiempo puede acompasar la belleza y representarse discreto entre la acción de coser y la propia costura. Hay incluso proporcionalidad geométrica entre la línea inclinada del hilo y el perfil del cuerpo inclinado de la joven. Hay armonía estética entre el color del diseño de la labor y el tono del collar dorado que ella luce. Pero, sobre todo son las sombras. En la posición de la muchacha está la luz situada justo en el lugar en que su labor puede ser mejor compuesta. Ahí las sombras relucen hacia el lado opuesto de la costura. Pero esta iluminación condicionada no resaltará, sin embargo, toda la belleza. Ese fue, tal vez, el pago que el pintor debió hacer ante el nuevo momento estilístico. La belleza de los pendientes no es reflejada en su obra con mucho deslumbramiento estético. Se ven las dos perlas (detalle curioso es la inclinación del perfil de la modelo que solo permitiría ver una perla completa) pero no destacarán en todo su esplendor esos adornos de belleza. El pintor no las iluminará, pero, a cambio, nos muestra ahora ambas perlas como para dejar claro su nostalgia de belleza.

Las cualidades de esta obra fueron sustituidas por una tendencia diferente, el Rococó, que hizo resaltar lo cotidiano aún más que la belleza. A comienzos del siglo XVIII el mundo quería mostrar un desenfado artístico acorde con el momento de placidez social y racional que anhelaba la sociedad europea. Para ese tiempo, la belleza no sería ya una forma de expresión que tuviese tanto reconocimiento o tanto valor estético. El claroscuro dejaría ya de ser un recurso muy utilizado. ¿Cómo entonces maniobrar sutil con la belleza? Se utilizaron más los colores para tratar de hacer lo que antes se hacía solo con las sombras. Se recurrió al movimiento, no tanto al detalle del instante, y, luego, incluso, mejor a lo sublime de algún momento natural frente a lo sublime de algún instante personal. Para conseguir lo sublime el paisaje sería mejor que el retrato intimista de una persona. Pero fue lo sublime lo que consiguió también Amorosi en el año 1720 para componer el tiempo y la belleza juntos, ahora, en un alarde de grandeza. Era demasiado emotivo ese alarde, porque no compaginaría con un mundo que trataría de empezar a vencer la Naturaleza con rigor, con cálculo, con frialdad, con luz y simetría. Por eso el pintor italiano fue un artista desentonado por entonces, algo que no acompasaría bien con la nueva visión de ver el mundo con ojos tan abiertos que no hubiera lugar para las sombras. Pero tampoco para la insinuación sutil de la belleza, o para la emoción con ésta, algo que no llegaría a reivindicarse sino hasta el advenimiento del Romanticismo. Pero Amorosi se adelantaría aún a esto último. Y lo haría con los recursos más significativos de una tendencia que nada tendría que ver con la emoción sino más bien con la belleza. Es decir que con ese alarde Amorosi utilizaría dos tendencias alejadas en el tiempo, una pasada y conocida por él (el Barroco) y otra futura y desconocida aún (el Romanticismo). Y lo hizo para plasmar el instante de belleza que reflejaría sublime  en su desubicada obra, todo un reconocimiento a la labor intuitiva que el Arte fuera capaz de hacer con la belleza.

(Óleo Muchacha cosiendo, 1720, del pintor tardo-barroco italiano Antonio Amorosi, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

14 de marzo de 2020

El anhelo más humano es la imperceptibilidad del paso del tiempo.



Es la única verdad que nadie discute, la de que el paso del tiempo transformará la materia viva inexorable, definitiva, cierta y perceptiblemente. Sin embargo, no es tanto esa verdad sino su perceptibilidad lo que más abrumará a los seres humanos. No es lo formal (metafórico) sino lo material (físico) de las cosas bellas lo que más nos lleva a admirar, por ejemplo, el Arte imperecedero. Supongamos algo imposible: que una misma esencia transmisible por el Arte fuese evolucionando en sus rasgos materiales con el tiempo, ¿seguiríamos admirando ese Arte? El escritor Oscar Wilde ya desarrolló esa eventualidad fantástica en su extraordinario relato El Retrato de Dorian Gray. Creemos que es la belleza que nos muestra una obra, su forma equilibrada o su mensaje inteligente lo que más valoramos, pero lo ocultamente cierto es que es el hecho de que el personaje o el paisaje reflejado en la obra sigan mostrando para siempre sus rasgos inalterables de color, gesto, ademán, perfil o mirada tan brillante. Una cosa parecida fue la causa de la asunción de un concepto filosófico que haría remover controversias en el pensamiento de la humanidad: la esencia o substancia oculta tras de las cosas existentes. Ésta no variaba nunca a pesar de los cambios materiales ocasionados en las cosas. Había que inventar entonces algo para no caer en la inevitabilidad del paso del tiempo y sus poderosos efectos aniquiladores. Así fue como la substancia asumiría la realidad o característica de aquello que más desearemos de la temporalidad de las cosas en este mundo: su imperceptibilidad.

Existe el concepto de substancia para aquellos que crean que hay algo que permanece para siempre igual en las cosas y que es algo además absolutamente imperceptible. ¿Quién ha visto alguna substancia o esencia permanente de las cosas? Pero con creer en la substancia nos tranquilizaremos del paso del tiempo y sus deletéreas formas inevitables. En el año 1758 el pintor italiano Giovanni Battista Tiepolo (1696-1770) decidió pintar una alegoría sobre el paso del tiempo. Lo titularía El Tiempo revelando la Verdad. ¿Qué verdad? En la obra de Tiepolo la Verdad es representada por una mujer desnuda que intimida al dios Eros impidiéndole ahora hacer su voluntad tal como antes pudiera. Ahí está la sorpresa de Eros en su imagen: cómo antes sí podía y ya no puedo...? No es que no se lo hubiese permitido hacer antes, es que es ahora cuando  ya no se lo permite hacer. Y este es el hecho tan absurdo que el pequeño dios no puede evitar transmitir con su mirada enojosa. Podía el pintor haber compuesto a Eros sin mirar a la Verdad y además pisado, golpeado o desplazado por ella. Pero el pintor hace mirar al pequeño Cupido de una forma genial para representar con ella el sentido más absurdo de la existencia humana. ¿Cómo me dejabas hacer antes y ahora ya no...? Y es entonces cuando el Tiempo, representado por un hombre alado que sujeta la Verdad, mira al pequeño Eros con la decisión contenida de un ser que, convencido, nos recuerda esa verdad.

La tríada formada por los tres personajes representados, el Tiempo, la Verdad y Cupido, consigue estéticamente una transmisión muy perceptible en sus miradas. Con ellas el pintor nos quiere descubrir una realidad de la existencia humana: que lo imperceptible es lo más deseado por unos seres que padecen justo lo contrario: el deterioro perceptible  causado por el paso del tiempo. Cuando no hay mirada inquisidora de la Verdad ni del Tiempo es cuando Eros puede desarrollar su sentido perceptible más real o auténtico. Lo contrario es para él un sin sentido incomprensible. Pero no lo sufrirá el dios sino los humanos, que serán manejados arbitrariamente por sus veleidades divinas tan terrenales. La reproducción de la obra de Arte no es muy definida en su resolución digital, por eso no vemos bien la rueda del carro del Tiempo o el espejo símbolo de la vanidad del mundo (justo detrás de la cabeza de Cupido). Pero sí vemos el loro, el carcaj de Eros, la guadaña mortífera o el globo terráqueo que sostiene apenas Cupido entre sus piernas. El sol luminoso de la Verdad reluce ahora tras de ella poderoso. Porque nada finalmente puede dejar de ser despejado de toda duda o de toda ocultación. Pero la Verdad desnuda no es libre del todo aquí, tan solo está desnuda. La libertad no se manifiesta ahora por ninguna parte, ninguno de los tres personajes la posee verdaderamente, todos ellos parecen estar determinados por  un guion final inapelable. Sólo el Tiempo parece dominar aquí con su decidida actitud indolente y rigurosa. Pero no dejará de ser un personaje más de una terrible comedia en un gran universo impenetrable. Eros lo sabe y por esto no lo mira ahora a él, no quiere percibir la fiera mirada insultante de su fingida cólera. No quiere percibir la realidad aplastante de su terrible consecuencia inevitable. Esa misma realidad que los seres humanos tratarán también de evitar no queriendo percibir nunca ninguno de sus efectos temporales en su propia, absurda y efímera existencia. 

(Óleo El Tiempo revelando la Verdad, 1758, del pintor Giovanni Battista Tiepolo, Museo de Bellas Artes de Boston, EEUU.)

10 de marzo de 2020

El cambio de mentalidad fue representado bellamente por el Neoclasicismo.



En el año 1761 el pintor neoclásico Pompeo Batoni (1708-1787) compuso su lienzo Diana y Cupido. Ningún pintor significativo había compuesto antes a estos dioses mitológicos solos y juntos. No tenía sentido, eran ambos incompatibles entre sí. Diana o Artemisa era una diosa casta, siempre más interesada en la caza que en cualquier otra cosa terrenal, algo que ella sola, y sin ayuda de ninguna otra necesidad divina o humana, pudiera merecer para ejercer por el mundo. Cupido era el dios del amor, de la unión fértil y reproductiva. Nada que ver el uno con el otro. Todos los pintores de la historia habían pintado a Cupido o con Venus o con Psique, o con Adonis o con Zeus..., con todos casi. Diana fue representada siempre sola o con sus ninfas, o sorprendida por sátiros o cazadores libidinosos. Pero, jamás con otros seres mitológicos que interactuaran con ella en algo que no fuera más que una simple caza. ¿Por qué el pintor más insigne de mediados del siglo XVIII se decidió a realizar una obra de tan libre inspiración (no existía referencia mítica literaria alguna de Diana y Cupido), donde su protagonista principal, la diosa Diana, estuviese junta e interactuando con otro dios tan opuesto a ella, el anheloso Cupido? Es el momento histórico el que hay que analizar para entender parte de la representación artística. Cuando el filósofo Rousseau liberase los sentimientos de la razón por primera vez en la historia, no lo hizo para dar más rienda suelta a un amor barroco o renacentista, sino para liberar al ser humano de ataduras que le condicionaban o le oprimían. Y es cuando Pompeo Batoni comprende ahora que la diosa Venus debe ser metamorfoseada por Diana para transformar una necesidad en un sentimiento.

Porque ahora, mediados del siglo XVIII, el ser humano, simbolizado en la obra por la figura atormentada del dios Cupido, deseará retomar su papel atávico y desasosegante del mundo más anhelante y sensitivo de los humanos, representado aquí por el arco de flechas del pequeño dios travieso. Arco que la diosa Diana le impedirá coger, separándolo decididamente de su ofuscado oponente. ¿Qué deseaba transmitir el pintor neoclásico?: el fin de la pasión exacerbada..., frente ahora a los suaves sentimientos. Los siglos anteriores habían glosado y exagerado el amor en el Arte, aunque fuese cándidamente representado: el amor necesitado, el amor justificado, el amor endiosado, el amor objeto de irresolución y disolución tanto en la vida como en las costumbres de los humanos. Ahora, al advenimiento de un clasicismo nuevo,  que volvía a retomar el equilibrio,  la moderación y el sentido apropiado de las cosas, reclamaba el amor un sentido diferente al que había imperado desde el Renacimiento. El clasicismo de Batoni no era el clasicismo renacentista promocionado, por ejemplo, por el sensual cardenal Farnese en el siglo XVI; tampoco el clasicismo voluptuoso y sin freno de los años barrocos o rococós. El mundo debía ahora contener la pasión, representada aquí por el compulsivo Cupido y sus aterradoras muestras de deseo y sensualidad intempestivas. ¿Era eso, exactamente, lo que el pintor italiano deseaba mostrar? ¿El ser humano estaba limitado en su deseo por el afán subjetivo de una diosa casta? O, fue lo contrario, que el ser humano no debía dejar nunca de anhelar sus deseos, a pesar de lo racional o moral que los dioses o los poderes terrenales considerasen mejor.

El neoclasicismo de Batoni fue un espectacular modo de pintar para una época que prometía cambios. Pero el neoclasicismo no era un cambio, realmente, era una continuación. Sin embargo, los pintores siempre podrían utilizar su estilo tradicional para comunicar otras cosas novedosas. El Arte de Batoni, como todo Arte genial, es expresar cosas que nos hagan pensar, pero no que nos obliguen a pensar de una manera determinada. Lo acertado de Batoni fue expresar un cambio producido en la sociedad de entonces. Quién o quiénes estaban en algún lugar detrás de ese cambio, o qué pensamiento concreto suponía el final exacto de un sentimiento ganador, no era lo que el pintor, como todos los grandes, primase en su obra de Arte. Podía intuirse que Cupido había hecho demasiado daño a los hombres al dirigir sus flechas sin moderación, sentido o diligencia, contra los corazones tan susceptibles de los humanos, y que Diana, la diosa más provechosa en lo contrario, dejaba claro ahora lo único que se debía hacer con esa arma desatenta: cazar. Pero, también podía expresar lo contrario: la frustración del ser humano ante una sociedad que le oprimía o impedía vivir con libertad y anhelo su felicidad y su justicia. Pero, no, no hay duda estética ante la tendencia moralista del pintor Batoni. La tranquilidad de espíritu en los seres humanos no podía deberse al desenfreno de las pasiones, sostenidas éstas por lo que representaba Cupido. El pintor neoclásico lo sabía, y así lo representó ante la demanda de un aristócrata británico aficionado a la caza que le solicitó el cuadro.

En los años finales de la mitad del siglo XVIII el mundo estaba cambiando de mentalidad, poco a poco. El desenfreno pasional más sensual se fue moderando y cambiando por un sentido racional más equilibrado. Fue curioso que, tiempo después, el Romanticismo triunfara poderoso; pero, sin embargo, esto no era un sinsentido frente a aquella moderación de los sentimientos. Lo que el pintor Batoni criticaba no era tanto lo que el Romanticismo promoviera después, sino lo que el Barroco y el Rococó habían conseguido llegar a expresar antes con su incontinencia estética. No, no podía alcanzarse la felicidad con la liberalidad de un dios que no tenía más criterio que su arbitraria decisión libidinosa. En el siglo de las Luces era preciso definir el sentido más racional de un deseo natural, ahora éste mucho más civilizado. Pero, a pesar de los intentos estéticos del pintor, el mundo no conseguiría conciliar nunca el deseo con el raciocinio. Treinta años después, el pueblo francés alcanzaría su libertad asesinando y sentenciando sin freno en la Revolución francesa. Poco más tarde Napoleón sería incapaz de conseguir su triunfo racional, frente a una ambición personal en exceso desmesurada y criminal. Un siglo después, incluso, el mundo sería incapaz de moderar una legítima justicia social tan necesitada por, a cambio, una filosofía materialista que, sin embargo, fue tan radical y opresora. ¿Es que no se había aprendido nada de esa virtuosidad estética que, muchos años antes, un pintor neoclásico inspirado tuviera para tratar de armonizar necesidad con justicia?

(Óleo neoclásico Diana y Cupido, 1761, del pintor italiano Pompeo Batoni, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.) 

16 de septiembre de 2019

Un Rococó hispano desconocido por la ingratitud de los acontecimientos.



Hubo un periodo histórico en España que favorecería, por su bonanza política, social y cultural, el sentido estético más elogioso del Rococó. Y hubo un pintor español desconocido que brilló efímeramente, al igual que ese mismo periodo, en aquel estilo desenfadado, colorido, armónico y festivo del siglo XVIII. José Camarón Bonanat (1731-1803) alcanzó la brumosa gloria efímera de los pintores de talento que, sin embargo, no forzaron sus virtudes estéticas para ir más allá de una corrección artística en el desagradecido mundo del Arte. Cuando el rey Carlos III consiguiera la mayor placidez histórica en su reino, la serena, pacífica e ingenua década de los ochenta (1780-1788) habría traído a España, por ejemplo, la paz con el poder otomano, con Gran Bretaña y con Orán, la creación del Banco Nacional de San Carlos y la declaración del ennoblecimiento del trabajo frente a antiguas tradiciones hidalgas. Y en ese mundo tranquilo, próspero y refinado el estilo rococó de Camarón Bonanat fue desapercibido por las incongruencias estilísticas de Europa. En Arte el oportunismo temporal es providencial y, a finales del siglo XVIII, el Rococó no fue una inversión cultural que prosperase frente a lo moderno que representó el Romanticismo. ¿Cómo desarrollar entonces un modo de pintar que ya no tendría demasiado sentido? Pero, sin embargo, el Rococó hispano de José Camarón fue algo extraordinario. Prueba de ello son estas dos obras. Compuestas en  el año 1785, las dos glosan el carácter festivo de un escenario natural, galante y sofisticado. ¿Era muestra de un momento social que podía prosperar en una sociedad por entonces tan atrasada? Lo era. Fue eso, la muestra, el modelo, la ocasión, algo que duraría tan poco como el tiempo que medió al fallecimiento del rey Carlos (1788), a los conflictos con la Francia republicana (1793) y a las alianzas bélicas nefastas con el Directorio francés (1796).

Pero durante el año 1785 todavía se creía que el mundo era un lugar maravilloso, donde prosperar, bailar o gozar al amparo de una sociedad que, aunque tímidamente, confiaba en su destino. El pintor valenciano se inspiró y compuso dos obras con un acabado y un colorido extraordinarios. Parejas en un parque y Una romería forman un conjunto artístico rococó no visto antes en España. Fue el pintor francés Watteau quien, mucho antes, había expresado con su Arte novedoso (inicios del siglo XVIII) maravillosas creaciones galantes en bellos paisajes naturales. Pero entonces era su momento y Watteau pasó a la historia del Arte encumbrado por la belleza y sutileza de su Rococó magistral. Camarón lo haría mucho más tarde y solo alcanzó a refinar una tendencia que en España no consiguió mucha preeminencia. Tal vez por el triunfo de un Neoclasicismo más acorde con la grandeza y la sobriedad hispanas. Sin embargo Camarón, a pesar de su desubicada y laxa intención estética, consiguió realizar creaciones merecedoras de ser consideradas obras maestras de un tipo de Rococó hispano muy fugaz. Una romería es una bella imagen con una composición original y un colorido muy elaborado. El baile de la pareja principal consigue equilibrar el conjunto con una sutilidad y armonía extraordinarias. Es como una aparición teatral al más refinado estilo dieciochesco. Apenas son mirados por los demás personajes, ejemplo premonitorio de lo que el Rococó hispano, y especialmente el suyo, haría de la pintura de Camarón una momentánea brisa deslucida. 

En su obra Parejas en un parque el pintor español compone una escena contemporánea y mitológica. Aquí la cultura, la leyenda, el mito y la elegancia de la época articulan una escenografía parecida a  la anterior obra. Bajo una estatua clásica de Venus y Cupido unos personajes manifiestan sus alegres, galantes o melancólicas vivencias. No hay diferencias sociales en la obra, se muestran damas o señoras de alta clase con majos o majas (clase más baja) donde aparecen juntos en un mismo escenario vital. Al igual que la pintura veneciana de aquel siglo, las referencias eróticas las sublima el pintor con la escultura desnuda de la diosa romana. Lo original de esta obra asombra con alardes decorativos o con la composición de una dama sentada que gira su torso elegantemente, y sus piernas cruzadas y su pie derecho destacarán además en la escena galante. Las tonalidades, la fuerza de sus colores, hacen brillar elogiosos los dos lienzos bajo las sutilezas cromáticas de azules, ocres, verdes o rosas... ¿Hay un Rococó mejor conseguido en España? No lo creo, pero, como toda creación malograda por la crueldad del tiempo, de la agonía social o de la falta de seguidores y escuela, pasaría a la historia sin reconocimiento alguno, sin ninguna grandeza y sin arraigar una forma o moda consolidada en España. El pintor acabaría su vida apenas empezar el siglo que deslumbraría su obra. Para ese momento, incluso antes, la fuerza romántica y revolucionaria de Goya arrasaría cualquier otra intención artística. Las obras de Camarón, guarecidas en colecciones privadas durante dos siglos, pasarían el fulgor de la admiración artística sin un mínimo reconocimiento. Pero ahora, sin embargo, sí podemos hacerlo gracias al Museo del Prado, a la tecnología y a su difusión extraordinaria. Sea este un pequeño homenaje a aquel alarde malogrado y a su extraordinaria belleza estética... tan diluida.

(Óleos Una romería y Parejas en un parque, ambas obras del año 1785, del pintor rococó José Camarón Bonanat, Museo del Prado, Madrid.)

23 de marzo de 2018

La perspectiva como una emoción continuadora, evolucionadora, de historia, cultura y sentido artístico.



Clamado de introspección y atávico sentimiento ancestral para mirar desde la cueva acogedora y poderosa el ser humano, curioso y sensible, promovería su deseo de comprobar y aprehender el mundo fascinante que se le presentara a sus ojos. Y desearía entonces fijarlo en su memoria. El Arte es posible que fuese la incipiente transformación de una realidad evanescente en una conformación indeleble. Pero cuando lo fascinante se desea elogiar artísticamente en todas sus maravillosas formas y contrastes, el ser agente procurador de esa belleza buscará conformar la imagen grandiosa desde el mejor encuadre para verlo. Sin embargo, ¿qué sentido tiene hacerlo sin manifestar toda la estética traducible y comprensible de una belleza grandiosa? El escorzo en el Arte es una forma de distorsionar la imagen comprensible o natural de un objeto armonioso. El escorzo es un extraordinario modo de elaborar una representación artística concreta. Pero, sin embargo, las formas identificables de la naturaleza del objeto representado no serán asimilables en el sentido habitual comprendido por una mente esquemática. Los pintores han conseguido embelesar nuestros ojos ante la expresión diferente, pero artística, de una representación voluntariamente distorsionada. Habitualmente del cuerpo humano ha sido el escorzo una técnica utilizada por el Arte, pero, ¿y de los objetos artificiales creados por el hombre?

No es razón hacerlo de una belleza que solo puede ser objetivada desde sus perspectivas más armoniosas. ¿Perspectivas más armoniosas?, ¿cuáles son esas? Aquellas que descubren en una creación artificial la más completa y mejor sinfonía de sus formas más significativas. El escorzo en general es un trasunto, es una excusa, es una recreación accesoria de algo más sublime. Tiene un contexto, pues no presentará únicamente la imagen principal de lo objetivado, sino más cosas. Por eso existe el escorzo, para articular así una narración. Entonces las diferentes partes conforman un todo ante la rara imagen escorzada, sea protagonista o no de la obra.   Pero, cuando lo que se desea es representar la armoniosidad de un conjunto estético, de un objeto bello producido por el hombre -lo que tiene menos sutilidad y más proporción-, es preciso albergar su imagen entre las mejores angulosidades de una bella visión estereoscópica. Salvo cuando lo que se desee vislumbrar sea otra cosa. Entonces la genialidad sustituirá a la grandeza...  El pintor desconocido Giuseppe Bernardino Bison (1762-1844) marcharía muy joven con su familia a Venecia, en donde aprendería las formas estéticas de su Academia reconocida. Pero entonces, finales del siglo XVIII, la pintura no era ya en Italia una forma lucrativa de vivir, así que se dedicaría a la escenografía y a la decoración de castillos para nobles de Padua. A comienzos del siglo siguiente empezaría a pintar para los advenedizos más prósperos de una nobleza empobrecida. Compuso entonces paisajes con una panorámica propia del vedutismo, la tendencia artística de sus maestros venecianos -Canaletto, Guardi- que destacaba así una visión escenográfica o prodigiosa de un mero paisaje urbano.

En su vejez acabaría Bison en Milán, donde seguiría componiendo obras y decorados para la aristocracia vetusta, aunque no tendría ya mucho éxito ante los gustos transformables de la estética por entonces, muriendo pobre y desconocido en el año 1844. Pero, unos trece o catorce años antes, en la setentena, se inspiraría el pintor en la plaza del Duomo milanesa para componer su obra Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado. Aquí necesitamos conocer el título de la obra para identificar el escenario retratado. La imponente catedral milanesa, el Duomo, es una maravillosa construcción gótica producida por el hombre en las postrimerías del medievo y desarrollada durante casi seiscientos años. Su decoración gótica es maravillosa, con multitud de pináculos y cresterías elaboradas, elementos estéticos que precisan de una magnífica proporcionalidad para ser elogiosos. Y es la armoniosidad de sus proporciones y detalles la que producirá la belleza más sublime a su gran estructura arquitectónica. Su fachada pentagonal, enarbolada de suaves torres chapiteladas que enmarcan cresterías elaboradas, muestran la mejor y más fascinante decoración producida por el gótico. Es precisamente la fachada la sublimación más artística de cualquier construcción catedralicia, sea gótica o no. Sin embargo, el pintor italiano no la destacaría en su obra sino que la escorzaría. Así perdería su rasgo identificativo más destacado. Sólo en una narración visual, es decir, en una descripción estética de más cosas, es como únicamente tendría sentido componerlo de ese modo original. 

Pero, sin embargo, aquí no hay narración, no existe un motivo principal, histórico, social o representativo, para ser objetivado en la obra frente a cualquier otra cosa añadida, por grandiosa que sea. Es ahora solo el paisaje urbano de una parte muy delimitada de la grandiosa plaza milanesa, sesgada además por la perspectiva limitada de una galería porticada. Pero, sin embargo, la perspectiva de la obra encierra ahora una emoción cultural e histórica muy determinada. Hay varios contrastes en la visión acotada de esta representación. Por un lado el sublime solapamiento de dos estilos arquitectónicos: el gótico y el neoclásico. Las columnas de los arcos del soportal presentan un capitel corintio propio del estilo más clásico. El propio arco del soportal neoclásico, de medio punto, está destacado en la obra por el encuadre de tres de ellos -tres, el sentido numérico más primoroso de una proporción estética-, y se enfrenta ahora al arco ojival alargado de un conjunto de cuatro arcos góticos -menos proporcionalidad estética- de la insigne pared lateral de la catedral milanesa. Tradición y desarrollo, cultura y evolución, sintonía y vértigo... El paso aquí de una encrucijada en el Arte, así como en la vida, muy destacada por entonces (comienzos del segundo tercio del siglo XIX): el advenimiento de un Neoclasicismo arrollador. Más para un pintor o creador -decorador, escenógrafo- que viviera los últimos momentos de un estilo artístico en la historia. No hay que olvidar que la escena neoclásica es más estimulante que la gótica, la escena, aunque no los detalles. 

La obra de Arte -¿romántica, clásica, vedutista?- de Bison es una alegoría del sentido más histórico y cultural -civilizador- de Europa. Todo lo que vemos en la obra de Arte son creaciones del ser humano, son artificios o construcciones de la civilización del hombre y su desarrollo a lo largo de la historia. Por no haber nada natural, no existe paisaje que altere la visión de una cultura humana, salvo el cielo azul de la obra. El creador debía destacar la emoción de esa visión cultural, no solo la pintoresca de una edificación grandiosa. Por eso se situó dentro de la galería porticada para componer su obra original. Era un homenaje a la evolución de la belleza artística, era un homenaje a la cultura que la sostuviera y a los seres que la procuran, admiran o transmiten. Era un homenaje al Arte,  al Arte que sabría destacar la visión emotiva frente a la práctica, la estética de un encuadre subjetivo frente al objetivo grandioso de lo más principal. Porque en esta obra de este pintor dieciochesco, educado en la tradición rococó de paisajes utilitarios, vendría a solazarse ahora un ingenio de emoción teñido de un cierto romanticismo vetudista. Había que plasmar una visión urbana y había que destacar un paisaje de civilización grandioso, pero, al mismo tiempo, había también que emocionarse situando la perspectiva dentro de una oquedad que destacara lo cercano ante el aparatoso fondo cultural e impresionante. Pero, sin embargo, fijándolo todo ahora como si el motivo lo fuera sin brillo, sin fulgor, sin entusiasmo... 

(Óleo Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado, alrededor de 1830, del pintor italiano Giuseppe Bernardino Bison, Colección Particular; Fotografía actual del Duomo, la catedral de Milán, con la galería porticada a la izquierda de la imagen, Plaza del Duomo, Milán, Italia.)

30 de diciembre de 2017

Dos sueños iconográficos y dos formas diferentes de expresarlos.



Cuando el joven pintor Goya -con veinticinco años- fuera contratado para decorar los muros del oratorio de un aristócrata palacio en Zaragoza, la gran pintura clásica estaba entrando por entonces -año 1771, momento de transición decisiva en lo estético- en una forma de expresar los colores y los trazos muy diferente a como se había preconizado antes. Pero solo por ahora en los colores y en los trazos. Estos abocetados o apenas definidos -a cambio de las clásicas consignas académicas de antes- y aquellos, los colores, todavía con las lánguidas o metamorfoseadas tonalidades tan irreales o desgastadas propias del Rococó. Porque la composición de una obra con el trazado emocional o grandioso de una diagonal atrayente continuaba siendo una inspiración destacada que debía mantenerse para poder expresar una emoción tan estética. El sueño de san José era la descripción evangélica del momento en el que un ángel es llevado a entrar en el sueño de José. Un sueño para que entienda José que la futura maternidad de María -de la que él no ha sido partícipe ni lo será- es un prodigio divino necesitado por la providencia para llevar a cabo una revelación. Es la metáfora ahora de lo imposible, de aquello que por más que uno desee lo contrario -ser el padre real- nunca sucederá.  Es un sacrificio doble en lo existencial, porque no sólo se acepta sino que además se debe vivir con ello como si no hubiese pasado. Es la aceptación de un hecho que va contra el sujeto afectado doblemente: como un agravio personal -aspecto genético- y como una asunción de una realidad -aspecto ontológico- que no es la de uno mismo.

Y la poesía sagrada -lo que son las metáforas evangélicas- glosaría entonces la representación de ese hecho sagrado con la sutil artimaña de un sueño. ¿Cómo alcanzar mejor las moradas básicas del sentimiento racional de un ser humano para transformar un pensamiento ofuscado en otra cosa distinta, justo en lo más opuesto?: con el sueño misterioso... Así se dominarán las esencias de la conciencia íntima de un ser para poder elaborar un pensamiento, un concepto o una idea ajena, en su mente poderosa. Las técnicas neurolingüísticas lo saben muy bien. Los procesos formativos inducidos, donde el estado somnoliento es un aliado eficaz para la asimilación de contenidos, también justifican la práctica de la implantación de información en fases profundas de la ensoñación humana. Así se adelantaría ya aquella sabia metáfora evangélica y el Arte vendría luego a expresar ese sueño tan peculiar. ¿Es una impronta o legado mental involuntario lo que se produce cuando el sueño -algo ajeno a uno- invade poderoso a las neuronas de nuestra futura voluntad? Los sueños no los elegimos voluntariamente, esto es una realidad incuestionable, por tanto, no es ninguna barbaridad afirmar que éstos provienen de una parte de nuestra conciencia -mejor inconsciencia- que es totalmente ajena a nuestra voluntad más inmediata. Pero, sin embargo, es una barbaridad pensar que eso -un sueño configurado por la mente inconsciente- pueda obligar a transformar luego necesariamente una conducta o un pensamiento de un modo automático. Aunque tampoco podemos afirmar cómo funcionaría nuestra conciencia como consecuencia de la cantidad de información, consciente o inconsciente, que nuestro interior pueda elaborar sin nuestra participación directa, sin saberlo o idearlo nosotros exactamente.

Pero eso puede ser la intuición, esa capacidad mental que nos sobreviene luego de una noche de sueños premonitorios o auxiliares del pensamiento posterior. Procesos que pueden ser tan inconscientes que no alcanzamos a comprenderlos. Pero, volviendo a la representación estética de ese hecho evangélico, los pintores describieron ese momento sagrado con las maneras estéticas que su época y sus ideas hubieran conformado en sus tendencias artísticas. Así, podemos comparar ahora aquí dos obras maestras del Arte barroco y prerromántico. Una de la mano del pintor barroco Phillipe de Champaigne (1602-1674) y otra del pincel más avanzado y pasional del español Goya. El barroco de Champaigne es tan clásico que parece ser una obra pintada un siglo después, cuando el Neoclasicismo subrayase aún más las técnicas y los conceptos más tradicionales del Arte. Pero el naturalismo barroco se expresa también, incluso más que cualquier alarde épico o grandioso. Neoclasicismo que alcanzaría también a Goya pero que este pintor supo transformar luego cuando comprendiera que el Arte no podía conformarse con la tradición, sino que debía aventurarse con las trazas y los alardes de un nuevo acontecer. En la obra de Goya el sentido de la transmisión mitológica del mensaje evangélico, la conducción de un pensamiento o de una realidad a otra, es llevado a la máxima emoción y ternura frente a la corrección teológica y estética del pintor francés.

El ángel de Goya toca levemente con sus dedos compasivos la túnica de san José, éste mucho más concentrado en su sueño. El ángel de Champagne, a cambio, señala a la divinidad y a María como los elementos más importantes del hecho sagrado, obviando a José. En Goya no. En el revolucionario pintor aragonés lo importante ahora es el sujeto receptor de ese delirio prodigioso, de esa impronta poderosa y sugestiva tan mágica para poder acoger, en su humana vida irrelevante, el doloroso y resignado acontecer de un destino trascendente. Las figuras de María en ambas obras son opuestas en su sentido estético representativo. En Champagne aparece la Virgen muy contrastada y emotiva, vislumbrando además, si no viendo, el mágico acontecer sagrado tan inapelable. En Goya la figura de María se delinea en un secundario plano entristecido, apenas esbozado y marginado, sin la sensación ahora de vislumbrar ella no solo el hecho sagrado sino la grandiosidad teológica que significa. Pero es la representación de la figura de san José la que en las obras determina más un sesgo artístico u otro. En el pintor francés la figura del esposo de María está ahora sola y abandonada a su sueño premonitorio, tranquilamente relajado con el momento más sosegado de su ensoñación divina. En Goya, a cambio, san José está aún en ese proceso inicial del sueño donde la conciencia humana luchará por aferrarse a la sensación de existir, de querer comprender aún, en su ensoñación inconsciente, lo que parece vivir en otra esfera distinta pero ahora decisiva.


(Óleo sobre lienzo -trasladado desde mural a lienzo en el año 1915- del pintor Goya, El sueño de san José, 1772, Museo de Zaragoza; Obra barroca de Philippe de Champagne, óleo El sueño de San José, 1643, National Gallery de Londres.)

20 de octubre de 2016

Un retrato gráfico de la egoísta, impasible y frívola humanidad: elocuente, sutil y crítico.



En los siglos pasados los seres humanos no podían conocer todas las cosas a menos que la vieran directamente. Salvo en los cuadros. Es de entender que los fenómenos extraños y los seres desconocidos o raros animaban a descubrirlos a la primera oportunidad. Hay que imaginar con qué curiosidad y avidez los ojos desacostumbrados a lo novedoso y espectacular pudieran observar por primera vez las exóticas, inéditas o temibles criaturas de la Naturaleza. Nunca un rinoceronte había sido visto en Europa antes del año 1743. Así que hay que comprender la expectación que el espécimen supuso entonces. Sí que había pisado otro rinoceronte Europa, pero hacía más de doscientos años, cuando le regalaron uno al rey Manuel de Portugal. Pero no pudo verse porque moriría ahogado en aguas del Mediterráneo antes de llegar a Roma en el año 1513. Láminas dibujadas con la imagen de un rinoceronte sí habían existido -el pintor alemán del Renacimiento Durero había hecho algunas-, pero nunca ojos europeos habían visto un ejemplar vivo de ese animal tan extraordinario. Un holandés crearía a mediados del siglo XVIII una exposición itinerante en Europa para exhibir un rinoceronte. Tuvo tanto éxito la muestra del animal que llegaría hasta a enriquecerse. En el año 1750 llegará a Venecia para el carnaval y, en pleno momento de emociones mundanas y alegres, exhibiría entonces un rinoceronte asiático para sorpresa y curiosidad de los venecianos.

Un mentor artístico quiso que un pintor veneciano, Pietro Longhi (1701-1784), eternizara aquel espectáculo maravilloso de la exposición del extraño animal. Longhi no pasaría a la historia de la Pintura de los grandes maestros venecianos. Comenzaría pintando obras históricas o religiosas, relevantes hazañas o mitos que representaban grandiosas gestas o leyendas, pero no triunfaría nunca con ellas. Esas obras suyas por entonces -pleno momento Rococó, un periodo desenfadado, frívolo y alejado de solemnidades- no serían tenidas muy en cuenta por el público. Así que, aconsejado por pintores experimentados, Longhi abandonaría las grandes historias por las pequeñas, cotidianas, costumbristas o rutinarias formas de mostrar momentos triviales de la época. El costumbrismo comenzaba a interesar y Longhi pintaría escenas humanas de venecianos disfrutando de sus cosas o disfrazados del carnaval. Pero, cuando el mecenas le pidiese que pintase el momento de la exhibición del rinoceronte en Venecia, Longhi consiguió realizar una extraordinaria obra maestra de Arte. Lo que consiguió entonces el pintor fue que, pintando una curiosidad animal, pintara realmente otra cosa... La obra presenta a la derecha una inscripción que, más o menos, dice así: Verdadero retrato de un rinoceronte llevado a cabo en Venecia en 1751 de la mano de Pietro Longhi por la comisión del patricio Giovanni Grimaldi.

El pintor compuso, al menos, dos versiones de esa obra -la otra está en el National Gallery londinense- y algunas otras pinturas mostrando solo un rinoceronte o un elefante. Pero únicamente esta obra -expuesta en un museo veneciano- muestra la curiosidad de no ser el rinoceronte el objeto de atención sino los propios observadores que miran en el cuadro. Porque en la obra hay representados espectadores anónimos -otros no, y éstos es posible que pagaran por salir ahí- y personajes relacionados con el rinoceronte. El mecenas del pintor es el hombre elegante y sin disfrazar en el centro del lienzo. El holandés oportunista está a la izquierda sosteniendo en su mano un cuerno roto -se desprendió un tiempo antes- del rinoceronte. ¿Fue un encargo la obra de Arte para mostrar elogiosamente a esos personajes?, ¿o fue una sutil forma artística de mostrar ahora el sinsentido de presenciar una observación inobservada? Porque nadie está mirando el objeto de observación al que han ido a ver. Podían haber sido retratados elegantemente mirando al animal. Incluso el argumento de exhibirse el rostro de algunos personajes no es una justificación: algunos tienen máscara y aun así no dirigen ahora su mirada al rinoceronte, único sentido objetivo de querer asistir a la visión del exótico animal.

Todos están ahora ajenos al sentido que los ha llevado allí. Desde el hombre de la pipa -único que parece mirar, aunque más parece divagar- hasta el resto de personas, adultos o niños -incluso la niña de arriba no sentirá ninguna curiosidad-, no están ahora observando nada que no sea su propia individualidad, su impasible y absorta mismidad. Porque cuando un ser humano mantiene su atención en algo ajeno a sí mismo es cuando dejará de ser un individuo egotista -ensimismado en sí mismo- para transformarse en un individuo real. Y el pintor veneciano supo extraer un sentido trascendente -por entonces posiblemente inextricable a sus contemporáneos- de un simple lienzo rococó desenfadado y alegre. Un sentido diferente por el hecho curioso ahora de, mostrando un objeto extraño -lo que debería ser motivo de atención-, exhibir en la pintura, sin embargo, las desafecciones o el desinterés de los humanos por todo aquello que no sea su propia imagen. Y qué mejor representación de la verdadera naturaleza de los seres humanos que esta curiosa obra. ¿Es que seguimos siendo ajenos a las cosas importantes que la vida nos pone por delante para dejar de mostrar interés y buscar ahora, a cambio, la propia exhibición vanidosa? 

Por eso la obra de Pietro Longhi es genial en sí misma, pues da igual lo bien que estén o no dispuestos los colores o la composición artística. Da igual que la obra no sea histórica o mitológica, o que contribuya a evolucionar o no el Arte y sus alardes estéticos. El hecho es que -queriendo o no- el poco exitoso pintor veneciano compuso una de las críticas sociales más sutiles de la humanidad: la de que el ser humano en el fondo es un ser desdeñoso de todo aquello que no sea él mismo. Un poeta contemporáneo del pintor -Carlo Goldoni-, veneciano como él, le dedicaría un verso prodigioso y elocuente al artista ilustrado: Longhi, tú que llamas a mi hermana musa de tu pincel que la verdad persigue... Y así lo hizo entonces, que la persiguió y lo dejaría muy claro con su obra cuando mostrase la absurda representación en su lienzo de una exhibición sin sentido.

(Detalle del cuadro El Rinoceronte, del pintor veneciano Pietro Longhi, 1751, Venecia; Óleo El Rinoceronte, 1751, Pietro Longhi, Museo Ca'Rezzonico, Venecia.)

4 de octubre de 2016

Elogio de internet, de Watteau y de los medios visuales de difusión del Arte.



¿Qué mejor forma de conocer obras de Arte que verlas con la extraordinaria capacidad que nos ofrece internet? Porque podremos dedicarnos a ver un catálogo monográfico, sin duda; podemos también ir a un museo y verlas, por supuesto; pero, ¿alcanzaremos a descubrirlas con la rapidez y versatilidad que nos permita la pantalla cercana y personal de nuestros dispositivos? Luego, sin embargo, podremos dedicar, a cambio, cómodamente tiempo a visionarlas, a analizarlas incluso, para llegar a sentir cosas que, en otras oportunidades -un museo requiere mucho tiempo y del talento de la selección o discriminación de tantísimas obras-, no podrían llegar a ofrecernos todas las emociones, matices y conocimientos que el visionado pausado de una obra de Arte exige. Y, como excusa de este elogio, ver ahora una obra maestra que merece el mismo o mayor elogio para llegar a ejemplarizar el sentido fundamental que el Arte debiera tener en la vida de los seres.

Para apreciar el Arte hay que prescindir de prejuicios y estimaciones académicas predeterminadas. El Arte, el gran Arte, es una emoción que llega pronto o no llega. Antoine Watteau (1684-1721) fue un pintor prototípico de lo que se llegaría a llamar en el siglo XVIII tendencia Rococó. El mejor dibujo natural junto a la mejor escena relajada; el atractivo Arte de una representación vulgar o nada épica, frente a los excelsos motivos heroicos expresados de lo clásico. Porque Watteau compuso obras de una temática convencional o más normal -instantes cotidianos, momentos propios de todos los seres, grandes o pequeños, buenos o malos-, pero, sin embargo, todo ello con la mejor estética de los antiguos y grandes maestros clasicistas. A cambio, pocas mitologías épicas o gestas históricas de escenas grandilocuentes. Fue un artesano genial, un pintor extraordinario; fue reflejo de su época desenfadada, la que más se encontraría huérfana de tendencias -primer cuarto del siglo XVIII-, después de haberse dejado antes la piel emocional la sociedad europea con el arrebatador y maravilloso Barroco.

Watteau compuso entre los años 1715 y 1719 una obra extraordinaria, tan barroca como clasicista. Extraordinaria en todos los sentidos, literalmente, fuera de lo ordinario; tanto para él -no tendría nada que ver con lo que más crease- como para el propio Arte -pocas obras maestras llegan como Júpiter y Antíope de Watteau a alcanzar el reino de lo sublime-. El tema de la pintura fue compuesto antes y después de Watteau en muchas ocasiones. Era el mito de Antíope, la bella hija del rey de Tebas seducida por Zeus. El Arte buscará excusas para componer el más deseoso de los visionados naturalistas: el desnudo humano más bello y sensual, la inevitable perspectiva de un cuerpo humano -en este caso femenino- para acceder a la belleza más sensual y deseable. Pero, como los grandes creadores, el pintor francés muestra ahora otras cosas... ¿Serán estas cosas excusas para distraer la mirada o un relevante motivo iconográfico más? Este es un misterio del Arte. Es decir, toda obra maestra necesita de elementos que justifiquen el tema, pero, también que esos elementos sean estéticamente necesarios por sí mismos.

Salvando el detalle de la pésima resolución de la imagen, Júpiter y Antíope (Ninfa y Sátiro) de Antoine Watteau es una muestra artística paradigmática de una representacion de la vida humana: de sus deseos, de sus contradicciones,  de sus maldiciones o de sus bendiciones. Tenía que componer el mito de Antíope y seguir además describiendo y narrando la leyenda del relato mitológico. El dios Zeus desea poseer a la más hermosa y bella joven de Tebas. No puede hacerlo como un dios, debe transformarse en otra cosa y decide convertirse en el ser más depravado: en un sátiro. Un ser con todas las características voluptuosas evidentes del deseo más feroz y desalmado. Pero la joven ninfa, es decir, un ser bello y joven, aunque inocente, no se dejaría seducir -no se sentiría atraída- por un ser tan rechazable o deleznable como representaba el sátiro, un personaje que mostrase sin reparos el deseo más atroz y descarnado. ¿Por qué el dios cometió esa estupidez?, ¿no pudo, como dios que era, transformarse en un personaje más amable? No, porque el deseo humano que los poetas quisieron expresar era el más desgarrado, el más desenfrenado, el más auténtico deseo incontenible y feroz. Había entonces, para seducir a la belleza, que inutilizar la voluntad del ser deseado: y el sueño producirá ese efecto claramente. Por esto la bella ninfa está ahora dormida en la obra. Ella refleja, más que otra cosa o símbolo posible, la representación del objeto de deseo.  Y debe ser ahora un objeto no colaborador, un ente alejado, inmaculado, blanco,  frágil y, a la vez, efímero

El sátiro es representado con los rasgos contrarios, propios del deseo: decidido, precavido, ansioso, imaginativo, feroz, recreador de sensaciones, despiadado, como todos los deseos.  El paisaje es preciso y necesario que exista, ¿cómo, si no, es posible distraer los ojos de los que ahora vean el deseo, es decir, de nosotros mismos? Hay que añadir algo más: el precipicio y las raíces de los árboles. Con ambas representaciones naturales justificamos, moralizamos y admiramos la belleza de la obra y no vemos tanto un rechazable asalto. Está Antíope ahí casi para caer peligrosamente, su brazo y pie izquierdos se balancean justo al lado del abismo. Las raíces de los árboles denotan ahora otras cosas: la vida que prosigue, sin embargo, y favorece así el sentido, aun desalmado, de la vida procelosa. Los colores son imprescindibles para comprender parte del sentido del cuadro: la claridad y la oscuridad de los dos cuerpos. Es la atracción de lo opuesto y el contraste de lo diferente: la belleza dormida y el deseo feroz. El pintor no moraliza mucho, sin embargo, pero tampoco lo evidencia todo. ¿Qué es peor, la imprudencia de situarse a dormir peligrosamente la belleza al borde de un abismo, o la desalmada fuerza del deseo desplegando ahora con suavidad las finas telas que ocultan? Como los poetas, los pintores descubren un universo -nos guste o no- que refleja siempre la mejor esencia de las motivaciones más inconfesables de la vida. 

(Detalle del óleo de Antoine Watteau, Ninfa y Sátiro (Júpiter y Antíope), 1719, Museo del Louvre; Cuadro Ninfa y Sátiro, de Watteau, Museo del Louvre; Imagen de la Sala 36 del Museo del Louvre, salas de Watteau, donde se aprecia a la izquierda el cuadro Ninfa y Sátiro, Museo del Louvre, París.)

21 de septiembre de 2016

El creador frente al mundo o la expresividad artística como un ejercicio existencial y poderoso.







Uno de los pintores españoles más desconocidos de la historia lo fue el madrileño Luis Paret y Alcázar (1746-1799). Seguidor pasional de la pintura francesa del Rococó, lucharía artísticamente durante toda su vida contra la reaccionaria -para él- tendencia contraria neoclásica. Pero, a diferencia de la frivolidad y superficialidad galante que el Rococó inspirase en el siglo XVIII, Luis Paret trataría de transmitir, a partir de su enfrentamiento con la injusta sociedad de su tiempo, una fuerza muy expresiva con sus obras innovadoras, tanto como lo sería un siglo y medio después el expresionismo sugestivo de principios del siglo XX. Qué otra cosa pueden hacer algunos creadores pictóricos que utilizar sus composiciones para transmitir un mensaje simbólico, ese que ellos piensen salvador de su existencia..., también la de los otros. En el año 1775 el pintor Luis Paret y Alcázar fue exiliado a la isla caribeña de Puerto Rico a causa de su implicación en un affaire de la corte española -un pseudo proxenetismo privado a favor del hermano menor del rey Carlos III-, lugar  en donde viviría el pintor durante tres años. Al regresar a España le impiden residir a menos de doscientos cincuenta kilómetros de Madrid. Entonces el pintor decide vivir y componer en Bilbao hasta el año 1788 cuando se le autoriza poder regresar, por fin, a la corte madrileña. 

En Bilbao realiza su obra sobre cobre La circunspección de Diógenes. La lleva a cabo para acceder a la prestigiosa Academia de Arte de San Fernando. Gracias a su original obra es aceptado como académico en el año 1780, cuando aún no podía regresar a la corte madrileña. Pero el pintor, sabedor de la bondad del Arte para alcanzar el mérito que la vida no le permitiera, realizaría la pintura más impresionante, alegórica y auto-terapéutica que él pudiera concebir. Diógenes de Sínope fue un pensador y sabio filósofo griego contemporáneo de Platón y Alejandro Magno. Pero, al igual que el pintor Paret el filósofo griego sería exiliado también de su ciudad por motivos tan o igual de inconfesables. Al parecer junto a su padre Diógenes acuñaría monedas falsas sin ningún pudor ni reserva. La semejanza de ambos casos radica en el sentido moralizador, transformador o salvador que tuvo en sus vidas luego el acto recriminable. En el primero, el pintor Paret llevaría a cabo a partir de su exilio las mejores producciones artísticas de su vida; en el segundo Diógenes, a partir de su condena, acabaría siendo uno de los más significativos representantes de la escuela de filosofía cínica ateniense.

En la extraordinaria obra de Luis Paret vemos una escena alegórica, por supuesto, pero a la vez vemos una fascinante muestra de Arte de muy difícil precisión estilística. ¿Qué es eso? ¿Rococó? No del todo. ¿Barroco trasnochado? Tampoco. ¿Prerromanticismo? En absoluto. Fue premiada la obra por la Academia de San Fernando porque es imposible no valorar artísticamente algo así. La composición, las diferentes partes engranadas de la obra, las figuras relacionadas, el color aparentemente desgarbado o desperdigado, todo representaba la dificultad de crear algo así y, a la vez, no dejar de ser una grandísima obra maestra de Arte. Es decir, de estar todo en la obra muy bien pintado, con los complicados torcimientos de esos pliegues clásicos o con la imaginación tan desbordante para disfrazar y añadir elementos tan dispares, o con la sutil elección de la noche y su tenebrosidad -metáfora de la vida oscura y misteriosa- o con la fuerza de la figura principal -Diógenes- representada ahora así, sentada, con túnica azul y leyendo un libro. Personaje principal que no lo es por ser las otras figuras secundarias sino por serlo él en sí mismo, por su autosuficiencia o circunspección intelectual -igual le dan a Diógenes los alardes mundanos, las estrafalarias diversiones o las cosas de este mundo para no dejar de ser él quien es y hacer lo que hace-. Pero como en Luis Paret, al igual que su propia vida -el pintor finalizaría su existencia pobre y olvidado-, el mundo a finales del siglo XVIII no iba ya por esa forma de crear o de componer obras de Arte. Y el Clasicismo y el Romanticismo, dos cosas que Paret utilizaría distorsionadas en su obra, acabarían por triunfar claramente en el mundo y en sus formas de expresarlo. 

Cuando el pintor francés -de origen flamenco- Nicolas Tassaert (1800-1874) quisiera triunfar con sus obras en la exigente -mucho más que la española- Academia de Arte francesa, o incluso en otras instituciones oficiales -algo imprescindible entonces para vivir del Arte-, se encontraría con que ninguno de sus cuadros fuera apoyado o premiado por las altas instancias artísticas de Francia. Y esto le llevaría a tratar de sobrevivir de otra forma, como grabador o como litógrafo. Sin embargo, Tassaert fue un pintor que llegaría a crear lienzos bellísimos, obras que ofrecían un compendio artístico de todas las grandes y maravillosas tendencias que habían habido en la historia. Admirador del gran pintor renacentista Correggio (1489-1534), llega a componer la obra Violación de Europa a mediados del siglo XIX con las mismas trazas artísticas que Correggio llevase siglos antes con su obra Júpiter e Ío del año 1532. Porque, en el Renacimiento, Correggio alcanzaría a experimentar con lo clásico y con lo luminoso pero, también, con lo fantástico y lo emocional. En su obra Júpiter e Ío el dios Júpiter -Zeus- abraza a la bella ninfa Ío transformándose aquél en una sutil densa nube oscurecida. Y vemos la mano divina y nebulosa acercándose ahora al cuerpo desnudo de Ío a la vez que vemos el rostro del dios poderoso apenas contrastado claramente. 

Así mismo como Correggio hiciera, el pintor Tassaert compuso su propia obra Violación de Europa. En ambos casos es Zeus el representado, una divinidad griega que en una ocasión se transformaría en una nube y en otra en un toro, como nos cuenta la mitología griega. Pero, sin embargo, en la obra de Tassaert el dios no es representado todo él como una nube inocente sino difuminado ahora entre las formas humanas de su torso y el nebuloso artificio renacentista -propio de Correggio- de su anatomía inferior. La obra es de precaria visualización por no disponer de mejor resolución. Se aprecian, sin embargo, los efectos tonales tan elaborados de los colores utilizados por el pintor francés como homenaje al gran pintor renacentista. En el año 1834 Tassaert compone su obra Muerte de Correggio aprovechando el aniversario de la muerte del pintor clasicista italiano. ¿Por qué Correggio? Tal vez lo mejor sea conocer un poco la vida de este pintor del Renacimiento italiano. A pesar de haber pintado al servicio del ducado de Mantua, Correggio tuvo una vida de grandes dificultades económicas. A diferencia de otros creadores de su época, Correggio mantuvo una gran familia con esposa y varios hijos a los que debía atender, lo cual le obligaba disponer siempre de recursos importantes. El caso es que un día según cuentan las leyendas le hicieron en Parma, ciudad distante a la suya, un pago en metálico de unos pesados sesenta escudos de a cuatro por sus obras, y no dejaría Correggio de pensar en la necesidad urgente de que su familia tuviese pronto ese dinero.

El penoso viaje de Correggio a su ciudad desde Parma, el cual quiso hacer lo antes posible a pesar del calor y sus lamentables condiciones físicas, le llevaría a padecer unas fiebres a consecuencia de las cuales fallecería el pintor en su casa, junto a su familia, en el año 1534. Tassaert había sufrido también, como Paret y Correggio en las suyas, una vida de escasez, injusticia e infortunios personales. Así que no podría aquél más que homenajear a Correggio con dos cosas que, según él, podrían trascender en un mundo cruel, injusto y desalmado: con su poderoso y expresivo alarde artístico clasicista por un lado -Violación de Europa- y, por otro, con su recuerdo más emotivo al infortunio de un creador tan grande -Muerte de Correggio-. Con esas dos obras de Arte el ofuscado pintor francés -acabaría quitándose la vida ciego y enfermo- no conseguiría ser reconocido ni por su exigente mundo artístico ni por la historia posterior. Pasaría Tassaert a ser tan solo uno más de los miles de pintores que tratarían de conseguir aunar inspiración y expresividad artísticas con el sutil mensaje existencial más humano y poderoso.

(Óleo Violación de Europa, mediados del siglo XIX, del pintor francés Nicolas Tassaert, Particular; Cuadro Muerte de Correggio, 1834, del pintor Tassaert, Museo Hermitage, San Petersburgo; Óleo Júpiter e Ío, del pintor Antonio de Correggio, 1532, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria; Óleo sobre cobre La circunspección de Diógenes, 1780, del pintor español Luis Paret y Alcázar, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

27 de abril de 2016

El fin de una época retratado en el Arte: el anhelo o la fugacidad del amor.



El pintor francés Jean-Honoré Fragonard (1732-1806) había representado el Arte más obsoleto, el más denostado, el menos apreciado o el más insulso... Y no es que fuese mal pintor, todo lo contrario, sino que eligió el camino más fácil asociado con un mercado que acabaría utilizándolo, sin embargo: la clientela superficial y hedonista del Antiguo Régimen. Desde mediados del siglo XVIII se dedicaría a un tema recurrente en su Arte: la escena galante y erótica.  Pero la Revolución francesa terminaría por dejar abandonado a un artista que fue víctima de su sociedad y de sus contradicciones. Olvidado y superado, moriría Fragonard en París en el año 1806 sin llegar a ver que el tiempo ignoraría su figura y sus obras solo pasarían a ser un motivo de decoración o fácil estampa erótica. Sin embargo, en el año 1784, cinco años antes de la Revolución francesa, el pintor crearía una obra muy diferente a aquellas que había representado antes. La fuente del amor es una pintura Rococó muy curiosa porque el pintor hedonista y pícaro expresaría con ella algo muy distinto por completo a su erótica tendencia tan farragosa. La atmósfera artística en esta obra no es tan terrenal como lo habían sido sus creaciones anteriores; no es tan alegre tampoco como sus representaciones galantes de antes; no es tan amorosa incluso, porque aquí no hay diálogo entre los amantes; no es tan erótica además, porque, a pesar de los senos descubiertos de la joven, no hay motivos lujuriosos o sensibles destacables como para expresar la sutil frontera transgresora del amor.

Con el fondo de un bosque oscurecido y misterioso las figuras de dos amantes se representan decididas, dinámicas y extrañas, ante los pequeños cupidos de la fuente del amor... Ambos amantes desean ahora ver y tomar el contenido sagrado de la copa amorosa que se les ofrece. Pero es el impulso de la pareja lo que permitirá, a riesgo de ser herida por el ímpetu, contemplar el secreto y poderoso elixir sensual prometido por los dioses. El cuadro rococó tiene elementos prerrománticos, pero solo algunos, porque su sentido romántico es ahora más individual o menos divertido o menos placentero. A pesar de su sentido místico, la pintura de Fragonard no dejará de expresar una escena natural y sensual donde dos amantes escapan juntos al discreto bosque para poder gozar.  La belleza de la pintura es superior, sin embargo, a cualquier otra belleza metafísica sugerida o insinuada en su temática; es decir, que son ahora sus suaves trazos color pastel o la corrección de su elegante dibujo lo que más admiremos en la obra. Aun así, encierra un misterio místico que el pintor supo disfrazar con su eficaz tendencia erótica o galante. Pero, también lo hizo fijando ahora el momento sublime de una sutil exaltación mística: el instante de la contemplación extática del amor más deseado... Algo que aquí está narrado con las sutiles fuerzas que impiden ahora, en verdad, poder contemplarlo...

La nube divina de los pequeños diosecillos alados -cupidos- apenas sostiene la irrealidad o incapacidad de manifestar el contenido del amor más deseado. Deben confiar los amantes, sin embargo, en que lo hallarán. El gesto de sus rostros es un recurso que el pintor utiliza para mostrar dos expresiones sorprendentes: la estupefacción y la ingenuidad. En el Arte podremos comprender hasta el sentido filosófico de lo que no es visible, hasta de una posible insatisfacción... Porque en el Arte la escena nunca avanza más allá de la imagen congelada en el lienzo, no irá más allá porque está retenida para siempre y no sabremos nunca cómo acabará lo que ahora vemos. ¿Qué pasará después? ¿Habrá que seguir viniendo a la fuente del amor para seguir creyendo en él? Como la propia época rococó, que el pintor empezara a presentir que se acabara, el cuadro de Fragonard refleja las emociones de un terrible presentimiento: que el impulso del deseo sólo conseguirá retrasar muy poco el final de éste. En la composición de la obra La fuente del amor el pintor enfrenta la luz suave de sus colores atenuados con la oscuridad tenebrosa de un cielo asolador. Porque deben convivir dos sensaciones y deben entenderse dos emociones en la obra: el anhelo y la fugacidad. Los dos amantes parecen buscar, cada uno de ellos con su propio impulso, las misteriosas alabanzas de un amor deseado vagamente... Sin embargo, si nos fijamos bien, observaremos en la figura de ella, mimetizado casi en su liviano tejido blanco, los decididos dedos masculinos asiendo ahora por su cintura, convencidos, el bello cuerpo inclinado de la mujer.

(Óleo La Fuente del Amor, 1784, del pintor Jean-Honoré Fragonard, Museo Paul Getty, Los Ángeles.)

12 de abril de 2016

El neoclasicismo del siglo XVIII frenó un impulso renovador en la sociedad y en el Arte.



La historia no satisface a veces. No responderá claramente a lo que, en verdad, fue lo acaecido de un hecho antiguo. La historia no es lineal siempre, dará saltos. Pero, sin embargo, tiene sentido. Y esto confunde a veces, ya que sobreentiende la historia que para que algo hubiese de suceder debería haber sucedido antes otra cosa necesaria. Pero, no es así siempre. En el Arte, por ejemplo, podemos vislumbrar algunas cosas que nos ayuden a comprender algo más todo eso. En cualquier progreso humano, social, cultural o artístico debería primar la evolución frente a la revolución. Todas las revoluciones son en parte una forma de contra-evolución. Como todos los saltos. Y detrás de estos atajos históricos, de estos saltos, hay siempre hombres, decisiones humanas, gustos, poder, influencias, sectas ideológicas y uniformadoras. A finales del siglo XVII Europa cambiaría profundamente, aunque pareciera que todo siguiera como antes. Nunca un siglo fue tan devastador ni tan desesperante durante tanto tiempo seguido gracias a haber sido un siglo muy belicoso. El frentismo ideológico tan terrible -en este caso religioso, que es una forma de ideología- acabaría con la bondad histórica de las cosas en Europa.

Pero, ¿es la bondad de las cosas una garantía de progreso? Si las cosas van bien, ¿se cambia algo? El clasicismo barroco alcanzaría llegar hasta finales del siglo XVII y principios del XVIII, aunque el Rococó fuese, sin embargo, el estilo que comenzara en este último siglo. Fueron influencias artísticas de todo tipo -clásicas, barrocas, venecianas, francesas- las estéticas que hicieron de ese estilo -el Rococó- una amalgama de lo que podríamos llamar un arte de autor fundamentalmente. Es decir, que fueron los pintores, no el Arte, los que marcaron mucho más ese periodo artístico con un peculiar estilo al no encontrar, realmente, ninguna tendencia definida. Uno de ellos, el creador más significativo para entender lo transversal del Arte Rococó, lo fue el genial pintor Giambattista Tiépolo (1696-1770). Este creador veneciano iniciaría un modo de pintar muy particular, algo que sintonizaba con el espíritu avanzado y progresista del siglo XVIII, el llamado siglo de las Luces o Ilustración. El pensamiento y la ciencia avanzadas habían sido iniciadas antes en Europa, precisamente por personas nacidas en el siglo XVII. Entre los años 1680 y 1720 se pondría en cuestión todo el saber y el pensamiento producidos desde el Renacimiento. Había contribuido la crisis que la guerra de los Treinta años ocasionó a Europa, pero, también el advenimiento de una filosofía racionalista y cientificista. Originaría otra crisis luego, una de conciencia y de fe, de descreimiento o de cierto cansancio espiritual. En España coincidió con otra guerra y otro conflicto nacional: la guerra de Sucesión dinástica. Por esto en España ese cambio social se llegaría a notar más.  Los nuevos reyes borbones (Felipe V, Fernando VI y sobre todo Carlos III) contribuyeron a mejorar la sociedad hispana y utilizaron unas tendencias artísticas progresistas, además también de la neoclásica contraria, para acompañar toda esa evolución dieciochesca.

El rey Fernando VI de España quiso decorar a mediados del siglo XVIII con ese Arte novedoso los Palacios reales de Madrid, tanto El Escorial como el de Aranjuez. En el año 1753 fue llamado a España el pintor italiano Corrado Giaquinto (1703-1766). Sería nombrado pintor de Cámara y director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Un ejemplo por entonces del auge de una nueva tendencia artística en España, un país, sin embargo, tan tradicional y barroco. Nunca será esto lo suficientemente valorado en la historia de España, artística o no. Porque detrás de este pintor, e influidos por él, vinieron otros que evolucionarían aún más el Arte y hasta crearían escuela. Goya surgió, por ejemplo, en gran parte de esos nuevos pintores italianos innovadores que llegaron a España. Giambattista Tiepolo fue otro de los pintores italianos llamados por el siguiente rey, Carlos III, durante el año 1762. Llegaría a España acompañado de sus dos hijos pintores, Domenico y Lorenzo. No solo se limitarían a pintar palacios reales, también iglesias, unos clientes inestimables entonces para cualquier pintor. Pero esto último, sin embargo, les malograría...  Porque los clérigos, muy poco dados a innovaciones, se decantaron pronto mejor por otro pintor, y otro Arte, que en ese año fue llamado también a España: el neoclásico Anton Raphael Mengs (1728-1779).

Entonces la batalla entre esas dos diferentes y opuestas tendencias se desataría sin piedad. Ganaría Mengs y su clasicismo nuevo. ¿Por qué? Ganaría el Neoclasicismo por las bondades aparentes del momento social. Toda bondad (económica, social, política, etc...) lleva siempre a un clasicismo, toda alteración o proceso social de ruptura lleva a lo contrario:  a un Arte innovador. Giambattista Tiépolo fue el mejor ejemplo de alcanzar un verdadero Arte nuevo, pero ahora uno muy diferente, una especie de Arte moderno que conseguiría expresar las cosas de otro modo, un modo más sentimental que racional. Algo confuso de entender el aunar dos cosas tan opuestas, sentimiento y razón, pero que fue posible de llevar a cabo con la Pintura especialmente. Sin embargo, moriría el pintor Tiépolo en España olvidado y pobre. Arrastrado por el triunfo arrollador del Neoclasicismo. Sólo su hijo Giovanni Domenico Tiepolo (1727-1804) lo comprendería pronto y acabaría abandonando España para regresar a Venecia. Allí podía seguir creando aquel Arte innovador... Aun así, todavía lo contratarían desde España para pintar una obra sagrada, un Vía Crucis diferente para una recién, y falsamente, estrenada iglesia en Madrid.

Es curiosa esta historia eclesial española. Existía una iglesia jesuita en Madrid que era la casa principal de los jesuitas en España. Era una iglesia muy amplia, espaciosa y decorada, como los jesuitas habían hecho con su arte barroco clásico tan refinado durante el siglo anterior. El altar mayor, por ejemplo, que contenía la urna de San Francisco de Borja, estaba comprendido por cuatro columnas de estuco y escayola, sostenidas por los basamentos de un maravilloso mármol bellamente jaspeado. Luego de la expulsión de los jesuitas de España, producida en el año 1767, el rey Carlos III cedería este templo a los Oratorianos de San Felipe Neri. Así que sus nuevos administradores le pidieron al pintor Domenico Tiepolo -a pesar de la nueva tendencia imperante neoclásica- realizar ocho obras que reprodujeran, con su nuevo estilo, la clásica Pasión de Cristo. El pintor veneciano aceptaría y compuso esas obras en Venecia, unas pinturas que nada tenían que ver con el nuevo clasicismo en boga en España. En una de ellas, Caída en el camino del Calvario del año 1772, observamos una muestra de ese momento malogrado en el Arte. Luego la iglesia de San Felipe Neri sería expropiada en el año 1836 y sus obras trasladadas al Museo de la Trinidad, para acabar, tiempo más tarde, en el Museo del Prado. 

En la obra de Domenico vemos algo muy curioso: no hay nada que exprese violencia real en esa caída. Ningún personaje maltrata físicamente a Jesús. Se nota incluso una especie de desdén, atonía o pasividad en los personajes secundarios. La obra tiene una composición extraordinaria: Jesús está caído solo, en un espacio diametralmente delimitado por la cruz, el resto está ahora todo fuera de ese espacio. Algunos le ayudan pero otros pasan de Jesús, ni lo miran siquiera. No lo maltratan, pero tampoco nada les importa a ellos ese personaje... Un cierto atisbo, inducido simbólicamente, tal vez, de lo que el Arte innovador de su padre, y su propio padre malogrado, sufrirían en España ante el rechazo artístico tan injusto. Pero también una muestra genial de realismo y de no realismo pictórico, algo que caracteriza a este pintor italiano especialmente. Goya lo admiraría por esto y se dejaría influir por él. Su trazo es muy realista: así son los cuerpos humanos y las texturas de la materia. Pero, sin embargo, para nada es una escena realista la que vemos: no hay ninguna recreación clásica que deba parecer lo que la realidad establecía o narraba, tanto espiritual como históricamente. Pero sí hay un realismo material. Y esa dualidad artística -trazos clásicos sin realismo clásico- fue un fenómeno plástico muy innovador para entonces. Algo que solo los románticos -entre ellos Goya- supieron llevar magníficamente a cabo algún tiempo después.

(Óleo de Giovanni Domenico Tiepolo, Caída en el camino del Calvario, 1772, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Construcción del Caballo de Troya, 1760, del pintor Domenico Tiepolo, National Gallery, Londres; Detalle del anterior cuadro, Caída en el camino del Calvario, Domenico Tiepolo, 1772, Museo del Prado; Obra del pintor Corrado Giaquinto, El Descendimiento, 1754, Museo del Prado; Magnífica obra de Arte de Giambattista Tiepolo, Abraham y los tres ángeles, 1769, Museo del Prado; Lienzo del pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, Caída de Cristo con la cruz a cuesta camino del calvario, 1769, Palacio Real, Madrid.)