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15 de agosto de 2019

La maldad representada gracias al contraste y la excelencia artísticas.



Existe una obra de Arte atribuida a Goya en el museo Metropolitan de Nueva York sin mucha seguridad. Se titula Majas en el balcón y está fechada sobre 1810. Existe otra versión parecida, en una colección privada suiza, donde no existe, sin embargo, ninguna duda sobre la autoría de Goya. Porque no es exactamente la misma configuración de perfiles, gestos, miradas y expresiones las que disponen ambas obras de Arte. La supuestamente apócrifa del Metropolitan es más sugestiva, sin embargo, para desarrollar ahora una reflexión sobre la maldad humana. ¿Cómo representar la maldad donde la belleza y la serenidad son elementos de su composición? Por mucho que busquemos, es difícil encontrar una representación de la maldad en una obra sujeta a criterios de estilismo y belleza clásicos. Salvando la controversia de si es o no es de Goya, estaremos de acuerdo que su estilo o características estéticas se aprecian en esta obra. No es esta controversia lo que deseo plasmar en la entrada sino que, gracias a la afortunada composición y acabado artístico, aspiro a describir la maldad que se desliza sutilmente  en el cuadro.

La maldad ha sido analizada por pensadores a lo largo de la historia. Algunos ofrecen la tesis de que el mundo no dispone de otra cosa que de una función, errónea a veces, necesaria para desarrollar la vida en el universo. Que es el ser humano quien detenta la causa que origina cualquier alteración maléfica en el mundo. Otros filósofos, particularmente Schopenhauer, decían que era al revés, que el mundo era una obsesión universal compuesta de un deseo irrefrenable de manejar las criaturas a su antojo, donde el ser humano no es más que una víctima de este despropósito omnipotente. La realidad es que el concepto victimista y victimario existe siempre en cualquier caso. En un caso es el mundo y en otro es el hombre. De hecho, la maldad solo es posible como concepto si existe su opuesto, ya que lo contrario no sería maldad sino necesidad o función natural, y poco sentido tendría el victimismo en este caso, ya que nada de víctima tiene, por ejemplo, la tierra encharcada y devastada por un río que, ahora, se lleva impasible toda vida por delante. Por tanto, la maldad humana es la única maldad que podemos entender. Aunque existe también un sentido general de maldad, porque no afecta solo a unos miembros contra otros, sino al propio ser humano individualmente consigo mismo cuando, por ejemplo, se aviene a sufrir por cosas ajenas a los demás, como es la muerte, el destino fatal o la propia conciencia de ser o existir. 

La obra Majas en el balcón del Metropolitan (sea de Goya o no) representa, sin embargo, la antropología más estética de la maldad que haya visto en una obra de Arte. Porque la maldad en el Arte no es exactamente latrocinio en acción, que lo es, por supuesto, pero, a efectos de representación, no lo es tanto. Me explico. Las obras de Arte donde la violencia se describe expresamente (Rubens y sus dinámicas violentas por ejemplo) es un reflejo de maldad, pero no es la maldad misma de modo abstracto. Cualquier gesto o acción maléfica que se exprese activa en una representación artística hace lo mismo: manifestar la maldad en un caso concreto de violencia realizada. Ahí la maldad es evidente y explícita. Para definir mejor la maldad es idónea la maldad como sentido o hecho existente antes de que se produzca (lo que, a mi juicio, es el sentido más espantoso de maldad). Y esta obra de Arte de estilo goyesco lo expresa de un modo magistral, lúcido y clarificador. Porque la maldad nunca está menos embozada que cuando parece no agredir, maltratar o ejecutar sus deseos. Porque la verdad, la belleza, la bondad o la ingenuidad serena de un ser desposeído de fiereza (la víctima), no podrá evitar la sombra poderosa de la amenaza sesgada más terrorífica. En esta obra de Arte se perciben ambas manifestaciones. Por un lado, la belleza natural en los rostros no amenazados ni turbados por ninguna sensación ajena a su naturaleza inocente. Son figuras (las majas) amables, coloridas, transparentes en el reflejo de su belleza interior. En ellas vemos la mirada serena, confiada y segura. Aunque no se dirijan a nosotros, aunque parezcan inexpresivas, esas miradas están vibrando interiormente desde la más absoluta sensación de inocencia.

Luego están las figuras oscuras cuyos gestos ocultos o parciales expresan justo lo contrario. Son ahora la amenaza, son el sentido de lo que la maldad representa como concepto flagrante. También banal por no responder a ningún propósito grandioso, a ningún propósito que no sea la absoluta perfidia egoísta y desgarrada de algún sentido de necesidad universal que la propague. La obra no tiene más que las cuatro figuras y la reja del balcón que subyace a las víctimas. Hasta esta reja dispone de una interpretación metafísica sublime: estamos aprisionados entre los barrotes que nos impiden huir y una amenaza detrás que no conocemos. Sin embargo la obra es, como todas las grandes obras, una manifestación de esperanza. Sobrecogida, pero de esperanza. Porque la maldad está representada como un mero símbolo estético. Lo que el autor -el que sea- más plasmaría en su obra fue la sensación, no la materialización, de la maldad. No vemos la maldad más que en un sentido subjetivo. No sabemos nada más. Lo que sigue, nunca lo sabremos. De hecho, pueden nuestros sentidos percibir cualquier otra cosa además de amenaza. Porque la maldad que no viene de afuera sino de nuestra percepción subjetiva, no es más que otra forma de maldad que el ser también padece. En este caso, por ejemplo, la amenaza estaría en el interior catastrófico de un sentido imaginario. 

Pero ahora es el sentido de maldad humano el que brota en esta obra. Está descrito en las miradas. En los dos planos de la obra, en el de los embozados que miran decididos y en el de sus víctimas, las bellas majas que no miran a nada, metáfora sublime de la inocencia, que no objetiva mirada en otra cosa más que en su natural bondad. Es el interés malicioso lo que ahora viene a ser representado en esta maldad: o existe o no existe. Y en esta obra el creador consigue expresar una sensación: la mirada de los embozados encierra un interés malicioso. Una maldad que aún no se ha realizado, que solo se representa vagamente, banalmente, tangencialmente. No hay maldad ahí, solo una amenaza que, sin embargo, no tiene otra significación futura más que maldad. Esta tiene un sentido egoísta, taimado y vil, algo que el universo o la naturaleza no contienen en ningún caso. Sólo el ser humano. Y su génesis es tan misteriosa como la propia representación que ahora vemos. Porque esto podría ser solo la percepción subjetiva de una interpretación artística. Pero puede no serlo. Como la maldad...  Esta solo es humana en lo cruel de una realización decidida. Es la libertad de ejecutarla no la sensación de sentirla. Para representar la maldad humana deben existir ambas esferas participadas en la maldad. Esta es la conclusión de una sensación humana maldita, que, para que exista, debe también existir la bondad más confiada, inocente y sincera de la vida.

(Óleo Majas en el balcón, alrededor de 1810, atribuida a Goya, Museo Metropolitan de Nueva York.)

10 de abril de 2018

El grito desesperado de un poder incomprensible devastado por la comprensión más violenta de los hombres.



Es una satisfacción justificar la labor que hago en este caso más que nunca. Es muy simple: localizar Arte a través de los museos virtuales que exponen sus obras entre la maraña difusa y disgregadora de la imagen digitalizada, seleccionar la obra de Arte que pueda ofrecer emoción, conocimiento y belleza para descubrir, finalmente, la obra escondida entre las múltiples salas virtuales reseñadas y archivadas del mundo. En este caso ha sido todo un descubrimiento, azaroso, virtual, maravilloso. En España disponemos de extraordinarios lienzos de Goya, los hemos visto tanto que hasta su técnica y color, su fuerza y talento nos han llenado el sentido de lo que debe ser una obra de Arte. En Goya su grandeza como creador es absolutamente extraordinaria. Fue el primero de los pintores en descubrir el impacto de la imagen en la mente humana. De la imagen compuesta para eso, una idea traducida ahora en colores, formas, trazos, siluetas y sentimientos. Más aún en una época en la que la grandiosidad artística era otra cosa: era lujo clasicista y belleza sublime llevada a la más armoniosa proporción del detalle. Sin embargo Goya quería exponer otras cosas con sus obras. Para él los trazos pictóricos eran un medio banal para representar algo más importante: la semblanza de un perfil desgarrado de sombras, de contrastes, de oposiciones, de equilibrio inestable o del fragor más indecible en una obra.

Aproximadamente sobre el año 1809, en plena guerra de la Independencia española, compuso Francisco de Goya esta escena sobre aquel conficto bélico. Las escenas bélicas en el Arte fijaban sobre todo el campo de batalla, las efusivas cargas de caballería o los ingentes batallones coloreados de uniformes, pero Goya no crea nada de eso en esta obra bélica. De hecho, en España, para ver escenas de batallas así, habría que alejarse un siglo o dos desde entonces, cuando el siglo de oro pintase sus obras flamantes de victorias gloriosas por el mundo. Ahora, sin embargo, a comienzos del siglo XIX, cuando Goya adivinase la sutilidad del Arte para plasmar ideas a través de nuevas técnicas iconográficas, el pintor español fijaría en sus óleos la representación de un sentimiento sin más decoración que un espacio desalentador y desnudo ahora de fragancias estimulantes. Tendría un motivo muy humano detrás para hacerlo. La crueldad del conflicto bélico franco-español fue alarmante entonces. Nunca el pueblo español había sufrido tanta maldad humana sobre su tierra. Pero Goya va más allá del conflicto en cuestión para utilizar su nueva técnica y mostrarla claramente. Ese modernismo pictórico le ayudaría al pintor a reflejar lo que su idea le apasionaba fijar en un lienzo. No hay referencias ideológicas ahora, ni banderas, ni uniformes -apenas se vislumbran los de los soldados napoleónicos- para mostrar el mensaje universal que su sentido humanista le pidiera al pintor.

Pero esta obra de Arte es, además, una composición extraordinaria. Sobre un perfil del horizonte que divide sinuosamente el lienzo en dos, el mundo se escinde aquí entre un cielo oscuramente poderoso y una tierra oscuramente deshecha. ¿Escindido? Pero si parece lo mismo. Hay oscuridad en ambas escenas opuestas. No hay esperanza. Nada ofrece ahí una solución a esa continuidad tenebrosa. Los soldados disparan sus fusiles en una dirección y los guerrilleros en la opuesta. Enfrentados están sin ninguna separación, sin ninguna tregua. No es un campo de batalla, la población desarmada sufrirá entonces también la cruel guerra terrible. Como en la modernidad, el desorden humano ocupa ahora el lugar inexistente de aquella clásica representación armónica del Arte. Componer la desolación entre la desolación escénica hace a la obra mucho más impactante. Pero, no bastó. Sólo reflejaba el deseo inspirador de un genio tan humano como era Goya. ¿Quién compraría entonces esta obra? Ni siquiera los que sobrevivieron a esa afrenta espantosa. Tuvieron que pasar los años y ver entonces la grandeza iconográfica detrás de una obra universal. ¿Sólo iconográfica? En absoluto. Para Goya el Arte era una forma de transmitir un mensaje humano a los oídos inhumanos del mundo. En el lienzo vemos un enfrentamiento humano terrible aglutinado en una parte localizada -la parte inferior- del mismo, siguiendo, como un reflejo, el perfil del horizonte tan desnudo del lienzo. Los seres luchan ahora decididos sin terror, abatidos por la conformidad de un sentido comprensivo que les ha llevado a eso. Otros padecen sin luchar enfrentados a un mal comprensivo también para ellos, y lo hacen así porque entienden que la vida es parte inevitable de eso mismo.

¿Qué podría decir el pintor ante la imposibilidad de cambiar tanto entendimiento? ¿Cómo hacer ver lo imposible ahora? Y lo comprendió Goya. Pintaría, en el filo sutil de ese horizonte dividido, el perfil aterrador de un ser humano que ahora levanta aquí sus brazos. Pero, sin embargo, no los levanta como los otros seres abatidos que comprenden lo que hacen. No, los levanta desde la incomprensión más absoluta, lo hace con el deseo más atronador de un silencio tan poderoso, profundo como fantasmagórico. Ese personaje solitario, fuera del sentido narrativo de la obra, eleva ahora sus brazos ahí para gritar al mundo, sin ruido, sin coherencia, sin destino casi: ¡basta!, ¡basta ya de tanto horror y tanto odio! Nadie le ve, sin embargo, nadie le oye, nadie. Tan sólo nosotros, los que vemos el cuadro. Para eso lo pintó ahí Goya, para que las generaciones siguientes lo comprendieran al verlo. ¿Lo comprendieron? No, para nada. El mundo no tiene oídos sensibles lo suficientemente abiertos para eso. Solo la sensibilidad de una imagen, sabría Goya, podría si acaso satisfacer esa demanda tan necesaria. Aun así el cuadro seguirá descansando entre las paredes decoradas del Museo de Bellas Artes de Budapest. Lo verán en su clasificación de Arte romántico español de principios del siglo XIX. Verán su magnífica composición tan modernista para entonces, verán al precursor artístico que fuera Goya. ¿Verán el grito desesperado...? 

(Óleo sobre lienzo, Una escena de la guerra de la Independencia, 1809, del pintor Francisco de Goya, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

30 de diciembre de 2017

Dos sueños iconográficos y dos formas diferentes de expresarlos.



Cuando el joven pintor Goya -con veinticinco años- fuera contratado para decorar los muros del oratorio de un aristócrata palacio en Zaragoza, la gran pintura clásica estaba entrando por entonces -año 1771, momento de transición decisiva en lo estético- en una forma de expresar los colores y los trazos muy diferente a como se había preconizado antes. Pero solo por ahora en los colores y en los trazos. Estos abocetados o apenas definidos -a cambio de las clásicas consignas académicas de antes- y aquellos, los colores, todavía con las lánguidas o metamorfoseadas tonalidades tan irreales o desgastadas propias del Rococó. Porque la composición de una obra con el trazado emocional o grandioso de una diagonal atrayente continuaba siendo una inspiración destacada que debía mantenerse para poder expresar una emoción tan estética. El sueño de san José era la descripción evangélica del momento en el que un ángel es llevado a entrar en el sueño de José. Un sueño para que entienda José que la futura maternidad de María -de la que él no ha sido partícipe ni lo será- es un prodigio divino necesitado por la providencia para llevar a cabo una revelación. Es la metáfora ahora de lo imposible, de aquello que por más que uno desee lo contrario -ser el padre real- nunca sucederá.  Es un sacrificio doble en lo existencial, porque no sólo se acepta sino que además se debe vivir con ello como si no hubiese pasado. Es la aceptación de un hecho que va contra el sujeto afectado doblemente: como un agravio personal -aspecto genético- y como una asunción de una realidad -aspecto ontológico- que no es la de uno mismo.

Y la poesía sagrada -lo que son las metáforas evangélicas- glosaría entonces la representación de ese hecho sagrado con la sutil artimaña de un sueño. ¿Cómo alcanzar mejor las moradas básicas del sentimiento racional de un ser humano para transformar un pensamiento ofuscado en otra cosa distinta, justo en lo más opuesto?: con el sueño misterioso... Así se dominarán las esencias de la conciencia íntima de un ser para poder elaborar un pensamiento, un concepto o una idea ajena, en su mente poderosa. Las técnicas neurolingüísticas lo saben muy bien. Los procesos formativos inducidos, donde el estado somnoliento es un aliado eficaz para la asimilación de contenidos, también justifican la práctica de la implantación de información en fases profundas de la ensoñación humana. Así se adelantaría ya aquella sabia metáfora evangélica y el Arte vendría luego a expresar ese sueño tan peculiar. ¿Es una impronta o legado mental involuntario lo que se produce cuando el sueño -algo ajeno a uno- invade poderoso a las neuronas de nuestra futura voluntad? Los sueños no los elegimos voluntariamente, esto es una realidad incuestionable, por tanto, no es ninguna barbaridad afirmar que éstos provienen de una parte de nuestra conciencia -mejor inconsciencia- que es totalmente ajena a nuestra voluntad más inmediata. Pero, sin embargo, es una barbaridad pensar que eso -un sueño configurado por la mente inconsciente- pueda obligar a transformar luego necesariamente una conducta o un pensamiento de un modo automático. Aunque tampoco podemos afirmar cómo funcionaría nuestra conciencia como consecuencia de la cantidad de información, consciente o inconsciente, que nuestro interior pueda elaborar sin nuestra participación directa, sin saberlo o idearlo nosotros exactamente.

Pero eso puede ser la intuición, esa capacidad mental que nos sobreviene luego de una noche de sueños premonitorios o auxiliares del pensamiento posterior. Procesos que pueden ser tan inconscientes que no alcanzamos a comprenderlos. Pero, volviendo a la representación estética de ese hecho evangélico, los pintores describieron ese momento sagrado con las maneras estéticas que su época y sus ideas hubieran conformado en sus tendencias artísticas. Así, podemos comparar ahora aquí dos obras maestras del Arte barroco y prerromántico. Una de la mano del pintor barroco Phillipe de Champaigne (1602-1674) y otra del pincel más avanzado y pasional del español Goya. El barroco de Champaigne es tan clásico que parece ser una obra pintada un siglo después, cuando el Neoclasicismo subrayase aún más las técnicas y los conceptos más tradicionales del Arte. Pero el naturalismo barroco se expresa también, incluso más que cualquier alarde épico o grandioso. Neoclasicismo que alcanzaría también a Goya pero que este pintor supo transformar luego cuando comprendiera que el Arte no podía conformarse con la tradición, sino que debía aventurarse con las trazas y los alardes de un nuevo acontecer. En la obra de Goya el sentido de la transmisión mitológica del mensaje evangélico, la conducción de un pensamiento o de una realidad a otra, es llevado a la máxima emoción y ternura frente a la corrección teológica y estética del pintor francés.

El ángel de Goya toca levemente con sus dedos compasivos la túnica de san José, éste mucho más concentrado en su sueño. El ángel de Champagne, a cambio, señala a la divinidad y a María como los elementos más importantes del hecho sagrado, obviando a José. En Goya no. En el revolucionario pintor aragonés lo importante ahora es el sujeto receptor de ese delirio prodigioso, de esa impronta poderosa y sugestiva tan mágica para poder acoger, en su humana vida irrelevante, el doloroso y resignado acontecer de un destino trascendente. Las figuras de María en ambas obras son opuestas en su sentido estético representativo. En Champagne aparece la Virgen muy contrastada y emotiva, vislumbrando además, si no viendo, el mágico acontecer sagrado tan inapelable. En Goya la figura de María se delinea en un secundario plano entristecido, apenas esbozado y marginado, sin la sensación ahora de vislumbrar ella no solo el hecho sagrado sino la grandiosidad teológica que significa. Pero es la representación de la figura de san José la que en las obras determina más un sesgo artístico u otro. En el pintor francés la figura del esposo de María está ahora sola y abandonada a su sueño premonitorio, tranquilamente relajado con el momento más sosegado de su ensoñación divina. En Goya, a cambio, san José está aún en ese proceso inicial del sueño donde la conciencia humana luchará por aferrarse a la sensación de existir, de querer comprender aún, en su ensoñación inconsciente, lo que parece vivir en otra esfera distinta pero ahora decisiva.


(Óleo sobre lienzo -trasladado desde mural a lienzo en el año 1915- del pintor Goya, El sueño de san José, 1772, Museo de Zaragoza; Obra barroca de Philippe de Champagne, óleo El sueño de San José, 1643, National Gallery de Londres.)

9 de agosto de 2017

Goya y un relato verídico de sencillo valor, compromiso, responsabilidad, dignidad y justicia.



En el Instituto de Arte de Chicago se encuentran estas seis pequeñas imágenes en óleo sobre tabla, pintadas por el pintor español Goya entre los años 1806 y 1807. Representan una secuencia artística de un hecho real sucedido en la provincia de Toledo el día 10 de junio del año 1806. Todo empezaría diecisiete años antes, a finales del año 1789, cuando Pedro Piñero -llamado el Maragato por ser natural de la provincia de León- comenzara sus delitos de robos y crímenes. En sus andanzas criminales llega a matar en abril del año 1800 a un dragón del rey que le perseguía y cinco meses después a un vecino de Tejada, provincia de Burgos. Angustiado por el cariz implacable que la Justicia tuviese por sus crímenes, el 23 de noviembre del año 1800 se presenta -él y dos compinches- en el Palacio Real del Escorial para pedir clemencia al rey Carlos IV. Fueron conducidos a la cárcel de la Corte para ser enjuiciados según la ley. Tres años después del juicio fue condenado el Maragato a morir en la horca. Pero los jueces tuvieron en cuenta el arrepentimiento y su presentación voluntaria. El rey Carlos IV les ofrece la clemencia el 22 de enero de 1804. Le conmuta al Maragato el monarca español la pena capital por doscientos azotes y diez años de trabajos forzados en el penal de Cartagena.

Apenas tres años estuvo Pedro Piñero en Cartagena, no pudo él esperar al resto de la condena y escapa el Maragato del penal el 28 de abril de 1806. Dos meses después vuelve a sus correrías y delitos por la Sierra de Gredos, hasta llegar más tarde a Oropesa, al noroeste de la provincia de Toledo, cerca de la de Ávila, y ver desde lejos la casa del guarda de una hacienda. Necesitaba el Maragato un caballo y quiso robarlo a los guardeses de la hacienda. Encierra al guarda, su mujer, sus tres hijos pequeños, al subguarda y a un pastor en una estancia de la casa. Pero al salir él se encuentra de pronto con un fraile que viene hacia la estancia. Lo apunta con su escopeta y le obliga a entrar también. El fraile, un joven religioso de la orden de San Pedro de Alcántara, pasaba por allí para pedir limosna. Al salir de nuevo de la casa Pedro Piñero recuerda haber visto al subguarda unos zapatos mejores que los suyos. Decide entrar por ellos y el fraile, decidido, sabiendo que lleva él unos zapatos en su zurrón, le dice que tiene unos mejores y se los ofrece. En un gesto de querer entregárselos sale el fraile de la estancia con él y, acercándole los zapatos con el brazo izquierdo, consigue que el bandido se distraiga un momento y alcance el fraile su arma.

En la secuencia que Goya pinta recrea la escena de aquel impetuoso momento dramático. Primero, cuando consigue la escopeta, luego el forcejeo de ambos, después el disparo del fraile y, por fin, el derribo del Maragato. Pero para cuando Pedro de Zaldivia, el joven fraile de 29 años, se encontraba forcejeando con el bandido grita a los demás -que ya no están encerrados- que le ayuden para poder vencerlo. Pero los demás no se atreven, lo dejan solo ante el peligroso bandido. Es entonces cuando la suerte, la fortaleza del fraile o la providencia harán que el Maragato sea vencido y abatido, herido en una de sus piernas por el disparo decidido del fraile. Luego, cuando estaba caído el bandido, hasta los demás quisieron golpearle. Pero el valeroso fraile lo impide. Fue entonces de nuevo el Maragato apresado y condenado a muerte. De nada sirvió el auxilio que el propio fraile solicitase al monarca. El día 18 de agosto de 1806 Pedro Piñero, el Maragato, fue ajusticiado en Madrid en el cadalso de una horca. Y el pintor Goya decide inmortalizar de toda esa historia solo la secuencia donde el fraile y Piñero luchan ambos. Para el Arte y Goya -lo que es decir lo mismo- era la primera vez que el realismo de un acontecimiento fuera plasmado en una obra de Arte de ese modo, es decir, con los perfiles tan verídicos y crueles de una escena tan dramática. Antes incluso que los momentos realistas tan trágicos eternizados por Goya de los terribles momentos de la Guerra de la Independencia del año 1808.

Pero, ¿qué motivaría al pintor español a decidirse por esa secuencia concreta tan dramática? Algunos piensan que, dado el anticlericalismo del pintor, fue una forma de mostrar el enfrentamiento entre el pueblo y la Iglesia. En las figuras se puede entrever, por ejemplo, una cierta preferencia iconográfica por la figura del bandido. Hay que pensar también, sin embargo, en la humilde condición del fraile, de hecho el Maragato confía en él cuando acepta sus zapatos y le deja acercarse tanto. Era el único de los que estaban encerrados en la estancia que el bandido nunca podía pensar que se abalanzase decidido. Por otro lado la figura romántica del bandolero no tendría mucho sentido todavía para un pueblo que entonces -1806- sufriría sus desmanes criminales tan crueles. Así que el pintor más atrevido y premonitorio de todos, al querer eternizar la historia de aquel suceso, no tuvo en cuenta más que el decidido compromiso del valor más humilde ante la impunidad o el avasallamiento de unos seres desalmados.  Algo que, apenas dos años después, se traduciría en el apasionado alzamiento impulsivo y rebelde que sufriera un pueblo ante la terrible agresión poderosa y ofensiva de un despiadado invasor francés.

(Óleos sobre tablas del pintor español Francisco de Goya, serie de seis cuadros titulados en general La captura del bandido Maragato por fray Pedro de Zaldivia: el Maragato amenaza con un arma a fray Pedro; Fray Pedro desvía el arma del Maragato; Fray Pedro arrebata el fusil al Maragato; Fray Pedro golpea con el fusil al Maragato; Fray Pedro dispara al Maragato; Fray Pedro ata al Maragato, todas obras realizadas entre los años 1806 y 1807, Museo Instituto de Arte de Chicago, EE.UU.)

23 de marzo de 2017

El desengaño de una transformación social elaborado por Goya entre los bocetos de un tapiz real.



Uno de los recuerdos que más impronta pueda dejar en la mente por hacer de la infancia es la visión permanente de un cuadro en la pared de un pasado desvaído en la memoria. Es como el sonido retenido de una melodía impactante que, al pasar de los años, sigue estando depositada su música entre los recónditos espacios de la memoria. Los tapices fueron creados para las paredes frías de los palacios o de las casas solariegas. Paredes que durante el invierno pudieran acoger, con sus tejidos adornados de belleza, a los seres humanos ante sus paramentos ahora templados y maravillados. También sus reproducciones se llevaron a cabo para homenajear a los creadores que ayudaron a fijar, con sus paisajes o leyendas, los engarces tejidos de belleza de sus acabados tapices de Arte. Nunca olvidaré el pardo cuadro-tapiz monocolor, decolorado y algo raído de mi infancia que, horizontal no vertical -como es su original-, decoraba una estancia de mi niñez. Representaba La vendimia del genial maestro Goya. Porque Goya era todo lo que existía en el Arte español más cercano a todos, con sus ahora alegres, bucólicos y sencillos motivos tradicionales. No había que saber Arte para conocer a Goya. Todo el mundo sabía quién era Goya. Él lo era todo en España y sus obras reproducidas en una pared -cualquier pared de España- servían entonces para entender que la vida también podía representarse con belleza, placer y desenfado. 

No hubo otro personaje de la historia artística de España más conocedor de la realidad social de su país. Francisco de Goya comprendió muy bien la terrible inconsistencia social de una nación que no alcanzó a tomar el tren de las reformas ilustradas de Europa. Por entonces, el último cuarto del siglo XVIII, España tenía una clase política que pudo, sin embargo, entender y tratar de hacer las cosas bien -y algunas se hicieron-, de disponer el impulso que algunos de esos personajes históricos de entonces sabían que habría que tener para cambiar las cosas. Pero no bastaron esos elogiosos personajes históricos hispanos. La sociedad española, demasiado estructurada en corsés tradicionales, clericales y medio-feudales, no estaba dispuesta a afrontar todos esos retos sociales tan importantes y avanzados. La realidad económica era desastrosa en un entramado imperial de opereta que, para sus habitantes más desfavorecidos -la mayoría-, no alcanzaría a generar ningún tipo de beneficio no ya económico sino social de ningún tipo. Y en pleno neoclasicismo del Arte los pintores debían componer entonces grandes gestas o momentos históricos, magníficos escenarios mitológicos o sagrados, excelsos retratos pomposos y clásicos de grandes cosas representables. Goya fue, sin embargo, el primero que popularizaría el Arte en España con otras simples cosas. Nadie se habría atrevido a pintar cosas muy diferentes a las grandes cosas representadas en un lienzo clásico. Pero él lo hizo con sencillez, con pocas figuras o con paisajes tan realistas que, de tan escaso aditamento natural o artificial, parecerían mejor por entonces los grabados decorativos de vulgares lupanares o de meros fogones rústicos deslucidos y pedestres.

El Arte servía entonces para criticar también, para expresar cosas que los genios saben hacer sutilmente. Lo cual es ambivalente porque a veces sirve y otras no sirve para nada. No sirve porque los ojos de los que lo vean entonces no alcanzarán a comprender las sutilezas críticas de esas obras. Y los pintores no se las iban a decir -porque no podían hacerlo- claramente tampoco. Ellos -los pintores sutiles y críticos- confiaban en que los receptores de sus obras pudieran entenderlo por sí mismos, que supieran ver lo que había representado detrás justo de esas creaciones artísticas manipuladas... Cuando a Goya le encargan desde la Real Fábrica de Tapices que elabore cuatro escenas para componer cuatro grandes tapices para la corona, alguien le debió sugerir que pintase las cuatro estaciones ya que algunos tapices irían al Palacio del Pardo, un lugar de caza real que, aun en invierno como en otoño, la familia real pudiera disfrutar de sus estancias decoradas. Y elaboraría Goya los bocetos y luego los óleos que representaban escenas bucólicas, cinegéticas o festivas que darían soporte visual para confeccionar luego los tapices en la fábrica. Y los hizo entonces con esa inexistente capacidad que el Arte, sin embargo, puede tener para aprovechar, en una oportunidad crítica única ante el mayor poder de un reino, el transmitir ahora mensajes que lleguen a la sensibilidad del monarca o de sus príncipes.

En todas las estaciones creadas no hubo crítica social efectiva excepto en una que pintara: El invierno, también conocido como La nevada. Nada se había pintado socialmente así, tan sutilmente, ni en España ni en el mundo nunca. Era el año 1786 y el Neoclasicismo era la tendencia más imperante en el Arte. Es decir que nada de personajes desconocidos o vulgares, nada de minimalismos estéticos en una escena sin ningún interés, sin que diga o exprese algo relevante, histórico o subyugador épicamente. Y Goya pintaría todo eso ahí por entonces, sin embargo. Pinta ahora personajes marginados, campesinos que transportan un vulgar cerdo sacrificado. Un animal muerto así para venderlo en Madrid sin pasar por el impuesto al consumo, una tasa que debían abonar todos los comerciantes por entonces. Pero serán apresados antes de llegar a la capital del reino. Es en ese momento cuando, guiados por los oficiales del rey en su trayecto frustrado, una nevada gélida y desapacible comienza a caer desde un cielo gris y desalentador. No se había pintado nunca algo así en la vida. Ninguna representación de un invierno había sido compuesta en un lienzo con esa insulsa y desmerecida escena tan vulgar, sin ningún alto sentido iconográfico. ¿Qué interés podían tener tres tipos desafortunados abrigados por un frío helador para ir a dar cuenta de su fracaso? ¿Qué gracia estética tendría una obra cuyo paisaje no disponía siquiera de un adorno natural que embelleciera algo el horizonte? ¿Qué belleza podría tener un hecho tan poco merecedor de elogios iconográficos donde ni la composición, ni los colores, ni nada especial llevara ahora a alegrar el sentido de la vista?

Pero, sin embargo, Goya lo quiso hacer tan minimalista y naturalista como su escena triste supusiera: cinco personas desangeladas, desmerecidas y ocultas por capas o abrigos invernales acompañados ahora de un burro, un perro y un cerdo muerto. El resto es desolación, intemperie imposible, frío helador, naturaleza sin vida y un blanco monocolor como único recurso tonal para una existencia sin relieve ni contraste. Es la representación social desengañada de un país en los finales del siglo XVIII. Porque las figuras humanas son ahora el pueblo, los seres que habitan en ese injusto, descolorido y paralítico país. Expresan con sus vestimentas las diversas regiones de España: dos de los apresados calzan ropajes castellanos y el más alejado -el único que mira al espectador- con vestimenta valenciana; los apresadores están representados con el vestuario de los guardas rurales de entonces. Los animales representan simbólicamente a los dirigentes políticos: el asno a los gobernantes que transportan apresado al cerdo muerto, arquetipo desafortunado del propio país. ¿Llegarían entonces a comprender a Goya con esta obra sutilmente apelativa? En absoluto. Pero tampoco se la impidieron hacer así, a pesar de su poco embellecido escenario retratado. La licencia real debía ser ofrecida directamente por el monarca. Goya fue al Palacio Real del Escorial en el año 1786 para que el propio Carlos III aprobara la obra para ser boceto de un real tapiz. Y la aprobó. 

Lo que ignoraba el monarca español era que Goya estaba expresando en su obra El invierno todo el desengaño que sintiera por el fallido impulso ilustrador que su país no consiguiese tener. Y aún no se sabrían todas las terribles calamidades que España iba a sufrir luego en su próxima historia. ¿Cómo es posible que el ingenio de un pintor pudiera por entonces, año 1786, llegar a alcanzar a tener ese mínimo sentido premonitorio? Pero así fue. Porque Goya tuvo una de las mayores intuiciones que puedan disponer los artistas a veces. Y su intuición le hizo componer esa escena tan desgarradora a la vez que tan poco evidente para verlo. La hizo así porque sabría él dónde su obra se iba a depositar: frente a los ojos soberanos de los máximos gobernantes de España, en este caso el príncipe de Asturias, futuro Carlos IV. Al rey Carlos III le quedaban dos años de vida y su hijo el príncipe era la promesa soñada de un futuro diferente. Goya quería con su obra de Arte tapizada poder ofrecer la visión dura y difícil de un país abandonado. Pero, no serviría. Las calamidades de las guerras, las intransigencias de su sociedad tradicional, las rémoras de un pasado imperial desarbolado y la triste situación de una economía de subsistencia, llevarían al país a un colapso que ni el propio pintor pudo siquiera imaginar entonces. La obra de Goya no consiguió llegar a la razón de los dirigentes. Pero tampoco llegó a sus sentimientos, algo que el gran creador español matizara especialmente en su tapiz con la mirada furtiva de uno de los personajes desolados. Es la mirada de ese valenciano que observa ahora aquí, con sus ojos interrogadores, a los que, desde lejos, vieran así su emotiva y apelativa escena tan desengañada y ofuscada en el cuadro.

(Óleo El Invierno o la Nevada, 1786, Francisco de Goya, Museo Nacional del Prado, Madrid; Óleo La Vendimia o el Otoño, 1786, del pintor español Goya, Museo del Prado.)

29 de marzo de 2015

De las grandes cosas, solo existen el Bien y la Belleza, aunque también el Mal y la Disarmonía.



Ni la Verdad ni la Justicia existen en el Universo. Son creaciones humanas. Fueron abstracciones creadas, en un caso, para manejar las voluntades ajenas, en otro, para tratar de calmar las diferencias, humanas o no... Sin embargo, sí existirá el Bien. ¿Qué es el Bien? Es la función correcta de algo existente, la apropiada función para conseguir esa cosa un determinado fin necesario. En la Naturaleza se da en todas sus criaturas (la biología precisa de una correcta función para prosperar). Ahora, el Bien no significa eternidad, ni duración, ni globalidad, ni universalidad, ni caridad... Es, sencillamente, el que las cosas funcionen como han sido diseñadas. Cuando un río se desborda e inunda su campiña no es ningún mal; cuando una tormenta, incluso un huracán, arremete contra una costa desamparada, no dejará de existir el Bien en la Naturaleza, no es eso ningún Mal. Pero, sin embargo, existe también el Mal. ¿Qué es, entonces, el Mal? Pues cuando las cosas no funcionan como deben hacerlo, como han sido diseñadas. Pero, entonces, en la Naturaleza, ¿cómo se da el Mal? Es evidente que difícilmente se da, salvo que una función natural deje de hacerlo como hasta ahora. Porque, claro, es complicado definir la Naturaleza con un sentido temporal muy grande, con una perspectiva muy amplia. ¿Cómo estaba la Tierra en sus comienzos telúricos? Debemos hacerlo en un contexto contemporáneo, más limitado a nuestro ecosistema conocido y acogedor. En este momento conocemos su funcionamiento, pero, ¿y si dentro de cien años el manto del núcleo central de la Tierra produjese una transformación tal que cambiase, de pronto, su sentido de giro? ¿Y si desde el lejano Universo chocase un asteroide asesino -disfuncional- contra la Tierra? Es decir, vemos como el Mal es algo inespecífico, pero existente, porque existe el Bien y todo lo existente poseerá, así, su contrario.

¿Dónde está más el Mal? ¿Cómo cambia de pronto una función definida en el Universo? No me refiero a la aleatoriedad de la Naturaleza, ya que los cambios azarosos en ésta forman parte de sus diferentes funciones normales, me refiero a los procesos por los cuales algo que debe funcionar para un determinado fin, la vida, no funcione ya como es debido para ello. Porque, en su caso, tendremos la maldad humana. ¿Por qué humana solo? ¿No forman también parte del universo de la Naturaleza los seres -humanos o no- que ahora, pensando nada más que en ellos mismos, provoquen a veces que la vida de los otros no funcione como es debido? Los animales salvajes, sin embargo, lo hacen -seguir su instinto- en su dominio natural, así el ecosistema se mantiene. Pero, entonces, ¿cual es la diferencia humana para dejar de ser salvaje?: La Belleza. Esta es la otra cosa grandiosa que existe en el mundo. Ya existe en la Naturaleza, en el Universo, pero, sobre todo, existirá, desarrollada, ampliada, evolucionada, inspirada, sofisticada o necesitada, por el mismo ser humano, por el hombre. Lo contrario de la Belleza -entendida desde un enfoque antropológico- es la fealdad de la disarmonía, es decir, la Maldad. Y esta la tendremos en todo aquello que no genere ese Bien a que llevará el fin existencial expresado antes. Por tanto, estas son las dos únicas grandes cosas que existen en nuestro mundo, sobre todo en el humano: el Bien y la Belleza. Ambas determinarán, realmente, la vida del ser humano, pero, también, la de la Naturaleza. La filósofa Simone Weil (1909-1943) lo dejaría dicho: La Belleza es la armonía entre el azar y el bien. ¿Qué es más bello, el paisaje sosegado e inspirador de una playa en un atardecer prodigioso y luminoso, o esa misma playa durante el atronador y feroz momento de un terrible tsunami devastador, aunque éste sea una función propia de la Tierra? Por eso hay que buscar siempre la Belleza. Es lo único que nos puede salvar..., de momento. A cambio, comprender también que las cosas siempre funcionan como deben, aunque no para nosotros a veces, nos ayudará a reconciliarnos con nuestro propio destino y con el mundo.

A finales del año 1819 el pintor español Goya sufriría, por segunda ocasión en su vida, una terrible enfermedad insoportable. Totalmente desesperado, Goya no se sentiría capaz de superarla. Pero su médico, su amigo también, el doctor Arrieta, se esforzaría por mejorarla como fuese, a pesar de los pocos confiados deseos -comprensibles- del pintor por compartirlo. Finalmente su amigo y médico el doctor Arrieta acabaría, gracias a sus desvelos tan humanos, por terminar de curar a Goya. El creador español se lo agradecería en un lienzo que compuso al año siguiente. En él se ven todas las grandes cosas comentadas antes: el Bien, la Belleza, la Maldad o Disarmonía. El pintor no se recata en pintarlas en su obra de Arte. La Disarmonía la refleja el pintor en su propio rostro, totalmente compungido, afeado incluso, con los rasgos más inhóspitos para albergar un espíritu alentador; la Maldad es ahora aquí la terrible enfermedad, esa que su disfunción orgánica le lleva a sufrir y que lo tiene postrado. Por otro lado, el Bien es descrito con la medicina que administra el médico difícilmente a su paciente y que corregirá la función alterada. La Belleza es aquí la imagen contrapuesta del rostro benéfico, decidido pero generoso, del bondadoso médico curador. El gran pintor español le dejaría escrito, en la base de su lienzo, una agradecida dedicatoria: ... por el acierto y esmero con los que le salvó la vida en su aguda y peligrosa enfermedad, padecida a fines del año 1819 a los setenta y tres años de edad.


(Óleo del pintor español Francisco de Goya, Goya curado por el doctor Arrieta, 1820, Instituto de Arte de Minneapolis, Minnesota, EEUU.)

27 de marzo de 2015

La Mitología como un asidero consecuente o el sentido más trascendente de la vida, la historia y el Arte.



El cristianismo primitivo en su deseo de alejarse del mundo judaico como del pagano utilizaría parte de la mitología griega más metafísica, la mística helénica del siglo VI a.C. Esa fue una mitología diferente a la homérica de siglos atrás tan agresiva y llena de héroes feroces, atropellos, incestos, conquistas o deseos mundanos y voluptuosos. Esta otra mitología helénica, sin embargo, fue más espiritual que épica y surgiría en la Jonia del siglo VI a.C., donde la influencia de oriente fue decisiva para su proliferación en Grecia.  Tiempo después los primeros cristianos la aprovecharon para dar una forma filosófica a su nueva religión y poder justificar así la sabiduría, la trascendencia o el mensaje mistérico que su creencia necesitaba. Unos elementos culturales y filosóficos que ya conocían los pueblos de mayor influencia por entonces -el siglo I d.C.-, la civilización greco-latina del mediterráneo o el mundo al que se dirigió más el cristianismo: el imperio de Roma.

Todas las religiones de la historia no han sido más que mitologías, algunas originales -la judaica o la griega- y otras fueron meras copias avanzadas de aquellas en que provienen sus creencias -como la cristiana o la musulmana-. La diferencia de las religiones abrahámicas con respecto al ámbito greco-latino fue la clara separación que Grecia y Roma hicieron del mito, de la religión y de la sociedad, tres cosas diferentes para ellos, algo opuesto en el mundo judeocristiano, que no hizo distingo alguno entre las tres cosas. Los griegos evolucionaron en su cultura y sociedad: después de aquel misticismo del siglo VI a.C. llegarían Sócrates y Aristóteles. Y las siguientes escuelas filosóficas griegas supieron combinar un mensaje salvífico con la realidad mundana más momentánea, como hicieron el epicureísmo y el estoicismo antes del cristianismo. Desarrollaron una diferencia básica entre gobernar la sociedad (aristocracia/religión/democracia) y gobernarse el propio individuo (filosofía/misticismo personal). Cosas que no hicieron el judaísmo ni el cristianismo (ni por supuesto luego el islamismo, y aún sigue así), es decir, que no distinguieron la sociedad del individuo, que todo era para esas religiones bíblicas una misma cosa: una determinada revelación para dirigirse por el mundo y poder luego alcanzar el otro. Pero, a pesar de las similitudes del cristianismo con las grandes religiones monoteístas supo acercarse al misticismo griego y diferenciarse de las otras. Primero supo utilizar la mitología judaica en propio beneficio: el Antiguo Testamento y su mitología genealógica y retórica del mundo. Segundo supo identificarse con la antigua mitología mística griega, la cual le ofrecía unas bases metafísicas muy elaboradas y conocidas, sofisticadas además mistéricamente.

Toda mitología es buena para la psicología, para la filosofía o para el Arte. El error de algunas religiones fue su falta de flexibilidad, su dogmatismo exigente y anacrónico que consiste, precisamente, en no atender a ninguna mitología. Porque la mitología da una respuesta literaria y artística al mundo, cosas que no siempre convienen si lo que aquéllas -las religiones dogmáticas- desean es dirigir el mundo y la vida de los hombres. Y ese fue también el error de la Reforma Protestante. Porque la Reforma protestante no ayudaría tanto a fortalecer el cristianismo como a la sociedad en general. Ayudó más bien a la configuración de los estados y a la democracia, pero se apartaría de la mitología, cosa que el catolicismo no hizo, al contrario, lo reforzaría con la Contrarreforma por ejemplo. Y así fue el Arte y la Literatura que esta religión auspiciara por entonces, algo de lo que el siglo de Oro español fue un ejemplo artístico extraordinario. El fenómeno fundamental de la mitología del cristianismo es la muerte de Jesús, su crucifixión. De no haberse producido ese hecho no habría habido cristianismo. Porque el mensaje de salvación es general en todas las religiones, pero sólo en una de ellas el personaje fundamental de la misma muere a manos de los mismos hombres que pretende salvar. Y por ello los cristianos de los primeros siglos encontraron pronto en un antiguo mito griego, el de Orfeo, la similitud proverbial más convincente para ayudar a comprender ese contradictorio misterio trascendental.

Fue un poeta lírico griego del siglo VI a.C., llamado Íbico, quien compilase los versos que hacían referencia a un poeta-músico de Tracia que había alcanzado la virtud más prodigiosa con su arte. Tal virtuosidad conseguiría Orfeo, que hasta los animales y la naturaleza acabarían por adaptarse a sus deseos. Era la primera vez que un personaje mítico griego utilizaba su capacidad artística más que otra fuerza personal, material o poderosa. Porque antes todos habían utilizado la fuerza, la pasión desbordada, la inteligencia taimada -Ulises- o la heroicidad más poderosa, pero ninguno hasta entonces había utilizado su lado más humano, inspirado, amoroso, gentil, musical, poético o artístico. Y eso fue lo que caracterizó a Orfeo -un personaje griego de dudosa existencia real- durante el IV o III milenio antes del nacimiento de Cristo, pero que sería llevado luego a la poesía griega con los rasgos de una mitología diferente. Tan influyente mitología llegaría a ser que configuró poco después una secta en Grecia, el orfismo, una ideología mística que, arraigada en filosofías pitagóricas, acercaron el mito a la utilidad más trascendente: retornar de la muerte, o superarla con unos rituales órficos de la vida después de la muerte. La leyenda mitológica exacta (que no habla del orfismo sino de Orfeo, que es distinto) en que se basó aquel poeta y la mitología subsiguiente se ignoran por completo, solo nos quedan los relatos que los romanos escribieron de aquel mito.

Y los escritores latinos versionaron la leyenda nuclear de ese mito que nos ha llegado: el deseo de Orfeo de recuperar a su amor -Eurídice- perdido en el infernal Hades. Y para ello utilizaría el héroe místico su arte y convencería a los porteros del infierno y a los dioses del inframundo para que pudiera retornar Eurídice a la vida. Virgilio es el poeta romano más pesimista, por tanto el más mistérico; Ovidio es el poeta más optimista, por tanto el menos misterioso. En Virgilio Orfeo consigue convencer a los dioses y llevarse a Eurídice con la condición de que no la mirase hasta que hubiesen salido del Hades. Como no fue así -acabaría mirándola antes-, ella regresaría al inframundo y Orfeo, transformado luego en un ser menos místico, terminaría sus días abandonado y dedicado a su arte y creatividad. Moriría pronto destruido por las Bacantes, unos personajes dionisíacos que no habrían soportado el cambio -esa transformación de dejar de adorar a Baco para terminar por adorar a Apolo- de Orfeo después de regresar del Hades sin su amor -su Alma no purificada todavía-. En Ovidio, sin embargo, ambos acabarán juntos después de que Orfeo regresase, otra vez, al Hades a por ella.

La leyenda fue interpretada como el deseo irrefrenable en su camino con ella -el alma en vías de purificación- hacia el final del Hades de volverse a mirar el rostro de su amada, de ese alma frágil. Pero, no creo del todo esa interpretación, no creo que Orfeo fuese tan tonto, pues muy poco le faltaba ya para salir. ¿Por qué se volvió él entonces? ¿Lo hizo, tal vez, porque Eurídice le llamó?, no tiene otra explicación. Fue ella, el Alma aún no purificada, la que le llamó porque no deseaba salir de allí... Y esa fue la transformación de Orfeo luego en el mundo. Comprender la necesidad o el miedo de la purificación completa, es decir, la necesidad de un alma de purificarse totalmente y no quedar a medias en su proceso de conseguir la purificación. Siglos después un personaje judío nacido en Galilea -no en Tracia- fue llevado a una situación parecida, según nos cuenta la mitología cristiana. Y que en unos pocos años, unos quince o veinte, después de su muerte en Jerusalén una secta judaica escindida -los cristianos- trataría de hacer con su héroe -Cristo- lo mismo que hizo aquella mitología lírica de Grecia: relatar la epopeya gentil de su vida, muerte y resurrección. La diferencia es que con esta nueva mitología se llegaría a conseguir la religión más importante habida en la historia. Pero, como aquélla -la antigua de los mitos griegos-, ayudaría a remover conciencias, pronosticar deseos o inspirar cosas, aunque estas cosas solo sirvan a veces para admirar una obra de Arte maravillosa. Una obra que nos ayude, del mismo modo que aquel mito, a comprender algo más la tan oscura realidad mistérica o metafísica del hombre.

Cuando en el año 1779 el pintor español Goya fuera desestimado -frente al pintor Mariano Salvador Maella- para ser el primer pintor del reino a la muerte del anterior, el pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, la Academia de San Fernando lo compensaría nombrándolo miembro. Pero debía el pintor componer un lienzo de ingreso en la Academia. La obra que eligió Goya hacer fue un Cristo crucificado con el que expresara dos cosas: el neoclasicismo equilibrado de sus maestros -algo que no fallaría con la Academia- y, por otra parte, su peculiar expresionismo artístico innovador, un estilo que, premonitoriamente, le llevaría  a ser uno de los primeros creadores en manifestar otras cosas a las estrictamente pictóricas. En la historia del Arte los personajes retratados en una Pintura nunca dispusieron en sus rostros de la boca abierta. Bueno, nunca no, hubo uno que sí lo hizo, el renacentista alemán Mathias Grünewald (1470-1528). En el Arte sólo la escultura se permitía elaborar rostros así, con un recurso gestual que, en su dramatismo trágico, permitiera representar rostros desgarrados con la boca abierta si era necesario, algo que en una escultura casi siempre lo es. Pero en la Pintura eso nunca se consideró apropiado, ni estético, ni bello ni armonioso. La realidad es que afeaba la boca de los personajes el pintarla abierta y pocos pintores la pintaron así, era casi un tabú hacerlo. Menos aún un Cristo. Pero Goya, para acercarse al dramatismo de los gestos que proliferaban en las esculturas del Barroco hispano, pintaría en el año 1780 a su crucificado con la boca abierta. 

Años después, en 1788, cuando el mundo, tanto para Goya -no había llegado a su mayor suplicio de enfermedad- como para España -el gran rey Carlos III vivía aún y la placidez de su reino, de un mundo inocente, confiado y alegre se expresaban todavía en su Arte- era un lugar donde se podría vivir aún sin grandes sobresaltos, se decidió Goya a crear un boceto en óleo para un tapiz que nunca se llegaría a confeccionar. Entonces en esa obra luminosa y refulgente, llena de alegría y vivacidad -la pradera de San Isidro, un lugar a las afueras de Madrid donde se celebraba la fiesta popular de este santo-, se mostraba el espíritu sosegado de un mundo que no habría conocido la maldad ni la pesadilla más feroz que un pueblo pudiera entonces imaginar. Pero años después, luego de sufrir todas las pesadillas -guerra franco-españolas con Inglaterra y Portugal, la cruel guerra de la Independencia o la protesta liberal de 1820-23 y su terrible represión posterior- tan horribles en su historia contemporánea, España habría perdido la inocencia para siempre. Y Goya crearía una pintura oscura en su casa madrileña durante el año 1823 rememorando aquella pradera amable de antes, con aquella romería festiva de un santo, pero, ahora toda ella muy negra, triste y pavorosa, llena de rostros macilentos o afeados -a cambio de la alegre imagen de antes- y casi todos ellos con la boca abierta...

(Fragmento del óleo Cristo Crucificado, de Goya, 1780. Museo del Prado; Boceto, óleo sobre lienzo, La Pradera de San Isidro, 1788, Goya, Museo del Prado; Óleo La Peregrinación de San Isidro, 1823, Goya, Museo del Prado; Óleo sobre tabla de Goya, Jesús en el huerto, 1819, Escuelas Pías, Madrid; Lienzo del pintor barroco Cesare Gennari, Siglo XVII, Orfeo y su violín, Colección Privada; Óleo Cristo crucificado, 1780, Goya, Museo del Prado; Cuadro del pintor barroco napolitano Luca Giordano, Muerte de Orfeo, 1705, Palacio del Pardo, Madrid; Fragmento del Retablo de Isenheimer, Cristo crucificado, 1516, del pintor renacentista Mathias Grünewald, Museo Unterlinden, Colmar, Francia.)

22 de marzo de 2015

El acto de creación más genuino ideado por Goya para expresar lo sublime.



Imaginemos, por ejemplo, si nos dijesen del Arte: Deberá reflejar la magnificencia del sentido más trascendente de la vida. Deberá crear todo lo que el mundo del ser humano representa: sus contradicciones, misterios, miserias, decepciones, esperanzas, deseos, sentido, fugacidad, grandeza... ¿Alguien compondría algo así, tan grandioso y esencial, con una obra tan sencilla, costumbrista, de arrabal o popular, en un lugar tan vulgar e intrascendente? Nadie. Salvo el genial Goya. Llegaría el pintor español a realizar esta sorprendente obra para una fábrica de tapices. La obra original al óleo no saldría de los almacenes de la Real Fábrica de Tapices hasta el año 1870, cuando el director del museo del Prado de entonces, Federico de Madrazo, considerase que esta obra maestra debía estar en el museo. La Real Fábrica de Tapices de Madrid estaba dirigida a finales del año 1774 por el neoclásico Anton Raphael Mengs. Como primer pintor del reino, el checo Mengs estableció las nuevas exigencias del Arte que Europa imponía en España a mediados del siglo XVIII.

Es por lo que la Real Fábrica de Tapices alcanzaría bajo su mando una brillante época de creaciones artísticas. Entre los pintores que en el año 1775 crean para la Real Fábrica está el joven pintor zaragozano. Para el Palacio de los príncipes de Asturias fue solicitado un grandioso tapiz a la Real Fábrica. Pero a la princesa María Luisa de Parma, mujer alegre y festiva de carácter, le gustaban las escenas madrileñas de majas más que otra cosa. Así que Goya se inspira y realiza una imagen castiza a las afueras de la corte donde personajes típicos son retratados en un ambiente propio de arrabal. Pero Goya no era un pintor sencillo. Tenía que vivir de su Arte y prosperar en la corte y esta fue una gran oportunidad para él. Gustó a todos su obra costumbrista: a Mengs, a la princesa y, cien años después, al mejor director que haya tenido el Museo del Prado. A los que no gustó tanto fue a los artesanos tapiceros. Porque era una obra tan densa y cargada de sutilezas, tan abigarrada de colores y tan compleja, como para no hacer bien el trabajo tapicero. ¿Pero sólo para ellos fue tan compleja de entender y gustar?

Fue una obra de Arte sin mitología, sin filosofía, sin historia, sin fidelidad escénica tampoco -el lugar exacto no es asociado a ningún lugar conocido del Madrid de entonces-, sin personajes conocidos, sin denuncia política, sin grandiosa belleza. Pero, sin embargo, en esta pintura de Goya está toda la antropología estética que un pintor pueda componer en una obra. Esto es realmente lo que es el Arte, lo demás son tapices o copias o escenas desvencijadas de momentos sin brillo. Aquello lo hacen los grandes creadores, lo otro los demás. Es la capacidad de hacer tanto con tan poco. El Cacharrero fue llamado el lienzo de Goya compuesto sobre el año 1779. Representa la imagen costumbrista de un mercado callejero donde un comerciante -un cacharrero- ofrece sus vasijas a unas mujeres que ahora ni lo atienden ni le escuchan. Justo en ese momento está pasando al lado de ellas -ya ha pasado realmente- el carruaje elegante de una aristócrata. Dos jóvenes majos observan el carruaje y a la dama, una señora que, a través de la ventanilla, mira con gesto desolado el paisaje fascinante por donde pasa. Su rostro es un vago reflejo desenfocado a causa del vidrio que se interpone entre ella y el mundo. Hay mundos opuestos representados. Por un lado está la nobleza y por otro el pueblo, otro caso son las mujeres y los hombres, luego está la virtud -las jóvenes inocentes- y la maldad -la alcahueta interesada-. Todos destacan frente al paisaje gris del fondo de la obra, un paisaje sin perfiles definidos, sin belleza, sin adornos, sin más vida que la banal que se percibe.

El cacharrero es el único de los personajes que Goya no critica en su obra. Las tres mujeres tienen tres edades diferentes -otros tres mundos separados-: la vieja es la alcahueta, su único interés es beneficiarse con la más bella de las majas. Pero los jóvenes a su espalda no están mirando ahora a las majas, ni a la más bella siquiera, sólo miran el carruaje, su belleza y la noble mujer que lleva dentro. Todos los personajes reflejan una dialéctica genial en la obra. A los hombres, por ejemplo, no les vemos el rostro, a las mujeres sí. Ellas lo muestran claramente: el rostro decepcionado -la mujer noble-, el rostro contrariado -la alcahueta-, el rostro interesado -la maja acompañante- o el rostro inocente -la joven maja-; a cambio, ellos no muestran ninguno, ni siquiera el cochero o los sirvientes; solo el joven lacayo, difícilmente sujeto al carruaje, presenta un solapado perfil. La fugacidad de la vida la vemos en la velocidad del carruaje. El pintor modifica incluso la circunferencia de una de sus ruedas para pintarla en otro sitio, pero dejaría vislumbrar los restos de la primera, no los borra del todo. Esta eventualidad ofrece una sensación de velocidad en la pintura, una forma de aprovechar un error para crear un efecto estético preciso. Goya admiraba el Barroco español y en su obra están homenajeados los estilos de Velázquez con el rostro de la alcahueta, o de Murillo con el perro enroscado. También homenajea el bodegón barroco con las vasijas detalladas, propio de ambos pintores andaluces.

Pero los colores de Goya son mágicos. La obra está clasificada en el estilo Rococó, pero es una amalgama de tendencias distintas. El Barroco está en los colores, aunque también algunos colores clásicos se ven en la obra, como los utilizados por el neoclásico Mengs en sus grandiosos óleos. Y, luego, ¿qué puede ser ese atrevimiento emocional en la figura desdibujada de la dama desolada si no un atisbo de cierto romanticismo? Es una escena desenfadada, popular, castiza, costumbrista, pero no es solo eso... Los personajes no forman un sistema cohesionado, son paradigmas individuales de deseos insatisfechos. Porque ninguno llegará a conseguir nada de lo que desea. Todos desean lo que no poseen. Al final el cacharrero no conseguirá vender nada; la alcahueta presiente que tampoco lo hará, los jóvenes majos dan la espalda a la bella maja... Ellos sólo desean ahora lo inalcanzable: la noble dama del carruaje. Pero, del mismo modo, la dama no está satisfecha con su existencia monótona, cerrada o aburrida. Y lo demuestra con el rostro inexpresivo y taciturno tras el cristal. Por eso no hace ella más que mirar por la ventana de su carruaje -la existencia que pasa efímera- el mundo distante de pasión y algarabía que su condición social le impide vivir. Todo reflejo de grandes deseos insatisfechos. Sólo el joven lacayo, sujeto al estribo del carruaje, mira ahora resignado hacia un cielo arrebatador, coloreado por el poniente amarillento que pronto deslumbrará. Un cielo que luego, cuando el sol acabe ocultándose, su hermoso crepúsculo será un paisaje que ya no veremos, que no estará ahí ya para nosotros. Como el carruaje que pronto dejarán de ver los majos, como el paisaje arrabalero que nunca, nunca más, volverá a sentir la dama solitaria.

(Óleo de Francisco de Goya, El Cacharrero, 1779, Museo del Prado; Detalles del mismo cuadro de Goya, El Cacharrero, 1779, Museo del Prado, Madrid.)

30 de julio de 2014

Y, entonces, el mundo perdió la inocencia para siempre...



Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación...   Así comienza su famosa novela romántica Historia de dos ciudades el escritor inglés Charles Dickens. De ese desesperado modo quiso retratar el novelista británico una época que iniciaba el mayor cambio producido en la Humanidad al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Porque el mundo no volvería a ser como antes era, con su inocente mirada o sus estrictos límites humanos trazados por la vida, las costumbres o las formas con las que los hombres habían organizado su mundo. El siglo XVIII tuvo algunos conflictos bélicos entre países y territorios, pero entonces las guerras eran entre soldados y en el campo del honor, donde las batallas se ganaban o perdían sin dañar al resto de la población. Antes de eso Europa había vivido años de un gran dolor -la guerra de los treinta años del siglo anterior-, pero nunca los europeos habían tenido un alarde de tanta crueldad gratuita despiadada, forzada o desgarrada -probablemente a causa de las nuevas armas, la cantidad de personas dispuestas a la lucha y el cainismo- como la que sucumbió en Europa en la Revolución francesa y seguidamente con el impulso devastador que los ejércitos napoleónicos causaron de modo desalmado e indiscriminado contra una población civil desconcertada. 

Fue particularmente trágico en España, donde se perdería muy pronto la inocencia de su población. Un país que sufriría además como ningún otro -quizás por resistirse tanto- la fuerza poderosa y cruel de Napoleón. Tal fue la impronta traumática en los españoles que, años después de acabar el conflicto -la guerra de la independencia de 1808-, algunos pintores españoles seguirían creando escenas dramáticas que nunca antes se hubiesen siquiera atrevido a pintar. Goya, el gran maestro de todos ellos, fue el primer pintor que lo hiciera premonitorio y sagaz, el primordial, el más genial, el más anticipado y el mejor. Pero, después de él hubo seguidores suyos que quisieron emularle en estilo y fuerza. Tanto lo hicieron que algunas de sus obras han sido asignadas a Goya sin ser de él realmente. El Museo del Prado dispone desde el año 1912 dos obras de Arte, La hoguera y La degollación, que fueron donadas al museo y atribuidas por entonces a Goya. Pero desde hace unos años se mantiene que es seguro que fueron obras creadas por discípulos o seguidores de él. Sin embargo, se ignora quiénes fueron. El maestro español fue tan poderoso que ensombreció a todos sus seguidores y algunos de ellos no se atrevieron a sobresalir no firmando remedos artísticos de sus obras.

Pero, da igual, el anonimato aquí es lo de menos. Lo importante son la cronología y la grandeza, y las dos obras son incuestionables en eso:  la primera mitad del siglo XIX y la obra dispone de una gran fuerza iconográfica. Es significativo la época, primera mitad del XIX, porque es el momento pleno del Romanticismo, de la pasión irreal más ensoñadora, de la épica más gloriosa, de los destellos emocionales más subyugantes por ser estos bellos, sensibles, altruistas y sosegadores. Pero, sin embargo, hubo aún pintores que decidieron, a pesar de la bondad romántica de la tendencia,  mostrar en sus obras de Arte la poderosa crueldad bochornosa de una humanidad desengañada. De que a pesar de los momentos esperanzadores después del año 1815 -cuando Napoleón y su ejemplo despiadado acabasen para siempre-, el hombre y su mundo seguían portando aún el terrible gen del desconcierto más aterrador, de un profundo y terrible impulso criminal o de la ceguera más cruel contra los otros, sus semejantes congéneres. En definitiva, de su irracional forma de poder encarar el destino de la humanidad para conseguir así un mundo pacífico, justo y conciliador.

Y de ese modo tan desalentador pintaron -uno o varios seguidores de Goya- estas dos extraordinarias pinturas románticas expuestas en el museo del Prado. Extraordinarias porque supieron sus autores -en tan temprano momento- plasmar el oculto sentido de las acciones más violentas que encierra el oscuro y aterrador espíritu humano. ¿El espíritu humano? ¡Qué contradicción! Pero, sí, así es. Es el mismo espíritu humano que hace sentir maravillosas cosas humanas. Porque tratamos de bárbaros, monstruosos o terroríficos a estos  seres violentos cuando son iguales a nosotros. Somos humanos todos y todos llevaremos el mismo potencial entramado de vísceras, emociones, pensamientos, desesperación o maldad. Por eso el pintor -o los pintores- crearon así estas obras desgarradoras a pesar de mostrar ahora, con el sesgo del color o del semblante desdibujado, una sutil diferencia entre víctima y verdugo. Pero es sobre todo el misterio lo que rodea ahora a la impactante pintura La hoguera. En ella vemos solazar junto al fuego a unos humanos con rostros aterradores, ¿qué buscan ellos con ese fuego fatuo? Son seres que degradan su propia condición de humanos acercándose a un fuego que han alentado con el único deseo de destrucción. Es la hoguera asesina no el fuego benéfico o alentador de vida lo que adoran con sus gestos crueles y amenazadores.

¿Qué ha cambiado en el mundo? Lo peor es que a veces no hay llama ni gesto cruel que nos conmocione ya de tanto verlos. Porque llevaremos ya doscientos años de inocencia perdida y suceden las mismas cosas que seguirán sucediendo  cada día que pasa. Algo que unos creadores supieron adelantar genialmente con la pincelada aprendida de otro. Por eso da igual que sea o no de Goya la autoría de estas obras. Son obras importantes en sí mismas, son sensaciones estéticas que un pintor -un ser humano comprensivo- supo fijar en un óleo desgarrador para algún futuro autocrítico... Porque no fue reflejo de una acción histórica concreta producida y retratada de un acontecimiento real vivido entonces. No. Fue la representación simbólica de lo más inevitablemente cruel que el ser humano tiene y seguirá teniendo mientras exista. Y que el creador pictórico quiso dejar muy claro con estas obras despiadadas. Anticipadamente. Expresionistamente también. ¿Hay mayor Arte que aquel que el propio hombre hace fijado eterno para siempre con el objeto de criticarse a sí mismo?

(Óleo sobre hojalata, La degollación, de autor desconocido, seguidor de la escuela de Goya, primera mitad del siglo XIX; Misma técnica y soporte, La hoguera, autor anónimo, seguidor de Goya, primera mitad del siglo XIX, ambas obras en el Museo del Prado, Madrid.)

10 de febrero de 2013

La creación de Arte, dos cosas muy diferentes para hacerlo: la ideación y la ejecución.



¿Qué pasaría por la mente del hombre que por primera vez quisiera ver Arte sin saber hacerlo él mismo? ¿Qué emoción no dejaría de vibrar en su interior al comprender la extraordinaria habilidad de otros seres en realizar aquello que sólo él pudiera admirar desinteresado? ¿Cuándo comenzaría la idea obsesiva de procurar ver Arte? Desde que los primeros poetas griegos compusieran sus odas hasta que los romanos continuaran luego con ese aprendizaje lírico, todas las dedicaciones al Arte -promotoras o ejecutoras- fueron sólo ocasionadas por la clase social alta o acomodada. Sólo ellos podían entonces recrear las emociones que los otros -los desheredados- ni siquiera pudieran imaginar en su vida. El noble romano Cayo Mecenas (70 a.C.-8 a.C.), amigo de Octavio Augusto desde sus tiempos de aspirante a emperador, auparía al olimpo de los exclusivos del arte lírico a los excelsos poetas Virgilio y Horacio. Con Mecenas comenzaría aquella dedicación desinteresada de fomentar la creación artística de otros afortunados. Aunque éstos -como Horacio- podían no pertenecer a la clase alta, sí acabarían rodeándose de ese círculo elitista para poder medrar -justamente- entre las más altas cumbres de la recreación poética. 

Y así continuaría la historia hasta que el mundo clásico romano cayera para siempre. Aurelio Casiodoro (485-580) fue un romano que vivió en aquellos tiempos convulsos donde se produjo la primera revolución social de la historia. Fueron aquellos tiempos donde el mundo dejaría de ser pagano para convertirse oficialmente en cristiano. Pertenecía Casiodoro a la casta senatorial romana y su pasión por la cultura y las artes -las liberales que cultivaban el intelecto frente a tareas manuales o guerreras- le llevaría a ser admirador de la creación literaria y retórica más elaborada. Ambas artes (literaria y retórica) las utilizaría él mismo en su periodo político en la ciudad de Rávena, aquella otra Roma replicada entonces para huir la corte de los convulsos, difíciles y finales años del decaído imperio romano. Casi todos los aristócratas romanos de entonces -siglo VI- eran cristianos, aunque no sentirían todos ellos un especial interés por lo religioso. Pero pronto cambiaría algo en su interior desasosegado. Aquellos años fueron muy difíciles para Italia, se padecían duros enfrentamientos con los bárbaros o con los ejércitos bizantinos. Roma estaba permanentemente asediada y trastornada. La presión social era insoportable para unos espíritus elevados y sensibles. Fue entonces una salida más mental o psicológica que otra cosa a un desagradable problema social, el querer así acercarse ahora a una espiritualidad diferente. Porque sería imposible respirar a esos espíritus cultivados la atmósfera tan asfixiante de Roma por entonces.

Tanto llegaría la decidida conversión piadosa -y artística- del romano Casiodoro que acabaría creando un monasterio en Italia en el año 555. Allí se retiraría lejos de las convulsas luchas sociales para dedicarse a la promoción de las artes liberales. En ese monasterio se refugiarían otros seres desesperados, no tan elevados como él, seres entonces desheredados pero, sin embargo, todos seres decididos a conservar y potenciar la cultura más allá de ese terrible desorden social tan decadente. Un lugar donde no tendrían que preocuparse por su manutención o cuidado. De ese modo terminarían siendo todas las clases sociales las que acabarían transmitiendo el antiguo saber clásico. Esto es un hecho extraordinario: el cristianismo incorporaría a la sociedad de aquellos años a todos los seres, con independencia de su origen social, para así poder desarrollar sus propios talentos, algo que luego supuso en la historia el desarrollo paulatino de la oportunidad del mérito personal frente a los derechos de sangre.

El cristianismo, por tanto, transformaría el destino elitista exclusivo de la creación artística. Siglos después, cuando el Renacimiento terminara siendo la otra gran revolución habida en la historia, la Iglesia también fomentaría y apoyaría el Arte más maravilloso jamás creado. Cuando a finales del siglo XVI el cardenal italiano Odoardo Farnese -hijo del gran Alejandro Farnesio, nieto bastardo del emperador Carlos V- decidiera decorar su extraordinario palacio romano con la más maravillosa belleza pictórica del momento, buscaría un pintor desconocido entonces pero muy prometedor, Annibale Carracci. Este pintor del Barroco inicial italiano fue muy atrevido y sus alardes artísticos no ocultaban la mayor sensualidad representada y reconocida luego en el Arte. El curioso cardenal Farnese deseaba poder admirar aquellos voluptuosos y hermosos cuerpos desnudos -gracias a la mitología y al Arte- sólo para él, lejos entonces de las miradas reaccionarias y obtusas de las carcas mentes pecaminosas de finales de aquel siglo artísticamente primoroso.

¿Qué hizo que El Greco pudiera acometer su especial y manierista creación artística en sus inicios, a pesar de no haber sido del agrado del mayor de sus mecenas -el rey español Felipe II-? Su viaje a Italia durante el año 1570 fue providencial pues acabaría conociendo al miniaturista Giulio Clovio, un artista muy influyente que terminaría apoyando en Roma al gran pintor cretense. En esos círculos artísticos romanos, muy atrevidos para entonces, El Greco conseguiría destacar con una creatividad muy sublime y original, algo que culminaría tiempo después en España en la creativa ciudad de Toledo, durante los años de mayor alarde compositivo de este extraordinario pintor manierista. Los ambientes regios que el genial Goya frecuentara en la corte española de finales del siglo XVIII tuvieron con él una extraordinaria labor de mecenazgo. Uno de los personajes más curiosos de la familia real que más le apoyaría -uno de sus mejores amigos- lo fue el infante Luis Antonio de Borbón (1727-1785). Hijo menor del viejo y longevo rey Felipe V, este infante español se enfrentaría con el círculo más arcaico y reaccionario de la corte. Dejaría la vida religiosa -a la que le habían dirigido desde su niñez- para casarse con una mujer ilustrada y moderna treinta años menor que él. Una de sus hijas -retratada por Goya- acabaría siendo la esposa del fatídico político y gobernante español Godoy.

Pero muchos años después otros afortunados creadores, los que comenzaron a principios del siglo XX con el invento del cinematógrafo, acabaron siendo también como aquellos privilegiados artistas -Velázquez o Rubens- que pudieron componer sus obras sin necesidad de nadie. Así nacieron directores de cine que produjeron sus propias y geniales obras. Hasta que las productoras llegaron luego y lo cambiaron todo. Entonces, para ese momento, la creación cinematográfica se escindiría por completo. Ahora se idearían obras por unos productores que otros -los directores- realizarían con sus formales métodos técnicos. ¿De quién, entonces, era la autoría real de la creación terminada? El gran director Orson Welles lo fue de todo: crearía, idearía, realizaría, promovería y disfrutaría con toda su obra cinematográfica. Algunos otros directores sólo acabaron, a cambio, desarrollando lo que otros cineastas pensaron antes que ellos, o idearon de verdad. Muchas de las obras clásicas de cine que hoy vemos y admiramos en la pantalla no fueron creadas por la mente inicial de un director. Fueron otros, olvidados incluso, los que quisieron que aquello se hiciera de ese modo fuera como fuese. Que ese arte visual pudiera vivir, existir y verse y que acabara, al fin, resurgiendo más allá de las insinuadas maneras de poder llegar, técnicamente, a producir una creación artística determinada.

(Obra Mecenas presentando las Artes a Augusto, 1745, del pintor italiano del barroco final Tiépolo, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo Retrato de Giulio Clovio, 1572, del pintor El Greco, Italia; Fresco del techo del Palacio Farnese, Roma, 1595, Annibale Carracci; Cuadro Venus con Sátiro y Cupido, 1588, de Annibale Carracci, obra muy atrevida del pintor barroco italiano; Fotografía del genial cineasta Orson Welles; Cuadro Retrato del infante Luis Antonio de Borbón, 1783, Goya; Magnífico óleo de El Greco, de su época romana, La Piedad, 1576, Colección norteamericana, EEUU.)

28 de septiembre de 2012

La autoría de una emoción, de la mejor y más gloriosa emoción encerrada entre los cuadros.



Cuando en el año 1880 un coleccionista estadounidense adquirió en España la obra -sin firmar- Ciudad sobre una roca, pensó sin dudar que tendría que ser por fuerza del genial pintor Goya. Luego se la lleva a su país y la mantiene durante años entre las paredes de su mansión, con el lujo de poseer un lienzo tan original del gran maestro español. Pero años después, a finales de 1929, la nueva propietaria de la obra, la colección de la señora Havemeyer, dona el lienzo romántico al Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En su ficha técnica el Metropolitan cataloga entonces la obra de Arte como: Una ciudad sobre una roca, siglo XIX, Goya. Y así continua descrita la obra hasta que llega el año 1970, cuando se comienza a dudar de la autoría del cuadro por Goya. Se dedujo que la creación debía haber sido confeccionada entre los años 1850 y 1870, no antes. Si el genial pintor aragonés falleció en el año 1828, ¿de quién fue entonces? Eugenio Lucas Velázquez había nacido en Madrid en el año 1817 y se educa en la eximia Academia de Bellas Artes de San Fernando. Para cuando comienza a pintar, el Romanticismo había dejado su lugar al Realismo y éste, a su vez, al Academicismo tiempo después, una tendencia esta última que regresaba a las hieráticas creaciones de estudio, tan frías y alejadas del vibrante universo cálido, onírico o natural de los grandes maestros españoles como Velázquez o Goya. Así que Lucas Velázquez lo tuvo muy claro por entonces: seguiría a su admirado Goya a pesar de que las tendencias artísticas fuesen por otro lado. Y tanto se parece a su maestro que hasta su obra Ciudad sobre una roca llegaría a ser atribuida a Goya por los expertos de entonces. En ella vemos el mejor homenaje que un autor pueda hacer a otro: imitarlo tan bien que parece ser del imitado en vez del imitador.  Pero, sin embargo, aquí no hay falsificación, ni copia. El artista no firmaría el cuadro y Goya nunca pintó una obra parecida. Sólo que habían algunos elementos de Goya pintados como en otras tantas obras de Eugenio Lucas -su discípulo más fervoroso- los hubiera, pequeños o grandes elementos inspirados de los grabados o pinturas de su maestro y que fueron reconocidos en esta peculiar, hermosa y desconocida obra del pintor Lucas Velázquez. 

Por ejemplo, con los seres voladores de Goya, esos seres extraños y propios del estilo goyesco en sus Caprichos. Se llegaría incluso a considerar esta obra de Lucas Velázquez como un pastiche, es decir, como una composición de cosas existentes de otro autor y combinadas en una obra supuestamente original. Pero no creo que sea justa, ni precisa, esa valoración. Representa la obra una ciudad o baluarte inexpugnable situado justo en lo alto de un gran montículo rocoso. Una ubicación idónea para salvar cualquier asedio violento de los otros. Se observa en el cuadro un grupo de personas abajo de la roca, unos seres que tratan con el fuego de sus cañones de doblegar a los que habitan el enclave rocoso de lo alto. En el cielo de la obra surgen seres voladores extraños, esos mismos seres alados que Goya pintara también en sus misteriosos Caprichos. Fue un magnífico homenaje a Goya, una maravillosa forma de homenajear al gran maestro, pero, también, una grandiosa creación original del pintor español Eugenio Lucas Velázquez. Un ser humano que pasaría sin reconocimiento por el Arte porque tuvo la mala suerte de nacer tiempo después, a la sombra de un gran genio. Obtuvo en su vida, a cambio, todo lo que un artista en su época pudiera desear socialmente. Pintaría el techo -hoy desaparecido- del Palacio del Teatro Real de Madrid y sería nombrado por la reina Isabel II pintor honorario de cámara y caballero de la Real orden de Carlos III.

Cuando el pintor francés Manet quiso componer una fuerte escena dramática, se inspiraría en uno de los creadores españoles más interesantes e injustamente desconocidos del siglo de Oro español: Antonio de Puga. Este pintor gallego nacido en el año 1602 se adelantaría, sin embargo, a los pintores impresionistas del siglo XIX. Original y atrevido, crea en el año 1630 una obra de Arte que sigue estando atribuida vagamente a él. Es decir, que no se sabe todavía con certeza su verdadera autoría. Como otros creadores del Arte, de Puga no firmó sus obras nunca -salvo una conservada en Inglaterra, un San Jerónimo-, pero sus pinturas, al igual que le sucediera a Lucas Velázquez, estuvieron influidas por otro gran maestro español, en este caso por Velázquez. Muchas de sus obras fueron asignadas al gran maestro sevillano, pero, finalmente, han sido atribuidas al desconocido pintor Antonio de Puga. El pintor francés Manet, genial y primordial pintor impresionista, admiraba la forma en que algunos pintores españoles habían sido capaces, hacía más de doscientos años, de fijar la figura de un cuerpo humano tendido sin vida entre los ángulos sombreados de un lienzo clásico. En su -dudosa- obra de Arte Soldado muerto, el pintor Antonio de Puga nos muestra el cuerpo yacente y en escorzo de un soldado abatido en un campo de batalla. No hay representada nada más que la figura solitaria y muerta del soldado, solo unos restos óseos aparecen en el cuadro, propio de la futilidad y evanescencia de la vida pasajera. Pero, genialmente, no hay nada más en la obra. La autoría de la pintura sigue siendo incierta, aunque el museo londinense de la National Gallery lo sigue catalogando aún como Anónimo napolitano. Sin embargo, Antonio de Puga es uno de los candidatos mejor adjudicado a ser el creador de esta curiosa y misteriosa obra de Arte. 

Asignar una autoría sólo hace que alguien se relacione históricamente con una obra. Las autorías de las obras son mera especulación a veces, elucubraciones cuasi arqueológicas para encontrar, ufano, al autor original que las compuso inspirado. Nos dejaremos en ocasiones condicionar por ese académico y divino magisterio sagrado. Pero, la obra de Arte, si es original y sabemos cuándo fue compuesta, y cuál fue su tendencia artística o estilística, si además es una hermosa imagen acreedora de emociones, sensaciones, ideaciones o congojas, sólo necesita ya del estímulo sincero de nuestro aliento más admirativo. Nada más. De nuestro ver sólo cómo unas líneas, un color, unos reflejos o unos trazos pictóricos determinados, son la única autoría material, la más perfecta de todas, la más admirada y definitiva autoría artística. Porque el Arte puede a veces, aun con un pincel anónimo, llegar a componer una especial emoción transfigurada de belleza, una tan elogiosa como emotiva ante nosotros. Una emoción ahora catalogada únicamente en nuestro personal y sincero afecto interior más emotivo y auténtico. Ese mismo afecto que nos hará sentir una especial emoción frente a lo que ahora veremos asombrado y perfecto.

(Óleo Ciudad sobre una roca, 1860?, Eugenio Lucas Velázquez -influido por Goya-, Museo Metropolitan de Art, Nueva York, EEUU;  Obra del pintor italiano Giovanni Francesco Grimaldi, Paisaje con Río y Barcas, 1640?, pintura conservada en el Museo del Prado, y que pudo ser la inspiración para la Ciudad sobre una Roca; Lienzo Soldado muerto, 1630, atribuida al pintor español Antonio de Puga, catalogada su autoría como Anónimo napolitano por el National Gallery de Londres; Obra Maja con perrito, 1865, del pintor Eugenio Lucas Velázquez, Museo Carmen Thyssen, Málaga; Obras de Goya, Caprichos, 1810-1820, Modos de volar y Todos caerán, Museo del Prado, Madrid; Óleo La muerte del torero, 1864, Manet, Museo Galería Nacional, Washington, EEUU.)