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11 de febrero de 2020

Una visión anacrónica del retablo de Gante ubicará su sentido material de otro místico.



Una creación de gran tamaño compuesta a modo de retablo articulado, lo que es un políptico, llevaría a tener una historia agitada y extra-artística que demostraría la influencia del Arte en la vida, en las opiniones, los gustos, la codicia o el interés de los hombres. Pero, además, es una obra de Arte extraordinaria, creada en los primeros momentos iniciales del Renacimiento por un genial pintor flamenco, Jan van Eyck. El Políptico de Gante fue una narración teológica, donde el mundo conocido era descrito en clave mística, trasladado luego a formas visibles con el elaborado hacer de un Renacimiento alumbrado apenas por entonces. En sus maneras pictóricas y en su estilo nuevo comenzaría el Arte a crear detalles no vistos antes en un cuadro. Se seguían utilizando la alegoría gótica, como realzar figuras desproporcionadas o gestos primitivos y exagerados. Pero apareció entonces la nueva perspectiva renacentista, un cierto realismo estético en algunas de sus formas humanas representadas; también, la belleza armónica del equilibrio entre las partes, o los detalles minuciosos de algunas cosas recreadas con esmero, no antes representadas así. El retablo La adoración del Cordero místico (Políptico de Gante) fue encargado en el año 1425 por una pareja de donantes para ser situado en una capilla de la iglesia de San Juan de Gante. Como todo retablo articulado, podía cerrarse y abrirse a voluntad, descubriendo así un interior y un exterior con obras de Arte a su vez. Estaba compuesto por diferentes paneles de gran tamaño, llegando a medir hasta cuatro metros de ancho totalmente desplegado. Nunca se había creado un políptico así de grande, ni así de novedoso artísticamente. Su fama llegaría a todos los lugares de Europa y contribuiría a crear un mito artístico de gran solemnidad mística.

Flandes era entonces una región dependiente del antiguo ducado de Borgoña, un poderoso e independiente feudo europeo del siglo XV. Cuando su heredera María, la única hija del gran duque borgoñés, se casó en el año 1477 con el heredero de la dinastía vienesa de los Habsburgo, Maximiliano de Austria, nacería como resultado  Felipe de Habsburgo, el primer rey de la España unificada por los Reyes católicos. Así, Flandes acabaría en los dominios del poderoso rey Carlos de España y, luego, de su hijo Felipe II. Este último rey convertiría la ciudad de Gante en obispado en el año 1559, de ese modo la antigua iglesia de San Juan acabaría transformándose en una catedral. Pero, sobre todo, Felipe II quedaría impresionado al ver el grandioso políptico de van Eyck. En ese momento empezó el asombro famoso por la obra tan extraordinaria que había compuesto Eyck. El rey español podía haberse llevado el políptico a Madrid, si lo hubiese deseado, nadie se lo hubiese podido impedir por entonces. Pero, no hizo eso. Lo que Felipe II hizo, para seguir disfrutando de lo que había visto en Gante, fue solicitar a otro pintor flamenco, Michel Coxcie, llevar a cabo la reproducción más elaborada -es de suponer probablemente que fue una copia muy fiel y artística, ya que hoy no es público su visionado al estar en manos privadas y desperdigadas todas sus partes- del eximio Políptico de Gante. Michel Coxcie (1499-1592) fue un pintor correcto que sería hasta llamado el Rafael de los Países Bajos. La copia de Coxcie fue llevada al Palacio Real de Madrid para disfrute del rey, y el original, sin embargo, quedaría para siempre ubicado en la catedral de Gante. ¿Para siempre?

Los primeros conflictos con el Arte flamenco de Gante los llevaron a cabo los calvinistas protestantes, que pensaban entonces que cualquier imagen sagrada era una forma de herejía imperdonable. Flandes no se libraría de ese fanatismo religioso; siete años después de que Felipe II mandase copiar el retablo, sería desmontado por primera vez, panel a panel, para ser ocultado a los calvinistas, que ocuparon la ciudad flamenca violentamente. Cuando la ciudad fue recuperada luego por las fuerzas de Felipe II, el retablo volvería a su lugar de siempre en su catedral. Ahora, con todos sus paneles, el políptico brillará espléndido hasta finales del siglo XVIII. Para entonces Flandes dejaría de ser dominio español. Fueron los Habsburgo austríacos los que mantuvieron la dinastía Habsburgo, gobernando aquella región del norte de Europa. Para la moral tan puritana de la corte vienesa, las figuras tan realistas de Adán y Eva eran demasiado explícitas en su erotismo estético. Fueron desmontados entonces esos paneles laterales y guardados en un almacén de la ciudad. Para cuando Napoleón llegó luego, los franceses se convirtieron en los amos de todo el Arte europeo que pudieron disponer por sus conquistas. No sólo desmontarían y se llevarían el Políptico de Gante a París, sino que, también, asaltarían el Palacio Real de Madrid y se llevarían además aquella copia del retablo de Gante encargada siglos antes por Felipe II.

Pasada la gloria napoleónica, el Congreso de Viena trataría de poner orden en Europa y decide que regrese a Gante su famoso políptico de Eyck, pero aquella copia de Coxcie de Madrid no se recuperaría jamás, fueron vendidos sus paneles en el mercado de obras robadas y enajenados en diferentes colecciones privadas al mejor postor. Luego, hasta se atrevería un vicario francés de la catedral a robar dos paneles laterales del retablo. Así, hasta llegar el siglo XX, que haría padecer toda una odisea por proteger el retablo de las peripecias bélicas de las dos guerras mundiales. Pero, entre ambas guerras un funcionario belga robaría también los paneles de los extremos inferiores. Sólo devolvería alguno tiempo después, pero, nunca el correspondiente al extremo inferior izquierdo del retablo. Panel que sería pintado de nuevo en el año 1945 por un pintor belga, reproduciendo así su imagen original de todo aquel famoso retablo. En el año 1829 el pintor flamenco Pieter-Frans De Noter (1779-1842) se decidiría a componer su obra El retablo de Gante de los hermanos Eyck en la catedral de san Bavón. En esta obra romántica del siglo XIX vemos la visión que tuviera el políptico cuando fue visto por el rey Felipe II en el año de 1559. Es un escorzo su imagen ladeada, donde la perspectiva de la capilla de Gante es recreada con la simplicidad que la obra de Van Eyck complementa así por su tamaño. 

Es interesante el cuadro de De Noter porque nos sitúa en el contexto geométrico de una obra de difícil ubicación física. Es una recreación y fantasía lo representado ya que un políptico como ese era imposible de poder verlo así, colgado como un cuadro en la pared. Estos retablos se cerraban y en su parte exterior también disponían de obras para visionar. Pero el pintor consigue, sin embargo, algo muy instructivo para el conocimiento del Políptico de Gante. Visto así desde lejos y en perspectiva consigue hacer de la obra maestra algo ahora muy manejable mentalmente. Podemos calibrarla mejor, relacionarla así con otras cosas o con la medida de otras cosas representadas. También admirar la grandeza de aquellos años del siglo XVI, donde el Arte era mucho más de lo que hoy se entiende por ello. En el homenaje que De Noter hace a su colega Van Eyck nos presenta un espacio interior muy iluminado donde ahora solo tres personas son incluidas en él. No podrían haber más para admirar el políptico en su grandeza pero tampoco ninguna persona como para no comprender una visión que era más una necesidad espiritual que de belleza... Porque ambos conceptos en el políptico de Eyck están confundidos: la belleza es lo mismo que la espiritualidad que representa. Y representa el mundo catalogado como un universo recreado para ser belleza y ser espíritu, con toda la explicación racional que de una creación justificada en su belleza pudiera ahora ser pieza fundamental de toda una consigna teocéntrica. Porque el dios central tiene la figura antropomórfica parecida al Adán más alejado o al san Juan más cercano de su izquierda. El mundo está hecho para el ser humano y la belleza es fruto además de su creación humana más fascinante, esa misma que se identifica con la otra..., y que se justificaría así con la armonía tan elaborada que un nuevo arte renacentista pudiera componer. 

(Óleo El Retablo de Gante por los hermanos Van Eyck en la catedral de san Bavón, 1829, del pintor Pieter-Frans De Noter, Rijksmuseum, Holanda; Políptico de Gante La Adoración del Cordero Místico, 1432, de Jan Van Eyck, Catedral de san Bavón, Gante, Bélgica; Detalle del Políptico de Gante, la virgen María, 1432, Van Eyck, Gante.)

4 de septiembre de 2015

El anacrónico Romanticismo de la vida o la constatación palpable de una imposibilidad.



Cuando en la navidad del año 1913 desapareciera, de la iglesia de la Santa Cruz de  Nájera (La Rioja, España), el Tríptico de la Lamentación del pintor flamenco Ambrosius Benson (1490-1550), el mundo aún dispensaba un halo amable y sosegado de aquel romanticismo que el siglo XIX habría llevado a su esplendor... Los ladrones tenían muy claro entonces, como su conciencia les señalaría en su convencional avaricia, que el Arte seguía teniendo un valor incuestionable, muy avalado socialmente. Y ello a pesar de los avatares que el tiempo -podía tardarse en vender la obra- y unos compradores alejados pudieran ocasionar en tan arriesgada tarea delictiva. Ese Tríptico de Benson representaba a Cristo yacente ante su madre, a San Pedro y Santa Ana, y tendría unas dimensiones de casi dos metros de anchura por 1,4 metros de altura, así como un peso de 140 kilos aproximadamente. Es decir, que el botín artístico suponía un considerable esfuerzo romántico... teniendo en cuenta que los posibles compradores se encontrarían fuera de España y debían verlo en las mejores condiciones para adquirirlo. El Arte por entonces disponía todavía de esa clandestina forma de mercado en un mundo ávido por poseerlo (de admirarlo no de mercadearlo). Y el tesón por esperar a obtener su beneficio (en un caso económico y en otro espiritual) hacía de su arriesgado robo y tráfico una determinada forma de entender aún la vida y la Belleza, así como de los valores en los que ambos conceptos se sustentaban.

El treinta y uno de agosto del año 2015 se denunciaba a la policía española un robo en una iglesia de Sevilla. En la iglesia del Santo Ángel varias piezas de orfebrería y objetos de valor depositados y custodiados en ella habían desaparecido. En ese mes de agosto, mes que se encontraba cerrada la iglesia al público, se llevaron los ladrones varios elementos decorativos de metales nobles correspondientes al ajuar de la Virgen del Carmen, una imagen venerada en la iglesia sevillana desde el siglo XVII. Pero, así consta en la noticia publicada en la ciudad, no se habían llevado ninguna de las muchas obras de Arte que la iglesia del Santo Ángel dispone en cantidad, Pinturas y Esculturas artísticas, obras maestras del barroco y, por lo tanto, de una antigüedad y valor artístico considerables. Hace algunos meses conocimos la lamentable noticia de la destrucción de monumentos históricos en la antigua ciudad de Palmira en Siria. Y, hace solo dos días, la vergonzosa noticia de la terrible muerte de unos niños sirios en la costa turca cuando su familia trataba de embarcar, cruzando el Mediterráneo, con destino a un lugar mejor donde poder vivir en paz, lejos de la guerra, el horror y el fanatismo religioso. ¿Qué tienen que ver hoy en día el valor de las cosas ávidas, tanto de poseer como de admirar, con lo que tendrían que ver esas mismas cosas hace tan solo cien años? ¿Qué tiene que ver también ese fanatismo religioso islámico que sucede hoy en Siria, con la espiritualidad mahometana que un día brillase, por ejemplo, en la Córdoba medieval? Nada, absolutamente nada.

Cuando el mundo quiso constatar, a finales del siglo XVIII, un fenómeno humano que debería ser traducido en Belleza, surgió entonces el Romanticismo de los rincones más profundos del alma humana como un modo de sublimar la vida y sus miserias. Y ese Romanticismo -que hoy sigue traducido en muchas cosas mundanas y atávicas de la sociedad occidental- tuvo su manifestación cultural en la Literatura, en la Música, en la Pintura y, posteriormente, hasta en el Cine. Sirvió para sostener a una sociedad que luego se despeñaría, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, por la senda terrible de un fatalismo inevitable. Pero ese sentimiento romántico terminaría acabando a comienzos de los años treinta, definitivamente. Y nunca más volvería a resurgir ese sentimiento romántico..., sino apenas como un decorado nostálgico para embellecer, parcialmente, las confusas miradas de un existencialismo y de una posmodernidad hoy superadas. En la Literatura, por ejemplo, hubo dos autores norteamericanos que quisieron reivindicar aquel Romanticismo: el novelista Scott Fiztgerald (1896-1940) y el escritor Hemingway (1899-1961). Este último, certificaría además su defunción para siempre. En aquellos difíciles años veinte y treinta del siglo XX -pronto hará cien años de aquello- el mundo cambiaría del todo para siempre. El primero -Fiztgerald- quiso seguir comprendiendo la vida desde un sentido romántico por excelencia: todo podría justificarse por amor. "Cuando oscurece -escribiría Fiztgerald- siempre se necesita a alguien". El segundo -Hemingway- alcanzaría a buscar un sentido a la vida desde el incipiente compromiso social y, luego, desde un existencialismo apesadumbrado constatando así la más absoluta soledad humana. Ambos escritores, probablemente, buscaron lo mismo, pero la historia les subsumió a ambos en el más terrible de los abismos. Scott Fiztgerald terminaría falleciendo a los cuarenta y cuatro años, decepcionado y abatido por completo; Hemingway acabaría quitándose la vida, con algunos años más, del mismo modo desolado que su compatriota.

(Tríptico de La Lamentación, primera mitad del siglo XVI, del pintor renacentista flamenco Ambrosius Benson, colección particular desconocida, una obra de Arte robada de una iglesia española en La Rioja, Nájera, en la Navidad de 1913; Fotografía de la Iglesia del Santo Ángel, ciudad de Sevilla, 2015; Imagen fotográfica de una procesión de la Virgen del Carmen, imagen consagrada y venerada en la Iglesia del Santo Ángel, donde se aprecian los objetos de valor de orfebrería que han podido ser sustraídos en el robo de agosto de 2015, Sevilla; Fotografía de un agente de policía turco llevando en brazos el cadáver de un niño sirio ahogado en las costas turcas, cuando trataba de embarcar con destino a Grecia, Septiembre de 2015.)

9 de marzo de 2013

Un abismo cultural de siglos: el patrimonio español desconocido.



Don Juan de Mendoza y Luna fue un funcionario español enviado a Méjico en el año 1603 para convertirse en el nuevo virrey de la Nueva España. Fue uno de los mejores gobernantes y administradores hispanos que hayan existido jamás en la historia americana. México, su capital, le debe mucho, y, sin embargo, ha pasado a la historia tan sólo como uno más de los cientos de virreyes que gobernaron, en nombre del rey, aquel inmenso territorio. Se llevaría con él en su viaje a Nueva España a artistas y poetas para que le hicieran más llevadera su estancia tan lejos de su patria. Uno de ellos lo fue el pintor manierista andaluz Alonso Vázquez (1565-1608). Prolífico creador de extraordinarias obras pictóricas para iglesias y retablos en Sevilla, acabaría el pintor su vida en México sin pasar a la historia y sin ser reconocidas las obras de Arte que hiciera en sus últimos años. La proliferación cultural -pictórica y arquitectónica- que la Iglesia patrocinara en Europa desde el siglo VI hasta el XVIII, no ha llegado a superarse por ninguna otra institución cultural en la historia. Hay países, como Italia, donde eso es una realidad cultural maravillosa. Hoy existen aún todas las obras culturales y artísticas -la mayoría de ellas- que se crearon en Italia en esos siglos de gloria cultural extraordinaria. Pero, en España es diferente. Siendo un país donde los artistas patrocinados por la Iglesia hubieron creado también muchas obras arquitectónicas, pictóricas y escultóricas, hoy en día más de la mitad -aproximadamente- de lo creado en España en esos casi doce siglos ha desaparecido por completo. ¿Por qué? Porque la historia de España está repleta de conflictos, vaivenes, cambios sociales y poder fatalmente interesado, y cuyas consecuencias fueron funestas para el propio país, para su población y su cultura.

En la luminosa ciudad de Santa Cruz de Tenerife existe un Museo de Bellas Artes que contiene pocas pero excelentes obras de Arte. Las islas canarias dieron grandes creadores que no llegaron a ser muy conocidos, como el pintor tinerfeño Cristóbal Afonso (1742-1797), del cual existe un maravilloso retrato de mujer -Antonia de León- en ese Museo canario que consigue, sin embargo, impresionar al que lo mire. Con un estilo dieciochesco -algo barroco- parecido a la Escuela Cuzqueña sudamericana, el cuadro combinará estilo, virtuosismo, elaboración y belleza. Pero, como algunos otros museos suspicaces, impiden ahora fotografiar las obras expuestas, y éstas, además, no estarán lo suficientemente catalogadas ni impresas en documentos que permitan su óptima divulgación y especial disfrute. En uno de los frontales del vestíbulo de la primera planta del edificio -donde se ubica el Museo de Bellas Artes- aparece un inmenso lienzo que promete: La venganza de Fulvia. Esta obra decimonónica, del pintor español Francisco Maura y Montaner (1857-1931), retrata una escena romana que nada tendría que envidiar a las maravillosas escenas latinas del pintor inglés Alma-Tadema. Pero, sorpresa, tampoco se puede fotografiar... En la investigación internauta posterior al menos consigo encontrar una imagen -en blanco y negro- de tan grandiosa obra de Arte. Pero, sin su color, es imposible apreciar toda su genialidad y belleza.

En estos tiempos de noticias desmoralizadoras y nefastas aparece una, sin embargo, que casi pasó desapercibida entre los medios: España ha subido al cuarto puesto como país más competitivo del mundo en materia de turismo... Además, continúa la noticia, España destacará por la herencia cultural, un capítulo en el que ocupa la primera posición. ¿La primera posición? ¿Qué posición no ocuparía España si además se hubiese conservado, divulgado y conocido toda su inmensa creación artística y cultural de siglos? Ahora -como casi siempre antes- que el complejo de inferioridad en lo hispano nos subyace impenitente, imbuido en gran parte por países envidiosos y retadores, deberíamos recuperar la memoria cultural, deberíamos divulgar lo que hicimos en el Arte, deberíamos catalogar lo que nos arrebataron, o se perdió, por las orillas de lo ignominioso. Deberíamos, en definitiva, enorgullecernos de haber contribuido a mejorar, culturalmente, el mundo mucho más de lo que, quizás, ninguna otra nación haya soñado jamás en toda su historia.

(Cuadro San Pedro Nolasco redimiendo cautivos, 1601, Alonso Vázquez, Museo de Bellas Artes de Sevilla; Lienzo del pintor español Pablo de Céspedes, Descenso de Cristo al limbo, 1600, Museo de Indianápolis, EEUU; Óleo José vendido por sus hermanos, 1655, del pintor cordobés Antonio del Castillo, Museo del Prado; Fachada del Museo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife, 2013; Reproducción de la imagen del enorme lienzo del pintor español Francisco Maura y Montaner, La venganza de Fulvia, siglo XIX, Museo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife; Óleo El Calvario, 1660, del pintor Antonio del Castillo, Museo de Bellas Artes de Córdoba, España; Retrato del virrey Juan de Mendoza y Luna, 1571-1628.)

21 de noviembre de 2012

El más exquisito de los creadores del barroco español.



El mayor asalto y expolio al Arte español de todos los tiempos se produjo durante la guerra de la Independencia española de 1808. Los ávidos gustadores entonces del mejor Arte compuesto no tuvieron pudor en robarlo y extraordinarias obras barrocas salieron de España para nunca más volver. No, nunca no, excepto una vez que una obra española expoliada regresaría, después de ciento treinta años casi, aunque para ello hubiera de entregarse otra obra a cambio. En el año 1813 sale de Sevilla para París el cuadro La Inmaculada de los Venerables del pintor español Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682). El general francés Jean de Dieu Soult arrebató, entre otras muchas obras maestras, este exquisito cuadro barroco del año 1678. Un lienzo luminoso de colores ocres, azules y blancos, una creación artística extraordinaria.

En el siglo XIX los franceses alabarían esta obra como algo prodigioso, algo no visto antes. Tanto la alabaron que fue depositada en el año 1852 en el Museo del Louvre parisino para fervor de todos sus visitantes. De todas las inmaculadas creadas por Murillo era la de los Venerables la única de ellas que no se encontraba en España. Así que, en el año 1940, con ocasión del acercamiento diplomático de España con la Francia ocupada por Alemania, el gobierno español ve entonces una ocasión para recuperarla. Las creaciones de esplendor religioso habían dejado de estar de moda en Francia -entre el paganismo nazi y el modernismo cultural-, así que no se pusieron demasiados inconvenientes por cambiar una obra tan religiosa. Es curioso pensar que el Arte se convierta más que en Arte propiamente -por su valor estético y cultural- en una forma de atractivo ideológico o sociológico dependiendo del gusto coyuntural de la época.

El gobierno de Franco -y su neocatolicismo visceral- perseguiría la obra de Murillo como un buscador de Arte renacentista persiguiera un Tiziano. Las autoridades francesas del gobierno de Petain -la Francia ocupada- no la entregarían por cualquier cosa. A cambio hubo de darles otra gran obra, pero, ¿cuál obra elegir para ese cambalache? Existía un retrato de la reina Mariana de Austria -la esposa del rey español Felipe IV- de las que Velázquez había realizado, y podía ser ahora una moneda de cambio para el caso. Efectivamente, poseer un Velázquez -aunque fuese ese, no especialmente muy magistral- no admitiría discusión. En el año 1941 llegaría por fin, por carretera hasta Madrid, el extraordinario lienzo La Inmaculada de los Venerables, obra maestra del barroco español compuesta por el pintor sevillano Murillo en el año 1665 para el antiguo Hospital de los Venerables, una residencia de ancianos clérigos en la Sevilla decadente del decadente siglo XVII.

El crítico español de Arte Antonio Manuel Campoy (1924-1993) escribiría  una vez de Murillo: Hay pintores que desde sus comienzos tuvieron su justa fama, en la que, justamente también, se mantuvieron siempre. Velázquez puede ser el máximo ejemplo de temprana celebridad y nunca regateada gloria. Otros, como el Greco, fueron sólo minoritariamente estimados en su tiempo. La valoración definitiva de éste es muy tardía, casi del siglo XX. Goya tampoco dejó de ser famoso desde sus inicios, y lo mismo le ocurrió a Picasso. Murillo, en cambio, aunque conquistó la fama en su época, la mantuvo en el siglo XVIII y la aumentó en el XIX, ha sido un pintor al que los gustos y las modas atacaron más o menos superficialmente, llegando a creerse de buen tono no sentirse atraído por su arte, y en muchos casos hasta se consideró necesario restarle méritos. Murillo, entre los menos avisados, también entre los menos sensibles, vino a ser sinónimo de cromo de la Purísima, y se tuvo por debilidad burguesa gustar de sus cuadros de feria. Las causas de este desvío han sido muchas, la primera de ellas el escaso conocimiento que ciertas élites tuvieron del maestro sevillano, luego, ese vicio español que consiste en juzgar comparando, por oposición. Si las comparaciones, como dijo Cervantes, pueden ya ser odiosas, en materia de arte lo son todavía peor, pues son tontas.

(Óleo Muchacha con flores, 1670, Murillo, Dulwich Gallery, Londres; Cuadro Tres muchachos, 1660, Murillo, Dulwich Gallery, Londres; Lienzo en medio punto El patricio revela su sueño al papa Liberio, 1663, Murillo, instalado originalmente en la iglesia Santa María la Blanca de Sevilla, Museo del Prado, Madrid; Obra de Velázquez, Retrato de la reina doña Mariana de Austria, 1653, entregada a cambio de la Inmaculada de los Venerables en 1940 al Museo del Louvre francés; Óleo La Inmaculada de los Venerables, 1678, Murillo, Museo del Prado, Madrid; Obra Las Bodas de Caná, 1672, Murillo, Birminghan, Inglaterra; Óleo La Inmaculada de Aranjuez, 1675, Murillo, Museo del Prado; Obra La Inmaculada del Escorial, 1665, Murillo, Museo del Prado; Cuadro Muchacho con un perro, 1650, Murillo, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Obra de Murillo, El regreso del hijo pródigo, 1670, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Óleo Rebeca y Elíecer, 1655, Murillo, Museo del Prado; Fotografía del Monumento a Murillo, Puerta de Murillo, Museo del Prado, Madrid.)

5 de noviembre de 2012

La servidumbre humana, sus historias, sus protagonistas y el Arte.



El pintor español Murillo (1617-1682) sería el encargado de componer un inmenso lienzo para una capilla dedicada a San Antonio de Padua en la catedral de Sevilla. La enorme obra artística, cinco metros y medio de alto por tres metros y medio de ancho -el mayor lienzo pintado por Murillo y uno de los más grandes de toda la pintura española-, fue colocada además en un suntuoso marco de madera tallado por Bernardo Simón. Ubicado finalmente en el baptisterio de la capilla de San Antonio en noviembre del año 1656, era tan impresionante su visión que, siglos después, el mariscal napoleónico Soult decidiría llevarse la obra de Murillo en el año 1810, cuando las tropas francesas a su mando controlaban la ciudad de Sevilla y lo que tuviese entonces de valor artístico. Sin embargo, el cabildo de la catedral sevillana le ofrecería mejor, a cambio, otra obra del mismo pintor, el lienzo Nacimiento de la Virgen. El general francés no puso inconveniente y así fue como el San Antonio de Murillo pudo conservarse en Sevilla. La pintura ofrecida a cambio acabaría terminando entre las piezas exhibidas en el museo del Louvre.

Pero, la servidumbre de las cosas valiosas no acabarán nunca su riesgo azaroso, ni siquiera a salvo de una virtual sustitución proverbial de una obra por otra...  A las ocho de la mañana del cinco de noviembre del año 1874 un empleado de la catedral sevillana descubriría una agresión al cuadro de Murillo. Esta obra era una creación extraordinaria del Barroco español y la habían seccionado vilmente, llevándose una parte importante del lienzo. El ladrón comprendería todo su valor, pero no podía hacerse con toda la pesada obra de Arte ni transportarla.  No se le ocurrió otra cosa que cercenar el lienzo y elegir la más elogiosa parte del mismo: la figura arrodillada del santo portugués. Aun así, el trozo extraído todavía medía bastante para un cuadro: un metro y ochenta y cinco centímetros de alto por un metro y noventa centímetros de ancho. Inmediatamente las autoridades españolas pusieron un anuncio con dos imágenes del cuadro, antes y después del robo, en una publicación internacional, La Ilustración española y americana. Pero no sería hasta enero del año siguiente cuando un anticuario de Nueva York, Williams Schaus, recibiera de un español -al parecer llamado Fernando García Vinuesa- la obra fragmentada para venderla. Este honesto comerciante neoyorquino, informado del robo de la obra, lo puso en conocimiento de la embajada española días después. 

Lo sucedido rozaba el misterio decimonónico más surrealista por entonces: el fragmento del lienzo cercenado, recompuesto entre cuatro bastidores, fue embarcado con rumbo a Cuba para, finalmente, ser enviado tiempo después a España. El sospechoso -autor o cómplice- sería puesto en libertad y el lienzo seccionado llegaría a Sevilla con la alegría devaluada por el deplorable estado de la obra. Tuvo que ser restaurada -cosida, encastrada y unida añadiendo partes eliminadas- en una de las más importantes reconstrucciones artísticas llevadas a cabo por la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Años después, cuando el novelista inglés William Somerset Maugham (1874-1965) viajase a España en 1897 acabaría visitando Sevilla a principios del mes de diciembre y tuvo ocasión de ver la obra. Maugham terminaría fascinado por la cultura y la sociedad andaluza que viese. Escribiría hasta un libro de ese juvenil viaje, Andalusia, Sketches and Impressions.

En uno de los capítulos del libro dedicado a la ciudad andaluza escribe Somerset Maugham: En el baptisterio, llenándolo todo con una cálida luz, está el San Antonio de Murillo, tela que produce más que ninguna otra una intensa emoción religiosa. El santo, alto y enjuto, de rostro hermoso, contempla al Divino Infante suspenso en una niebla dorada con un éxtasis que raya los límites de lo sobrenatural. Es interesante considerar si un artista necesita experimentar el sentimiento que desea transportar a la tela. Cierto es que muchos cuadros han sido pintados bajo la influencia de un profundo sentimiento que no produce, sin embargo, efecto alguno sobre el espectador, y es bastante probable que los italianos primitivos sintieran muy pocas de las emociones que sus telas expresaban. Sabemos muy bien, por ejemplo, que las obras maestras del Perugino, tan conmovedoras, tan animadas de religiosa ternura, fueron en gran parte cuestión de dinero contante y sonante. Pero Luis de Vargas -pintor sevillano del renacimiento-, en cambio, se humillaba a diario flagelándose y usando el cilicio, y Vicente Joanes -pintor valenciano del Barroco- se preparaba por medio de la confesión y la comunión para trabajar en una tela. La impresión que puede inferirse de Murillo por medio de sus obras es confirmada por el estudio de su vida simple y mesurada. No poseía él la turbulenta piedad de los otros dos, sino una dulce y serena devoción que lo llevaba a pasar largas horas en la iglesia, sumido en hondas meditaciones. El, sea como fuere, sentía todo lo que expresaba.

En el año 1915 publicaría Somerset Maugham su novela Servidumbre humana. De rasgos semi-autobiográficos, la obra literaria relata la historia de un joven huérfano que sufriría toda clase de humillaciones y vilezas durante su adolescencia. La crítica fue muy despiadada por entonces y descalificaría la novela con esta invectiva frase demoledora: parece la servidumbre sentimental de un pobre tonto.  El autor reconocería que la escritura del relato le había servido para exorcizar sus demonios de juventud, y le aliviaría así la angustia que, durante mucho tiempo, le hubo causado su propio tartamudeo. William Somerset retrataría en la novela con crueldad y desgarro la servidumbre a que nos someterán nuestros propios deseos y anhelos, así como también la imposibilidad de zafarse del encadenamiento emocional a que nos acabarían llevando, inevitablemente, esas mismas pasiones.

(Detalle de la obra San Antonio de Padua, 1665, del pintor español Murillo, Museo de Bellas Artes, Sevilla, obra procedente de un convento Capuchino; Imagen del cuadro La Santa Cena, 1650, Bartolomé Esteban Murillo, Iglesia de Santa María la Blanca, Sevilla, cuadro rechazado entonces por el mariscal Soult por su tenebrismo; Óleo Visión de San Antonio de Padua, 1656, Murillo, Catedral de Sevilla; Fotografía del mismo cuadro, capilla de San Antonio, Catedral de Sevilla, fuente: leyendasdesevilla.blogspot.com.es; Pintura Nacimiento de la Virgen, 1660, Murillo, Museo del Louvre, París; Retrato de William Somerset Maugham, 1931, del pintor inglés Philip Steegman.)
  

20 de septiembre de 2011

La incapacidad para entender el pasado: la ignorancia, el cinismo y su exención.



Las gestas medievales europeas fueron relatos épicos contados por los pueblos de las historias grandiosas de sus héroes. En esas historias relatadas los héroes habrían ofrecido su valor, su grandeza y hasta su vida en sus grandiosos hechos malogrados. Consiguieron influir culturalmente en sus pueblos, los mismos pueblos a los que ellos habrían tratado honestamente de servir. Los poetas medievales utilizaron los acontecimientos históricos -medio verdades y medio leyendas- para glosar en la Literatura de los primeros idiomas europeos -herederos del latín- la más exquisita por entonces belleza lírica. De este modo comenzaron dos cosas importantes en la historia occidental europea: una literatura medieval precursora de la posterior novela del siglo XVII y una epopeya nacionalista que daría origen, tiempo después, a los primeros estados europeos. Estos pueblos europeos iniciaron así, en una gestación de siglos, la consolidación política y social que alcanzaría su cenit en los momentos álgidos del Renacimiento. Una de las primeras y más hermosas gestas escritas por entonces en lengua anglonormanda (francés hablado en la Inglaterra del siglo XI) sería el conocido como Cantar de Roldán. Fue en el siglo XI cuando los poetas comenzaron a destacar más la belleza de unos versos que el veraz relato de unos hechos. Esa gesta medieval francesa -el Cantar de Roldán- glosaba al gran emperador franco Carlomagno. En ella se cuenta cómo este rey decidió en el año 773 conquistar a los musulmanes la antigua Hispania visigoda. Sigue el poema describiendo que el emperador dedicaría siete años a la campaña hispana, que lograría vencer algunas batallas y que, finalmente, se apoderaría de algún rey árabe de Al Andalus.

Pero sobre todo nos cuenta el Cantar cuando el emperador, satisfecho de su acción bélica en Hispania, regresa hacia su corte francesa y su retaguardia padece ahora una terrible traición. Una emboscada que acabaría con la vida de uno de sus mejores oficiales, el caballero Roldán. Este caballero franco responde con la majestuosa y valerosa acción que sólo los grandes héroes pueden tener: entregar sin desfallecer ni huir su mayor tesoro personal, su vida. Sin embargo, la verdad histórica fue muy diferente a la leyenda. Cuando el emir cordobés Abderramán I rompe ese mismo año 773 con el califato de Damasco -el máximo poder musulmán en el mundo-, algunos altos funcionarios hispano-musulmanes no estuvieron de acuerdo con él. El gobernador árabe de Zaragoza se mantuvo fiel a Damasco, pero hubo otro, el gobernador musulmán de Barcelona, que decidiría incluso visitar al rey franco Carlomagno para conseguir su apoyo frente al rebelde Abderramán. El astuto rey vio entonces una oportunidad para establecer su poder al sur de sus fronteras. Para ello formaría un gran ejército con el que se dirigió salvando la cordillera pirenaica hacia Zaragoza, una ciudad hispano-árabe que estaba siendo dominada entonces por las huestes decididas del rebelde Abderramán. La ciudad hispano-musulmana no pudo ser tomada entonces -ni nunca- por el decidido emperador. Frustrado Carlomagno, toma como prisionero al gobernador musulmán al creer haber sido engañado. Regresa con él a su patria por donde había venido, el camino de Roncesvalles, después de haber estado sólo siete días, no siete años, en tierras hispano-musulmanas. En su camino de regreso el ejército franco tuvo un encuentro sangriento con mesnadas musulmanas, guerreros árabes que lograrían rescatar al gobernador musulmán. Luego, cuando la cabeza del ejército de Carlomagno había cruzado la frontera, su retaguardia -aún en la península-, desperdigada y solitaria, sufriría un ataque de los nativos autóctonos vascos de aquellas tierras fronterizas. Murieron todos los francos a este lado de la frontera, incluso el marqués de Bretaña, el distinguido caballero Roland. Esta fue la historia real, la otra la leyenda. Pero, entonces daría igual. Tampoco se podían verificar los hechos claramente. Estos sólo sirvieron si acaso para adornar luego una heroica gesta que sería decisiva en la cristalización de un poderoso e importante imperio cristiano europeo. Y para su Literatura también.

Al parecer no fue Napoleón quién dijese: quien olvida su historia está condenado a repetirla; fue un filósofo norteamericano de origen español, Jorge Ruiz de Santayana y Borrás (1863-1952). Si los seres humanos son incapaces de entender lo que les ha pasado, ¿cómo van a ser capaces de entender lo que les pasa? La auto-indulgencia propia del cinismo más elaborado, hipócrita, escurridizo, ignorante, complaciente y descarado, es una actitud que algunos seres humanos suelen disponer a veces. Es así cómo, creen ellos, se protegen frente a los otros, a los seres diferentes, seres más peligrosos, seres contrarios a sus intereses desalmados. Pero también se acercan de ese modo a la ignorancia, al desconocimiento más terrible y desastroso. Porque sólo afrontando los hechos y la realidad de lo que somos y hemos hecho podemos decir que somos personas. Porque no sólo por nacer, llevar un apellido determinado, mostrar un rostro sereno, disponer de crédito, haber pagado las cuotas o ser indemne a las críticas significa que seamos personas. Se necesitará algo más, se necesitará aceptarse y reconocer al otro, comprender esa relación inevitable para tratar ahora de un modo inteligente alcanzar la excelencia mínima, ese conocimiento que nos permitirá por fin poder vivir juntos en el mundo. El pintor belga René Magritte (1898-1967) comenzaría plasmando en sus lienzos trazos impresionistas hasta que en los años veinte tendencias más modernas le atrajeron hacia el cubismo o el futurismo artísticos. Sin embargo, hubo otra cosa que también le sedujo por entonces. El comunismo había hecho su entrada por la senda de la revolución más inspiradora, seductora, comprensible, necesitada y esperanzada de todas las habidas hasta entonces en la historia: la revolución rusa del año 1917. En esos primeros años del siglo XX, años desesperados e insatisfechos, algunos artistas comenzaron a enfrentarse con los convencionalismos de una desarrolla sociedad burguesa. Esa sociedad había alcanzado su máximo esplendor pero sin llegar a satisfacer del todo.

Y por entonces ya no se podría ir más allá: o se aceptaba o se enfrentaba. Hubo varias opciones políticas, sociales y artísticas para encararla. Una de las artísticas más radicales lo fue el Dadaísmo. Había que romper con todo lo anterior, con la cultura y con la sociedad sofisticada, porque ya no servirían para nada según los dadaístas. Ahora -en aquellos primeros años del siglo XX- la creación artística -la belleza representada- y la propia vida -la sociedad alienada- se unirían en un diferente, provocador y original modo de hacer todo ya diferente a lo de antes. El racionalismo en todas sus formas de expresión era por entonces el enemigo para los dadaístas. Todo lo que no fuese el Dadaísmo no servía. El movimiento surrealista surgió pronto de ahí. En lo social y en lo político coincidió el auge del comunismo -fue contemporáneo- con esa nueva tendencia surrealista. Los creadores de entonces -principios del siglo XX- entendieron que esa filosofía social tan radical -el comunismo- era la única solución posible para salvar al hombre y a su mundo fracasado. René Magritte encontraría en ambas cosas, en el surrealismo y en el comunismo, la síntesis perfecta para describir las contradicciones del ser humano y de su sociedad alienadora. Colaboraría él así, como tantos otros, en aquellos años inocentes. Pero tiempo después, en diferentes momentos de su vida, Magritte cambiaría de opinión en al menos tres ocasiones con respecto al comunismo. La reflexión vencería por fin y la ignorancia dejaría ya de alimentar los criterios que inspirasen al artista. Comprendió el pintor belga entonces la falsedad del mensaje de liberación que expresaba el comunismo. Y vio que el Arte sería al fin el único camino posible para entenderlo todo y tratar de salvar al hombre de su propia contradicción histórica. De ese modo, y sin saberlo por entonces exactamente así, el autor surrealista acabaría con el tiempo por acertar en su deseo.

(Óleo La venus del espejo, del gran pintor español Velázquez, ejemplo máximo de belleza, excelencia y modelo en la Historia del Arte, 1648, entregada esta obra, junto con otras del arte español, al duque de Wellington en el año 1813 por el desastroso rey Fernando VII como agradecimiento por devolverle el trono español (*), Museo National Gallery, Londres; Óleo del pintor francés Jean Fouquet, Muerte de Roldán, 1460; Cuadro del pintor dadaísta Kurt Schwitters, El Alienista, 1919, ejemplo de desprecio por lo que había sido el Arte anteriormente, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro del pintor surrealista belga René Magritte, Libertador.)
(*) Hecho histórico incorrecto, aclarado en un artículo de Velázquez.

16 de agosto de 2011

La Belleza utilizada como influencia bienhechora y los expolios de algunas obras sevillanas.



Desde que Carlomagno llegara a coronarse emperador de Occidente en el año 800, Europa no volvería a estar unida bajo un mismo cetro imperial hasta que el hijo de Matilde de Ringelheim, Otón I, consiguiera proclamarse en el año 936 heredero de aquel imperio carolingio. Había nacido la hermosa Matilde en la villa de Engern, Westfalia (Alemania), y era hija del conde sajón Teodorico y de Rainilda de Frisia. Sus padres confiaron su educación a su abuela, la abadesa del monasterio de Herford, llamada también Matilde. Allí adquirió la joven heredera los conocimientos propios de una doncella aristocrática de su época, el temor de Dios y una amplia cultura. El duque de Sajonia de entonces, Enrique, futuro heredero al trono de la Francia Oriental (Alemania histórica) -una de las divisiones del gran imperio desmembrado de Carlomagno-, llegaría a establecer las bases para un sueño político de siglos: un gran imperio germano. Pero necesitaba para tan gran empresa una extraordinaria mujer. Así que fue informado de que esa especial mujer existía y se encontraba en un monasterio de Herford en Renania. Tantos maravillosos adjetivos le asignaron a Matilde que el duque no dudó en viajar al convento renano. Cuando la vio y la escuchó, Enrique de Sajonia quedaría asombrado por la belleza y personalidad de Matilde de Ringelheim. Consiguió ella con su matrimonio llegar a ser duquesa de Sajonia, reina de Alemania y, por fin, emperatriz de Germania. Los hombres por entonces podrían hacer un mal uso de la belleza, pero ahora ésta servía para un épico y grandioso designio...  Enrique I de Germania se sintió muy atraído por la belleza de Matilde de Ringelheim y así la virtuosa y hermosa mujer tuvo sobre Enrique una influencia bienhechora. Su virtuosa personalidad tuvo también en el pueblo alemán un sincero y querido reconocimiento. En el año 936 Enrique de Germania fallecería dejando todas las tribus germánicas unidas por fin bajo un mismo trono. Matilde llegó a tener con él tres hijos. Aunque el mayor -Otón- era el heredero, ella quiso apoyar mejor a su otro hijo Enrique. Sin embargo Oton fue finalmente coronado en Aquisgrán en el año 936 como rey de Germania y, luego, proclamado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con veintiséis años, el primero en la historia.

Expulsada de palacio por el rey, Matilde de Ringelheim tuvo que regresar de nuevo al monasterio. Años después la perdonaría Otón y regresaría a palacio desde donde se dedicó a realizar obras de caridad y a fomentar la fundación de monasterios. Moriría en uno de ellos la noche del catorce de marzo del año 968. Cuando los jesuitas recibieron en el año 1600 unos terrenos en donación en la ciudad de Sevilla -por doña Lucía de Medina-, decidieron proyectar una nueva sede dedicada al santo rey Luis de Francia. Planearon construir un colegio, un noviciado y una iglesia. Esta última tardaría casi un siglo en realizarse, pero los otros edificios fueron acabados pronto. Para la capilla del noviciado de San Luis de los Franceses encargaron los jesuitas al taller de Zurbarán unas pinturas de santas que ofrecieran el ideal de belleza y virtud. El pintor barroco Francisco de Zurbarán (1598-1664) ingresaría con dieciséis años en el taller sevillano del maestro Díaz de Villanueva, desarrollando en Sevilla gran parte de su trabajo artístico. Cuando los franceses invadieron la ciudad andaluza en el año 1810 el mariscal napoleónico Soult decidió apropiarse -robar- de muchas obras de Arte desperdigadas en los conventos e iglesias de la ciudad. El motivo oficial fue exponerlas en un gran museo en Madrid o París. Las pinturas expropiadas se trasladaron todas al Alcázar sevillano. Unas mil pinturas fueron allí depositadas. Al acabar la guerra de la independencia en el año 1814 llegaron a salir de Sevilla cuatrocientas obras de Arte. Sabrían los franceses muy bien qué obras debían requisar en la ciudad. El pintor y crítico de Arte español Agustín Cea Bermúdez había publicado en el año 1808 un catálogo, Diccionario de Artistas españoles, donde se indicaban las mejores obras de Arte españolas y sus ubicaciones. Ha sido uno de los más grandes expolios artísticos del Barroco llevado a cabo en toda la historia de la humanidad, y, como consecuencia, terminaría por destinar a cientos de obras maestras sevillanas por todo el mundo.


(Cuadros del Taller sevillano de Arte de Zurbarán: Santa Marina, Santa Matilde de Ringelheim y Santa Catalina, siglo XVII, 1640-1650, Museo Bellas Artes de Sevilla; Cuadro Santa Margarita, 1631, del pintor español Francisco de Zurbarán, National Gallery de Londres; Detalle del óleo de Zurbarán, Santa Águeda, 1633, Museo Fabre, Montpellier, Francia; Óleo de Zurbarán, Santa Marina -otra misma obra de la misma santa-, 1631, Museo Thyssen, Madrid.)

2 de junio de 2011

La pérdida de un reino creó una cultura, una lucha, un carácter y el destino de un pueblo.



Cuando los árabes se expandieron por el norte de África a finales del siglo VII, consiguieron alcanzar Túnez muy pronto para llegar luego mucho más lejos hacia el oeste, hasta Marruecos. En el verano del año 710 un general bereber -Tariq ibn Ziyad-, al servicio del gobernador árabe entonces de Túnez, enviaría a su fiel subordinado Tarif ibn Malluk a cruzar el estrecho -unos 14 kilómetros- que separaba Europa de África. Un funcionario del reino visigodo de Hispania llamado Yulian, que residía en Tánger, contribuiría a facilitar a los sarracenos los barcos que éstos necesitaban para cruzar ese estrecho. Quería el arribista y felón Yulian que sus nuevos aliados árabes pudieran ver lo fácil que era llegar al otro lado del estrecho, entrar en sus ciudades y observar las pocas o nulas defensas militares de Hispania. Alcanzaría Malluk una pequeña isla frente a una población que hoy lleva su nombre, Tarifa. Se maravilló tanto de lo que vio, que regresó pronto para contarle a Tariq ibn Ziyad las inexistentes dificultades de pasar al otro lado y conquistarlo. El general bereber se lo acabaría relatando al gobernador árabe Musa-ben-Nusayr que, a su vez, se lo transmitiría al gran califa árabe de todos los creyentes en Damasco, Al-Walid. Así fue cómo, a pesar de lo arriesgado por lo poco consolidado del imperio islámico en el norte de África, el gran califa terminaría aprobando, justo un año después, la expedición invasora árabe para cruzar el estrecho.

Al comprender el rey visigodo Rodrigo que la invasión musulmana de Hispania era más importante de lo que parecía, marcharía entonces veloz hacia el sur de la península reclutando nobles, soldados y mercenarios para luchar. Sin embargo, las tropas bereberes, judías y árabes habían llegado ya al gran monte de Calpe -luego llamado Gibraltar-, un enorme peñasco visible desde casi todas las orillas del estrecho. Allí, en abril del año 711, Tariq ibn Ziyad hizo suya esa península elevada que acabaría llevando su nombre, Monte Tariq (Gibraltar). Mientras, se desplazaba don Rodrigo hacia ese lugar con unas tropas reclutadas de alrededor de 40.000 hombres. Los árabes invasores -unos 25.000 soldados- se dirigían ahora a la antigua ciudad de Híspalis, la visigoda ciudad de Sevilla, camino hacia el ansiado norte peninsular. Justo entonces se encontraron los dos ejércitos, a unos cien kilómetros de Gibraltar, muy cerca al parecer de la actual población gaditana de Arcos de la Frontera. En este lugar, a finales de julio del año 711, en la conocida como batalla del río Guadalete, el rey don Rodrigo, el último rey visigodo de Hispania, terminaría perdiendo una batalla, un reino y hasta su vida. A causa, sobre todo, de que una cuarta parte de sus hombres acabaron traicionándolo, pasándose al enemigo. Traición apoyada por los intereses de algunos nobles visigodos, decididos por entonces a sustituir al rey Rodrigo. Nobles ingenuos que no vieron la hábil estrategia musulmana en esa sutil colaboración aparente.

Pero, diez años más tarde, una parte de ese pueblo visigodo, ahora ya arrasado y conquistado totalmente, se había refugiado en las altas y difíciles montañas del norte de Hispania. Y, entonces, lanzarían un grito de lucha y pasión convirtiendo una imposible reconquista -los árabes habían alcanzado ya toda la península salvo esos pequeños reductos norteños- en una de las gestas épicas más originales, largas y desarrolladas de toda la historia de la Humanidad. Porque entonces una cultura y una búsqueda de identidad, de un reino único, de un sentido histórico, de una lucha y de un carácter, surgiría de la vocación de aquellos hombres -herederos del reino visigodo de Toledo- por alcanzar a crear un nuevo pueblo y su nuevo sentido cultural en el mundo. Así se llegarían a fraguar los antiguos reinos de León, de Pamplona, de Aragón o de Castilla. Y así también, durante casi 800 años, se sucedieron hombres y mujeres que entregaron sus hijos a una permanente dádiva sagrada: reconquistar todo lo que una vez llegó a ser su solar patrio. Para ello crearon ciudades, iglesias, murallas, puentes..., pero, ahora, con su propio nuevo Arte evolucionado de entonces, arte que sobrevendría así de una mezcolanza de ideas, artistas, estilos, experiencias e ilusión conquistadora. Así, en la provincia de  León, cerca de la población de Gradefes, en lo que acabaría siendo la ruta medieval más importante de Europa -el Camino de Santiago-, se construiría en el año 913 el románico Monasterio de San Miguel de Escalada...

Para hacerlo llegaron del sur arabizado unos monjes cristianos que habían asimilado parte de las innovaciones arquitectónicas orientales de los árabes. Estos mozárabes -cristianos que residian en zona musulmana- utilizaron entonces los restos abandonados de las antiguas columnas romanas o de las lápidas de mármol para confeccionar, ahora, su propio diseño en estilo mozárabe, un nuevo estilo caracterizado por los arcos en tipo de herradura que tanto abundaban además en el Al Ándalus invasor. De ese modo surgieron extraordinarias construcciones basadas tanto en los antiguos elementos visigodos prerrománicos como en los nuevos románicos, pero todo diseñado y modelado con la particular, decorativa y nueva tendencia mozárabe. Otra muestra genial de esa cultura sobrevenida en el itinerario reconquistador lo fue la iglesia románica de San Baudelio de Berlanga. Este pequeño templo cristiano posee en su centro un curioso pilar que, como tronco de una sagrada palmera, vierte sus ramas hacia todas las esquinas decoradas de su románica construcción. Disponían estos templos en sus paredes de unos frescos con un estilo muy particular, prerrománico aún, lo que por entonces los convertían en verdaderos museos antiguos en aquel arte anterior al románico.

A principios del siglo XX unos mediadores en Arte, representando intereses norteamericanos, consiguieron comprar esas extraordinarias pinturas encastradas en la medieval pared milenaria. Los propietarios particulares se las vendieron sin problema y el Estado español de entonces, año 1925, no puso ningún reparo en la artística transacción comercial. Pero años después, en 1957, el Estado español quiso recuperarlos. A los americanos había que darles ahora, a cambio, alguna obra artística parecida, algo para que los frescos milenarios pudieran ser expuestos ya en el museo del Prado. Existía una derruida y abandonada ermita románica en tierras de Segovia, existían dos realmente. Quizá por eso tampoco dolió mucho a las conciencias que participaron por entonces en ese tráfico cultural. Los representantes del Metropolitan de Nueva York -dueños de los frescos- no pusieron ningún inconveniente en que, a cambio de los frescos de San Baudelio, se llevaran -piedra a piedra- el ábside de la ermita de San Martín de Fuentidueña. Y así se hizo, una por una se fueron desmantelando las piedras medievales del ábside románico para transportarlas a Nueva York. Y allí, en una construcción improvisada, mezclada de estilos, el museo norteamericano instalaría las piedras segovianas en unas nuevas galerías construidas a las que denominaron Los Claustros. Original establecimiento artístico-turístico para llevar parte de una cultura milenaria a sus curiosos y ávidos clientes neoyorquinos.

Y después de haber tenido algunos reinos díscolos aquellos herederos del rey malogrado don Rodrigo, también de haberse peleado entre ellos, de haber perdido batallas o de ganarlas, de haber escrito en lenguas diferentes las mismas historias, de haber creado una misma cultura, un mismo estilo, una misma tendencia y un mismo Arte, después de todo eso, y del paso de los años, el sueño de terminar por recuperar el reino visigodo perdido habría acabado, por fin, en el año 1492. Este mismo año algunos hombres descendientes de aquella gente trastornada por la frontera, por el nuevo espíritu de frontera, por la lucha, por la repoblación, por la mezcla y por la vida, consiguieron otro motivo ahora para poder seguir viviendo hacia adelante... Quizás fuese por esto mismo, seguir hacia adelante, por lo que pudieron conseguirlo. De este modo, fue como mantuvieron su pasión conquistadora descubriendo, ahora, un nuevo mundo hacia el oeste... Fue ésta aquella misma pasión que creyeron perder, sin embargo, mucho tiempo antes en aquel fatídico verano del año 711, pero que sólo acabaría siendo una anécdota histórica más, una pausa de siglos, algo absolutamente extraordinario y grandioso en el poderoso destino que acabaron por forjarse.

(Cuadro Don Rodrigo cabalgando un caballo blanco en la batalla del Guadalete, 1858, del pintor español Marcelino de Unceta y López; Fotografía del Peñon de Gibraltar, visto desde España; Grabado con la imagen de la caudilla Kahina, guerrera bereber resistente al Islam; Fotografía del Monasterio de San Miguel de Escalada, León, estilo románico y mozárabe, siglo X;  Frescos de la Iglesia de San Baudelio, Casillas de Berlanga, Soria: El elefante cargando un Castillo, El cazador, siglo X, prerrománico y románico, actualmente en el Museo del Prado, Madrid; Fotografía del interior de San Baudelio, actualidad; Fotografía de las ruinas de la iglesia románica de San Martín, Fuentidueña, Segovia, con los andamios cubriendo el ábside para desmontarlo, años cincuenta; Fotografía actual de las ruinas de San Martín, Segovia; Fotografía del ábside de San Martín montado y restaurado, Los Claustros, Museo Metropolitan de Arte, Nueva York; Fotografía de Los Claustros, Museo Metropolitan de Arte, Nueva York.)