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11 de diciembre de 2015

La victoria como un impulso ante la barbarie más que como una conquista arrolladora.



Cuando en el año 1909 publicase el poeta e ideólogo italiano Tomasso Marinetti (1876-1944) su Manifiesto Modernista, el mundo occidental había comenzado a caminar por un precipicio tenebroso, por un equivocado sentimiento de euforia que le llevaría a despeñarse pronto por uno de los siglos más violentos de toda su historia. Y en ese manifiesto modernista Marinetti escribiría: La Pintura y el Arte han magnificado hasta hoy la inmovilidad del pensamiento, del éxtasis y del sueño; nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada, el puñetazo. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo, o un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia. Los antiguos griegos fueron los primeros occidentales que entendieron la verdadera diferencia entre la vida y la muerte, entre elegir vivir o elegir equivocarse. Y crearon toda una cultura de libertad incipiente, de elogio a la vida, de riqueza por armonizar lo práctico y lo eterno, lo terrenal y lo divino. ¿Cómo si no iba a surgir allí el Arte equilibrado, el más idealizado, el más exquisito, aquel que combinara belleza y sabiduría?

Porque antes de los griegos o existía la belleza o existía la sabiduría. Las dos cosas juntas, unidas y entrelazadas la inventaron los griegos entre los siglos VI y V antes de la era cristiana. Y no pudieron menos que componer a sus dioses con las bellas formas de los seres humanos. Entonces asimilaron esa belleza divina a la propia belleza humana, dándole así un sentido creíble y real a las elevadas cualidades o virtudes sagradas que ellos mismos habían ideado antes. En la genealogía de sus dioses Nike fue la divinidad griega de la victoria. No de la guerra, que también tuvo su dios, no, sino de la victoria, de la alegría por vencer al contrario o a lo diferente, por alcanzar con la victoria la gloria más excelsa de la vida, el triunfo más deseado o la mayor bendición de ésta. La representación de la diosa griega Nike combinaba el cuerpo de una bella mujer con alas desplegadas a su espalda. El símbolo alado -las alas- indicaba un enlace trascendente con la divinidad, un rasgo sagrado para las imágenes o esculturas que así lo llevaran. Pero, era algo más lo que suponía llevarlas... Porque todas las efigies sagradas no llevaban alas, solo aquellas divinidades que podían cambiar o dejar de ser lo que eran para transformarse justo en lo contrario. Como Eros, el dios del Amor, Nike también podía dejar de ser un motivo de salvación para sus protegidos y convertirse ahora en otra cosa.

Nike podía volar, podía ahora esfumarse con el viento para regresar luego pasado un cierto tiempo. O no regresar. Por esto llevaba alas Nike, por eso fue compuesta (en el siglo II a. E.C.) con alas a su espalda la diosa griega Victoria que fuera encontrada -descabezada su escultura- durante el año 1863 en la isla griega de Samotracia. El mundo de aquellos siglos -VI y V a. E.C.- fue entonces un escenario bélico donde dos fuerzas contrarias luchaban por vencer: el inmenso imperio Persa y el conglomerado de pueblos griegos situados alrededor del mar Egeo. Pero había una especial diferencia en ese enfrentamiento. Uno de ellos quería la victoria para conquistar al otro, para dominar con su civilización el occidente de su vasto imperio. El otro sólo quería defender con su victoria su propio mundo, el que ellos habían comprendido como el mejor mundo posible, el más sabio y el más bello. Lucharon los griegos en una fiera batalla en un golfo cercano a una de sus islas, la de Salamina, en el año 480 a. E.C. Y vencieron ellos. Y no pudieron más que agradecer a la diosa Nike por su victoria. Una diosa que desde entonces igualaron a su más grande diosa ateniense, Atenea. Y decidieron erigir un templo a su memoria para no olvidar, para elogiar y para seguir viviendo. A pesar de ese deseo tardaron casi sesenta años en elegir el momento adecuado para levantar el templo. Sería construido en la densa Acrópolis ateniense en un pequeño espacio que quedaba libre para ello, en un lugar ahora privilegiado a su entrada, elevado sobre un muro o paramento de relieve.  

Un templo muy pequeño para un sentido tan grande. Pero los griegos no asociaban nunca grandeza con tamaño físico. Los primeros en toda la historia que erigieron templos a la medida del hombre. Los griegos que más sufrieron aquel bélico acoso imperial persa fueron los jonios, los griegos asentados en la costa del Asia menor, al otro lado del mar Egeo. Allí en Jonia surgirían el pensamiento filosófico más sutil, el verso lírico más hermoso o la arquitectura más bella y armoniosa del mundo. Por eso el pequeño templo erigido en la Acrópolis para homenajear a Nike fue construido en el orden arquitectónico jónico, el más sublime de todos. Sus arrebatadoras columnas jónicas resaltaban ante su limitada estructura arquitectónica. Cuatro columnas delante y cuatro detrás, con el orden, la elegancia, el sentido de equilibrio, de sabiduría y belleza que aportaban al mundo con sus formas. No fue necesario tanta dimensión para albergar ahora lo más sagrado, lo más elogioso o lo más glorioso. Solo la belleza, solo la medida perfecta para representar el sentido eterno de lo que permitiera vivir, no morir. Para mantener así el impulso vital ante lo avasallador, ante toda esa barbarie extranjera.

Pocos años antes de comenzar a levantar el templo de Nike, Atenas comenzaría otra guerra decisiva. Fue una guerra ahora contra sus propios hermanos griegos, contra Esparta. Fueron otros griegos quienes lucharían con ellos. Y perdieron esta vez. Pero los vencedores no arrasaron nada, sólo consiguieron la hegemonía frente a la vanidosa Atenas. Mantuvieron aquel templo y sus dioses. En ese templo de Nike se guardaba una efigie de la diosa que no llevaba alas. Y no las llevaba para que no pudiera salir volando y escapar así la victoria de su lado. Luego pasaron los siglos y los griegos dejaron paso a Roma, y, algo más tarde, al Cristianismo y su teología transformadora. Y así hasta que los otomanos y su imperio turco -reminiscencia de aquel imperio avasallador persa-, siglos después, no tuvieron escrúpulos en destruir esa sagrada belleza de templo griego para, con sus restos, construir una mera posición de vil artillería. Todo acabaría entonces bajo las piedras amontonadas de la barbarie. Tiempo más tarde, cuando Grecia consiguiera su independencia frente a Turquía, fueron reconstruyendo aquella Acrópolis con las piedras encontradas en parte de lo que fuera todo aquel hermoso lugar sagrado de antes. ¿Qué victoria puede hoy homenajearse en un mundo donde aquellos principios ancestrales de belleza están en gran parte ignorados o superados? ¿Dónde estará hoy la barbarie? Es tiempo de comprender que lo que hoy somos forma parte de lo que se hizo entonces, tanto lo bueno -la belleza y sabiduría ancestrales- como lo malo -la ideología violenta y el rechazo a la virtud más elogiosa de lo eterno-, pero es vital saber que no puede prosperarse sin recuperar aquella actitud ancestral ante lo decisivo de la vida, esa que elogiaremos para poder vivir todos sin menoscabo. La memoria sirve, pero mejor la memoria de lo virtuoso, de lo sagrado -en sentido trascendente en general-, de lo permanente como virtud humanística... De lo que hace que una piedra sobre otra llegue a representar lo más insigne o lo más bello, o lo más armonioso o lo que nos recuerde, siempre, la elección de la vida sobre cualquier otra forma de destrucción o de barbarie.

(Imagen de la estatua La Victoria de Samotracia, Siglo II a. E.C., Escuela de Rodas, Periodo Helenístico, Museo del Louvre, París; Estatua de Atenea-Nike, Siglo V a. E.C., Museo Arqueológico de Atenas; Fotografía actual del Templo de Nike, Acrópolis, Atenas; Acuarela del pintor alemán Werner Carl-Friedrich, 1877, Templo de Nike, vista desde el noreste, Museo Binake, Atenas; Imagen fotográfica de la Acrópolis ateniense derruida, durante el periodo de reconstrucción en el año 1869, a la derecha el pequeño templo de Nike, fotografía de James Stillman; Fotografía actual de un lateral del Templo de Nike, Atenas; Imagen fotográfica del frontal del Templo de Nike durante el año 1896 donde se observa la reconstrucción del templo jónico, piedra a piedra, Museo Hallwyl, Estocolmo; Fotografía actual del mismo frontal del Templo de Nike, con sus columnas jónicas, el arquitrabe y parte reconstruida de su frontón y cubierta.)

20 de mayo de 2015

La piedad del Arte, u otra forma de creer o no en lo que vemos.



Creer en el Arte no es un acto de excesiva fe, ya que podemos verlo, sentirlo e incluso tocarlo en ocasiones.  Pero, sin embargo, el Arte, al igual que cualquier metafísica distante, no existirá sin nosotros. El Arte es algo espiritual y físico a la vez, etéreo y terrenal, delimitado e inaccesible. Su origen, sin embargo, fue material antes que espiritual. El filósofo alemán Heidegger hablaría una vez en la ciudad de Atenas con respecto al origen del Arte. Entonces miraría el filósofo una estatua de Atenea, la diosa fundadora de la ciudad helena, y se preguntaría, inspirado: ¿Hacia dónde se dirige la mirada meditabunda de la diosa? Y se contestaría, diciendo: Hacia el monolito fronterizo, hacia el límite.  El límite no es sólo contorno y marco, ni solamente aquello en lo que algo termina. Límite expresa aquello mediante lo cual algo se encuentra reunido en lo suyo propio para aparecer desde allí en su plenitud, para hacerse presente.  Al meditar el límite, Atenea ya tiene en su mirada aquello hacia donde tiene que mirar previamente el actuar humano, para hacer ahora aparecer lo divisado en la visibilidad de una obra.    Sin lo humano no hay Arte, pero, sin límite tampoco.   ¿Dónde, entonces, estará en el Arte lo metafísico, lo sublime, lo que lleve a una especie de piedad..., algo que, por ejemplo, provoque la devocionalidad en otras cosas...?

Cuando los antiguos mercaderes florentinos, un gremio poderoso de la Florencia medieval, hubieron alcanzado gran relevancia social, transformaron, a finales del siglo XIV, un antiguo almacén de granos en una renovada y moderna iglesia de la ciudad. Entonces utilizaron algunas de las capillas construidas para dedicarlas a los gremios de los comerciantes y de los artesanos. Fue una iglesia sorprendente e inédita, porque para entonces disponía de una estructura sin el diseño tradicional de un edificio sagrado conocido. Tenía tres plantas  y una curiosa fachada gótica, una pared exterior donde unas hornacinas embellecidas con arcos góticos albergaban las estatuas de unos santos florentinos. Tiempo después, en el año 1463, el tribunal jurídico de los gremios de Florencia, La Mercanzia, recibiría en donación una de las hornacinas exteriores que, además, había pertenecido antes al ahora declinante y opositor partido güelfo -un antiguo adversario de los mercaderes florentinos-. El pequeño altar exterior soportaba una estatua de bronce con la efigie de San Luis de Toulouse, realizada por el famoso escultor Donatello en el año 1423.  Pero, entonces los mercaderes florentinos decidieron cambiar esa escultura gótica de San Luis por un grupo escultórico nuevo totalmente revolucionario.  Decidieron componer entonces una escultura muy simbólica y atrevida con un mensaje especial: la unión de lo sagrado y divino con lo meramente terrenal.  Para ello eligieron un tema paradigmático en la metafísica de la fe evangélica: el momento en que el apóstol Tomás toca la herida de Jesús en su famosa actitud de duda. Para elaborar esa difícil composición -una hornacina de fachada no puede albergar en sus limitados contornos dos figuras tan grandes y robustas- llamaron al mejor escultor de Florencia en ese momento, Andrea Verrocchio (1435-1488).

Más de veinte años tardaría Verrocchio en componer el grupo escultórico. Para poder situarlo en la hornacina, tan limitada, debía necesariamente desplazar fuera, en el exterior de la hornacina, una parte de la pierna y del pie del santo escéptico, extrapolando así el Arte antiguo, el gótico, con un rasgo ahora muy moderno, renacentista, y que acabaría triunfando pronto en el Arte europeo occidental. El conjunto escultórico en bronce describía así la duda sagrada del apóstol Tomás. ¿Una duda sagrada? ¿Puede existir duda en lo sagrado...? Los artesanos y mercaderes florentinos eligieron ese tema de la duda porque ellos ofrecían así su diferencia metafísica con respecto a los partidarios del papado -los güelfos-, y simbolizaban con ese conjunto artístico la cualidad que ellos entendían más cercana a sus principios: que la divinidad sagrada y la terrenalidad humana podían convivir en este mundo sin contradecirse. Y el nuevo Arte renacentista vino a ayudarles maravillosamente.  Verrocchio -maestro además del gran Leonardo da Vinci- supo hacerlo aunando la mística más elevada con la sensación humana más material o escéptica.  Pero, también con la más ferviente y deseosa inspiración artística.

El malogrado filósofo austríaco Otto Weininger (1880-1903) escribiría una vez sobre la duda deseosa, sobre la piedad del Arte y sobre la fuerza humana para poder creer todo lo que se quisiera creer en este mundo:   La discriminación y la generalización, la fuerza y el amor, lo material y lo divino, todo sentimiento verdadero y leal del corazón humano, sea triste o alegre, se basa, en último término, en la piedad.  No es necesario, como para el genio, que es el hombre más piadoso, referir la fe a una entidad metafísica -la religión puede ser la afirmación de la propia personalidad y, con ella, la afirmación del mundo-, sino que puede extenderse también a un ser empírico -terrenal-, parecer que se consume en él y, sin embargo, sólo es una y la misma fe en un ser, en un valor, en una verdad, en un absoluto o en un dios.   La piedad no se halla únicamente en la posesión sino también en la lucha para alcanzarla. No sólo es piadoso el convencido proclamador de un Dios (como Handel o Fechner), también lo es aquel que, entre dudas y errores, va buscándolo sin desfallecer (como el poeta Lenau o como el pintor Durero). No es necesario que la piedad se detenga a considerar eternamente el universo (como Bach), puede también manifestarse como una religiosidad que acompaña a cada una de las cosas simples. No está ligada, tampoco, con la aparición de un fundador: los griegos han sido el pueblo más piadoso del mundo y sólo por eso su cultura ha sido la más elevada de todas las conocidas. Sin embargo, entre ellos no ha existido nunca ningún descollante fundador de religiones...


(Óleo El bautismo de Cristo, 1475, de Andrea Verrocchio y Leonardo Da Vinci, Galería de los Uffizi, Florencia; Hornacina con el grupo escultórico Cristo y santo Tomás, iglesia de San Miguel, Florencia, copia del original ubicado en la tercera planta de la iglesia de San Miguel, Florencia, 1488, Andrea Verrocchio; Fachada exterior de la iglesia de San Miguel, Florencia, donde se aprecia a la izquierda la hornacina con la copia de la escultura de Verrocchio, Florencia; Detalle del grupo escultórico de la hornacina, Florencia; Detalle de la escultura en bronce de Verrocchio, La duda de Santo Tomás -Cristo y Tomás-, 1488, Museo de la iglesia de San Miguel, Florencia.)

1 de enero de 2015

El desgarrado expresionismo frente al sosegado clamor de lo sublime.



Todos habían nacido en el siglo anterior, pero todos vivieron y crearon en los inicios del siglo XX. Establecieron todo lo que el despiadado, esquizofrénico y maravilloso siglo XX supuso en el Arte. Tanto con sus vidas como con sus artes. Fueron herederos de aquel Romanticismo que había surgido un siglo antes de que nacieran, pero que, a principios del siglo XX, no podía llamarse así ya lo que ellos hacían ahora. Fue entonces llamado Modernismo. Era lo más moderno que se hiciera y ellos querían ser los más modernos. Pero lo que hacían no era otra cosa que aquello que habían hecho antes Turner, Delacroix, Byron o Chopin. Algunos nacieron en uno de los lugares más complejos socialmente para nacer en aquella Europa. El continente europeo había vivido la revolución francesa y el liberalismo post-napoleónico, dos cosas que habían cambiado por completo el occidente de Europa. Pero la parte más oriental del continente -el este de Europa- no se dejaría influir aún mucho por esos cambios radicales. Todavía quedarían vestigios del antiguo régimen en esa parte de Europa, ideologías que sobrevivieron a las revoluciones burguesas del siglo XIX. Y el Imperio Austro-Húngaro fue uno de ellos, el más importante vestigio de eso por entonces. Políticamente fue muy rígido, socialmente fue medio abierto y culturalmente fue muy innovador. Una mezcla imposible de prosperar sin desestabilizar a mente alguna. Y en este caldero tan propicio y contradictorio nacieron algunas de las figuras que más cambiaron el siglo XX en Europa.

Una de ellas nació en el difícil entorno de la Viena suburbial de entonces con grandes diferencias sociales y económicas. Emil Schindler (1842-1892) debía haber tomado la carrera militar, una salida económica para familias pequeño burguesas que deseaban prosperar en un mundo jerarquizado y elitista. Sin embargo, él quiso pintar. Debía hacerlo bien. En aquellos años pintar bien era motivo para triunfar en sociedad; otra cosa era triunfar en el Arte, algo que precisaba más que sólo pintar bien. Sólo a partir de los cuarenta años pudo Emil Schindler vivir gracias al Arte. Su correcto impresionismo gustaba a las clases adineradas de Viena, y la monarquía austrohúngara le contrataría en el año 1887 para retratar parte de su vasto, diverso y complejo imperio. Pero, antes de eso nacería su hija Alma, una de las mujeres que más influirían en la vida y la cultura de comienzos del siglo XX. Su padre, curiosamente, no la motivaría hacia la pintura. Emil Schindler trató de que su hija Alma se aficionase a la literatura o a la música. Tal vez vio que la pintura no era, exactamente, lo mejor que a ella se le diese. O, tal vez, comprendió que la pintura por entonces, finales del siglo XIX, dejaría de ser aquel Arte extraordinario para sufrir ahora, como lo hizo, uno de los cambios más radicales que pudiera padecer. Pero, sin embargo, no fue así con la música o con la literatura, artes con los que no se percibían tanto o tan pronto los cambios de la vida, de los gustos o de las tendencias de la sociedad. Y es así porque la pintura es el medio más expresivo y evidente de los cambios sociales y culturales de una civilización, algo que no siempre será condicionado tanto o tan pronto por los gustos o deseos más tradicionales. Y tanto atendería Alma a su padre que se convirtió en compositora y acabaría casándose con uno de los mayores genios musicales de entonces, el gran compositor Gustav Mahler (1860-1911), alguien que revolucionaría por completo la música clásica y los gustos musicales del siglo XX.

Pero, es difícil que personalidades grandes oculten a otras que quieran serlo también. Para Alma Mahler (1879-1964) la música había sido su pasión frustrada. Alguien le dijo una vez: o se dedicaba a la composición de modo decidido o se dedicaba a la vida social. En todo caso, que mejor hiciera esto último para triunfar... Gustav Mahler no pudo seguir seduciendo a Alma tanto como lo había hecho con su sublime y maravillosa música. Apasionada y frustrada a la vez, Alma se envolvería en una adúltera pasajera relación en el año 1910 con el arquitecto alemán Gropius -creador de la escuela Bauhaus años después en Alemania-. Gustav Mahler fallece muy pronto en el año 1911 y ella entonces trata de terminar las sinfonías inacabadas de su esposo. En aquella Viena grandiosa, Alma se convertiría en una deseada viuda, hermosa, joven y de talento, alguien que ambicionaba conciliar dos cosas muy difíciles de conciliar en este mundo: la pasión y el éxito. Un año después de la muerte de Mahler, Alma contrataría para un retrato suyo a uno de los nuevos pintores de aquel Modernismo vienés de principios del siglo XX, Oskar Kokoschka (1886-1980). Ella entonces le tocaría al piano alguna balada romántica de Wagner..., y comenzaron así una atormentada relación. Años después, Alma escribiría: Un día Oskar se levantó contrariado, tomó las fotografías de Mahler y las besaría una por una, fue como una magia blanca para tratar de sosegar los oscuros impulsos celosos de su interior.

Estaba claro que el pintor no pudo soportar la feroz rivalidad -no sólo artística sino emocional- del genio muerto años antes. Kokoschka entraría entonces en una pasión enfermiza por el desdén insoportable de su esposa. Este desprecio amoroso se enfrentaba al absorbente y opresivo, casi expresionista, fuerte deseo de él. Oskar Kokoschka solo pudo calmarse con su obra tan expresiva, emotiva y apasionadamente obsesiva. Como ejemplo de aquella inútil pasión crea su obra de Arte La novia del viento en el año 1913, donde representa, de modo muy expresionista, a ellos dos simbólicamente unidos como unos amantes contradictorios, ella dormida y él despierto. Alma Mahler volvería a dejar de lado la pintura, asustada ahora por la enfermiza forma expresiva de representar su amante sus vidas y su pasión. No pudo dominar aquella pasión tan fuerte, acostumbrada como estaba a tratar con hombres más débiles, sensibles o necesitados. Alma volvería de nuevo con Walter Gropius (1883-1969), con quien se casaría, desesperada, en el año 1915. Pero nunca funcionaría la relación, divorciándose del arquitecto alemán en 1920. Antes de esto, sin embargo, había llegado a sucumbir en los brazos de otra tendencia cultural que su padre también le aleccionara de niña: la literatura. Con el poeta y novelista austríaco Franz Werfel (1890-1945) comenzaría Alma un flirteo cultural que acabaría en matrimonio en el año 1929. Werfel, a diferencia de Gropius, disponía de una convencida pasión por la música, a pesar de ser judío y menos atractivo. Acabaría así Werfel por convencer a Alma, sobre todo a causa del desesperado temor de ella por el paso del tiempo y de la belleza. Sin embargo, a Franz Werfel no le importaba nada todo eso, para él ella seguía siendo todavía aquella extraordinaria mujer, tan esplendorosa y fascinante.

Muy pronto llegaría con los años el gran exorcismo sociológico del siglo XX: la cruel Segunda guerra mundial y sus desastres sociales y humanitarios. Pocos años antes de eso, la Viena liberal y democrática caería bajo la influencia del nazismo. Tuvieron entonces Alma y Franz que marcharse a Francia en el año 1938. Pero, en el año 1940, el país galo también acabaría ocupado por tropas alemanas. Así que decidieron refugiarse en el sur de Francia, lejos del fragor belicista y opresivo del norte. En una pequeña población de los Pirineos franceses fueron acogidos, muy amablemente, por las monjas católicas de un santuario milagroso, Lourdes. Entonces la curiosidad y el agradecimiento del poeta llegaron a provocar en su mente judía una promesa melancólica: si saliesen vivos de Francia llevaría a cabo una gran obra literaria para dar a conocer a todo el mundo la historia de aquel desconocido santuario. Así concebiría Franz Werfel su famosa novela La canción de Bernadette, publicada en el año 1941, cuando llegasen a Nueva York, después de pasar por España y Portugal, camino ahora de su propia salvación y la de Alma.

(Óleo expresionista de Oskar Kokoschka, La novia del viento, 1913, Basilea, Suiza; Óleo impresionista del padre de Alma, Emil Schindler, La canción de la Tierra, 1890; Retrato fotográfico del compositor Gustav Mahler, 1900; Retrato fotográfico de Alma Mahler, 1902; Fotografía del arquitecto alemán Walter Gropius, 1922; Autorretrato, del pintor Oskar Kokoschka, 1919, Leopold Museum, Viena, Austria; Obra expresionista de Oskar Kokoschka, Amantes con un gato, 1917, donde el pintor compuso a Alma y a él como una alegoría de lo imposible; Imagen fotográfica del pintor Kokoschka ante su obra, 1943; Fotografía del pintor Oskar Kokoschka con su esposa Olda Palkovská en Londres en 1939; Cuadro expresionista de Oskar Kokoschka, Londres y el Támesis, 1959, Tate Gallery, Fundación Oskar Kokoschka; Imagen fotográfica de Alma Mahler y Franz Werfel, 1941, Nueva York; Imágenes fotográficas de Alma Mahler Werfel en Nueva York, 1960.)

10 de diciembre de 2014

La reinvención del Arte se basará en el realismo de la vida, el de la más normal y pasajera.



Cuando el romántico y realista -y casi impresionista- pintor Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875) crease en el año 1843 su lienzo Marietta, no pudo sospechar entonces lo que su gesto artístico supondría luego en la historia. Corot sería precursor de otras tendencias posteriores, como los impresionistas, que se inspirarían en él para comprender que la luz y el instante elegido podían ser elementos esenciales para la creación artística. Pero antes de eso, antes de alumbrarse el Impresionismo en el mundo, crearía Corot un desnudo de mujer como aquellas clásicas odaliscas o heroínas hermosas pintadas de antaño. Pero ahora, a cambio, solo plasmaría el pintor francés a una simple y vulgar prostituta de Roma. Y no sólo eso sino que ahora su composición no era tan elaborada ni decorada ni arrebatadora sensualmente como lo había sido antes. No, ahora su obra de Arte solo fue la simple imagen desnuda de una vulgar mujer tendida en un catre. Nada más. Y nada menos... Corot fue el primer pintor que desarrollaría eso que, mucho tiempo después, se acabaría llamando Modernismo. El escritor y poeta francés Baudelaire (1821-1867) lo entendería también así. En el año 1863, veinte años después de que Corot pintara su Odalisca romana, Baudelaire escribiría su ensayo El pintor de la vida moderna. En su escrito quiso reflejar el ofuscado poeta la experiencia fluctuante y efímera de la vida moderna, la responsabilidad que tendría el Arte ahora de captar esa nueva experiencia existencial. Así empezaría la modernidad. La definió Baudelaire diciendo que: era lo transitorio, lo contingente, lo fugitivo, la mitad del Arte, cuya otra mitad sería lo eterno o lo inmutable representado por el Arte clásico de antes. Pero que ahora el Modernismo debía incorporar lo no eterno, lo vulgar y lo pasajero.

Algo difícil de obtener en el Arte de entonces. Sin embargo, había motivos para conseguirlo y Corot fue el primero que comprendió que lo contingente del Arte no podría ser ya tan elaborado, no podría ser tan perfilado como lo había sido antes, con aquellos académicos rasgos excelsos de la Pintura más consagrada. Así nacería el Modernismo, aunque aún muy tímidamente. Porque aún tendrían que pasar más años hasta poder llegar al Arte más moderno. La famosa actriz de teatro Sara Bernhardt (1844-1923) fue la primera que comprendería, desde que empezara a declamar sus dramas por los teatros de Europa, que la naturalidad de la vida normal debía sustituir el histrionismo rígido y alejado de las actuaciones clásicas tradicionales. Y así lo hizo ella, y triunfaría en todas las ocasiones que su arte interpretativo tan realista le permitiera hacerlo. Con ella comenzaría el nuevo teatro y las nuevas formas de interpretarlo. El Realismo en el Arte tiene, básicamente, dos formas de entenderse: una forma es la descripción natural de la vida normal y vulgar de los hombres (el Barroco fue el primer estilo artístico que lo hizo así), otra forma es el verismo fiel a las cosas de la naturaleza, es decir, pintar las cosas como son realmente, no sólo en sus detalles sino en su realidad más cercana a la visión exacta de las cosas, a su reflejo real que los ojos humanos vean, algo que solo empezaría a producirse a mediados del siglo XIX.

Y el color es algo muy significativo para dilucidar ambos modos. Porque las cosas no son tan contrastadas en la vida real como el Barroco las pintase, sin embargo, con sus colores exagerados o no tan conformes a como son reflejados por la propia luz de las cosas. Pero, tampoco la perfección real del cuerpo de las personas o la proporción exacta ante el resto de las cosas o el reflejo real que de la luz natural sus cuerpos emitan a los ojos receptores. Además de la autenticidad que, de sus propias imágenes, pudiera obtenerse de esa verdad representada en una obra, algo que de estar dentro de la escena retratada el propio receptor así lo viera. El creador francés Aimé-Nicolas Morot (1850-1913) fue un ejemplo del más sublime verismo en el Arte académico y realista de finales del siglo XIX. Fue un dibujante extraordinario y un recreador de la verdad en sus diversas facetas artísticas más estéticas. Sin embargo, su modernismo no fue tal porque no cumpliría aquel sentido existencialista del hombre moderno que hablara Baudelaire. Sus obras son representaciones de gestas históricas o legendarias que siempre se habían representado en el Arte. ¿Qué interés podría tener descubrir el perfecto perfil anatómico de un vulgar personaje? Es por lo que estos pintores tan escrupulosamente realistas crearon obras de seres humanos reconocidos en la historia o en la leyenda -Herodías o el Buen Samaritano-, y no de representaciones de seres normales, genéricos, vulgares o banales.

Tuvo que llegar la posmodernidad a finales del siglo XX para crear ahora las cosas de otra forma. La posmodernidad era algo impreciso de entender, pero que, ahora, asesinaba por la espalda a la modernidad utópica de antes, esa que tanto Oscar Wilde como Baudelaire habrían jurado que nunca algo así jamás pudiera morir. Sin embargo, aún mantendría una de las dos cosas que el escritor decadentista francés había augurado: la fugacidad de la vida reflejo de la existencia efímera de los seres sometidos a su influencia. Y, así, acabarían llegando luego el Hiperrealismo, el Realismo más fotográfico o el Superrealismo. La verosimilitud de la escena retratada se ha conseguido extraordinariamente en el Arte, como es el caso del pintor chileno Claudio Bravo (1936-2011) y su obra Venus del año 1979. A diferencia de Corot, el pintor chileno nos sorprende iconográficamente ahora: ¿es una fotografía o no lo que vemos? En la obra superrealista de Bravo el Arte trastoca claramente aquel sentido de modernidad. Ahora la postmodernidad del pintor chileno le llevaría a sublimar lo eterno del Arte en una eternidad nada gloriosa, ni idealizada ni reflejada en ningún alarde más allá de la fidelidad exacta de la imagen a la naturaleza. Sin embargo, la pintora brasileña Marta Penter (Porto Alegre, 1957) sí consigue aquella otra mitad efímera del Arte, esa mitad que nos describe a nosotros, seres humanos desconocidos o perdidos, en un mundo conocido y real. Porque es ahora la necesidad del ser humano de verse a sí mismo, de reflejarse de cualquiera de las posibles maneras naturales que la vida actual obligue. Pero con belleza, sensualidad y originalidad artísticas. También, con las sutiles formas de aquellos detalles naturalistas del Barroco clásico, aunque, sin embargo, sin los colores tan grandilocuentes ni tan disconformes a la naturaleza o la vida.

(Imagen reproducida -sin color- de un óleo del pintor Aimé-Nicolas Morot, Herodías, 1880, Francia; Óleo de Aimé-Nicolas Morot, El Buen samaritano, 1880, Museo de Bellas Artes de París; Cuadro de Camille Corot, Marietta, Odalisca romana, 1843, Museo de Bellas Artes de París; Obra del pintor superrealista Claudio Bravo, Venus, 1979; Óleo del pintor modernista y orientalista francés Georges Clairin, Retrato de Sara Bernhardt, 1871, Francia; Detalle azulado de una imagen fotográfica de Sara Bernhardt, del fotógrafo Felix Tournachon, conocido como Nadar, 1865, París; Imagen fotográfica original de Felix Tournachon, 1865, Retrato de Sara Bernhardt; Cuadro hiperrealista de la pintora Marta Penter, Pintura realista en óleo, 2009; Imagen fotográfica de la pintora Marta Penter creando su obra, 2009; Óleo barroco del pintor español Juan Bautista Maíno, Adoración de los pastores, 1614, Museo del Prado; Detalle de la misma obra de Maíno, con los reflejos realistas del Barroco en una imagen.)

23 de julio de 2014

El Romanticismo desvirtuará la realidad para hacerla más acorde a la mirada.



El mejor pintor español de paisaje romántico lo fue el gallego Genaro Pérez de Villaamil (1807-1854). El Romanticismo paisajista había tenido grandes creadores en otros países europeos, como Turner o Roberts en Inglaterra, pero en España el más genuino de los románticos, el más romántico de los pintores españoles, el más inspirado y el menos conocido, lo fue Pérez de Villaamil. Pero es que además tuvo una vida romántica, se impregnaría personalmente de ese signo propio de su tiempo. Y qué mejor paisaje romántico que el más romántico de los paisajes europeos para nacer. El pintor escocés David Roberts (1797-1864) lo supo desde que hiciera sus viajes a África y Oriente medio, porque pasaría antes por España y comprendería el verdadero sentido del color en los momentos del día donde el sol está más alejado  de su cenit. Y entendería el verdadero sentido del paisaje más romántico, ese donde lo agreste y lo apacible, lo diferente, lo cercano, lo luminoso, lo misterioso, lo único y lo variado, se darán sólo en el sur de España.

En el año 1834 viajaría Roberts a Málaga camino de Gibraltar. Pero antes de llegar a su destino pasaría el pintor británico por la sierra de Ronda y los aledaños suroccidentales de su serranía. Y allí, en lo alto de un cerro elevado, se encontraría de pronto con la silueta romántica del antiguo castillo del Águila, una derruida fortaleza iniciada por los romanos y utilizada luego por los musulmanes. Pero entonces la idealizaría el pintor con sus recuerdos orientales vistos en Sevilla, en Córdoba o en otros lugares hispanos recorridos por él. El Castillo de Gaucín -el castillo del Águila- había sido en gran parte destruido durante la guerra de la independencia frente a los franceses en el año 1810. No tenía entonces ese aspecto tan soberbio que David Roberts creó en su lienzo del año 1834. Tampoco su peña era tan elevada ni tan majestuosamente romántica, ni tendría esos riscos puntiagudos que, como una bella catedral rocosa desmadejada, imprimiese un espíritu de superación entre los muros desolados de su antigua fortaleza.

Pero, como británico, querría pintar por entonces una vista del peñón de Gibraltar y de la bahía de Algeciras, dibujando además el perfil de la costa africana al fondo de la obra. Roberts, a diferencia de Villaamil, tendría influencias o intereses geopolíticos para hacer entonces de providencial guía de turismo para los viajeros de su país que visitaran España. Conocía muy bien el lugar que dibujaba ahora desde lejos, y así aparece éste límpido y despejado entre las señaladas brumas luminosas de la serranía rondeña. Pero, sin embargo, es imposible ver bien Gibraltar desde los alrededores del castillo de Gaucín con la claridad del paisaje que pintaría en su obra Vista de Gibraltar desde Gaucín. Así que, entonces, ¿cómo lo pudo hacer tan definido?, o, mejor dicho, ¿por qué lo hizo así, con esos rasgos tan claros en el paisaje? Porque no era realismo ni detalle fidedigno, ni sentido exacto de las cosas lo que primaba o importaba en el Romanticismo. Para los románticos bastaba que el paisaje mostrase atrevimiento, gallardía, belleza, pintoresquismo y misterio. Es por eso que cualquiera que vaya hoy a Gaucín y se sitúe cerca de las ruinas del castillo, comprobará que nada de lo que se ve en la obra de Roberts es acorde a las distancias reales de las imágenes que aparecen en el lienzo. Sencillamente, no existe un lugar allí desde donde se pueda ver la imagen que el pintor compuso entonces en su obra.

Genaro Pérez de Villaamil conocería a David Roberts en Sevilla durante el año 1833 y luego marcharía a Madrid para realizar su creación artística. Los pintores como Villaamil, a diferencia de Roberts, no tendrían que visitar necesariamente los lugares para imprimir el sentido romántico de lo que querían pintar. En el año 1847 el pintor español compuso su obra Vista del Castillo de Gaucín gracias a un grabado de la obra de Roberts. Tan sólo gracias a ese grabado no, el resto, la semblanza, el genio, la sutileza o la imaginación romántica lo puso el pintor de su propia inspiración. En su obra romántica Villaamil recrea desde la perspectiva de Roberts la vista de Gibraltar con el aparecido y fantasmagórico castillo en primer plano. Qué más daba entonces si era ajustado o no a la realidad de lo que representaba, nadie iría a comprobar la verosimilitud de ese paisaje en aquel mismo lugar. Y tampoco importaba, porque lo importante en el Romanticismo era la emoción que provocaba la visión subjetiva de algo objetivo, así como la semblanza del momento sugerido por una realidad ahora maleable, transformable, adaptable y sensible. 

Roberts y su colega Villaamil fijaban el paisaje con los rasgos geográficos parecidos a la realidad, aunque totalmente adimensionados en sus distancias geográficas. El peñón de Gibraltar no se aprecia así en la realidad desde la perspectiva o el lugar desde el que se ve en estas obras románticas. Y, sin embargo, todo fue pintado conforme a lo que era la imagen local real que vemos retratada. ¿Por qué fue pintado con tanto detalle ese paisaje?, ¿cómo fue posible conocer tanto los detalles geográficos que pintaban? Porque el pintor británico conocería muy bien la región y pintaría así el paisaje con sus detalles reconocidos. Pero no así el propio castillo, algo que idealizaron los pintores como en un maravilloso cuento hispano-árabe surgido de la pluma de algún escritor romántico. Una tendencia artística -el Romanticismo- inconsiderada o desdeñosa con la verdad. Inconsiderada solo con la realidad de la imagen no con el sentimiento que produce su visión emotiva. Ni los arcos de herradura, ni las puertas árabes, ni las murallas empinadas, ni la torre del almuecín existían en esos ruinosos despojos de la fortaleza árabe cuando fue visitado por el pintor Roberts. Todo fue recreado entonces, todo fue inventado y vestido de gloriosa gesta romántica. Incluso el pintor Villaamil llegaría a recrear un mundo onírico que no existiría en el Castillo de Gaucín ni siquiera en época musulmana. El resultado no obstante fue grandioso y extraordinario, del todo maravilloso y mágico gracias tanto al sueño exótico inspirado del artista como al genio creativo de su paleta romántica.

(Óleo Vista del Castillo de Gaucín, 1847, del pintor romántico español Genaro Pérez de Villaamil, Museo del Prado; Detalle del mismo cuadro, Vista del Castillo y del peñón de Gibraltar al fondo, Genaro Pérez de Villaamil, 1847, Museo del Prado; Grabado en plancha de acero de un dibujo del pintor David Roberts, Vista de Gibraltar desde Gaucín, 1834; Fotografía actual de las ruinas del Castillo del Águila, Gaucín, Málaga, España; Reproducción de la obra original de David Roberts, Vista de Gibraltar desde Gaucín, 1834, Museo de Edimburgo, Escocia.)

11 de marzo de 2014

Alegoría de la muerte de un estilo, el clásico o académico, y del nacimiento del Arte moderno.



Fernand-Anne Piestre, conocido como Fernand Cormon (1845-1924), fue un pintor francés nacido y educado en la más clásica de las enseñanzas pictóricas de su tiempo. Miembro de la Academia francesa de las Artes, crearía obras muy apetecibles de ver por un público deseoso de lienzos clásicos llenos de belleza, exotismo y una muy sutil crueldad apenas insinuada. Obras de Arte que combinarían líneas clásicas con fervientes sensaciones rodeadas de dramatismo, vigor, sensualidad o grandeza. Pero acabaría comprobando el creador francés que los años finales del siglo XIX llevarían a inspirar otras semblanzas en el Arte. Unas semblanzas provocadas por los nuevos pintores postimpresionistas, artistas modernos que no acabarían de sentir, ni siquiera con su tendencia parcialmente impresionista, la pasión clásica que no desearían ya mostrar en sus obras de Arte. En la transitoria década artística de los años setenta del siglo XIX, Cormon había creado, sin embargo, dos obras todavía significativas de la fortaleza que el Arte clásico orientalista tendría aún entre un público abatido por la crisis de la guerra Franco-Prusiana y el advenimiento de la III República. Y entonces compone Fernand Cormon en el año 1870 su impresionante, académica, clásica, exótica y bella obra La favorita depuesta.

En ella vemos un harén oriental donde la -hasta entonces- favorita del sultán deja de serlo frente a la radiante, encantada, sustituta y nueva flamante favorita. La cedente se sitúa a los pies de la nueva elegida. Ahora se muestra sollozante, abatida, derruida sin consuelo y abrazando con sus cabellos y manos el pie desnudo, blanco y reluciente de la que, ilusionada, toma el relevo de su majestuoso, neófito, ultrajante y efímero protagonismo. Pocos años después el pintor vuelve a su exotismo oriental para crear otra obra con una inspiración parecida, aunque, sin embargo, mucho más sensacionalista por su mayor crueldad o dramatismo estéticos. Esta nueva obra no está tan llena de dolor o altiva suficiencia, como sí lo estaba la otra, sino que ahora es hasta de muerte, de sangre o de terminación definitiva con una muy desorbitada y voluptuosa satisfacción. Todo eso es lo que, expresivamente, veremos en una de las atractivas y envidiosas odaliscas -mujeres del harén- provocado por la desaparición mortal de la anterior elegida, la que, hasta entonces, fuera la hermosa y bella favorita. Tal fuerza consiguió el autor academicista en su obra Muerte en el serrallo, que le sería otorgada una medalla en la Exposición Universal del año 1878. Sin embargo Cormon, insatisfecho con su estilo clásico, avanzaría en su búsqueda de los cambios que los nuevos tiempos traerían en el Arte. A finales de la década de los años ochenta, marcharía a Bretaña con otros pintores vanguardistas y pintará otras cosas, otros paisajes, otros atardeceres y otros instantes diferentes. Como el que terminará haciendo inspirado en el nada exótico ni clásico puerto francés de Concarneau.

Pero su mayor acierto tal vez fue crear entonces su propia academia, taller o escuela de Arte, en la ciudad de París. Hasta ella acudieron muchos alumnos y pintores en ciernes, buscando su magisterio y sabiduría clásicos. Unos pasaron, aprendieron y sólo rozaron luego la historia meramente. Otros pasaron, aprendieron y gozaron del mayor de los encumbramientos que un nuevo acontecer artístico -el Arte Moderno- les hiciera brillar en las más grandes muestras artísticas del modernismo. Archibald Standish Hartrick (1864-1950) fue uno de esos mediocres pintores modernos que habían conocido a los grandes postimpresionistas en la famosa escuela de Cormon. En el año 1886 Hartrick se reune con el pintor Gauguin en Pont-Aven, aquel idílico y artístico lugar de la costa francesa donde algunos comenzaban a revolucionar el Arte. Poco después, a finales de ese mismo año, Hartrick regresará a París y conocerá al genial Van Gogh. Todos ellos habían acudido anhelosos al taller clásico del maestro Cormon, aquel creador apasionado que retratara aquella muerte requerida. Todos ellos lo hicieron para formarse en un Arte clásico que, sin embargo, nunca, nunca más, volvería a iluminar el orbe artístico del mundo como hasta entonces lo hiciera.

(Óleo de Fernand Cormon, Muerte en el serrallo, 1874, Museo de Bellas Artes de Besançon, Francia; Obra La favorita depuesta, 1870, del pintor francés Fernand Cormon; Retrato de Vincent van Gogh, del pintor británico Archibald S. Hartrick; Autorretrato de Archibald S. Hartrick, 1913, National Portraid Gallery, Londres; Ilustración de Archibald S. Hartrick, El taller de Cormon, 1886; Fotografía del Taller de Cormon, 1886, se aprecia sentado a la izquierda con sombrero a Toulouse-Lautrec, y al maestro Cormon sentado con barba dando su clase pictórica frente al lienzo; Retratos realizados por Archibald S. Hartrick de Toulouse-Lautrec y de Gauguin, siglo XIX.)