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8 de septiembre de 2022

Una metáfora expresionista de la vida entre la maraña existencial de una patria perdida.


 Hace un siglo creadores chilenos crearon en París un grupo artístico para tratar de responder a la maraña creativa que a comienzos de los años veinte latía poderosa en Europa. El Grupo de Montparnasse lo componían pintores que habían sido alumnos del Postimpresionismo pero querían ir más allá. El fuerte color y la transgresión compositiva les llevaron a destacar el Fauvismo, el Expresionismo y el Cubismo. Algunos consiguieron satisfacer su creatividad y otros, simplemente, pasaron a engrosar la marginal historia de aquellos que, sabiendo lo que quieren, no siempre logran expresarlo. Pero hubo un pintor chileno nacido en Valparaíso que, al menos, consiguió la difícil tarea creativa de compaginar innovación con la universal sensibilidad de lo que el Arte persigue con sus alardes. Camilo Mori (1896-1973) llevaría a cabo una pintura en París en 1926 a la que titularía El carrusel de los niños. Tiempo antes un poeta checo, Rainer María Rilke, había escrito: La verdadera patria del hombre es la infancia. ¿Cómo se puede coincidir tanto en dos creaciones artísticas? Porque lo que compuso el pintor chileno fue precisamente eso que escribió el poeta checo, y lo hizo desde la natural y expresiva sutileza que el Arte permite a sus creadores. En su obra hay Impresionismo, Fauvismo, Cubismo y una maravillosa interpretación estética de la naturaleza sagrada de la infancia. Para impresionar el Arte había obtenido de los pintores del siglo XIX la suerte de exponer formas y figuras sin la perfilación clásica de sus maestros. Pero esa eventualidad produjo la más extraordinaria forma de expresar una sombra sin dejar de ser parte esencial de su figura. Ambas se fusionaron, la figura y la sombra, en la poderosa expresión plástica de un reflejo diferente donde la luz nacía de las cosas y no éstas de aquélla. Pero antes de eso el pintor Manet experimentó con el tiempo, con el instante, con la sombra... Revolucionaría la impresión y la expresión clásica pero, también, el sentido comunicativo de lo que una imagen artística podía representar con un mensaje alusivo. Camilo Mori no transgrediría tanto como Manet, pero, sin embargo, conseguiría una vez aludir, serenamente, la mejor impresión expresiva que una simple imagen estética pudiera plasmar en un lienzo modernista. 

Ante la frondosidad de un bosque otoñal oscuro y desolado, la figura colorida de un carrusel infantil destacará recóndita sobre las verticales y solitarias figuras vegetales. Pero no solo los árboles adultos mostrarán su alejado espacio temporal, sino que también los perfiles humanos adultos se oscurecen ahora frente a los coloreados trazos infantiles. Qué maravillosa decantación por aquella patria verdadera que el poeta glosara de la infancia. La obra de Mori es como un canto desesperado por la pérdida o por la lejanía o por la diferencia de una etapa humana y otra. Por eso el pintor titularía bien la obra no sólo como el carrusel sino como el carrusel de los niños, una reiteración necesaria para alinear una cosa enteramente con la otra. Por eso además pintará una figura adulta a la izquierda del cuadro totalmente alejada y solitaria, dirigiéndose ahora hacia ese lugar donde se resguarda la memoria y la holganza. ¿Cuánta metáfora existencial rezume el cuadro modernista? La vida es un desarrollo inútil desde la única forma existencial que tiene sentido padecerla. Porque el pintor elaboraría una aparición maravillosa entre los desolados huecos separados de los troncos oscurecidos que representan ahora ese desarrollo tan inútil y dramático. La vida coloreada destacará por sí sola sin otra artimaña que su propia esencia poderosa. Una esencia radicada en la infancia como momento y como espacio ante la espantosa culminación existencial de una vida desarrollada. ¿Es el desarrollo lo importante? ¿Dónde se empezará a partir esa esencia destacable que no alcanzará a recuperar la fuerza colorida de un instante? El carrusel ahora es la metáfora ante las asoladas figuras desarrolladas. El color es lo fundamental aquí para expresar lo que la vida no puede expresar sin esperar otra cosa que el opaco momento de una tarde... De una tarde oscurecida o de una tarde postergada de las etapas posteriores de la vida. 

El carrusel de los niños está ahora justo ahí dentro de la maraña inevitable de los barrotes temporales que le impiden no moverse y, por tanto, quedarse ahí para siempre. El desarrollo de la vida es inexorable, es imposible eludirlo con nada, ni siquiera con los colores o con la fragancia inspiradora de un escenario diferente. Está atrapado el carrusel como lo están la propia vida, el tiempo o la historia. Como lo están las figuras humanas adultas que ya no son más que una rémora de lo que fueron en tiempos anteriores, cuando su color era tan destacable como lo es ahora en esta esencia expresiva. La infancia es la verdadera patria del hombre, la única, la grandiosa, la que no se desarrolla, la que se mantiene distante y diferente, la que no puede volverse ni progresar sin perder lo único que la hace especial: su color y su fuerza existencial tan poderosa. Con esas sutiles intenciones el pintor chileno modernista compuso una extraordinaria obra de Arte. No pasaría a la gran historia del Arte, aunque mantenga, sin embargo, gran parte de la misma. Su inspiración expresiva nos permite recordar los versos de Rilke con la sutil metáfora de los colores y de las formas. Estas tienen en la obra de Mori una grandiosidad estética sublime porque hacen de un simple paisaje parisino una maravillosa reflexión estética sobre la vida. Lo verdadero, lo esencial, lo definitivo no está desarrollado sino que permanece, eterno, entre los destacables tonos coloreados de un mundo, sin embargo, tan monocolor y oscurecido como el desarrollo o lo imparable que una vida adulta consigan recrear, sin quererlo, con sus inútiles estrofas de lo vivido.

(Óleo El carrusel de los niños, 1926, del pintor chileno Camilo Mori, Museo Nacional de Bellas Artes, Chile.)


19 de mayo de 2013

La inexpresión más expresiva que existe, la que nos sorprende ahora porque no nos ve.



De todas las causas para sorprendernos ante un rostro que miramos, la más de todas ellas es comprobar cómo nada nos hace más efecto que una extraña manera de mirar.  Porque entonces lo único que se enfrenta a nosotros -ya que miramos también- es lo mismo que ahora nos mira, lo mismo que estamos usando nosotros también ahora para hacerlo, los ojos. Y, aunque nos resistamos, volveremos siempre a ellos igual que una luz vuelve, impenitente, sobre lo que carece de luz. ¿Por qué lo hacemos? Tal vez porque carecemos de eso que pensamos necesitar entender con urgencia: ¡que existe lo que vemos! Que tiene vida, que nos ve y que nos corresponde con lo mismo que nos planteamos también de nosotros: ¡que existimos! Los autores y creadores de Arte trataron de fijarlos con su propio estilo en las diferentes obras que nos dejaron para verlos. Para esto crearon reflejos, contrastes, puntos encerrados, agotados o descentrados, elementos que buscarían expresar lo que solo con esos recursos estéticos, solo con ellos, serán capaces de expresarlos sin nada más. Y así lo hicieron desde el Renacimiento... Desde cualquier otro sentido también. Con la promesa de hacernos creer que lo que ahora vemos es, en verdad, lo que nos mira. Pero, no, nada de eso. Nadie nos está mirando ahora aunque lo parezca. Son ciegos los reflejos de lo que, a nuestro cerebro, parece que nos llega de una obra de Arte, porque tan sólo lo parece...

¿Cuánto de esa misma verdad encierra en la vida real eso mismo, algo que sólo lo parece en el Arte?  Porque, aunque sea obvio que una imagen inerte y sin sentido real produzca esa apariencia, no es menos cierto que en la vida real que vivimos a veces también lo sea. ¿En cuántas ocasiones, mirándonos, no nos miran?, ¿en cuántas en otras, ni mirando a veces? Entonces, ¿dónde se encuentra verdaderamente la realidad de lo expresado?, ¿dónde, entonces, estará la verdad de lo expresivo? Porque, al parecer, no se equivocaron los autores ni siquiera entonces creando lo imposible: hacer como que miran sus personajes retratados. Ellos descubrieron ya que nada de lo que tenga vida en verdad supone que mire realmente; es decir, que tal vez todo sea como en su propio reflejo artístico...  Porque aun así, con vida, sólo será eso mismo, una forma inexpresiva de definir un gesto incomprensible, un gesto ahora sin sentido, sin recuerdo, sin efecto, sin pasión o sin mirada...

El escritor Paul Bowles, en su maravillosa obra El cielo protector, nos dejaría una reseña literaria muy apropiada para sentir o entender algo mejor todo eso:  Frente a los músicos sentados en mitad de una tarima bailaba una muchacha, si es que sus movimientos podían calificarse de danza. Sostenía con las manos, detrás de la cabeza, una caña y se limitaba a mover el grácil cuello y los hombros. Los movimientos, graciosos y de una impudicia rayana en la comicidad, eran una traducción perfecta en términos visuales de la estridencia y el salvajismo de la música. Pero lo que conmovía no era tanto la danza misma como la expresión extrañamente desapegada, sonámbula, de la muchacha. Su sonrisa era fija, y se podía añadir que su mente también, como atenta a algún objeto remoto que sólo ella conocía su existencia. Había un desdén supremamente impersonal en los ojos que no miraban y en la curva plácida de los labios. Cuanto más la miraba, más fascinante le resultaba la cara; era una máscara de proporciones perfectas cuya belleza provenía no tanto de la configuración de los rasgos como del significado implícito en su expresión, un significado o la ausencia de significado. Porque era imposible decir qué emoción había detrás de la cara. Era como si estuviese diciendo: "Se está ejecutando una danza. Yo no danzo porque no estoy aquí. Pero es mi danza." Cuando concluyó y la música se detuvo, la muchacha permaneció inmóvil un momento, después bajó lentamente la caña que sostenía detrás de la cabeza y, dando unos vagos golpes en el suelo, se volvió para hablar con uno de los músicos. Su notable expresión no había cambiado en ningún sentido. El músico se puso de pie y le hizo un lugar a su lado en la tarima. A Port le pareció curiosa la forma en que la ayudó a sentarse y, de pronto, comprendió que la muchacha era ciega. La idea lo sacudió como una descarga eléctrica; el corazón le dio un salto y, de pronto, sintió que le ardia la cara.

(Lienzo del pintor del Renacimiento Palma Vecchio, La Bella, 1525, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Impresionista de Renoir, Gabrielle, 1913, Francia; Cuadro Postimpresionista  Ancestros de Tehmana, 1893, Paul Gauguin; Óleo Fauvista Retrato de la mujer del artista, 1913, Matisse, San Petersburgo, Rusia;  Lienzo Expresionista de Picasso, Muchacha con sombrero, 1901, San Antonio, Texas; Obra Surrealista, Galarina, 1945, Dalí, Figueras, Cataluña.)

26 de enero de 2013

La diversidad humana o las enormes diferencias de una misma naturaleza, igual y diferente.



Nada hay más diferente que un ser humano a otro, aun de la misma familia, del mismo cigoto biológico casi, de la misma naturaleza o de los mismos genes duplicados incluso. Las tendencias artísticas han mostrado esa peculiaridad -la individualidad retratada- mejor que ninguna otra cosa en el mundo. Como vemos aquí ahora, los rostros humanos son todos distintos en estas representaciones artísticas. Porque los ojos, las arrugas, las sienes, las cejas, la mirada, el semblante y hasta el mismo color que de la piel humedecida se refleje así lo son también. Sin embargo, el Arte -en su maravillosa forma de expresar lo inexpresable- añadirá ahora algo más a todo eso: el sesgo inmaterial del modo de ser de cada rostro. Es decir, la manera ahora tan particular de interpretar el carácter o la singularidad de la esencia interior que un semblante humano refleje en su imagen. Los seres humanos no nos parecemos en nada los unos a los otros. Un médico y un biólogo se alarmarían ante esa afirmación; un psicólogo menos, un creador nada. La individualidad peculiar -única- de los seres humanos es tal que asustaría pensar cómo es posible que podamos vivir todos juntos en sociedad.

Es como en el Arte, ¿podríamos en un museo visualizar sereno la obra de Velázquez -pintor clásico de maneras excelentes- al lado justo de la de Seurat -pintor neoimpresionista de rasgos peculiares-? Ambas obras son Arte, magnífico Arte, pero se catalogarán en áreas diferentes y nuestros ojos irán adaptándose cada vez, poco a poco, a sus claras diferencias o a sus sentidos estéticos particulares, es decir, a lo que cada tendencia artística o cada estilo personal el creador hubiese querido reflejar en su lienzo artístico. Así también sucederá con los seres humanos, particularmente con los tan sofisticados intelectual o interiormente... Y, entonces, ¿cómo podremos vivir juntos y, a la vez, parecernos aparentemente tanto? Por la imitación, algo heredado de la evolución de los antiguos primates. Es esta una característica evolutiva de nuestro género homo que nos ha permitido, y nos permite, sobrevivir aliados. Es decir, que acabaremos pareciéndonos un poco más, cada vez, al congénere que tenemos al lado.

Terminaremos imitándonos, aprendiendo -inconscientemente- de aquel otro individuo que, algo antes que nosotros, hubo comprendido o aprendido alguna cosa valiosa para sobrevivir. Esto es lo que -sin quererlo exactamente así- nos sucederá a los humanos para parecernos unos a otros. Pero, sin embargo, no somos nada iguales. Somos todos tan diferentes, con una magnitud tal de diversidad genuina, que asombraría la reacción si nos dejáramos -como en el Arte- representar con la libertad que los pintores crearon en sus obras. Y esta es una de las grandezas -entre otras muchas- que el Arte nos ofrecerá también con sus obras. Comprender que un rostro humano, por ejemplo, puede ser mucho más diferente -trascendente incluso- que los propios surcos físicos, las sinuosidades, los ángulos o las formas que de su perfil iconográfico se hubiese ofrecido con los siglos y su evolución. Mucho más. Tanto como la interpretación -manierista, barroca, realista, impresionista, simbolista, fauvista o surrealista- que de las cosas intangibles o misteriosas de la vida haya podido el Arte -y puede aún- del todo imaginar entre sus obras.

(Óleo renacentista El hombre de la rosa, 1495, del pintor Andrea Solari; Cuadro del pintor veneciano Giorgio Barbarelli -Giorgione-, Hombre joven, 1506; Óleo manierista Retrato de un anciano, 1570, del pintor Giovanni Battista Moroni; Obra barroca de Velázquez, Retrato de un hombre, 1628, Nueva Jersey, EEUU; Cuadro Retrato de joven, 1597, del gran Rubens, Nueva York, EEUU; Óleo del Romanticismo inicial español, Retrato de caballero, 1795, del pintor Vicente López, Pamplona, Navarra; Obra realista del pintor simbolista Arnold Böcklin, Retrato de un joven romano, 1863; Obra adolescente realista del genial Picasso, El viejo pescador, 1895, Museo de Monserrat, Barcelona; Cuadro impresionista de Vincent van Gogh, Retrato de Pére Tanguy, 1887; Óleo postimpresionista de Paul Cezanne, El fumador, 1895, San Petersburgo, Rusia; Cuadro simbolista del pintor Louis Welden Hawkins, Retrato de hombre joven, 1881, Museo de Orsay, París; Cuadro del neoimpresionista George Seurat, Pequeño pensador en azul, 1882, Museo de Orsay, París; Obra del Modernismo, del pintor francés Christian Bérard, Hombre en azul, 1927, Texas, EEUU; Cuadro fauvista del pintor Matisse, Retrato de Derain, 1905, Tate Gallery, Londres; Obra expresionista, Retrato de Ludwind Ritter von Janikowsky, 1909, del pintor Oskar Kokoschka, EEUU; Cuadro Naif, Retrato de Picasso, 1999, de pintor colombiano Botero; Obra surrealista del genial René Magritte, El hijo del hombre, 1964.)

25 de noviembre de 2012

Perdidos, abandonados, olvidados, rechazados, algún Arte, como los recuerdos, acabarán así.



En una noche de primavera del año 2010 fueron sustraídas del Museo de Arte Moderno de París varias obras maestras del Arte. Entre ellas La Pastoral, del pintor fauvista Henri Matisse (1869-1954), una obra pintada en el año 1905 y representativa del impulso revolucionario en el Arte promovido por ese atrevido artista a comienzos del siglo XX. La realidad es que cuando algunas obras de Arte son robadas, si no aparecen pronto, lo más probable es que tarden muchos años, décadas quizás, en ser recuperadas, si alguna vez lo son. En otros casos las creaciones de Arte desaparecidas, perdidas o defenestradas no fueron robadas o apropiadas maliciosamente para saborear su belleza o cotizar su valor material; no, fueron destruidas impunemente y olvidadas luego tras una pérdida buscada, calculada y nada menesterosa. Algunas obras de la pintura moderna padecieron así un destino cruel, desidioso, marginal, desconsiderado y fugaz. La pérdida en esos casos fue consecuencia de decisiones humanas ocasionadas por el rechazo de lo que esas obras suponían para algunas mentes obtusas. Es como con el recuerdo perdido, defenestrado a menudo por las insidias de lo pasado, de lo omitido o de lo indeseado por el individuo. 

Cuando el artista mexicano Diego Rivera fuera contratado por el Rockefeller Center de Nueva York para pintar un gran mural a la entrada del simbólico edificio, el pintor decidiría componer entonces una inmensa creación a la que acabaría llamando El Hombre en la encrucijada. Finalizada en mayo del año 1933, fue inmediatamente cubierta con una inmensa lona que no se terminaría, sin embargo, por descubrir nunca. Meses después de acabarse la obra a principios del año 1934, el muro que soportaba ese Arte irreverente sería destrozado completamente por quien tiempo antes lo hubiera encargado deseoso. El pintor había dibujado figuras en el mural de destacados personajes comunistas, un hecho que llevaría al ignominioso acto vandálico posterior de la obra de Arte. Fotografías tomadas durante el proceso de creación, le permitieron a Rivera recrearlo después -recordarlo luego- en otro lugar diferente.

La pintora mexicana -amante de Rivera- Frida Kahlo terminaría en el año 1940 su obra de Arte La mesa herida. En esta obra, la autora surrealista plasmaría todas las obsesiones de su tumultuosa y apasionada vida malograda. Incluiría en ella a su mascota -un pequeño venado-, a los hijos pequeños de su hermana -tenidos con su amante, el propio Rivera- y a un esqueleto sentado como símbolo del horror de su propio terrible accidente, producido años atrás, y que la dejaría desde entonces dolida y angustiada por completo hasta su muerte. La creación artística fue exhibida en una exposición surrealista en México tiempo después. Luego la colgaría en su propia residencia, donde la disfrutaría satisfecha hasta el año 1946, momento en el cual se la regala al embajador ruso en México. Un año después de su muerte, en 1956, sería expuesta la obra de Kahlo por última vez en Polonia. Desde entonces La mesa herida no ha vuelto a verse jamás. Continúa desaparecida, desde entonces.

Con los años perderemos la memoria, los recuerdos cosidos a ella, también. Así, los seres humanos a veces sufrirán del mismo modo el destino de esas obras olvidadas.  O son ignorados o están perdidos, o son rechazados o estarán desaparecidos en la vida o en el recuerdo veleidoso de los otros. ¿Qué razón oculta estará detrás de esas desapariciones? En el Arte, por ejemplo, o son razones espurias o son razones odiosas..., o son incluso motivos de alguna ofensa -¿ofender el Arte?- por un rechazo ideológico o moral de la propia obra artística. ¿Son estos motivos realmente justificados para defenestrar obras de Arte? Evidentemente, no. Y con los seres humanos, ¿lo son también?, ¿también tendrán las mismas causas ignominiosas los recalcitrantes olvidos de los otros?

Perdí unas pocas diosas camino del sur al norte,
también muchos dioses camino del este al oeste.
Un par de estrellas se apagaron para siempre; ábrete, oh cielo.
Una isla, otra se me perdió en el mar.
Ni siquera sé dónde dejé mis garras,
quién anda con mi piel,
quién habita mi caparazón.
......
Hace tiempo que he guiñado mi tercer ojo a eso,
chasqueado mis aletas, encogido mis ramas.
Está perdido, se ha ido, está esparcido a los cuatro vientos.
Me sorprendo de cuán poco queda de mí:
un ser individual, por el momento del genero humano,
que ayer, simplemente, perdió un paraguas en un tren.

Discurso en la oficina de objetos perdidos, versos de la poetisa polaca (premio Nobel 1996) Wislawa Szymborska.

(Cuadro La mesa herida, 1940, Frida Kahlo, obra desaparecida, ignorado su paradero,  The Gallery of Lost Art; Fotografía de Frida Kahlo; Autorretrato de Diego Rivera, 1941, EEUU; Imagen del Mural El Hombre en su encrucijada, 1933, Diego Rivera, destruido en el año 1934 de la entrada del edificio Rockefeller Center de Nueva York; Obra Retrato de Sir Wiston Churchill, 1963, del pintor Graham Sutherland, desaparecida o destruida por los herederos del retratado un año antes de fallecer -1964-, al parecer tal era el desprecio que les producía la obra de Sutherland; Óleo Jarrón con Viscaria, 1886, del pintor Vincent Van Gogh, titulada erróneamente Escobas y amapolas rojas, robada del museo Mohamed Khalil de El Cairo, Egipto, en el año 2010, todavía continúa perdida; Lienzo de Matisse, La Pastoral, 1905, robado en el año 2010 del museo de Arte Moderno de París, aún desaparecido.)

7 de enero de 2012

La argucia ante la probidad y el hallazgo ante la ofensa: el fauvismo de Matisse y el olvido de un creador.



Al ver por primera vez la Alhambra granadina, el pintor francés Henri Matisse (1869-1954) escribiría en el año 1910 a su mujer: Estoy contento de haber visto Granada. La Alhambra es una maravilla. Ahí he sentido mi más grande emoción. Un amigo español de Matisse, el también pintor Francisco Iturrino, le había recomendado hacer un viaje por España, particularmente a Andalucía, entre los años 1910 y 1911. Seis años antes, en 1904, Matisse había compuesto una obra influida ahora por el Puntillismo -una forma peculiar de postimpresionismo-, pero, sin embargo, desbordantemente colorista y muy diferente por la simplicidad y la sutileza de sus trazos. Matisse titularía la creación pictórica como Lujo, calma y Voluptuosidad, unas líricas palabras que fueron parte de un verso, compuesto cuarenta años antes, por el poeta decadentista Baudelaire: ¡Hija mía, mi hermana, piensa en la dulzura de ir a vivir juntos allí! ¡Amar sin cesar, amar y morir en ese país a ti parecido! Los soles mojados, los cielos nublados, para mi alma tienen los encantos tan misteriosos de tu traidora mirada, brillando a través de tus lágrimas. Allá todo es orden y belleza, lujo, calma y voluptuosidad.

Expuesta la obra en París en el año 1905, sus fuertes colores alarmaron los ojos de un público acostumbrado al suave fluir de las obras de antes. Así que los críticos que descubrieron el espectáculo de color abigarrado no supieron más que calificar la obra como una pintura llena de fiereza, de una fiereza febril, agresiva y ofensiva. De ahí el término que acabaría por denominar ese nuevo estilo artístico, fauve, fiereza en francés: Fauvismo. Pero nadie supo por entonces entender que todo eso acabaría por convertirse pronto en el estallido más revolucionario en la historia del Arte. Ese nuevo estilo generaría una belleza cromática que conseguiría atraer a muchos otros creadores en los siguientes años. Muchos acabarían por utilizar esta nueva tendencia para manejar los colores con la libertad que nunca ellos habrían imaginado antes. Algunos comprendieron que lo que habían querido hacer antes con los colores era lo mismo que ahora se estaba consiguiendo hacer con esta tendencia. Y hallaron que eso era el fauvismo, lo mismo que sus espíritus artísticos habrían deseado hacer antes, ignorantes entonces de que pudiera existir algo así en el Arte. Pero, finalmente acabarían por hallarlo en el Fauvismo.

El pintor Francisco Iturrino González (1864-1924) fue uno de ellos. Viajaría el pintor español hasta Bélgica sin saber muy bien qué encontrar ni dónde. Allí estudiaría pintura y se acercaría a la Flandes histórica y contemporánea del Arte. Luego llega a París, ¡y descubriría a Matisse!, y entonces su vida cambiaría para siempre... Siente el pintor que puede llegar a crear lo que nunca antes supuso saber cómo hacerlo. Sin embargo, su vida acabaría siendo un intento malogrado tanto en lo personal como en lo artístico. Varios de sus hijos y su esposa fallecieron antes que él. Más tarde, llegaría a padecer una enfermedad que acabaría con su vida sin llegar a ser reconocido como artista. Nunca fue reconocida su obra ni pudo vivir de ella, entusiasmado, sin embargo, al encontrar al fin toda aquella inspiración cromática que tanto le apasionara.

Cuando la diosa griega Hera descubriese que el dios Zeus -su esposo- sentía una ardiente pasión por la bella Ío, acabaría transformando a la ninfa en una indeseada y nada erótica ternera blanca. Para estar segura Hera de que el dios no la volvería a transformar en una bella amante lujuriosa, le encargaría al gigante Argos que la vigilase día y noche. El gigante poseía además de una fuerza extraordinaria una visión permanente y poderosa. Pero, sobre todo, disponía Argos de una personalidad fiel y confiada para con su diosa. Fue un eficaz servidor de Hera, ya que sus cien ojos le permitirían estar siempre atento a todo lo que pasara a su alrededor. Así que la diosa, segura de su elección, pensaría confiada en que Argos guardaría a la transformada y antes hermosa Ío. Pero el astuto Zeus no dejaría que nada se interpusiera en su deseo. Mandaría llamar al hábil y taimado dios Hermes para conseguir vencer al gigante Argos. ¿Pero, cómo podía vencer Hermes algo que no descansaba nunca, gracias a mantener la mitad de sus cien ojos despiertos mientras la otra mitad dormía? Sólo se le ocurrió una sencilla estratagema: se disfrazaría Hermes de pastor y engañaría al gigante con la serena intención de contarle mil historias aburridas. Acabaría así por conseguir que Argos cerrara, por fin, inofensivamente todos sus ojos permanentes.

La diosa Hera (Juno en la mitología romana) quiso recordar para siempre la memoria del abnegado gesto de su leal sirviente. Cuando le entregan la cabeza de Argos degollada por el decidido Hermes, dedicaría Hera todo el tiempo preciso en quitarle, uno por uno, los cien ojos mortecinos al gigante para colocarlos, vibrantes, en el plumaje desplegado y hermoso de un bello Pavo Real. Así homenajearía la diosa el recuerdo más vivo de aquel que muriera confiado en sus poderes. El pintor flamenco Rubens inmortalizaría en su cuadro Juno y Argos la tierna escena mitológica. Porque así aparece la diosa griega, ferviente y dulce tomando ahora entre sus manos los cien ojos de Argos. La magnífica obra ilustra una composición extraordinaria: aparece el cuerpo degollado del gigante a los pies de la diosa como el gesto fiel de un servidor leal. Exhibe Argos una pose confiada, recordándosele así en la obra que murió por hacer lo que debía. La diosa reconoce su leal entrega sacrificada porque Argos había conseguido hacer algo muy virtuoso: ser el más leal de los servidores. Decidida y orgullosa, no entiende la diosa mejor recuerdo para la memoria de Argos que mantener la visión de sus ojos entre las bellas alas de un Pavo Real. Aunque nadie supiese nunca de quiénes fueron esos ojos y por qué alguna vez fuesen entregados bellamente. Y  así esta leyenda es ahora también como una metáfora, como un augurio estético de lo que le sucediera al Arte clásico como consecuencia del advenimiento del Arte moderno...

(Obra fauvista de Henri Matisse, Odaliscas, 1928, Suecia; Óleo del pintor barroco Rubens, Juno y Argos, 1611; Cuadro El Paseo, del pintor simbolista -influido por fauvismo- Franz von Stuck; Autorretrato, del pintor español Francisco Iturrino, 1903; Lienzo de Henri Matisse, Lujo, calma y voluptuosidad, 1904, París; Óleo fauvista Concierto moruno, 1912, del pintor Francisco Iturrino; Cuadro del pintor Francisco Iturrino, Can-Can, 1898; Óleo fauvista La bailarina, 1906, del pintor André Derain.)

12 de junio de 2011

La depresión causada por el fin de la infancia, su pérdida definitiva y el Arte.



En el año 1953 el escritor británico Arthur C. Clark (1917-2008) publicaría su novela El fin de la infancia. La narración de ciencia-ficción describe la invasión de la Tierra por unos extraterrestres inteligentes y bienintencionados. Al principio no se comunican sino desde lejos, sin ser vistos. Así prometen que van a ayudarnos y que pasados cincuenta años revelarán su completa identidad. Después de ese tiempo se muestran como verdaderamente son: físicamente aterradores. Ahora los seres humanos descubren, asustados e incrédulos, la verdadera apariencia diabólica de esos supuestos salvadores. Pero, sin embargo, su mensaje a la humanidad sigue siendo esperanzador. Pretenden que las generaciones siguientes alcancen un nivel muy superior. Para ello serán los niños los que se transformen. A través de un poderoso desarrollo de sus potencialidades psíquicas conseguirán los niños unas extraordinarias facultades. A cambio, el precio por todo ese poder será perder la identidad individual de cada uno de ellos. El paso de la infancia a la vida adulta ha sido representado por los humanos desde la más remota antigüedad. La inconsciencia del rito -aún somos niños- no nos hace entender nada la esencia real de ese proceso. ¿Qué puede esperarnos una vez alcancemos la madurez a lo que el fin de la infancia supone? En algunas sociedades primitivas el niño es raptado y devorado, metafóricamente, por un monstruo terrorífico. Muere en cuanto niño y ha de afrontar una serie de desafíos que pondrán a prueba su idoneidad para la vida adulta. Entonces adquiere el niño, o no, un conocimiento, una impronta. A partir de ahí podrá integrarse a la sociedad adulta, en caso contrario no será nada, no se le reconocerá su identidad.

Siguiendo el relato de ciencia-ficción de Clark, luego de la transformación supuestamente evolutiva, ¿qué será de la especie humana después de perder la inocencia, de creerse ahora únicos y especiales? Debe ser como la sensación del infante ante la dura prueba de la iniciación a la madurez. Sufre, maldice su suerte y acabará postrado en un choque de incomprensión. La tristeza, de pronto, es seguro que le sobreviene subrepticiamente. Sin embargo, acabará ese proceso siendo más sabio y más conocedor de los secretos de la congoja. La sabiduría conlleva siempre un despertar, también en la infancia. Seguidamente la inocencia sucumbirá tras los salados sabores de sus lágrimas. Pero el tenue hilo entre ambos mundos -la infancia y la madurez- continuará invisible sobreviviendo, sin embargo, entre los profundos corazones de cada ser. Cuando los seres humanos adultos son maldecidos por la acedia, la depresión, la autoanulación o la tristeza es como si realizaran el proceso de aquel rito iniciático... pero ahora a la inversa. Es como si recorriesen el enorme trayecto que los llevará hacia atrás, hacia los albores en los que su mente infante aún estaba por hacerse, donde la inactividad, la irresponsabilidad, la humillación, la travesura, el abandono, la purga de los gestos, de los anhelos y la lucha eran cosas utilizadas entonces -antes como ahora- para sobrevivir.

Volvemos así en nuestras depresiones a ser como antes, como cuando éramos niños: vulnerables, indefensos, inconscientes. Pero, sobre todo, lo que de un modo u otro hacemos en nuestra depresión es querer encontrar de nuevo toda aquella inocencia perdida de antes. Una inocencia que necesitamos para volver a vivir, para volver a perdonarnos. Hemos caído, somos culpables, pero, sin embargo, no podemos hacer ahora otra cosa más que intentar recuperar toda aquella perdida pureza de antes. Pero es imposible, no podremos recuperar ya nada de eso. No podemos volver a ser aquel niño indefenso, infeliz, iniciador de vida, aun llena de incertidumbre pero del todo inocente. Tardaremos tiempo, mucho tiempo en darnos cuenta de esto. Éste es el proceso que nos atenazará durante la experiencia adulta de la depresión. Unos seres más intensamente y otros menos. Pero, sin embargo, al final, cuando -otra vez- consigamos llenos de cicatrices como entonces (en nuestra infancia), asombrados como entonces, superar ahora el ritual depresivo adulto alcanzaremos dos cosas fundamentalmente: por un lado la sabiduría existencial que nos permitirá avanzar sin dejar la identidad personal necesaria; pero, por otro, romper aquel tenue hilo vital de la existencia, cortar cada vez más aquel vínculo emocional primario que nos mantenía, subyugados, a la engañosa salvación de una inocencia infantil.

(Cuadro Retrato del niño Gabriel Miró, 1882, -escritor español de carácter hiperestésico, es decir, exageradamente sensible-, del pintor español -su propio tío- Lorenzo Casanova Ruiz; Cuadro Niño con paloma, 1901, de Picasso; Óleo del pintor barroco español Bartolomé Esteban Murillo, Niño apoyado, 1680; Cuadro postimpresionista Mujer y niño en interior, 1890, del pintor francés Paul Mathey, 1844-1929; Óleo del pintor húngaro Mihály Zichy, 1827-1906, El triunfo del genio de la destrucción, 1878, ejemplo visual de la figura alegórica del sufrimiento depresivo; Cuadro del pintor español Joaquín Sorolla, Niña con flores, 1903; Cuadro Niña con naranja, 1890, Vincent van Gogh; Cuadro del pintor checo neoclásico Anton Raphael Mengs, 1728-1779, Autorretrato juvenil, 1744; Cuadro del mismo pintor en su madurez, Autorretrato en madurez, 1773; Fotografía anónima, Chicos jugando con aros en Toronto, Canadá, 1922; Fotografía del autor del blog a los seis años.)

18 de julio de 2009

Fascinación por el Arte español: Galería Nacional de Escocia.



Desde que los británicos volvieran sus ojos ávidos de Arte, al final del siglo XVIII, de Italia a España, las colecciones de algunos grandes creadores españoles fueron creciendo en el siguiente siglo XIX en toda Gran Bretaña. La guerra de la Independencia española impulsaría el coleccionismo del Arte hispano tanto en la aristocracia inglesa como en la misma corona británica. 

He aquí una muestra de esa Arte español en Gran Bretaña, desde un Arcángel San Miguel, de un pintor valenciano del siglo XV, hasta Cabeza de Rafael, del pintor Dalí (una obra pintada a mediados del siglo XX). Además podemos ver obras de: El Greco, Velázquez, Murillo, Goya, Picasso, todos lienzos de artistas españoles en la Galería Nacional de Escocia, que celebra en estos días un homanaje al Arte español).