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17 de septiembre de 2021

La grandeza artística de Tiziano estuvo en la totalidad de su Arte, en la Belleza, pero, también, en la manera de narrarla.

Hubo un pintor veneciano que sorprendería una vez a Tiziano en la primera mitad del siglo XVI. Había pintado de un modo distinto a como antes, sus trazos ahora eran muy diferentes a lo que antes se había hecho en pintura: sus colores eran más brillantes, la luz muy diferente y el movimiento innovador. Andrea Meldolla, también conocido como Schiavone (1510-1563), crearía algunos lienzos manieristas demasiado fascinantes. Sin embargo, no triunfaría en el Olimpo de los Pintores, pasaría sin pena ni gloria por la historia decorando apenas palacios imperiales o castillos vetustos sin muchos visitantes. ¿Es injusta la historia? No, la historia no; lo es, si acaso, el Arte. Pero el que lo sea el Arte no significa nada, ya que el Arte no admite valoraciones éticas realmente, solo es Arte. Lo que sucede es que el Arte necesita escudriñarse, pararse uno, ver, mirar y descubrirlo. No son tanto los creadores como la creación, lo importante. Aun así, existió un milagro artístico consagrado por todos en su época y en la historia, y lo fue tanto por su ambición como por sus admiradores: Tiziano. Si hay que elegir un genio de la pintura, de la pintura nada más, lo cual excluye a grandes como Miguel Ángel o Leonardo, que se dedicaron a más cosas, hay que hablar del veneciano manierista Tiziano. El Manierismo aquí nos ayudará a ser justos, porque clasifica o selecciona el Arte y dejará a otros genios consagrados en otras tendencias. En el Renacimiento, que finalizaría cuando Tiziano empezó a pintar de un modo distinto a como antes se hiciera, brillaría el genio pictórico de Rafael Sanzio. Este pintor italiano alcanzaría la culminación de la belleza renacentista más elaborada: la medida correcta, el gesto perfecto, la luz adecuada... No hay distracción, ni sagrada ni artística, en Rafael. Sublime, no sería superado en su Arte por nada ni nadie. Pero la historia continuaría su senda injusta, llena luego de sorpresas y de deseos emancipadores de algunos nuevos espíritus que necesitarán también brillar y sostenerse. Con Tiziano la pintura alcanzaría a ser un Arte completo. Luego de él todo son imitaciones divergentes o innovaciones artificiosas sobre su manera de componer tan fascinante. Realmente él fue el modelo artístico sublime en el que se inspirarían todos los creadores posteriores. No se trataba en Tiziano sólo de componer una figura perfecta, con el color perfecto y la luz precisa, no; se trataba de describir una escena artística, de narrarla con belleza pero también con soltura innovadora, con sorpresa, con un cierto desequilibrio efectista muy estético. 

La figura iconográfica de la Madonna ha sido un motivo artístico creado a lo largo de toda la historia del Arte. No es sólo algo sagrado, es además la representación de la vida en su ejemplo más significativo o revelador del inicio y continuación de la misma. En la figura de esa representación sagrada hay un vínculo, hay una relación del creador, en este caso creadora -la madre de Jesús-, y de lo creado. ¿Tendría que ver esta metáfora vinculadora creativa con la querencia artística de los pintores por representarla compulsivamente? En esta muestra de obras de Madonnas he incluido desde el Renacimiento de Rafael hasta el Modernismo de Picasso. Cinco autores que han compuesto la imagen sagrada de la madre y el hijo en el Arte. Esta vinculación entre el creador y lo creado se ha hecho con el paso de los años más acentuada. Si nos fijamos bien observaremos como lo creado, el niño Jesús, es desde los inicios de la historia del Arte una representación que se expresa interactuando además con otros seres, o con otro niño (el pequeño san Juan) o con otra mujer (santa Catalina en ocasiones). El creador, la creadora, se muestra satisfecha así, metafóricamente, en su sentido participador de vida, de belleza y de Arte con el mundo. No se posesiona de lo creado, no hace suyo en exclusiva el sentido creador de lo que su existencia artística haya podido componer con algo nuevo. Hay como una especie de magnanimidad, de conmiseración, de agradecimiento, incluso, al mundo. Un mundo que, por otra parte, está ahí, en la obra completa, representado de alguna manera claramente. En el Modernismo de Picasso eso se diluye, se transforma ahora, entre las formas innovadoras de una revolución absoluta, en la manera en que se representa lo creado y el creador. Ya no hay intermediarios, ya no existe un mundo que importe: ahora lo creado está posesionado totalmente por el creador. Éste expresa ahora su voluntad absoluta de ser reivindicado unido a su creación, sin fisuras, sin interpretaciones, sin necesidad de satisfacer otra cosa que su propio sentido artístico.

Cuando Tiziano alcanzó su vejez creativa, llegaría casi a los noventa años, empezaría a pintar de una forma diferente o muy desgarradora. Ya no se preocuparía tanto de la Belleza, ese concepto que él había logrado llevar a la más alta cota de sublimación, representación, expresión y sentido artístico. No, ahora, al finalizar su larga, decepcionante y brillante vida, el pintor veneciano más grande de la historia empezaría a mostrar un rasgo de innovación expresionista que el Manierismo le permitiría en un momento, finales del siglo XVI, en el que el Arte entraría en cuestión dado cierto decadentismo artístico, algo propio de las tendencias que alcanzarán su culminación y no conseguirán ir más allá sin perder algún sentido o alguna dignidad... Para entonces el Arte no querría saber ya nada de narración, ni de composición desequilibrada ni de gestos. El momento, el paso del siglo XVI al XVII, fue revulsivo y crearía una vuelta a la Belleza per se, sin saber los creadores por entonces que la expresión artística no puede eliminar el componente de lo creado del hecho de que el Arte es una forma de vinculación, sea la que sea, para poder transmitir algo más que belleza estética. Hay tres participantes en el hecho artístico: el creador, lo creado y el observante. En el inicio de la historia del Arte, siglos XIII y XIV, el observante importaba poco. Con el Renacimiento empezó a importar, se embelleció todo aditamento compositivo y se esforzaron los creadores por fascinar con sus creaciones a los observadores del Arte. Con Tiziano se alcanzaría la máxima relación artística entre lo creado y el mundo. Luego esa narración iniciada exitosamente por Tiziano llevaría en el Barroco a su expresión más polpular, más terrenal o más naturalista. Tiempo después, cuando el Romanticismo y el Academicismo del siglo XIX quisieron encontrar su sentido artístico, el creador se fue acercando, tímidamente aún, a lo creado de un modo más definitivo. El salto final lo llevaría a cabo la Modernidad de principios del siglo XX. Para entonces el creador necesitaba identificarse con lo creado, hacerlo suyo y desposeer así al mundo de su creación. En la obra del período azul de Picasso, Madre e Hijo, el creador español rompe por completo con la composición anterior donde lo creado interactuaba con el mundo. Ahora no, ahora la figura creadora, la madre, está unida palpablemente con la figura de su creación y el mundo no aparece por ningún lado. Así cambiaría una cosmovisión del mundo que aún sigue y que ha llevado, inconscientemente y sin querer, a que el egoísmo artístico, también social y antropológico, se haya posesionado de lo creado y no desee participar a éste ni con el mundo ni con los demás ni con la vida. Ejemplo claro, posiblemente, de una sociedad estéticamente insolidaria, ensimismada y limitante.

(Óleo La Madonna de Aldobrandini, 1531, del pintor Tiziano, National Gallery, Londres; Pintura del Manierismo, Sagrada Familia con Catalina y San Juan, 1552, del pintor veneciano Andrea Schiavone, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Óleo del Renacimiento La Madonna de Aldobrandini, 1510, del pintor Rafael Sanzio, National Gallery, Londres; Cuadro academicista Amor fraternal, 1851, del pintor francés William Adolphe Bouguereau, Colección Privada; Obra de Arte Modernista de Picasso, Período Azul, Madre e Hijo, 1901, Museo de Arte de Harvard, EE.UU.)

5 de junio de 2021

La gloria, el triunfo y la eternidad más reconocida frente a la historia, la creatividad primera o el sentido más injusto del mundo.



El siglo XVIII, un siglo racionalista y de triunfo intelectual, de pensamiento profundo, conciliador y trascendente, había sido, curiosamente, impregnado por una de las corrientes artísticas más frívolas, mundanas, refinadas o hedonistas de toda la historia, el Rococó.  Fue este un Arte al servicio del lujo, la frivolidad y la fiesta de la aristocracia y de la alta burguesía; al contrario de lo que sería el Arte barroco, que se dirigió más a la monarquía absoluta pero ilustrada. El estilo del Rococó estuvo caracterizado más por las fiestas y las novelas ligeras europeas, libres de preocupaciones, que por las gestas heroicas o los grandes relatos, mitológicos o religiosos, del periodo barroco anterior. El artista británico William Hogarth (1697-1764), grabador, ilustrador y pintor, definiría una teoría de la Belleza para esta tendencia del Arte. En su obra Análisis de la Belleza (1753) escribiría que la curva en S, presente casi siempre en el estilo Rococó, era el reconocimiento de la belleza y de la gracia presente en el Arte y en la Naturaleza. Pero a partir de la década de 1760 algunos pensadores, como el incisivo Voltaire, criticaron el Rococó despiadadamente, llevando su crítica hasta calificar ese estilo denostado con la más tajante superficialidad y decadencia en el Arte. En la década del año 1780 el Rococó en Francia dejaría de estar de moda para siempre, sobre todo gracias al triunfo del gran pintor francés Jacques-Louis David. Pero, poco antes de eso un pintor del sur de Francia, Jean-Francois Pierre Peyron (1744-1814), retrataría a Séneca en su lecho histórico de muerte de una forma nunca antes vista en la historia. 

En el año 1773 ganaría el muy prestigioso Premio de Roma con su pintura La muerte de Séneca (obra desaparecida hoy), donde competía por entonces con el gran pintor David. Un año después, sería elegido Peyron para decorar un hotel parisiense con un estilo declaradamente clásico, tan propio de aquella fervorosa pasión del maestro Poussin por la tradición grecorromana en el Arte, dejando Peyron el Rococó a un lado y llevando así la composición neoclásica a la mayor gloria del Arte. Ese premio le llevaría a pintar en Roma, a aprender de los grandes pintores italianos y a compendiar, además, todos los principios más clásicos del pintor del Barroco clasicista francés Nicolas Poussin. Pero cuando Peyron regresa a París y pinta ahora su nueva obra La muerte de Sócrates en el año 1787, descubriría, asombrado, que aquel pintor que él había desbancado solo catorce años antes, había conseguido ya alcanzar la más grande conquista que el Arte reservará solo a sus instrumentos más exitosos. David había ascendido y obtenido los laureles más admirativos de la Francia de entonces, eclipsando y marginando no sólo la obra sino la carrera artística para siempre de Peyron, relegando el nombre de este pintor y de su innovador clasicismo a un papel muy inferior en la historia del Arte, una de las historias más injustas y desconsideradas de todas las historias del mundo. Fueron las exhibiciones del Salón de París de los años 1785 y 1787 las que certificarían para siempre la defenestración de Peyron y el encumbramiento de David. Al fallecimiento del pintor Peyron, once años antes de la muerte de David, el mayor y más insigne pintor de Francia entonces pagaría, incluso, un homenaje al olvidado Peyron en su funeral, dejando claro así, en su alusión elegíaca, esta clarificadora frase: Y, sin embargo, fue él el que una vez abrió mis ojos...

Lucio Emilio Paulo Macedónico (230 a.C. - 160 a.C.) fue un general y político romano perteneciente a una de las familias más aristocráticas, ricas e influyentes de Roma. Dos veces Cónsul, lucharía contra Macedonia, el gran reino griego originado por Alejandro Magno, en su segundo consulado, cuando Roma acabaría sojuzgando el último poder de lo que fuera la antigua y grandiosa Grecia. En Roma mantuvo una alianza estratégica y beneficiosa con los Cornelio Escipiones, famosos generales de Roma. En el año 191 a.C. fue procónsul en Hispania, dominando una sublevación de los belicosos turdetanos, aunque, un año después, fuera derrotado por los lusitanos perdiendo hasta seis mil hombres en una batalla. Aun así, se recuperaría venciendo al fiero enemigo hispano y dejando la Hispania Ulterior (el sur y oeste de España) pacificada por algún tiempo. Una de las inscripciones halladas en España de esa época romana describe un decreto de Lucio Emilio Paulo, uno en el que concedería la libertad a unos habitantes de Asta Regia, actual Jerez de la Frontera, que hasta entonces habían sido esclavos. En el año 169 a.C. libraba Roma la tercera guerra macedónica contra el rey Perseo, pero no se acababa de conseguir aún el triunfo definitivo por entonces. Hacía falta un general decidido y algunos nobles romanos le pidieron a Lucio Emilio Paulo que se presentase. Él se negó porque tenía ya sesenta años y no deseaba volver a guerrear tan lejos de su patria. Finalmente, aclamado, acabaría aceptando el cargo para luchar contra el rey macedónico Perseo. Un año después, en la primavera del año 168 a.C., Lucio Emilio Paulo derrotaría el ejército griego del rey Perseo. Este rey se rendiría y sería llevado ante el general romano Lucio, siendo tratado con una amabilidad y cortesía proverbiales. Luego saquearía Emilio Paulo el reino de Epiro, sospechoso de cooperar con Macedonia, enviando a Roma los tesoros tanto de este reino como los propios de Macedonia. Sin embargo, no regresaría a Roma aún, se quedaría en Macedonia como procónsul romano, tiempo que aprovecharía para visitar toda Grecia, reparar algunas injusticias y hacer varias donaciones incluso.

Regresaría definitivamente a Roma en el año 167 a.C., donde sería recibido con honores y aclamado por el pueblo romano. Lucio Emilio se casaría en dos ocasiones. De su primera esposa tuvo cuatro hijos, dos varones y dos hembras. En la antigua Roma las adopciones eran una forma jurídica familiar muy habitual en las clases nobles. Los hijos, aún pequeños, eran entregados a otra familia noble de la que pasaban a ser hijos legítimos para siempre, olvidándose así el vínculo familiar anterior. Fue el caso de los dos hijos varones de Lucio Emilio, el mayor fue adoptado por un hijo de Quinto Fabio Máximo, y el segundo hijo sería adoptado por un hijo del famoso general romano Escipión el Africano, y que llevaría el famoso nombre de Publio Cornelio Escipión Emiliano, el vencedor de Numancia y el general romano que arrasaría Cartago para siempre. Se divorciaría de su primera mujer Paulo, casándose luego con otra romana con la que tuvo dos hijos y una hija. Estos dos hijos varones murieron, sin embargo, en el año 167 a.C., uno con nueve años cinco días antes del magnífico triunfo que recibió su padre en Roma por sus éxitos en Macedonia, y el otro hijo de catorce años moriría tres días después de ese triunfo. Esta eventualidad suponía en Roma la extinción legal de la familia de Lucio Emilio Paulo. Moriría él mismo en el año 160 a.C. después de una larga enfermedad. Su fortuna era por entonces ya tan reducida (la de aquel gran conquistador de Macedonia) que apenas daría para pagar lo que quedaría de la dote de su segunda mujer.   En el año 1802 el pintor Peyron, derrotado artísticamente por el pintor David, pintaría entonces un cuadro en homenaje al cónsul romano Lucio Emilio Paulo. Fue todo un reconocimiento, mimético y empático, al que, como él, no sería cortejado por el tan azaroso, desconsiderado e injusto de los destinos históricos más misteriosos del mundo. 

(Óleo La muerte de Sócrates, 1787, del pintor neoclásico francés Jacques-Louis David, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Óleo La muerte de Sócrates, 1787, del pintor neoclásico francés Jean-Francois Pierre Peyron, Galería Nacional de Dinamarca; Óleo Emilio Paulus y el último rey de Macedonia, 1802, Jean-Francois Pierre Peyron, Museo de Budapest; Óleo clásico El paria Belisario recibiendo hospitalidad de un campesino, 1779, del pintor Jean-Francois Pierre Peyron, Museo de los Agustinos, Toulouse, Francia.)

21 de mayo de 2021

El Arte es una amalgama estética extraordinaria para acercar la verdad de la historia a los pueblos.


 

Cuando hace veinticinco años viajase por primera vez a México nunca pude imaginar entonces que otro sevillano cinco siglos antes había embarcado con rumbo a Nueva España para componer obras de Arte que yo luego, animado por mi pasión al Arte y la historia, comunicaría en un homenaje a este artista hispano de finales del siglo XVI y olvidado injustamente en la historia. Andrés de la Concha había nacido en Sevilla en el año 1540 y contratado en el año 1567 por el hacendado novohispano Gonzalo de las Casas para trasladarse a Santo Domingo de Yanhuitlán, una población situada en el estado mexicano de Oaxaca, y pintar algunas obras de Arte manierista. Allí, muchos años antes de nacer Andrés, los dominicos habían llegado desde España para evangelizar, enseñar, construir y patrocinar obras de Arte con la cultura europea más avanzada de entonces. Construyeron un templo-convento renacentista en Santo Domingo de Yanhuitlán, edificio que iniciaron en el año 1527, sólo seis años después de que Cortés alcanzara a conquistar la Gran Tenochtitlan, la enorme metrópolis capital del imperio azteca. El templo-convento dominico lo consiguen terminar, sin embargo, en el año 1580, cinco años después de que Andrés de la Concha finalizara los cuadros, retablos y maravillosas obras de Arte manierista por los que fue contratado. El pintor sevillano acabaría además falleciendo en el año 1612 en Nueva España, muy lejos de su ciudad natal. Su extraordinaria obra de Arte El Juicio Final, un óleo sobre tabla para el retablo principal del templo dominico, es una de esas obras maestras que, desgraciadamente, han pasado desapercibidas, desconocidas y marginadas tanto por la crítica, las guías artísticas o las reseñas publicitarias del Arte. Andrés de la Concha fue un pintor del Manierismo tardío sevillano, de gusto y estilo italiano pero de una maravillosa raigambre española, con una gran capacidad para el color y la composición artística. Los pintores sevillanos de la segunda mitad del siglo XVI recibieron influencia de los grandes maestros del Renacimiento italiano. En su obra El Juicio Final consigue el pintor expresar, con sensibilidad extraordinaria, la representación original de las almas de unos condenados al infierno junto a la mítica barca de Caronte; todo un reflejo artístico sublime de, por ejemplo, su admirado Miguel Ángel, que creó la misma representación estética en la famosa capilla Sixtina. Es de apreciar el hecho histórico, único en el mundo de los descubrimientos y la colonización europea, de que este Arte fuese realizado, en tierras tan lejanas y apenas descubiertas, por unos sensibles creadores sin prejuicios, sin sensaciones encontradas por tratarse de un mundo hostil aún por desarrollar, o, también, con unos intereses que no fuesen otros que crear un maravilloso Arte allá donde el mundo y la historia se los permitieran transmitir.

Miguel Mateo Maldonado y Cabrera nació en Antequera de Oaxaca en el año 1695 de padres desconocidos, siendo apadrinado por dos nativos mexicanos de origen mulato. Comenzó muy tarde a pintar, dedicándose sobre todo a la pintura religiosa, concretamente a la vida de la Virgen María, siendo un fervoroso aficionado a la representación de la Virgen de Guadalupe, a la que pintaría en varias ocasiones. En el año 1753 funda la primera Academia de Pintura de México. Se caracterizó como pintor más por la enorme cantidad de obras que compusiera que por la calidad de las mismas, algo que fue ocasionado, tal vez, por el hecho de no haber podido dedicar tiempo y esmero suficiente a su terminación. Escribiría un tratado de Arte, Maravilla americana y conjunto de raras maravillas, donde expuso su parecer sobre el reconocido y antiguo lienzo de la Virgen de Guadalupe, indicando las características del material artístico utilizado así como la técnica de la admirada obra sagrada. Al comenzar el culto a la virgen guadalupana se compusieron varios textos sobre su obra tanto en España como en México. En ellos se trataba de explicar la iconografía de la pintura así como su incierto origen. Uno de los historiadores novohispanos de mediados el siglo XVIII que se dedicaría al tema del origen y rasgos de la imagen guadalupana lo fue Mariano Fernández de Echeverría y Veytia. Nacido en Puebla, México, en el año 1718, fue un importante filósofo, escritor e historiador, descendiente de una antigua familia aristocrática española. Luego de terminar sus estudios de Derecho en México en el año 1737, se traslada a España y recorrería casi toda Europa y Palestina. Se le nombra Caballero de la Orden de Santiago. Más tarde, en el año 1747, se crea en Madrid una Academia que se denominaría "de los Curiosos". Fernández de Echevarría pronunció el discurso de apertura y pertenecería a dicha Academia hasta el año 1749. Fue gran viajero, visitando Marruecos y residiendo algún tiempo en la isla de Malta bajo la dirección del gran Maestre de la Orden de los Caballeros de Jerusalén. Al regresar a México se casa en Puebla con Josefa de Aróstegui Sánchez de la Peña, la cual es retratada en una obra de Arte que nos ha llegado deteriorada por los años y la desidia artística.

La labor cultural y la impronta de civilización que España llevó a cabo en América es incomparable con cualquier otra labor colonizadora europea parecida en toda la historia de la Humanidad. Cuando algunos políticos oportunistas y malintencionados critican la labor que la Corona española desarrolló en América, la única contestación posible que se puede hacer a esos personajes es la siguiente: alcancen a conocer la historia, la cultura y el Arte que entre los años 1500 y 1800 llevó a cabo España en una parte del mundo que nadie, ni antes ni después, fue capaz de igualar con tal grado de exquisitez, sensibilidad, belleza y sentido artístico. 

(Retrato de Josefa de Aróstegui, esposa de Mariano Fernández de Echeverría, siglo XVIII, autor desconocido, colección Privada; Óleo Inmaculada, 1751, del pintor Miguel Cabrera, Museo de América, Madrid; Lienzo La Virgen de Guadalupe, 1763, Miguel Cabrera, Museo de América, Madrid; Fotografía del Templo-Convento de Santo Domingo de Yanhuitlán, Oaxaca, México; Imagen escultórica Virgen de la Copacabana, 1617, del artista del virreinato del Perú Sebastián Acostopa Inca, Convento Madre de Dios, Sevilla, España; Fotografía del sepulcro de Juana de Zúñiga, esposa de Hernán Cortés, Convento Madre de Dios, Sevilla; Óleo sobre tabla El Juicio Final, 1575, del pintor Andrés de la Concha, Templo-Convento de Santo Domingo de Yanhuitlán, Oaxaca, México.)

28 de diciembre de 2020

La premonición de Seurat no fue la técnica elegida sino la forma en que la sociedad acabaría convirtiéndose.


 El Impresionismo había surgido apenas quince años antes de que Seurat compusiese su obra premonitoria. Había surgido el Impresionismo de la visión rupturista de los pintores por mostrar una parte del mundo, esa que nunca antes nadie se habría detenido a exponer en un cuadro. ¿Qué visión era esa tan deconstruida? Pues la del momento fugaz añadido a cualquier evento del mundo mínimamente relevante. Porque todo lo representado antes habían sido o la vitalista escena humana prodigiosa o la grandiosa natural de un paisaje del mundo. Nunca se había fijado en una obra la parte del mundo que no tenía nada importante que describir. Nada importante excepto esa forma luminosa que ahora vibraba insigne en un lienzo impresionista. Era ahora lo importante el medio transmisor, no el emisor ni el receptor en lo visible del mundo. Era todo lo que antes no se paraba nadie a mirar... Los pintores impresionistas hicieron la revolución estética más radical que se pudiera crear en aquellos años del siglo XIX. Con ellos se acabaría de golpe el sentido, se acabaría el mensaje, se acabaría el contenido, se acabaría todo por lo que antes los creadores habían mostrado la pasión estética más arrebatadora: el mayor éxtasis artístico de lo más grandioso. Así que ahora, a cambio, cuando los seres humanos, cansados de la agitación de la imagen artística grandiosa, fueron a buscar la más sosegada, distante, elusiva, marginal, evanescente o sesgada imagen que se pudiera obtener del mundo, alcanzaron a componer la estética más exitosa que un incipiente Arte moderno pudiera hacer por entonces. El Impresionismo fue el Arte moderno de la segunda mitad del siglo XIX. El rechazo fue absoluto por los críticos y el público, nadie pensaría por entonces (1870) que ese Arte marginal pudiera siquiera progresar. Sin embargo, los impresionistas nunca se desanimaron y llegaron a evolucionar con múltiples variaciones de su propio estilo. 

Georges Seurat (1859-1891) fue uno de esos innovadores impresionistas que se obsesionaron con el modo en que el color se representa en un lienzo. Los colores, antes de los impresionistas, se habían compuesto y preparados en la propia paleta por los pintores. Antes de que el color final decidido se fijase en el lienzo se obtenían sus resultados en la paleta, nunca en el cuadro, ni, por supuesto, en el ojo del espectador... Esto último fue lo que el Impresionismo lograría verdaderamente: que los ojos del receptor de una obra fueran el agente efectivo del resultado final de la tonalidad de cualquier parte del mundo. Seurat iría mucho más allá todavía. Entendería el original artista que la composición de una obra de Arte no tenía nada que ver con las formas geométricas tradicionales: ni con las líneas, ni con las gradaciones, ni con las manchas, ni con las pinceladas ni con las matizaciones. Tan sólo con el punto geométrico... Así que ahora con los puntos y sus colores representados se formarían la trama, la forma, la audacia artística y la expresión más determinada de una impresión estética. El Puntillismo, sin embargo, no fue más que una innovación pasajera en el Arte, no consiguió más que una novedad técnicamente curiosa. Fue la adaptación científica de los colores y sus combinaciones para obtener una creación impresionante. Pero, a diferencia de lo que Leonardo da Vinci había teorizado ya en el siglo XV, el Puntillismo de Seurat revolucionaba el sentido estético de los colores absolutamente. Lo hacía ahora con el tiempo, un elemento impresionista por excelencia, pero, también con el espacio. Con el Puntillismo de Seurat había que alejarse lo bastante para no confundir el color con los puntos geométricos, la técnica con el objeto final, o el sentido inexistente con la forma estética.  A diferencia del Impresionismo, el Puntillismo era formal o plásticamente más geométrico, más equilibrado, aséptico y rígido antropomórficamente, muy desnaturalizado. Así logró el pintor Georges Seurat en el año 1886 finalizar una obra paradigmática del Neoimpresionismo puntillista, Una tarde de domingo en la Grande Jatte. La técnica puntillista aquí es totalmente visible, no la oculta el creador francés con nada que pudiera dejar de sentir aquel espíritu innovador de una forma equilibrada y científica. 

Una modernidad muy avanzada fue el Puntillismo de Seurat, una técnica impresionista que aturdió en los años finales del siglo XIX. Sin embargo, no prosperaría en el Arte. Los pintores postimpresionistas ganaron, finalmente, la batalla a los neoimpresionistas. Cuando los impresionistas más díscolos, los postimpresionistas, descubrieron la emoción del momento, no solo su evanescencia sino su emoción más humana, obtuvieron la aceptación artística más elogiosa, aunque ésta nunca la tuvieron en vida. Fue el caso de Van Gogh, de Gauguin, luego de Cezanne. Pero antes de eso, apenas unos años antes, el pintor más entusiasmado con la forma coloreada causada por multitud de puntos, consiguió llevar a cabo la premonición más profética de todas las habidas en la historia del Arte. Y no fue por la composición asimétrica de la obra, ni, tampoco, por su estática forma milimétrica de componerla. Tampoco lo fue por la sensación de quietud o calma. No lo fue por su perspectiva cónica, tan profunda y desentonada. No lo fue tampoco por la crítica social a unas maneras burguesas hipócritas, como la que se pueda deducir de la acompañante femenina (con la extravagancia del mono domesticado, algo que se asociaba entonces a una prostituta) del caballero altivo del primer plano. No lo fue, del mismo modo, por el contraste de diferentes clases sociales, unidas por el instante estético compartido en la sombra. No lo fue tampoco por el sombreado de una parte del lienzo, la más cercana al espectador, opuesta a la de atrás, símbolo tal vez de una sociedad más atribulada frente a otra más animosa (los colores cálidos muestran en el Puntillismo, decía Seurat, más alegría frente a los fríos, que designan un seco histrionismo). No, no fue por todo eso por lo que el pintor neoimpresionista se adelantara, con su premonición estética, a lo que sería la sociedad muchos años después: una sociedad sin atisbos de comunicación física, sin emociones, sin desencanto siquiera, sin mezcolanza, sin masificación. Con distanciamientos, con soledad compartida, con la languidez obtusa de la meditación subjetiva de cada uno de los detenidos miembros de la misma. Así la presintió Seurat sin proponérselo, sin entenderlo entonces, solo con los alardes pictóricos de su audaz técnica. Con los atributos estéticos desasosegados e inquietos de una representación premonitoria, de una profecía terriblemente autocumplida, unos ciento treinta y cuatro años después...

(Óleo sobre lienzo Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, 1886, del pintor neoimpresionista francés Georges Seurat, Instituto de Arte de Chicago.)


19 de diciembre de 2020

La abstracción como parte de la magia del Arte Clásico, frente al Realismo o al expresionismo Abstracto.


El Arte es una forma sutil de abstracción. ¿Pero, qué es la abstracción exactamente en el Arte? Es una manera de expresar las formas representadas para que éstas formen parte de una idea estética más amplia. Sin formas definidas naturales el Arte pierde consistencia mimética y real, lo que sucede con el estilo moderno denominado Abstracción. Pero, sin abstracción el Arte pierde el sentido universal de ser una expresión artística que simbolice, argumente y fortalezca la relación estética entre una representación física y su mensaje metafórico. Porque el Arte para ser artísticamente veraz debe sublimar su sentido iconográfico en modelos estéticos diferentes (escenas inconexas o desligadas) dentro de una única y misma representación artística. Es la manera en que el Arte compendia en un solo plano una narración heterogénea o aparentemente inconexa que una alegoría cualquiera, por ejemplo, pueda representar. Cuando el pintor contemporáneo Augusto Ferrer-Dalmau nos regala las maravillosas instantáneas de historia que pinta con belleza, emoción y ternura, alcanzará a reflejar una forma de expresión grandiosa que, sin embargo, no conseguirá plasmar la profunda, misteriosa, trascendente o prodigiosa manera clásica alegórica de expresar el Arte. Para cuando los pintores barrocos quisieron rozar el firmamento de la creación artística más sublime, entendieron que el Arte debía cumplir con dos requisitos ineludibles: la composición más perfecta y la narrativa metafórica o simbólica más inapelable. Sin ambas cosas el Arte se pierde por otros modelos de expresión, respetables, elogiosos, admirables, pero sin la necesaria forma representativa alegórica que hará al Arte de la Pintura la forma de creatividad más conseguida que existe o haya existido. Porque la escultura o la arquitectura, por ejemplo, consiguen expresar cosas, muchas cosas a veces, pero, sin embargo, no conseguirán nunca llegar a compendiar en tan poco espacio físico, como lo hace la Pintura, la mayor grandiosidad expresiva y comunicativa que se pueda llegar a componer con belleza.

El Arte Barroco sería el que comenzaría verdaderamente a combinar los dos requisitos artísticos que harían del Arte pictórico una de las más maravillosas expresiones culturales del mundo. Y esos requisitos son la forma clásica, entendida ésta como la grecorromana, y el mensaje metafórico más sublime. Antes del Barroco, en el Renacimiento, se acentuaría más la forma que el contenido. Pero fue en el Barroco cuando el mensaje sublime sería alzado a niveles nunca antes conseguido con tanta brillantez, belleza y narrativa plástica. Los siglos y las escuelas artísticas pasarían primando una cosa más que otra. Hasta que llegara el último estilo que, auténticamente, se mantendría fiel a ese sagrado binomio estético. El Romanticismo fue el último estadio artístico que consiguiera reflejar el mundo con esos dos aspectos grandiosos del Arte. Con él el Arte alcanzaría los últimos momentos de belleza y mensaje que fueran todavía admirados por un mundo deseoso entonces de ver algo que le sobrecogiera, sorprendiera o emocionara ante una expresión tan abstracta a veces. Después del Romanticismo se siguió con el Realismo, luego el Impresionismo, etc..., pero el mundo no volvería ya a sentir lo mismo, imposible de conciliar la forma plástica con el sentido metafórico sublime de lo expresado. Cuando el pintor Delacroix fuera solicitado por el rey francés Luis Felipe para pintar un grandioso cuadro de historia, el romántico artista no dudaría en que su Arte debía ensalzar la forma clásica con los rasgos alegóricos más ilusorios que pudiera componer. La pintura de Delacroix sería presentada en el exigente Salón de París del año 1841, recibiendo muestras tanto de admiración como de críticas insensibles. Aducían algunos críticos que la obra tenía una extraña composición que la llenaba de confusión, de aburridos colores terrosos y de falta de perfiles definidos. Tan sólo el poeta Baudelaire la defendería escribiendo: posee una brava abstracción...

Dos siglos antes el barroco Charles Le Brun (1619-1690) había compuesto su obra Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia. Con esta pintura el pintor francés dejaría claro el sentido estético que el Arte universal debía tener para serlo. ¿Cómo podía un conquistador entrar triunfalmente y ser alabado a la vez por los mismos habitantes de la ciudad que acababa de tomar? El mensaje histórico fue que Babilonia y sus ciudadanos quedaron encantados de haber sido conquistados por el rey macedonio. Y así el humo reflejado en la obra no es el de los incendios ocasionados por el ejército griego, sino el producido por las llamas de los fuegos elogiosos en homenaje al conquistador. Apenas lo miran, sin embargo, cuando el gran Alejandro desfila orgulloso por las calles adornadas de Babilonia. El pintor barroco había sido contratado por el rey de Francia Luis XIV, y así el pintor entonces compuso al conquistador griego como al grandioso rey francés, divinizado por sus alardes también poderosos. El encuadre es conforme al sentido nada realista o poco realista de la pintura barroca; el contenido artístico es, del mismo modo, conforme a la metáfora simbólica y abstracta de su sentido único: expresar lo irreal desde presupuestos admirablemente formales. Eugene Delacroix, el mejor pintor que llevase el sentido metafórico a una obra romántica, decidió en su obra, a diferencia de Charles Le Brun, plasmar la clemencia que los habitantes de Constantinopla pidiesen entonces, abrumados, a sus crueles conquistadores venecianos. Estos no eran ni un pueblo ni una raza diferente a los conquistados bizantinos, como sí lo fueron los griegos de sus conquistados babilonios. Eran todos cristianos y europeos, los conquistados y los conquistadores, unos de oriente y otros de occidente. Sin embargo, los cruzados no tuvieron ni la piedad ni la clemencia que los griegos de Alejandro Magno mostraron con los babilonios. La obra de Delacroix muestra la terrible violencia y crueldad que unos oportunistas venecianos tuvieron entonces.  El pintor romántico expresaría con una sensibilidad estética extraordinaria la simbólica compasión que tuviese ahora con su mirada alegórica el caballo, esa misma que, sin embargo, su propio caballero no hubiese sido capaz de tener antes.

(Óleo romántico del pintor Eugène Delacroix, Entrada de los cruzados en Constantinopla, 1840, Museo del Louvre; Lienzo barroco Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia, 1665, del pintor francés Charles Le Brun, Museo del Louvre; Cuadro abstracto del pintor ruso Vasili Kandinsky, Composición VII, 1913, Galería Tretyakov, Moscú; Óleo realista del pintor español Augusto Ferrer-Dalmau, Por España y por el rey, Bernardo de Gálvez en la batalla de Pensacola, 2015, Colección Privada.)

6 de diciembre de 2020

Paralelismos sugerentes entre una belleza barroca y otra simbolista.


 



Las vidas retratadas en el Arte tienen a veces semejanzas indirectas. Decía y dice uno de los axiomas geométricos más conocidos de Euclides que: dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí...  Todo empieza cuando el pintor simbolista austríaco Gustav Klimt (1862-1918) visita el Museo de Historia del Arte de Viena y admira el retrato que Velázquez hace en el año 1653 a la infanta española María Teresa de Austria (1638-1683).  Porque Friederika Langer, más conocida como Fritza Riedler, le había encargado un retrato al pintor simbolista en el año 1904. Klimt se detuvo entonces ante el cuadro de Velázquez y, en su delirio artístico mimético, acabaría inspirándose en el retrato de la infanta para componer el retrato modernista de Fritza Riedler. La genialidad de Gustav Klimt le llevaría a componer un retrato moderno con las características estéticas y compositivas de uno antiguo. El pintor simbolista había hecho del erotismo un rasgo estético de su Arte. A comienzos del siglo XX compuso obras donde la desnudez y la osadía las llevaron a ser criticadas y rechazadas por un público excesivamente puritano. Aun así, Fritza lo contrata y el pintor realizaría una combinación modernista extraordinaria entre la composición inspirada de Velázquez y un simbolismo modernista de ojos y bocas abiertas. Y todo eso para completar una inspiración modernista con el erotismo implícito en una representación estética. La semejanza con la obra de Velázquez tuvo tal vez que ver con el semblante melancólico de la adolescente infanta: esa lejanía de todo, esa extrañeza de todo, ese temor o ese sentimiento de malgastar la vida que el maestro español supo reflejar en su obra. 

La vida de Fritza Riedler empieza en Berlín en el año 1860 en una destacada familia. Se casa con el famoso ingeniero de diseño Alois Riedler, un austríaco diez años mayor que ella.  Vivieron en la imperial Viena donde representaban la alta sociedad austríaca de principios del siglo XX. En su obra Gustav Klimt la representa con el anhelo matizado de los años vividos, cuando Fritza tenía entonces cuarenta y cinco años y se encontraba amparada entre su desdén social y su ingenuidad perdida. La obra barroca la había pintado Diego Velázquez en Madrid en el año 1653, cuando la infanta María Teresa, hija del rey Felipe IV, tenía entonces catorce años y todavía ignoraba lo que el azar de la vida le trajese. Siete años después se casaría con el rey de Francia, el poderoso Luis XIV. Para entonces, pleno siglo XVII, la moda femenina utilizaba una falda muy amplia llamada guardainfantes. Esta moda tuvo adeptos y críticos por igual. Don Alonso de Carranza,  caballero de la orden de Santiago, escribió en el año 1636 su Discurso contra los malos trajes y adornos lascivos. En este discurso decía: No hay cosa más ajena del cuerpo grácil y delicado de las mujeres que el grueso y aparente bulto que ahora acompaña a sus caderas. El demonio no ha podido inventar traje más atado y penoso. Es costoso y superfluo, feo y desproporcionado, lascivo, deshonesto y ocasionado a pecar. Impeditivo en gran parte a las acciones domésticas, así como para entrar por puertas y postigos y solo poder entrar en palacios y aposentos principales. Con esas pompas en forma de campana andan las mujeres con nueva y nunca usada libertad, en tan olvido recato, engreídas y alentadas. Porque lo ancho del traje les presta comodidad para andar embarazadas sin ser notadas, hecho que preñadas fuera del matrimonio una doncella dio principio a este traje para encubrir su miseria, y por eso se le dio así el nombre de guarda-infantes.

Como consecuencia, el rey Felipe IV publicaría un pregón prohibiendo el uso de esa prenda en el año 1639: Ninguna mujer pueda traer ni traiga guardainfante o traje semejante, excepto las mujeres que, con licencias de la justicia, públicamente son malas de sus personas (las prostitutas). Esta crítica a la moral del traje abultado radicaba en que una mujer podía ocultar su embarazo o incluso su amante bajo sus faldas, si pensara que podía ser descubierta. La prohibición real sobre el guardainfantes no prosperaría ya que la moda nunca pudo ser abatida por las leyes, ni siquiera entonces. Ese estilo de vestidura se seguiría llevando por las mujeres durante los siguientes siglos, siendo de las modas femeninas que más prosperaron. La propia hija del rey Felipe IV lo llevaba cuando Velázquez la pintó en el año 1653. La pintura y el estilo del pintor español influenciaron en la manera en que los retratos femeninos fueron compuestos después. Tanto lo sería que cuando la VII condesa de Monterrey quiso ser retratada en el año 1660 con esa falda, entonces tan de moda, no fue difícil borrar el nombre del autor del retrato y decir que el pintor había sido Velázquez. Parecía tanto una obra de Velázquez que alguien quiso que así fuese. Sin embargo, la había pintado un seguidor suyo, Juan Carreño de Miranda, nombre que algún desaprensivo borraría del lienzo para confundir, o no admitir, que alguien pudiera llegar a pintar algo tan bello o tan bien como el maestro sevillano. Inés Francisca de Zúñiga había nacido en el año 1635 en una de las familias más nobles de España. Una tía suya, Inés de Zúñiga, había sido de joven tan hermosa como ella y acabaría casándose con el primer ministro más famoso de Felipe IV, el conde-duque de Olivares. Era tan hermosa que  hasta el propio rey se fascinó de su belleza. Sin embargo, el único retrato de una belleza barroca tan fascinante lo fue el de su sobrina, Inés Francisca de Zúñiga, compuesto en el año 1660 por el pintor Juan Carreño de Miranda. 

Esta joven de belleza tan excelente habría de casarse en el año 1657 con el sobrino-nieto del conde-duque de Olivares, Juan Domingo Méndez de Haro (1640-1717). Este noble español sería gobernador de los Países Bajos y defensor de Cataluña cuando los franceses, junto a algunos catalanes oportunistas, quisieron apoderarse de una parte de España. Cuando Juan Carreño de Miranda pinta a Inés Francisca de Zúñiga cuando ella tenía veinticinco años y llevaba tres años de matrimonio. El pintor la compone esplendorosa con su guardainfante decorado y grandioso. Tiene el rostro totalmente opuesto a sus paralelos estéticos aquí comparados. No hay más que belleza, exultante, desinhibida, brillante, pícara, expectante en la obra de Carreño. La flor más hermosa del barroco español. ¿Dónde está el paralelismo estético? Sólo en la moda, esa misma que el pintor Klimt compuso, siglos después, con su modernista figura intrigante. Porque el retrato de Velázquez, a diferencia del de Carreño, no descubría ninguna belleza sugerente, sino la más intrigante, oculta y melancólica de todo aquel Arte clásico barroco. Esta semblanza de Velázquez fue la que el pintor austríaco entendió que debía transmitir de su modelo berlinesa tan intrigante, y no otra. Pero sí hubo un paralelismo existencial entre las retratadas de Klimt y de Carreño, algo que el Arte no descubre claramente sino que oculta, sin pintarlo, bajo los trazos decididos de otros alardes distintos. La VII condesa de Monterrey fallecería, como la influyente Fritza, siete años antes que su esposo sin dejar tampoco descendencia. Por eso su retrato es de una belleza tan fascinante, porque fue realizado cuando la modelo aún brillaba exultante entre las inciertas moradas de su confiada, excelsa y maravillosa juventud.

(Óleo Inés Francisca de Zúñiga, VII condesa de Monterrey, 1660, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo Lázaro Galdiano, Madrid; Óleo sobre lienzo Fritza Riedler, 1906, del pintor simbolista austríaco Gustav Klimt, Museo Alto Belvedere, Viena, Austria; Lienzo del pintor español Velázquez, La infanta María Teresa de España, 1653, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)

3 de diciembre de 2020

El erotismo más sensual está en la mirada, sin la cual no hay sentido erótico de identificación.




 Cuando el pintor español Joaquín Sorolla (1863-1923) se atrevió a pintar a su esposa Clotilde para un desnudo, no dudó en ocultar el rostro de ella. El pintor había recorrido antes el Museo del Prado para tratar de encontrar la mejor composición y poder inspirarse en su desnudo. Pero, sin embargo, no la hallaría en España. Tuvo que viajar a Londres para descubrir la imagen más perfecta que se hubiera hecho jamás de una mujer desnuda. Velázquez había compuesto su Venus del Espejo en Roma, ya que durante el siglo XVII en España no se permitía a ninguna mujer posar desnuda ante un pintor. Fue en Roma donde una de sus amantes se le ofreció para poder culminar uno de las más impresionantes cuadros de desnudos. Luego Velázquez se lo llevó a España, donde algún noble colgaría la obra en alguno de sus palacios. Así hasta que la guerra napoleónica alteró la vida española y dejó que un desaprensivo británico se la llevara a Londres a comienzos del siglo XIX. En ese siglo se alcanzaría, sin embargo, a componer la más amplia variedad de desnudos que el Arte hubiese realizado antes. La sociedad europea había llegado a traspasar, con el Romanticismo avasallador o el Realismo desgarrador, las fronteras estéticas de los prejuicios o las limitaciones estéticas que el Arte había tenido desde que el pintor español tuviese aquella inspiración romana a mediados del siglo XVII.

Dióscoro Teófilo Puebla Tolín (1831-1901) se educó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando a mediados del siglo XIX, cuando el mundo del Arte español se encontraba perdido entre el Clasicismo, el Romanticismo y el Realismo. ¿Qué estilo utilizar entonces? El joven pintor español se decidió por todo eso junto, por un Eclecticismo donde pudiera componer todas las posibilidades que su creatividad le llevara a realizar en un cuadro. Es imposible saber con exactitud cuándo Dióscoro Puebla pintó su obra Desnudo femenino tumbado. A partir del año 1858 el pintor viaja a Italia visitando Florencia, Venecia y Pompeya. De regreso a España en el año 1863 se trae el maravilloso privilegio de haber visto las esculturas y pinturas más sensuales de la historia. El pintor se decide y pinta entonces un desnudo atrevido donde expuso su deseo de plasmar la belleza con el sesgo erótico más estético que imaginó.  Y ese atrevimiento le llevó a componer un desnudo de espaldas como las esculturas romanas le habían ofrecido en su reconocimiento del Arte clásico. Como Velázquez hizo siglos antes en su viaje a Italia. Dióscoro Puebla se atrevió y realizó un alarde erótico que llevaría su obra al límite más vertiginoso que un desnudo pudiera representar en un cuadro. ¿Cuál fue ese alarde?: La cabeza girada de la modelo mirando decidida al observador. Esta fue una modalidad artística que no se había hecho nunca así en el Arte. Jamás se había pintado un desnudo de espaldas mirando directamente al espectador. Primero porque es antinatural ese giro siniestro de la cabeza, poco estético y forzado anatómicamente. Ni estética ni artísticamente era justificado. Sin embargo, el pintor español lo hizo a pesar de su compleja composición excesiva, en el sentido de girar el rostro de una figura de espaldas que, al mismo tiempo, pretende también mostrar su belleza.

¿Qué consiguió el pintor con ese arriesgado movimiento? Obtuvo el mágico sentido erótico vinculante entre observador y modelo, algo que magnifica y acentúa la sensualidad por la fuerza comunicativa de dos visiones relacionadas, la virtual del cuadro y la real del que lo mira. En esta eventualidad estética está la mejor forma de potenciar una representación erótica. Sin mirada compartida no hay erotismo realmente. Puede haber representación estética, puede haber belleza, puede haber imaginación erótica también, pero no existe la identificación erótica precisa para transmitir el mensaje que lleve la sensualidad a su mayor sentido erótico visual. Si ocultamos con el pulgar izquierdo, por ejemplo, la cabeza de la modelo podremos comprobar el contraste entre interactividad de erotismo o la ausencia de éste. El desnudo en el Arte puede ser extraordinariamente erótico o puede sólo meramente serlo. Por esto el desnudo del pintor Sorolla es sólo belleza estética, una radiante, grandiosa y primorosa belleza estética. Pero el erotismo que pueda tener la obra modernista de Sorolla, que lo tiene, es ahora indiferente, es más objetivo, es un erotismo estético llevado a cabo en un solo sentido, es unidireccional. Es la belleza natural delicada y perfecta que unos trazos radiantes pueden hacer en una obra erótica, pero absolutamente discreta, bellamente lacónica. Cuando el pintor Velázquez se planteó componer su Venus desnuda la pintó también de espaldas al observador, así pudo realizar el perfil más erótico que un desnudo pudiera disponer en una obra de Arte. Pero el pintor barroco sabría muy bien que sin mirada no hay erotismo comunicable. ¿Cómo lo resolvió? Compuso entonces un espejo vinculante, uno que mostrase ahora el rostro de la modelo y, por tanto, su mirada. De este modo dejó al menos el pintor barroco la muestra estética suficiente como para poder imaginar, sin fisuras, la mirada vinculante, tan necesaria, en una obra erótica de Arte. 

(Óleo Desnudo femenino tumbado, mediados del siglo XIX, del pintor español Dióscoro Puebla, Colección Privada; Lienzo modernista del pintor español Joaquín Sorolla, Desnudo de mujer, 1902, Museo Sorolla, Madrid; Óleo sobre lienzo del pintor Diego Velázquez, La Venus del Espejo, 1650, National Gallery, Londres.)

30 de noviembre de 2020

Los dos mejores estilos artísticos donde brillaría más la excelencia del mejor Arte español.



Cuando el Arte español alcanzara su mejor sentido estético fue en dos momentos históricos de cierta semejanza sutilmente creativa. Se situaron estos alardes estéticos en las segundas mitades de esos siglos sublimes, los dos siglos más gloriosos, además, que la historia de España tuviese en el mundo. Es de entender que su Arte reflejase entonces esa eventualidad culminadora. Aunque la historia social y política no corresponda exactamente con la cultural casi nunca, esos dos momentos históricos establecieron, sin embargo, el mayor grado de realización artística llevado a cabo en España en cada uno de esos dos estilos tan extraordinarios habidos en el Arte universal. Esos estilos fueron el Manierismo y el Barroco, pero ahora ambos ya en su fase final, cuando el desarrollo del estilo de su pintura llegaría a lo máximo que por entonces pudiera así elaborarse... sin caer en otra cosa distinta. Porque la evolución artística es tan sutil como engañosa, ¿hacia dónde se va en una tendencia artística? Los pintores desean componer sus obras con dos cosas generalmente: perfección y avance. El avance es la perfección llevada algo más allá. Pero la perfección no puede avanzar, por definición: es perfecta. Sería entonces casi como una cierta esquizofrenia artística vertiginosa. Si una creación se sostiene en sus elementos estéticos donde la belleza ya no se puede forzar más, ¿por qué el creador entonces decide ir un poco más allá, a riesgo de zaherir la perfección alcanzada? Debe ser una tentación irrefrenable esa, debe ser la autoconfianza también de dominar ya una expresión determinada, la capacidad de crear belleza desde la nada, lo que deberá llevar a los autores artísticos a la imposible resistencia devocional hacia la transgresión estética más anhelada... ¿Cuál es esa transgresión estética tan querida? La de forzar el sentido convencional más extendido entonces, la de traspasar ya el ámbito de lo admitido hasta entonces. Pero ahora haciéndolo de manera que no se perciba demasiado todo eso, que sólo se insinúe, que sólo se muestre sin mostrar, que se plasme sin ningún relieve consistente que lleve a deslucir, en los ojos del que lo mire, el mejor modo de componer un Arte que no tenga más fronteras que la de su propia creatividad.

La obra manierista del gran pintor Luis de Morales (1510-1586) La Virgen de la Leche, compuesta sobre el año 1565, es una muestra extraordinaria del mejor sutil erotismo místico realizado en el Arte español. Sólo cuando los conceptos estéticos se tienen claros es posible percibir la belleza sin confusión ni desatino. El sentido estético en el Arte es el resultado de todas las variables estéticas que se articulan en una composición determinada. En esta maravillosa obra manierista hay un espacio estético que formará además parte relevante de esas variables estéticas. Es el aislado encuadre espacial de dos figuras solitarias que, sobre un fondo oscuro necesario, aparecen ahora unidas en una pose de  extrema comunicación sedentaria. Ese fondo inerte es ahora la mayor expresión de intimidad precisa para poder transmitir la comunicación mística y erótica más sutil que una imagen, sagrada además, pueda tener en el Arte. Fue una de las composiciones más recreadas del Renacimiento el gesto artístico de amamantar María a su pequeño bebé. Las obras de Arte de entonces, del siglo XV y principios del XVI, habían mostrado el pecho descubierto de la madre en sus lienzos artísticos. Pero tiempo después, a partir de la mitad del siglo XVI, se fue abandonando esa estética evidente por considerarla por entonces muy indecorosa. Así surgiría el erotismo realmente, como aquella práctica estética que sólo insinuase el sentido pero que no evitase del todo su finalidad primorosa. La forma tan conseguida y delicada que el pintor español alcanzó para transmitir una comunicación tan tierna y sutil, no ha sido obtenida jamás después en una obra sagrada como esa. El pequeño bebé está ahora asiendo con su mano izquierda el grácil velo transparente de su madre en un gesto poderoso de atracción y deseo irresistibles, ambos impulsos muy naturales, sin embargo, para un ser tan desvalido que necesite urgentemente alimentarse. Con su otra mano buscará así la forma de acercarse al pecho necesitado, ahora éste ya cubierto por la belleza colorida de un tejido prodigioso. Pero, luego estará la mirada tierna y asombrosa de María, un gesto aquí tan perceptivo como la sumisión tan querida de ella ante un deseo vital tan vigoroso como insinuante. ¿Hay alguna forma mejor de transmitir un sentido erótico profundo donde la voluntad de dos seres sea ya tan aceptada, sentida y precisa? 

El Barroco fue un período histórico más que un estilo artístico ya que en él existieron diversas tendencias estilísticas diferentes. Al haber sido el período artístico más largo de la historia es de comprender que tuviese diferentes tendencias dentro del gran momento que supuso el Barroco en el Arte. Es difícil poder elegir en tan dilatado manantial de creatividad maravillosa una obra barroca que muestre alguna genialidad especial. Pero hay una que lo hace claramente. En el año 1679, cuando el siglo XVII empezaba a tener ese horizonte que hizo de esos años finales un momento histórico sublime por su avance científico, técnico, social e intelectual, un pintor español consiguió traspasar la frontera de lo admitido o conocido como Arte hasta entonces. Pero, al igual que Luis de Morales, no lo hizo sino con la sutileza y el prodigio equilibrado más artístico que se pudiera hacer entonces. En su retrato El duque de Pastrana, el pintor Juan Carreño de Miranda (1614-1685) no sólo compone el retrato de un noble español de finales del siglo XVII, sino que llegaría a conseguir el concierto estético más elaborado de asignación figurativa de unos colores ahora extraños, de unos trazos indefinidos o de unas mezclas poco naturales en una composición tan original para entonces. Es el avance pictórico más sublime que consiguiese el Barroco hacer por entonces. Si quitamos la figura del duque retratado, ¿qué nos quedará en la obra barroca? Un paisaje absolutamente impreciso para el sentido clásico del Arte, ¿no es un modernismo barroco ese que hiciera Carreño de Miranda por entonces? Las ramas del árbol se confunden ahora con las nubes insolentes de un cielo tan terroso como sus hojas apenas inapreciables. La figura del caballo surge como de un sueño pictórico detrás del retratado, enarbolando ahora un enjaezado sutil celeste y pequeño como el cielo efímero tan desolado que pintase su autor. No se distinguen sino su cabeza y sus cuartos delanteros en un alarde de sorpresa plástica sublime. Es ahora aquí la efusión expresiva de unos colores sin la definición perfilada que los hace contrastar o resurgir entre sus sombras figurativas. No, ahora no, ahora los colores hacen las formas estéticas desde la visión ¡tan impresionista! como, siglos después, una tendencia así llevase por fin las figuras de un paisaje a la historia del Arte. Era este el reflejo sutil de un avance que una sociedad llevara o quisiera llevar por entonces en la historia artística. ¡Qué diferencia con el retrato aséptico del caballero de la mano en su pecho de El Greco! El mundo estaba cambiando. España también. Fue un momento histórico (artístico, social, filosófico) que se malograría sin embargo. Y que España llevaría ya en el germen social de su difícil destino histórico. En el Arte europeo por supuesto, jamás se volvería a pintar así hasta que el Impresionismo lo lograse, casi doscientos años después. Fue un alarde artístico extraordinario que duraría tan poco como sus creadores pudieron dilatarlo sin desfallecer. Como la historia lo permitiera, también. Pero, no lo hizo... Esas solo fueron las grandezas sutiles tan efímeras de estas dos creaciones artísticas tan innovadoras en la historia de la estética que se pudieron hacer. Porque, además, si en algo el país que lo alumbrase se caracterizaría en la historia sería por eso: por ser el pionero en muchas de las cosas que el mundo, luego, se apropiase y desarrollase como si nunca antes hubiese sido vislumbrado o intuido por nadie. 

(Óleo sobre tabla La Virgen de la Leche, 1565, del pintor manierista español Luis de Morales, Museo del Prado; Óleo sobre lienzo El duque de Pastrana, 1679, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo del Prado, Madrid.)

15 de octubre de 2020

Van Gogh en Rubens o la esperanza cósmica trazada una vez sobre las oscuridades terroríficas de un sueño.


 La Pintura barroca de Rubens tuvo una vez la oportunidad de mostrar toda la crudeza que el Arte pudiera expresar en un cuadro. Porque en esa obra estaba la representación de un mito constituyente y también la fuerza incontenible de un maleficio despiadado, sangriento, cruel y mortífero. ¿Cómo pudo Rubens atreverse a hacer algo parecido? Es de reconocer la temeridad y el valor artísticos que el pintor flamenco tuvo entonces. Pero era un mito grecolatino fundamental y él un gran pintor para poder expresarlo. El escritor romano Ovidio lo contaba ya en su compilación de mitos y leyendas. Saturno, el primordial dios romano, fue un asesino porque había sido asociado desde hacía tiempo al maléfico dios griego Cronos. Pero, sin embargo, había sido una traslación mítica desafortunada ya que la mitología romana no había ideado nunca tamaña maldad para ninguno de sus dioses. El mito griego sí, Cronos fue un titán poderoso que se hizo dueño del mundo mutilando incluso a su padre Urano. De esta mítica mutilación surgiría Afrodita, la diosa de la Belleza griega. Pero no se conformaría Cronos con ser dueño del mundo, desearía serlo también de todo el universo. Para ello debía realizar un pacto con los demás titanes poderosos. Ese pacto le daría el poder máximo en el cosmos. Pero, a cambio, él no debería tener nunca descendencia. Así fue como el dios Cronos acabaría devorando a sus hijos. La madre de ellos, Rea, idearía luego una treta para salvar a su hijo pequeño Zeus (Júpiter en la mitología romana): envolvería en sus pañales una piedra dejando que Cronos se la tragase creyendo que era su hijo. Así lo salvaría. Esta fue la mitología que prosperaría en el relato cultural que Ovidio, un romano más atrevido que Rubens, dejase escrito gracias a su elogioso verso descriptivo. Así fue como Saturno se transformaría en un monstruo. Porque no lo había sido nunca antes, sin embargo. Saturno era el dios romano de las simientes, de los cereales y de las viñas. Se representaba con la hoz del segador o con la podadera del viñador. Pero todo eso fue transformado por la hábil pluma de un poeta satírico. Ovidio fue en Roma un famoso escritor por haber sido el mejor guionista de telenovelas de entonces. El público quería sus entretenidas historias y leyendas porque retrataban la misma realidad sórdida que el mundo reflejara en sus vidas sin belleza. 

El mito de Saturno devorando a sus hijos lo creó Ovidio de una antigua asociación de este dios romano con el cruel dios griego Cronos. Grecia había sido la primera que llevara la crueldad a sus mitos para exorcizar la vida humana tan desolada. Roma se desolaría más tarde, sin embargo, ahora ante tanta barbarie y tanta tragedia gratuita. Había necesitado Roma una mitología y la griega era la mejor para consolidar la fundamentación de unos dioses en su cultura y en su vida. Así se hizo con algunos dioses griegos que tuvieron su identificación con los romanos. Pero para Saturno, sin embargo, fue un despropósito. A parte de que santificaba una desolación para cualquier tradición familiar y religiosa, la crueldad de la abominación de Cronos/Saturno era demasiado para la sensación optimista y sagrada que Roma tuviese de sus dioses o de su sentido moral de la historia. Cuando el gran pintor flamenco se decidiera a realizar su obra para una de las estancias reales de la corona española, el gran creador barroco diseñaría antes un boceto de la misma. En uno de esos bocetos que se conservan no estaban dibujadas las tres estrellas que ahora sí aparecen grandiosas y claramente pintadas en el óleo de Rubens. Esa indeterminación iconográfica entre el boceto y el lienzo es una premonición maravillosa de la grandeza estética que tuviera luego uno de los mejores pintores del mundo. Porque al final Rubens comprendería que la mejor muestra de romper con la condenación despiadada de esa leyenda era simbolizar al dios primordial con la fructífera inspiración universal de un mensaje ahora de esperanza... Y pintaría tres estrellas fulgurantes sobre la escena terrorífica de ese acontecer inevitable. Representan en el cielo la manera en que el planeta Saturno era por entonces divisado: con la sensación de tres estrellas desplegadas entre su brillante alineada forma estelar (no se conocían aún los anillos de Saturno).

Aun así, Rubens compuso su mito clásico con la dureza de la visión más trágica de un filicidio titánico. No hay piedad ni razón ni designio sagrado en la leyenda. Sólo crueldad maléfica justificada por el sentido primigenio de una genealogía mítica. Pero, sin embargo, el pintor barroco quiso destacar la fuerza simbólica de unas estrellas brillantes que ahora sobrevuelan alumbrando el conjunto estético con un sentido distinto. Fue una premonición y un prodigio, todo un alarde metafísico de gnosis mística iconográfica. Doscientos cincuenta años después de Rubens un pintor desesperado no dejaría de pintar estrellas poderosas y brillantes que harían matizar sus lienzos con el desgarrador contraste de una vaga esperanza. Así, Van Gogh haría con ellas una coreografía estética llena de luz y de fuerza psicológica muy poderosa. Toda una recreación estética de un cosmos estrellado para llevar un atisbo de ilusión a la desmadejada y sombría alma de los hombres. Para eso existiría el Arte también, para transmitir un deseo o un alarde simbólico lleno de esperanza. Con esa iconografía marginal o grandiosa dos pintores, tan alejados en la historia, tuvieron una vez la fortuna de poder transmitir el mismo mensaje sagrado de esperanza... Cualquier representación estética de un mito no es más que la visión particular que de esa leyenda tenga los ojos de quien lo perciba. Cuando Roma quiso finalmente cambiar su mitología y recuperar parte de aquella elogiosa que antes tuviera, otro poeta romano, Virgilio, crearía por entonces una leyenda distinta de Saturno. Ahora el dios maltratado por sus hijos, expulsado ya del Olimpo griego, encontraría refugio en Roma y perpetuaría, tras el reino de Jano, los bienes sagrados de la edad de Oro y de una civilización perfecta. Los romanos entonces quisieron definitivamente salvar a Saturno. Como Van Gogh quisiera para el ser humano también hacer con sus estrellas o como Rubens hizo finalmente con Saturno. Con el Orfismo, esa filosofía-religión mística cargada de esperanza salvífica, los romanos acabarían transformando al titán despiadado y maléfico en un rey bondadoso y justo, creando definitivamente así, desde una serena sabiduría tan próspera, la mítica universal más brillante de una nueva edad dorada y poderosa.

(Óleo barroco Saturno devorando a sus hijos, 1638, Rubens, Museo del Prado, Madrid.)

14 de septiembre de 2020

La gloria del Arte la hacen los mecenas y los críticos no el propio Arte ni los creadores.



La influencia artística es una motivación del poder. Es en el Arte donde la fuerza sutil y subrepticia del poder es muy visible y comprobable... a posteriori. Las tendencias artísticas no tienen carácter permanente, lo que no pudo ser una vez no será ya luego. Por eso la influencia es muy poderosa, porque aprovecha el momento justo para ejercer una potestad sobre el mundo, algo que luego, cuando no tenga ya razón de ser, no valdrá más que como una anécdota curiosa adscrita en los anales de la historia. La gloria no es exactamente lo mismo que la historia. La gloria es subir directamente al olimpo de los dioses, la historia, a cambio, es una recopilación de datos que, aunque sean reconocidos con el tiempo, no pasarían al inconsciente colectivo de lo glorioso o de lo grandioso o de lo que influyó o inspiró el espíritu ferviente de una época. Los críticos y mecenas del Arte son los únicos sumos sacerdotes de la cultura, unos poderosos personajes que inspiran el sentido artístico exclusivo de su tiempo. Cuando el Arte influenciado por aquellos es acorde con el sentido artístico de una obra maestra, estamos ante una gloria artística que hace historia para siempre. Cuando no es acorde al sentido indiscutible de una obra maestra solo pasará su efímera gloria a la historia. Pero puede suceder que algún Arte merecedor no tenga influencia ni mecenas como para hacer siquiera historia. Habría que decir ahora que hay dos tipos de historias. La que socialmente es reconocida, la gran historia, y la que no lo es. El que algún Arte pase a una o a otra historia dependerá solo de la influencia que haya tenido, es decir, de la capacidad que, en su momento, no después, haya podido disponer para ejercerla. Pero no es tan simple tampoco el asunto. La gloria es una conjunción de varias cosas diferentes: de mecenazgo, de influencia, pero también de perseverancia del autor en su estilo y de una suerte de cosmopolitismo en su temática artística. Cuando no se dan todas esas cosas el Arte no prosperará como tendencia en el mundo. 

Una generación de pintores nacida en la década de los años ochenta del siglo XIX estaría predestinada a cambiar el Arte por completo. Las tendencias producidas desde entonces superaron en número a las habidas en otros momentos en la historia. Tal fue la insatisfacción y la búsqueda obsesiva de entonces. Pero sólo consiguieron avanzar aquellos que encontraron en la crítica y el mecenazgo el poder suficiente para prosperar. El Arte no lo hacen los pintores, ellos solo hacen cuadros, el Arte lo hacen los poderosos influenciadores que deciden qué les gusta a ellos y a sus acólitos de esa tendencia. La tendencia es como un virus seleccionador, algo que ya no se detiene porque actúa exactamente igual, mutando ideas que alimentan la misma intención originaria: la forma en que el mundo debe ser ahora comprendido o visto en imágenes representativas. Las motivaciones psicológicas o sociológicas darán igual, solo es la identificación de un gusto elitista con una tendencia sustentada gracias al poder que su influencia sea capaz de tener en su difusión. Por tanto podemos afirmar que el Arte, como los pensamientos o las reflexiones filosóficas, son algo reconocido en la medida que su influencia permita su difusión universal. La publicidad lo es todo, y ésta puede llegar a ser tan sutil y eficaz como la persistencia que su poder permita mantener en el tiempo. Al final percibiremos solo lo reconocido en los altares de la exposición encumbrada por la influencia. Cuando el pintor estadounidense Thomas Hart Benton (1889-1975) se enfrentase con su deseo de pintar, buscaría en el pasado artístico los resortes con los que en su propio tiempo podría además llegar a componer Arte. Y lo consiguió. Pero, sin embargo, no prosperaría... Su genio artístico, esa gloria que no llegaría a conseguir a pesar de su grandeza, le llevaría a componer obras en un mundo ya transformado para siempre. Su honestidad, sus limitaciones, sus aspiraciones o sus necesidades, le llevaron a componer una temática excesivamente regional o poco cosmopolita. Pero su Arte propiamente, su estilo, no lo era. Era una suerte de Manierismo moderno que alcanzaría a tener una original expresión de armonía, sentido artístico, comunicación y brillantez creativa.

No pasaría de componer murales para grandes almacenes o compañías del medio oeste de los Estados Unidos. Toda una metáfora de la realidad del Arte cuando no es alzado por los mecenas o santones de los poderes culturales del mundo. Debe entonces refugiarse en los poderes comerciales que no saben ni tienen capacidad de transmitir Arte, sino solo de consumirlo. Sin embargo, cuando el pintor norteamericano Jackson Pollock (1912-1956) se viese obligado a prosperar artísticamente gracias a las ayudas del gobierno norteamericano de Roosevelt en los años treinta, su expresionismo-abstracto sedujo además luego a dos poderosos influenciadores del Arte de los años siguientes. Peggy Guggenheim y Clement Greenberg vieron en ese Arte abstracto de Pollock la nueva visión que el mundo de la posguerra necesitaba para olvidarse de todo, incluso del sentido de lo que podría ser considerado obra maestra de Arte. ¿Qué oculto motivo psicológico podría haber detrás de la influencia de la mecenas Guggenheim y del crítico neoyorquino Greenberg? ¿Dónde estará el sentido real de la motivación hacia un tipo de Arte o expresión artística determinada y no hacia otro? ¿Qué cosa extraña dominará las influencias de lo que deberá ser considerado Arte o no? No es baladí reflexionar sobre esto ya que la formación artística es fundamental para el desarrollo personal de los seres humanos. De hecho, la sociedad que vivimos ahora es heredera directa de la influencia que esos poderosos sacerdotes de la cultura tuvieron entonces. Pero, no fueron los únicos. Aunque aquí nos limitaremos solo al Arte. ¿Quién conocerá la pintura creada por Benton? Fue un estilo artístico que no llegaría a nada, que sólo acabaría demostrando que a veces brillará el Arte entre los perdidos alardes sin futuro de un intento merecedor. La fuerza poderosa de la sociedad de los años treinta, pero sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, llevaría por primera vez en la historia a filtrar o condicionar el gusto artístico que debería ser reconocido o impulsado. Antes se había empezado a hacer, posiblemente, pero fue a partir de entonces cuando se industrializaría, masificaría y comercializaría con los mismos procedimientos que la sociedad utilizaba para cualquier bien u objeto de consumo. 

Los templos del Arte habían sido profanados por esos influenciadores para llevar a cabo la experimentación seductora de su propia codicia artística. Pero esto no es nuevo en la historia. Cuando en el Renacimiento se crearon las grandes obras maestras de entonces fue porque los mecenas así lo quisieron. Así fue también en las otras tendencias clásicas de la historia. Así se crearon las grandes obras geniales del Arte universal. Entonces, ¿qué es lo que sería distinto a partir de los años treinta del pasado siglo? Pues que el sentido del Arte fue empezado a ser utilizado socialmente para influir no solo en el gusto sino en el pensamiento. Eso lo malogró en dos sentidos. Por un lado porque el Arte original y valorable se dejaría seducir por lo ideológico o por lo socialmente comprometido. Y por otro, el peor, porque se empezaría a utilizar el Arte sin el Arte, es decir que, con la excusa de hacer Arte, se comenzaría a describir una forma de creación que fuese más acorde con un nuevo sentido carente de belleza: el de la reproducción ilimitada de las formas. No habría ya límites en nada, tan sólo aquel que permitiera expresar el sentido iconográfico de lo bendecido como Arte: lo opuesto, lo transgresor, lo grotesco. Cuando la comunicación y los medios que pueden sostenerla se hacen libres y globales es cuando la influencia tendenciosa o torticera dejará de tener sentido. La información disponible y libre hace que se pueda acceder a todo lo que haya sido creado en la historia. Entonces es cuando nuestra conciencia verdaderamente se forma y construye con realidades auténticas, no con falsas tendencias ni con influencias determinadas, sino con la verdad de lo que una vez fuese creado por la excelencia. ¿Qué es la excelencia? Lo que solo es capaz de ser originado desde el sentido armonioso más honesto del genio humano. Algo que no es abundante ni poderoso sino existente tan solo desde la genialidad de un momento de inspiración creativa, un instante único expresado donde la emoción, la originalidad, la armonía, la representación y la belleza consigan alcanzar a mantener por siempre una permanente estima.  

(Óleo Pueblo de Chilmark, 1920, del pintor norteamericano Thomas Hart Benton, Institución Smithsonian, Washington, D.C.; Panel de madera al temple Actividades urbanas en un metro, 1931, Thomas Hart Benton, Metropolitan Art de Nueva York; Lienzo expresionista-abstracto Convergencia, 1952, del pintor norteamericano Jackson Pollock, Colección Albright-Knox Art Gallery, Buffalo, Nueva York.)